Äalborg [Sywyn]

Mar del Norte, mediados del SX. Un joven vikingo vive su primera incursión en territorio danés.

-Detened los remos, estamos demasiado cerca ya.-susurró levantando la mano para reafirmar la orden.

Los hombres obedecieron en un silencio absoluto. Entre la bruma del alba se distinguían algunas luces del poblado próximo, todavía dormido. Algunas de las casas con sus techos dobles de paja, las más cercanas, se adivinaban con sus chimeneas todavía tímidamente humeando. No se veía ningún movimiento humano. Aunque Grothnar no dijo nada más, intuí que sin propulsión nos desviaríamos un poco más al este y viré el timón unos grados más a babor para corregir la trayectoria. Todos se afanaban en recoger sus armas y prepararse para el asedio. Las órdenes eran las mismas de siempre: matar, arrasar y huir. Un perro ladró.

Y era ahora, después de todos estos años navegando, cuando iba a verme envuelto en mi primer combate. Yo había sido inusualmente elegido para esta incursión como marino, timonel y guerrero, a pesar de mi corta edad. Grothnar se había preocupado de potenciar mis cualidades, de por sí ya innatas en mí, para la navegación y el combate. De hecho, había asumido las funciones de tutor desde la muerte de mi padre cuando yo tenía siete años. Ahora, mientras me ocupaba en sujetar a duras penas el mástil que hacía de guía del timón entre un brazo y el costado me iba poniendo los guanteletes. Cada hombre dejaba su remo en medio de cubierta, y se apresuraba a prepararse para el saqueo. Duendain no pudo evitarlo y tosió, y Grothnar lo miró como si fuera a partirlo en dos con su hacha en ese mismo momento. Por un instante pensé que iba a ser así, pero hizo como si nada hubiera pasado y todos empezaron a disponerse hacia la proa para saltar en el momento en el que la quilla tocase fondo. Recogí un escudo que vi asido a la borda de estribor, y mientras desenvainaba la espada con cuidado, fascinado por el brillo de la hoja, me di cuenta: me temblaba el pulso.

"Estoy aterrorizado"

Sentí rabia de mi mismo. "No tiene sentido preocuparse por algo que no sabes si va a acontecer. El miedo no aporta nada bueno al hombre", me decía a menudo Grothnar, mientras peleábamos con las espadas de madera a modo de entrenamiento. No recuerdo cuántas veces me había golpeado, llenándome los brazos o los costados de moratones; y creo que me rompió hasta cuatro veces varios dedos. Pero no era miedo al dolor o a la muerte, no era eso. El dolor era algo conocido, y la muerte por la espada estaba asumida. Visitar a Odín y sentarse a su banquete del Valhalla sería el mayor honor para mí. O así me lo parecía.

El miedo dio paso a la excitación al ver como la nave se detenía y los primeros hombres empezaban a saltar hacia la playa. Impaciente por llegar a proa, salto a mitad borda. El agua casi congelada me acelera todavía más el pulso. Delante de mí veo ya pisando tierra, corriendo a toda velocidad, a unos cuantos, entre los que distingo a Grothnar, con su gran hacha de doble filo y el escudo redondo con el drakkar en verde y su vela negra. Busco su espalda y corro detrás de él. Cuando nos faltan unos pocos metros para alcanzar a la primera casa, una anciana aparece en el umbral de una puerta. La mujer no repara en su situación enseguida, pero al segundo se da cuenta de lo que pasa, y se pone a chillar, tratando de huir despavorida. Sus gritos retumban en mis oídos con una voz estridente que me hace daño. Uno de nosotros da un salto antes de que se vuelva a meter en la casa, la agarra del cabello, atrayéndola sobre sí mismo en un abrazo letal, y le clava la espada en el pecho. Me quedo petrificado. Es la primera vez que veo morir a un ser humano. La celeridad con que todo acontece, los sonidos, la sangre, todo me imbuye en algo parecido a una pesadilla de la que parezco formar parte. Se oyen más chillidos, toses, llantos, pasos rápidos sobre la arena y la grava. De una casa sale un hombre apenas vestido con unos pantalones, y armado con su espada. Dos de los nuestros se abalanzan sobre él, pero hábilmente los esquiva y empiezo a oír el sonido del acero contra el acero.

-¡Muerte!

Los gritos de algunos me mueven hacia delante, salto por encima del cuerpo de la vieja y entro en la casa. Adentro, Duendain acaba de degollar a un hombre. Lo veo caer al suelo, mientras mi compañero se abalanza sobre la mesa, tomando un pedazo de queso y un mendrugo de pan. Me mira, sonríe y señala una jarra de barro que intuyo por el olor que contiene vino. La cojo dejando mi espada sobre la mesa y bebo. Duendain me tiende un pedazo de pescado ahumado y reseco que devoro con avidez, nervioso. Afuera siguen oyéndose gritos y ruido de pelea. Revolvemos todo, recogemos todo lo de valor en el saco de cuero blando que todos llevamos a la cintura para tal efecto y salimos en busca de más casas, muertes, y todo aquello que los dioses nos dispongan. Al atravesar el umbral, Duendain emite un grito de dolor, y cae de lado, de rodillas. Veo una lanza clavada en su hombro, y cómo se agarra a ella intentando mitigar el dolor. Cierra los ojos, grita como un loco cogido al mástil y lo parte con gran esfuerzo. Se deja caer de espaldas, recostándose sobre la pared de la casa. Enfrente de mí hay un soldado que desenvaina su espada, mirándome con cara de odio.

-¡Por Thor!-grito, abalanzándome sobre él. Su escudo detiene mi acero, y nos revolvemos en una serie de giros, fintas y golpes tratando de derribar al de enfrente. Doy una patada a la arena del suelo, cegándolo. Se tapa los ojos, mascullando algo que me suena parecido a "¡Bastardo!". Me acerco a él de un salto, y le doy una estocada con la punta de mi espada, en el cuello. La siento penetrar en su carne, y veo cómo se ensangrienta de un rojo muy oscuro rápidamente. Él no emite ningún sonido. En una milésima de segundo, se vuelve blanco y se desploma como un saco. Me quedo mirándole, perplejo, jadeando, medio ahogado por el esfuerzo y la excitación y el terror del combate. Pero no tengo tiempo, más gritos me devuelven a la realidad; me veo enseguida inmerso en una vorágine de chillidos de dolor y de rabia, ruidos de metal y olor a sudor y a sangre. Tres de los nuestros se baten con dos soldados medio asustados, que apenas hacen por detener los golpes, retrocediendo a toda prisa. Ahora lo sé, ahora los veo. Ya están muertos. Nadie puede con nuestra furia, con nuestra sed de guerra. Los soldados entran reculando en la casa que hace unos escasos momentos saqueáramos Duendain y yo, perseguidos de cerca por algunos entre los que creo reconocer por el casco a Risenk. Duendain sigue tendido en el suelo, y me acerco a él.

-¿Cómo estás?- le pregunto algo asustado al ver que brota abundante sangre sobre la manga del jubón de cuero.

-Como si me hubieran clavado una lanza en el brazo.- contesta, medio sonriendo, aunque su rostro refleja dolor- ¡Vamos chico, déjame y arrasa con lo que puedas, no tendremos mucho tiempo. Ahora me ayudarán a volver al barco, ¡no te preocupes!- me dice, empujándome hacia fuera del zaguán.

Asiento con la cabeza sin articular palabra y me doy la vuelta. Varios de los nuestros regresan hacia la playa cargados con sacos. De uno de ellos veo que emana el brillo dorado de algo que me parece un candelabro; imagino que habrán desvalijado la casa consistorial o la propiedad del barón de Äalborg, pues es el pueblo en el que estamos. Y a juzgar por el hombre al que arrastran dos de los nuestros parece que es la segunda opción. El desgraciado no para de llorar y gemir, inconsciente de que no nos interesa hacerle demasiado daño; su rescate bien puede valernos una gran suma proveniente de las arcas hanseáticas. Detrás caminan entre varios guerreros más dos niños y una mujer, con la cabeza gacha. El pelo le cae, lacio y despeinado, por los lados de la faz, por lo que no consigo vérsela.

Un sol tímido empieza a querer disipar la bruma del alba, y entre jirones de niebla me llama la atención una casa de techo de paja, semioculta desde donde estoy, tras una colina baja. Algo me dice que todavía nadie de los nuestros la ha visitado y, sin pensármelo ni un segundo más, echo a correr hacia ella, mirando un momento hacia atrás para asegurarme de que nadie me sigue. La codicia por conseguir algo de valor me ciega, mi primer trofeo de guerra. Sigo un sendero que rodea una roca enorme asentada sobre la arena, ribeteada de musgo y algas en sus pies, para encontrarme la edificación. Parece ser la típica casa de un pescador o un campesino. La puerta está cerrada, y sorprendentemente un lechón pasta royendo los restos de frutas secas y podridas por delante del techado, totalmente ajeno a su suerte. El animal apenas gruñe cuando me acerco a él, pero primero prefiero echarle un vistazo a la casa. Huele a comida, a algún tipo de guiso. Desenvaino la espada y, acercándome con sigilo a la ventana, me asomo con cuidado por el dintel. Apenas hay luz dentro, la de un hogar en el que veo una marmita, refulgente un tímido resplandor rojizo que apenas me deja ver más allá. Me detengo un instante a escuchar, pero no oigo nada. Con cautela, me acerco a la puerta y la empujo.

Mientras mis pupilas se van acostumbrando a la penumbra, me acerco a la lumbre. Los vapores del caldo me han avivado el hambre. Es entonces cuando la veo. Una muchacha está con la espalda pegada a la pared de enfrente. Blande un cuchillo de limpiar pescado, que a juzgar por los restos que hay encima de la mesa es lo que debía estar haciendo cuando desembarcábamos. Es algo más joven que yo, creo que apenas tendrá diecisiete o dieciocho años. Su cara, mortecina de terror por mi presencia está enmarcada por un cabello negro como una noche sin luna, que contrasta con sus ojos glaucos. Lleva un vestido color tierra y una camisa blanca, algo sucia en las mangas de sangre de pescado, imagino. A mis ojos, es muy bien parecida, a pesar de su miedo. Me dice algo que interpreto como un amenazante "¡Márchate!" mientras sostiene el cuchillo apuntando hacia mí, pero sonriendo inclino mi cabeza en una reverencia, saludándola. Me quito el casco y los guanteletes, dejándolos sobre una desvencijada silla de tres patas y, sin dejar de mirarla ni de esbozar mi mejor sonrisa burlona, me acerco al puchero, tomo el cazo y revuelvo un poco su contenido. Por todos mis antepasados que este guiso de pescado huele como algo digno de la mismísima mesa de Odín. Envaino mi espada de nuevo y empiezo a comer con calma, intentando no perder a la chica de vista. Ella se va arrinconando sola, llevada por el pánico. Me limpio la boca con la manga de mi jubón, y me voy acercando a ella despacio, con palabras suaves que sé que no entiende, pero con las que trato de tranquilizarla. Cuando apenas nos separan un par de metros, se abalanza sobre mí con el cuchillo por delante. Me echo rápidamente a un lado, asiendo su muñeca armada con mi mano, mientras con la otra la atraigo por la cintura sobre mí, abrazándola. Su cuerpo se pega al mío, y noto su calor. La miro a los ojos, azules, que me transmiten un pánico nuevo, como si se acabara de dar cuenta de lo que no quiero sólo de ella sus posesiones y su comida. Aprieto su muñeca más fuerte, retorciéndola hacia atrás.

-No, no, no…tranquila, cálmate…-le digo mirándola fijamente mientras incremento la presión-Suelta el cuchillo.

Éste cae al suelo, y yo doy un giro sobre mí y empujo a la muchacha con fuerza contra la mesa. Se golpea en el borde con sus caderas, pero sorprendentemente no se cae, aguantando el equilibrio. Le doy una patada al cuchillo, que va a parar debajo de un catre desvencijado al otro extremo de la habitación. Me abalanzo sobre ella, una de mis manos aferran sus dos muñecas, mientras con la otra la agarro del pelo, echándole la cabeza hacia atrás e intento besarla, pero ella me muerde. Separo nuestros cuerpos y la abofeteo… una, dos, tres, cuatro veces…su carita blanca se torna colorada por los golpes. Está a punto de derrumbarse, y la empujo sobre la mesa donde esta vez sí se desploma. Empieza a llorar.

-No, no, por favor.-entiendo que balbucea.

Le doy una bofetada más, que le gira la cara, mientras con mi cadera le separo hábilmente las piernas, echándome encima de su cuerpo para inmovilizarla. Mis manos se unen a las suyas, y le obligo a tenderlas por encima de su cabeza. Le muerdo el cuello con fuerza, la beso en el pecho mientras mi excitación va aumentando. Al mirarla a la cara no encuentro sus ojos, cerrados y llenos de lágrimas, su cabeza girando a un lado y a otro sin parar de sollozar.

-No, no, por favor, no.-intuyo que repite constantemente.

Por alguna extraña razón la escena me excita, si cabe, todavía más.

-Cállate, sé complaciente y te perdonaré la vida.-le susurro al oído mientras le muerdo el lóbulo de su oreja aterciopelada.

La golpeo de nuevo con la mano abierta un par de veces antes de separarme un poco de ella, para asegurarme de que no tiene ya fuerzas para intentar algo. Enseguida, le subo la falda que me deja ver sus enaguas blancas, para arrancarlas con fuerza. Entonces su olor me vuelve loco, me apasiona. Su pubis, coronado por una línea estrecha y negra, huele a excitación, lo que me sorprende sobremanera. Busco sus ojos, pero siguen cerrados y llenos de lágrimas. Desato la cinta que sujeta mi pantalón, que descubre mi verga erecta desde hace ya un buen rato. Una gotita transparente moja la punta de mi falo, aún así me escupo un par de veces en la mano y la bajo, restregándole mi saliva para empaparlo por completo y repito el mismo gesto sobre su vulva, mirando a la chica a los ojos, que sigo encontrando cerrados y sollozantes. Me veo sorprendido, de algún modo esto está inusualmente mojado…lo cual aumenta todavía más mi excitación, el haber sido capaz de romper su miedo para lograr su deseo crea en mí una mezcla de morbo y satisfacción que me lleva a ser duro. Emboco mi falo en ella y empujo fuerte. Ella ahoga un grito y se agarra a mi nuca, llevándome sobre su pecho. Me araña el cuello, los hombros, la espalda, toda vez que la embisto una y otra vez con fuerza, cada vez más rápido, mientras entre cada vaivén le amaso sus pechos diminutos y firmes, le lamo las areolas, le muerdo los pezones. Ahora ya no reprime su placer. Sus grititos agudos contrastan con su voz ronca, con palabras que interpreto de deseo, pidiéndome que saque todo lo que tengo dentro de mí y la colme. Al momento noto que no puedo más, e inesperadamente llevo mis manos a su cuello, apretándolo. A medida que me veo cerca del clímax intensifico la presión, y ella culea con una inusual fuerza e intenta zafarse arañándome la cara, pero no puede hacer nada bajo mi peso. Noto como se contrae en numerosos espasmos mientras yo me abandono, dejándome caer sobre ella. La relajación empieza a apoderarse de mí, mientras ella todavía mueve sus caderas en los últimos segundos de sus orgasmos. Aflojo mis manos, y me quedo inmóvil unos instantes, agotado y gratamente sorprendido, harto, satisfecho. La chica yace también, inerte. Levanto la vista de nuevo a su rostro. Esta vez su tez no me parece tan pálida, está colorada del esfuerzo, aunque sus ojos siguen, una vez más, cerrados, sin atreverse a mirarme. Su cuello está magullado por la presión de mis manos. Tose fuerte un par de veces, ladeándose en la mesa, buscando aire para sus pulmones. Me aparto de ella, subiéndome los pantalones. Afuera no se oye nada, reparo en ese instante, y el maldito miedo se apodera de nuevo de mí. Recojo apresuradamente los guanteletes y el casco de la silla, y me los visto afanosamente, mirando por la ventana. El sol luce ya más alto, y aunque ha sido capaz de disipar la niebla, la estación todavía no está demasiado avanzada como para sentir su calor. Algo preocupado, no puedo evitar tratar de ver sus ojos una vez más. Ella se ha levantado y está en medio de la habitación, de pie, con la cabeza baja. De su labio inferior corre un hilillo de sangre coagulada.

-No voy a matarte, que los dioses te sean propicios.

Quiero decirle algo más, pero no sé qué.

En el momento en que me doy la vuelta y apoyo mi mano en el pasador de la puerta para descorrerlo, ella abre su boca intentando decir algo, aunque no emite ningún sonido, y se queda mirándome. No me odia, expresa una especie de admiración por la consumación del acto y sorpresa por seguir conservando la vida. Tiende su mano hacia mí. Pero yo esto jamás lo sabré, pues ya estoy saliendo afuera.

Cierro la puerta sin dejar de atisbar la playa, y respiro aliviado al ver la popa de drakkar reculando muy lentamente hacia el mar. Sin duda, nos vamos ya. Es lo que siempre hacemos, arrasar rápidamente y huir. Pero mi alivio termina pronto. Un silbido, y un golpe seco. Miro asombrado la flecha que se acaba de clavar en la madera de la pared de la casa, a pocos centímetros de mi cuello, e instintivamente me agacho y me cubro con el escudo, tratando de descubrir la dirección de la que provino la saeta. El mismo silbido, pero esta vez me da tiempo a parapetarme tras el escudo, que recibe el impacto. El terror me paraliza al ver que la punta del proyectil lo ha traspasado, rozándome en el antebrazo. Me echo el escudo a la espalda, pasándolo por los hombros y echo a correr en dirección al barco lo más rápido que puedo. Más saetas me saludan con su melodía de muerte, una, dos, tres, cuatro, me pasan rozando y se clavan en la arena de la playa, rasgando el espacio que acabo de dejar. Oigo gritos de furia que presupongo dirigidos a otros arqueros para captar su atención hacia mí como su blanco, y distingo de reojo algunas figuras apostadas a lo largo de la colina que domina la aldea. Ya en la orilla, cuando apenas me separan unos metros de nuestra nave, noto el impacto. Una punzada terrible hace que caiga de rodillas al suelo. El costado me duele muchísimo, y siento como un velo gris va oscureciendo mi vista. Me noto desfallecer, y recuerdos del pasado me vienen a la mente. Las tropelías con Olaf y Gunter, mi madre peinándose su melena dorada en la puerta de nuestra casa, el funeral de mi padre, mi perro Keldo, las lecciones de Grothnar, la mirada de Gwynneth…todo me pasa fugazmente por la memoria en unas milésimas de segundo. Una fuerza que me eleva del suelo presionando mis brazos me saca a duras penas del sopor. Distingo a Jörgesson a mi derecha, con su escudo también a la espalda a la usanza vikinga.

-Aguanta muchacho, ya llegamos. Por los pechos de la puta de tu madre que vas a salir de esta.-me dice con cara de preocupación disfrazada tras una mueca burlona.

Casi no puedo andar, las piernas me flaquean y no responden a mis deseos de correr, pero lo inesperado de la ayuda y el coraje suscitado por sus palabras me avivan el ánimo. Algunos de los nuestros disparan desde cubierta con sus arcos a los soldados daneses, que no se atreven ya a aproximarse más. La vela negra cae a lo largo del mástil justo en el momento en que me aúpan por la borda, y la nave empieza a acelerar su movimiento. Fearoldor, que ocupa mi puesto al timón, maniobra hábilmente para virar, buscando el viento de popa que nos aleje de la costa.