Abandonada 02: sino fatal

Algunas semanas después...

Fueron cuatro semanas absurdas, contradictorias. Tres semanas de arrepentimiento y brutal excitación sin solución de continuidad. En un momento me sentía avergonzada, abrumada por la vergüenza, para ser precisa, para. Al minuto siguiente, calentarme como una perra y terminar abierta de piernas metiéndome los dedos y corriéndome con la imagen confusa en la penumbra de aquellos muchachos follándome mientras la chiquilla se masturbaba en silencio a mi lado y me mordía la boca.

-          Suelen… venir… los miércoles… ¡Ahhhhhhh!

Regresé al día siguiente, y al siguiente... Indefectiblemente, la sonrisa burlona del acomodador el verme me avergonzaba más. Al encenderse las luces, una onda de calor, entre el alivio y la decepción, me devolvía al camino de mi casa casi arrastrando los pies.

-          Tres chicos y una chica… No sé… Delgada, menudita…

-          Si me la chupas te lo digo.

Le mamé la polla de rodillas en el suelo. Dejé que me tocara las tetas y se la mamé confiando en que me dijera cómo encontrarlos. Se habían convertido en una obsesión. Me dijo aquellas cuatro palabras en el momento mismo en que me llenaba la boca de leche empujando mi cabeza hacia abajo con la mano.

Cada semana durante tres, mi excitación fue incrementándose a medida que se acercaba el miércoles. Al mismo tiempo que me frotaba el coño como una perra hasta cinco veces al día, me prometía no ir, contenerme, y me decía que aquella era una obsesión adolescente, impropia de una mujer de mi edad.

Finalmente, cada miércoles, acudía a la sesión de noche nerviosa como una colegiala para, cuando a media película comprendía que ya no iban a venir, terminar dejándome sobar en la fila de atrás, agarrada a la polla de algún desconocido, de varios, dejándoles correrse en mis manos, en mi coño o en mi boca. El hijo de puta del acomodador debía haber largado. Creo que cobraba buenas propinas por “facilitarme”.

Por las noches, ya ni oía joder a Lala y Carlos. Bastante tenía con tocarme y padecer aquella vergüenza sorda al correrme recordando lo que, al fin y al cabo, no era otra cosa que mi propia violación. Lo demás, los episodios sórdidos del miércoles por la noche, hecha una pajillera de cine de barrio, ni siquiera me importaba. Ni mejoraba ni empeoraba aquella angustia.

-          ¿Me has echado de menos?

Al escuchar su voz, me dio un vuelco el corazón. Pareció surgir de la nada durante la mínima oscuridad de un fundido.

-          ¿Me has echado de menos?

-          - Sí…

-          Ven, vamos.

Tiró de mi mano con la suya, menuda, de dedos largos y delgados, quizás un poco áspera, y la seguí con el corazón alborotado hasta la calle. Debían ser cerca de las doce. Apenas nos cruzábamos con algún caminante apresurado.

-          ¿Has venido todos los días?

-          Sólo los miércoles.

-          Ya… ¿Se la chupaste?

-          …

-          No seas boba. Yo también se la he chupado. Una vez le hice follarse al Nicky…

-          ¿Uno de tus… amigos?

-          No son mis amigos.

-          …

-          Son mis putas.

-          …

-          ¿Dónde vives?

-          Aquí… a la vuelta…

Caminamos hasta mi casa de la mano, como si fuera mi hermana, o mi hija. Ni siquiera me plantee si era prudente. La conduje a mi casa muerta de deseo y de curiosidad. Ya no me quedaba ni un atisbo de aquella vergüenza. La curiosidad y el deseo la neutralizaban.

-          ¡Joder qué pasada!

Abrió el grifo del agua caliente y el jakuzzi comenzó a llenarse con aquel estruendo que provocaba el chorro al golpear en el fondo. Nada más entrar, había comenzado a curiosearlo todo. Yo la seguía sonriendo, como si fuera un cachorrito rescatado de la calle. Comenzó a desnudarse ante mí. Permanecía inmóvil, junto a la puerta del baño, contemplando cómo desvelaba su cuerpecillo moreno, delgado y fibroso, sorprendida por el deseo que me causaba la visión de aquellas tetillas picudas, diminutas, pálidas como la leche, perfectamente dibujadas sobre su piel dorada, al igual que su cuito pequeño y redondito, de aspecto firme, y, al girarse, el pubis liso, como de mármol blanco.

-          ¡Vamos! ¿A qué esperas?

Había entrado en el agua y jugaba con los mandos de los chorros de aire. Me desnudé deprisa dejando caer la ropa al suelo sin el menor cuidado. Me quemé al entrar en el agua junto a ella. Tiró de mis manos obligándome a sentarme frente a ella. El agua casi llenaba ya tres cuartos de la tina enorme que nos habían regalado mis padres al casarnos. Agradecí que Carlos decidiera cambiar el sistema de inyección por otro más caro y silencioso. Eran las doce de la noche.

-          ¿Me has echado de menos?

-          Cada día…

De repente, su tono parecía haberse vuelto grave, solemne. Se había colado entre mis piernas y, sentada frente a mí, entre mis piernas, con las suyas cruzadas, me miraba con aquellos ojos grandes y verdes, tan sensuales como aquella boca suya de labios carnales y oscuros que se acercaban a los míos hasta poder respirar su aire y a veces los rozaban.

-          Cuéntamelo.

Giró hasta recostarse en mí y la abracé. Cerró el grifo con el pie. El agua la cubría entera hasta sólo dejar asomar su cabecita tan hermosa. La abracé dejándome fascinar por la dureza de aquel cuerpecillo delgado y menudo.

-          ¿Qué quieres que te cuente?

-          Cómo ha sido, qué has hecho…

Alargué el brazo hasta alcanzar mi botella de aceite de magnolia, perfumado y dulzón. Vertí en el agua una cantidad indecente. Me mojé las manos en él. Hice que resbalaran sobre su piel mientras extendía mi relato hasta el más mínimo detalle, interrumpiéndome tan sólo para morder su boca y su cuello. Engrasé sus tetillas diminutas notando resbalarme entre los dedos los pezoncillos duros. Volvía a engrasármelas en el aceite que flotaba en la superficie para engrasarla entera maravillándome de la dureza de cada uno de los músculos alargados y firmes que parecían resbalar entre mis dedos como pececillos esquivos. Gemía.

-          ¿Dos?

-          Sí.

-          ¿Y te los follaste?

-          Sólo a uno.

-          ¿Y el otro?

-          Al otro se la mamé.

-          ¿Al mismo tiempo?

-          Sí.

-          ¿Y se…?

-          Se me corrió en la boca.

-          Y te lo tragaste.

-          Sí.

Parecían atraerla de manera malsana los detalles más escabrosos de aquellos encuentros sórdidos en el cine mientras esperaba que volviera a aparecer. Dejaba flotar sus piernas y mis dedos resbalaban entre los labios suaves de su coñito pálido y lampiño.

-          ¿Te lo depilas?

-          Sí…

-          Es suave…

-          Ven, pruébalo…

Se incorporó con cuidado de no resbalar en el agua para sentarse en el borde de la bañera, recostándose en el rincón. Su piel dorada brillaba engrasada y, en el centro de aquel triángulo pálido como la leche, pude ver los labios sonrosados entreabiertos como llamándome.

-          Asíiii…

Comencé a lamerlo recordando cómo me gustaba a mí. Recorrí con la lengua cada centímetro muy despacio, desesperándola, besando el interior de sus muslos, rozando a veces apenas el botoncito rosa duro que asomaba entre los pliegues de la piel, penetrándola otras un momento con la lengua dura cómo una polla pequeñita. Me sentía loca de deseo. Cada gemido suyo me causaba una desesperación deliciosa, una angustia indecible.

-          ¡Joder!

Me agarró del pelo para empujar mi cara contra su coñito empapado, sedoso, y enloquecí lamiéndolo, besándolo, sintiendo la tensión de sus nalguitas redondas, pequeñitas, en las manos, observando su rostro contraerse en un rictus de placer intenso, con los ojos apretados y los labios tensos, entreabiertos. Culeaba en mi cara, resbalaba en ella- Busqué su clítoris pequeñito y duro y lo tomé entre los labios besándolo como a una lengüecita, succionándolo y haciendo que la mía jugueteara con él.

-          ¡A….. asíiiiiii….! ¡Asíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…!

Se me deshizo en la boca como un flan. Temblaba como un flan, se estremecía. Su coñito parecía saltar sobre mi cara. Culeaba violentamente agarrándose a mi cabello con fuerza. De entre sus labios escapaba un único gemido, como un quejido agudo de intensidad ondulante, casi en voz baja.

-          ¡Para… para… paraaaaaaaa…!

Se dejó caer en el agua resbalando como un pez. Se reía entre jadeos y su cuerpecillo experimentaba de cuando en cuando pequeños espasmos que causaban ligeras contracciones en su rostro moreno casi de niña. Era la imagen de la alegría.

-          ¿Cómo te llamas?

Reparé en que tampoco conocía su nombre y me reí. Me sentía excitada y alegre. Aquel encuentro, lejos de la angustia que me habían causado el recuerdo y aquella búsqueda culpable, provocaba en mí una alegría incontenible. No podía haber nada malo en sentirse tan bien. Resultaba limpio, casi inocente, como un regreso a la infancia.

-          Carmen, me llamo Carmen.

-          Yo Laura.

Había vuelto a sentarse entre mis piernas y acariciaba mis muslos engrasados haciéndome sentir un deseo intenso de sentir el contacto de sus dedos.

-          Me gustáis las señoras gorditas, así, con carne…

Acababa de clavar uno de sus dedos en mi coñito y lo movía suavemente causándome una sensación de placer contenido y angustioso. Tuve conciencia de que perfectamente podría haber sido mi hija. No debía tener más allá de diecisiete o dieciocho años. Aquella idea, sin embargo, no me causaba la menor incomodidad. Sentía fluir los hechos, parecía una sucesión natural y razonable. Me senté en el rincón queriéndola incitar, y vino a mí, a arrodillarse entre mis muslos para clavarme aquella vez dos de sus dedos largos y delgados. Los hacía girar lentamente al tiempo que los metía y los sacaba, y me daba pequeños mordiscos en los muslos que me causaban un estremecimiento como un calambre suave.

-          Come… meló…

-          No.

-          ¿Por qué?

Clavo un dedo más. Entre los tres formaban ya una pequeña polla. Me escuché gemir como a lo lejos, como si mi conciencia fuera poco a poco escapando de mi cuerpo y temblara en el aire alrededor.

-          No me gustan los coños peludos.

-          Por favor…

-          No.

El cuarto de los dedos me forzó a dilatarme causándome un ligero dolor que no me incomodaba. Gimotee como una cría mimosa. Temblaba.

-          ¿Te duele?

-          Un… poquito… ¡Ahhhhhhhh…!

Los cinco dedos de su mano, formando una cuña, se clavaban al mismo tiempo en mi coño. Empujaba hasta obligarme a chillar, y los retiraba haciéndolos girar y causándome un placer que volvía a dominarme.

-          ¿Mucho?

-          Sí… ¡Ahhhhhh! ¡Ahhhhh…! ¡Ahhh!

-          ¿Quieres que la saque?

Había clavado su mano entera causándome un dolor desgarrador. Grité. Hiperventilaba aterrorizada temiendo que me rompiera. Era una sensación atroz, un dolor insoportable que, sin embargo, algo en mi interior parecía desear.

-          ¡Noooooo!

-          Lo sabía, puta.

Comenzó a follarme. Sentía su puño girar en mi interior. Ardía, me desesperaba y, sin embargo, provocaba una respuesta impensable de mi cuerpo, que se estremecía de placer. Jugaba a sacarlo hasta que parecía estar en el borde, y me asustaba la idea de que pudiera arrancármelo, como si me fuera a desgarrar. Lo movía cada vez más deprisa, causándome una angustia de placer desesperado que se iba adueñando de mí hasta hacerme perder la perspectiva.

-          ¡Ahhhhhhhhhhhh…!

Lo sacó entero por fin para volver a clavarlo al instante, cerrado, con fuerza. Me destrozaba, me obligaba a chillar de placer y de dolor. Y comenzó un tormento. Su puño entraba y salía de mí. Sin dejar de culear, lloriqueaba como una niña. Parecía disfrutar de ello. Sonreía mirándome a los ojos y masajeaba mi clítoris con el pulgar de su mano izquierda provocándome intensos calambrazos de placer.

Literalmente me arrancó su mano. Fue en el preciso momento en que comenzaba a correrme. Sacó su puño de mi coño y comenzó a cachetearlo. Lo hacía con fuerza. De rodillas, entre mis piernas, su cuerpecillo delgado me impedía cerrarlas. Lo palmeaba con fuerza, y mi cuerpo respondía a sus cachetes con convulsiones violentas. Se me saltaban las lágrimas. A duras penas podía ver la forma desdibujada de su sonrisa de niña mientras cada palmetazo me arrancaba un grito que no sabía distinguir si era de placer o de dolor. Mi cuerpo temblaba entero. Lloriqueaba sometida a sus azotes padeciendo la sensación más intensa que podía recordar. Siguió haciéndolo hasta que ya no pude sujetarme más y me sentí caer hacia el agua casi inconsciente, sin fuerzas, estremeciéndome todavía en espasmos violentos.

-          Ahora me toca a mí…

Casi inconsciente, sentí que me agarraba del pelo con fuerza y envolvía mi cabeza con sus muslos. Caliente como una perra, frotaba su coñito sonrosado en mi cara, que sujetaba al borde mismo del agua. Me sentía ahogar. A veces, me atragantaba, cuando mi cabeza descendía un par de centímetros y tragaba agua. No se detenía. Mis ahogos parecían excitarla más. Me insultaba, y se frotaba en mí. Se corría restregándome el coñito lampiño en la cara y causándome una angustia terrible que, sin embargo, parecía llevarme a alguna forma de placer anómalo, absurdo. Mi cuerpo, sensibilizado todavía por el placer doloroso que me había provocado, se estremecía involuntariamente, como si hubiera anulado mi capacidad de razonar. Me ahogaba, temblaba en mis labios, y me hacía temblar de un placer angustioso y oscuro.

Tosía todavía agotada y desconcertada viéndola secarse. Me sentía ardiendo. Me dejó secándome sola en el baño, deprisa, deseando volver a ella.

-          No, déjame. Hazlo tú sola.

Al verla tan dulce, tan frágil, tan guapa, desnuda sobre mi cama, me había lanzado sobre ella buscándola, queriendo comérmela a besos y caricias. Su rechazo, humillante, terrible, no consiguió aplacar mi deseo. Tampoco la vergüenza.

Obedecí. En mi cama, a su lado, bajo su mirada atenta, con la espalda recostada en el cabecero y los muslos muy abiertos, me masturbé ante su sonrisa entre indiferente y burlona. Froté mi coño desesperadamente. Me dolía y, pese a ello, clavé mis dedos en él con fuerza, como buscando la manera de satisfacerla. Me masturbé hasta correrme frente a su indiferencia. Mi cuerpo temblaba y sentía la vergüenza intensa, arrasadora que me causaba verla allí, mirándome con indiferencia, como si apenas la divirtiera.

-          ¡Qué pedazo de puta!

Cuando quiso, apagó la luz y acurrucó su cuerpecillo en el mío dándome la espalda. Permanecí en duermevela hasta que amaneció sintiéndola. Me notaba serena. Comprendía que me había enamorado de aquel diablillo, de aquella cría malvada y bellísima que dormía entre mis brazos como una niña asustada. Ni siquiera el dolor me molestaba. Parecía todo ser un sino, una fatalidad inexorable. No sentía la necesidad de resistirme..

-         Igual luego vuelvo a verte...