Abracadabra, culo de cabra

¿Se vengó dulcemente el chico de la casa encantada?

Abracadabra, culo de cabra

Cuando volvimos Daniel y yo de las galas, le dije que se quedase en casa descansando y que yo iría a casa del manager, Lino, a entregarle el documento de conformidad firmado para cobrar. A veces, nos pagaba Lino después de cada gala, pero otras veces nos pagaba tres o cuatro galas al mismo tiempo.

Mientras iba en el coche hasta aquel barrio apartado, que no era muy de mi agrado, me aseguré de que llevaba el papelito de Jose con su número de teléfono. Pasé por la calle principal y bajé unos metros hasta parar entre el bar y la casa de Lino y, antes de bajarme del coche, saqué mi móvil y llamé a Jose.

¿Quién es?, preguntó.

Soy yo, Tony – le dije - ¿Ya no te acuerdas de mí?

¡Tony! – dijo como para sí -. No esperaba esta llamada.

¿Estás muy lejos?, le pregunté.

Pues sí, como siempre – me dijo -; en el bar donde nos conocimos.

Entonces, chaval, me parece que estamos cerca – le dije -.

Me bajé del coche y seguí hablando algo con él hasta entrar en el bar y verlo hablando conmigo a sólo unos metros.

¡Estás aquí! – vino corriendo - ¿Has venido a verme o es que tienes que visitar a Lino?

Las dos cosas – le dije -, tengo que ver a Lino si quiero seguir viviendo de la música, pero necesitaba verte otra vez.

Sonrió y agachó la vista: «Tomemos una caña».

Y así fue, pero intenté que me explicase por qué había puesto el papel en mi bolsillo aquel día, en la casa encantada, y no me lo dijo.

Necesito ver a Lino – bebí lo que quedaba de cerveza -, no tardo. Ve pidiendo otra cerveza ¿Vale?

Corrí a casa del manager y le entregué los documentos y me pagó con billetes, en metálico; me sentí inseguro, pero volví al bar enseguida diciéndole a Jose que tenía un poco de prisas. Allí estaba esperándome con dos cervezas.

Jose – le dije intrigado -, tú ya sabes que yo soy músico y me has visto otras veces, pero yo no sé nada de ti. Cuéntame algo.

Jo, poco tengo que contarte, tío – me dijo -, ya sabes que no soy más que un modesto gitano joven que se aburre y pasa horas en este bar. Trabajo desde por la mañana muy temprano cuidando cabras allí arriba, le doy a mi padre parte de lo que gano y lo otro me lo gasto en tabaco y en cerveza.

¿Cuidando cabras? – me extrañó -. ¡No hueles a cabras!

Me gusta el aseo ¿sabes? – me dijo sonriendo -, no quiero que la gente me huela a campo.

Y ¿dónde están ahora esas cabras? – le pregunté - ¿Son de tu padre?

No – hizo un gesto con la mano -, mi padre es albañil. Yo soy el cabrero. Ahora están mis amigas encerradas y preparadas para dormir. Están en un "tinao" aquí cerca. Me gustan.

Bueno – le dije -, a mí me gustan los perros pero no puedo tener a uno en casa casi siempre encerrado y solo.

¡Claro! – contestó seguro -, a los animales les gusta la compañía. Yo las llevo temprano a pastar y luego las encierro. Ya las conozco muy bien y ellas me conocen. Mi preferida se llama Orejona. ¿Quieres conocerla?

¿Conocer a una cabra? – creí que lo decía en broma y me eché a reír -. Me han dicho que muchos pastores o cabreros, cuando están solos y calientes, se las follan y que les da mucho gusto.

Pues no te han mentido – me dijo seguro -; yo a veces me tiro a mi Orejona y me da una gustazoooo

¿Te follas a la cabra? – no podía creerlo -. Así que me dices que sólo te gustan las tías y ¡te follas a una cabra! Tío, no te entiendo.

Si quieres entenderme – dijo muy serio – llévame en el coche hasta donde yo te diga. Te las presentaré. Son mejores que los perros.

¿Quieres presentarme a tus cabras?, estaba alucinando.

Sí, estaba alucinando, pero diez minutos después, ya de noche, íbamos camino del "tinao" por una senda muy pedregosa. Salimos a una explanada y vi enfrente una caseta muy grande hecha con maderas y alambres y rejas.

¡Ven! – me dijo -, se entra por aquí.

Y tomó mi mano, abrió una portezuela y comenzaron las cabras a moverse y se acercaban a nosotros balando. Cerró la puerta.

No te asustes – me dijo -, saben que vienes conmigo.

Y me presentó a la Orejona y le acaricié su cabeza entre los cuernos y tomé a Jose por la cintura sin darme cuenta, pero no dijo nada.

Me quedé callado entre más de sesenta o setenta cabras balando en la oscuridad y miré a Jose sonriendo. Entonces, apretó mi mano, acercó su cara y me besó en la mejilla y cuando fui a besarlo yo, apretó más su mano y se retiró un poco, pero le dije que no temiese nada, que no pensaba hacerle nada en especial, sino devolverle aquel precioso beso. Pero entonces me agarró por los brazos y me empujó con la derecha y quedó mi cuerpo pegado al lomo de la Orejuda; de espaldas a él. Al instante, soltó mi brazo derecho y bajó su mano por mi cintura hasta el pantalón y comenzó a acariciarme sin llegar a tocarme la entrepierna. Me sentí mal. Delante de mí había una cabra casi en la oscuridad y detrás tenía a un gitano sin saber sus intenciones. Cuando pensé que quería robarme, llevó su mano a mi cinturón y comenzó a abrirlo. Aún sentí más temor, pero no podía moverme. Tiró de la punta del cinturón apretándolo a mi cuerpo y lo fue soltando poco a poco mientras metía su mano por dentro y lo abría. No me soltaba el otro brazo y yo no quería hacer ni decir nada. Esperé a que llegasen los acontecimientos. Tiró entonces de la hebilla y se agarró al botón de mi pantalón. Me tenía el brazo izquierdo cogido por detrás, el otro apretado con el derecho contra mi cuerpo, mis piernas apretadas al lomo de una cabra y su mano entrando lentamente en mi pantalón. Tiró entonces del botón y de la cintura del pantalón para abrirlo y lo echó todo al suelo sucio de las cabras. Apretó su polla a mi culo (noté su bulto duro) y, despegándose un poco, me pareció que se quitaba sus pantalones con prisas. Volvió a poner su mano en mi cintura y fue rodeando mi cuerpo hasta llegar a mi polla y la apretó con mucha fuerza. No quería quejarme ni hablar; no sabía si aquel Jose era peligroso; tal vez era una venganza por lo que le hice en la casa encantada. Soltó luego mi polla y agarró el elástico de mis calzoncillos y tiró con tal fuerza que los rompió y cayeron al suelo. Me pareció que iba a ser una muy dulce venganza, pero noté que me humedecía el culo y me hacía caricias con un dedo buscando mi agujero. De pronto, empujó su dedo áspero dentro de mí y no sé si decir que sentí placer o miedo, porque ya dentro, empezó a moverlo en círculos para relajar mi esfínter. Ya me imaginaba qué iba a venir después, pero no cómo iba a venir. Sentí pavor, pero así estuvo un buen rato; sabía lo que hacía. De pronto, soltó mi otro brazo y puso su mano izquierda en mi nuca y apretó sobre mi cuello empujando mi cabeza con una fuerza brutal hacia adelante hasta que quedé casi echado sobre el lomo de la cabra. Tomó su polla, la humedeció (miré al cielo estrellado) y buscó mi ano con el dedo. Allí puso la punta de su polla húmeda y, en un instante, tiró de mí y me la clavó hasta el fondo. Afortunadamente, ni su polla era muy gorda ni yo era virgen ni me la metió a secas, pero una vez dentro, comenzó a moverse en círculos y a masajearme el interior. Yo seguí echado sobre la cabra sin saber ni qué decir ni qué hacer hasta que comenzó a moverse hacia adentro y hacia afuera. Sacaba la polla casi entera y luego empujaba con todas sus fuerzas. Así siguió cada vez más rápido: «¡Fffff, fffff, fffff, fffff!». Pero en un momento en que el ritmo era muy rápido, me agarró por los pelos, tiró de mi cabeza hacia atrás y me besó (no sé si brutal o apasionadamente) empujando sin cesar y tirando de mí. Temblaban sus piernas y sus manos. Casi me lastimaba y me clavaba las uñas en los costados hasta que soltó un grito de placer y de dolor y entonces me habló:

¡Espera, espera, por favor! – me dijo susurrando -, tengo el prepucio muy delicado y me parece que se ha roto.

¿Qué dices, Jose? – le miré asustado -, ¡esto no es un sitio para hacerse heridas!

En la oscuridad, me volví mientras sacaba su polla de mí con mucho cuidado y se echaba a llorar. Su sangre corría por mis piernas hacia abajo y sus manos estaban manchadas.

¡No te asustes, Jose! – le dije -, toma mi pañuelo y apriétate con fuerzas. En el coche tengo agua oxigenada. No te escocerá.

¡No, nooo, Tony! – dijo asustado -; espera a que cierre el "tinao" y me curas en el coche.

Fui un desconfiado. Lo primero que hice fue asegurarme de que realmente sangraba y de que no me había robado, pero corría la sangre por sus piernas y yo seguía teniendo el dinero en mi bolsillo. Lo curé como pude, lo acaricié, lo consolé. Así estuvimos un buen rato en la penumbra hasta que dejó de sangrar y le puse con cuidado sus ropas. Estaba dolorido y dejó de hablar. Lo ayudé a sentarse en el coche y lo llevé a su casa. Ya era muy tarde. No hubo despedida; sólo me miró casi llorando con cara de arrepentimiento.

Mi papel fue peor, pues llegué a casa lleno de sangre, con los calzoncillos rotos, oliendo a cabra… «¡Dios mío! ¿Qué hago ahora?»

Entré en el aseo sin despertar a Daniel, tomé un baño con sales y me perfumé. Puse todas esas ropas en una bolsa y las bajé a la calle al contenedor de las basuras.