A03 - Una razón de salud me transformó
La vida es un sueño. Y los sueños...
A los que me conocen: perdón. A los que no me conocen: disculpas anticipadas.
Primera parte: https://todorelatos.com/relato/164409/
Segunda parte: https://www.todorelatos.com/relato/164830/
¡Dios! Siento como si hubiera dormido, qué será, ¿unos meses? Me duele mucho la cabeza, tengo una sed extenuante y el cuerpo lo siento vacío. No, no creo que sea un síntoma de la enfermedad, sino una recurrencia de las desveladas. Vaya que tengo experiencia en esto. Las fiestas con mis amigos, las salidas a la playa con mi familia... las sesiones de sexo con Andrea, con Daniela, con Ana, con Sofía... con todas mis ex. ¿Adónde se había ido todo? Las horas tenían el amargo dulzor, característico del larguísimo tiempo que representan los meses. La cabeza me iba a estallar.
Busqué en el tocador de Vera una Aspirina o algún medicamento similar. No tuve el valor de ver mi aspecto en el espejo, más por cansancio que por otra cosa. Supongo que mis pisadas fueron lo suficientemente pesadas para hacer ruido pues, al instante, me llegó un mensaje a mi teléfono: era mi hermana.
―Alex, ¿ya despertaste? ¿Estás bien? ―escribe preocupada Vera.
Seguí con mi objetivo de encontrar una pastilla o algo que me ayudara a volver a Tierra. No pasó mucho rato hasta que, de pronto, una lluvia de mensajes invadió mi teléfono. “Estúpidas blue ticks ”.
―¡Eeeeeeey, tarado ! ―rugía amenazante Vera. ―¿Esperas que ese ruido en mi habitación sea pura casualidad? Hasta papá se dio cuenta que ya despertaste, y eso que está afuera revisando el auto.
Me sobaba las sienes mientras leía el mensaje de mi querida hermana. Qué particular forma de patearme las bolas con la ternura de quien solo la conoce.
―¿Qué quieres? ―respondí secamente.
Un emoticón triste y lacrimoso reemplazó a lo que habría sido un mensaje de media cuartilla. La lectura era obvia.
―¿Qué quieres,... preciosa ? ―corregí, irónico.
―Así me gusta, cabrón ―respuesta inmediata. De manera implícita, Vera y yo habíamos establecido un código enrevesado en que algunas expresiones positivas eran negativas, peyorativas, en tanto que las palabras más soeces eran la viva forma del cariño que nos teníamos uno al otro. Sin embargo, la emergencia sanitaria había florecido en Vera una parte que no le conocía: la genuina preocupación, casi maternal. Acabaría entendiéndolo más adelante, pero en cierta forma la explicación era simple: el hecho de estar separados físicamente hacía que nos sintiéramos más lejanos, efectuando sentimientos de melancolía, de nostalgia. La preocupación de mi hermana era entendible. En parte, sentía algo similar. La extrañaba. Y eso que eran los primeros días del aislamiento.
―Así me gusta, hijo de tu puta madre ―respondió con valía. ―¿Todo bien?
―Sí, todo bien, solo me duele un poco la cabeza.
Suficiente motivo, la mención del dolor, para despertar el temor de Vera porque a los pocos segundos apareció, en la pantalla de mi teléfono, su nombre: me estaba solicitando una videollamada.
“Vera, ¿por qué? No ahora, por favor”, pensé. Pero, la conocía, las tardanzas en responderle o simplemente no hacerlo, semejantes afrentas, no eran parte de sus valores.
―¿Qué pasó, hermosa ? ―atendí con desgano.
―Hijo de la chingada, no te hagas el gracioso ahorita. ¿Ya te empezaron los putos síntomas?
Su rostro era otro, totalmente distinto del lozano y vivaz. La color le había cambiado: sus siempre rosadas mejillas se habían transformado en dos grises piedras de río. Su preocupación era evidente y el culpable era ¿yo? Pero, solo le mencioné un dolor de cabeza.
―Pues, solo me duele la cabeza un poco, nada más. Busqué una pastilla entre tus cosas, pero no encontré ni una.
―Alex, ahorita no puedes estar tomando cualquier medicamento, y lo sabes ―me dijo, interrumpiéndome. Casi sentí que me estaba regañando.
―¿Me estás regañando? ¿Tú? ―inquirí, más divertido que curioso.
―¡Sí, pendejo, te estoy regañando! Hay pastillas en mi buró de noche. Tómatelas si quieres, ya. Me vale.
Y me colgó, completamente enfadada. ¿Qué había pasado? ¿Esa era Vera, mi hermana? ¿Vera, mi hermana menor? ¿En qué momento se convirtió en mi mamá? De lado quedaron las formas de tratamiento entre nosotros. Esta vez, en serio, me habían calado en lo hondo sus palabras, sobre todo, las groseras. La había cagado yo. Y de qué modo, vaya vaya. Pero, no terminaba de entenderlo.
Pensé en buscar el remedio a mi dolor en su buró. Pero, luego me iluminó de golpe la consciencia. Vera siempre era demasiado cuidadosa con todo, ya lo había dicho, pero olvidé subrayar que lo era más con el tema de la salud, incluso desde antes de la pandemia. No nos lo había dicho aún, pero todos confiábamos en que terminaría estudiando alguna carrera en el área de medicina. Su preocupación y su reprimenda eran como dos clavos en mi cabeza, aumentando más la pena.
―Está bien, Vera ―le escribí, luego de pensarlo mejor. ―No me tomaré nada para el dolor, y no solo por quedar bien contigo. Pero, si acepto que cedo porque tienes más conocimiento que yo en estos temas. No te preocupes, no creo que mi dolor de cabeza sea síntoma de la enfermedad. Simplemente, me desvelé anoche. También ve la hora en que me voy despertando.
Eran más de las dos de la tarde. Creo que Vera había pensado que seguía mi rutina de siempre, en que me levantaba temprano y continuaba mis actividades; este rato durmiendo, simplemente, lo había tomado como una pequeña siesta.
―Yo también me dormí tarde ―respondió a los pocos segundos.
―¿Y eso?
―Papá ronca horrible. En tu cuarto se oye más, ¿por qué, eh?
―Jajajaja, no lo sé. Ya estoy acostumbrado. Pobre de mamá, ¿no crees? ¿Cómo lo aguantará por las noches?
―Estúpido, jajaja.
Recordé en esos momentos las veces en que mamá se hartaba de nosotros, pues solíamos llevar a cabo las más encarnizadas peleas, incluyendo golpes y groserías grado master , solucionándolas al instante, como si no hubiera pasado nada. No creo tener en la memoria algún espacio en el tiempo en que pasáramos mucho tiempo enfadados uno con el otro.
―¿Quieres desayunar? ―me escribe Vera, cambiando el tema. ―O bueno, comer.
―¡Sí, por favor! ―contesté, ya más animado.
―Vale. Ya te llevo tu comida.
Las desveladas, entre más cercanas a la mañana, pesan más, definitivamente. Dan un poco la sensación a una resaca. Y las resacas que yo había experimentado no conocían aún mis límites. Las noches de fiesta con mis amigos significaban tomar cerveza, tequila, mezcal, güisqui, vodka, ron... hasta pulque. Quienquiera que me esté leyendo sabe que la sola combinación de una de esas sustancias puede provocar efectos explosivos en el organismo, afectando el estómago y la voluntad (es decir, el cerebro). Este último, en específico, suele cobrárselas. Y no del modo más amable posible.
Esta vez, por fortuna, el estómago no se había resentido significativamente; por el contrario, ayudó a que mi dolor de cabeza desapareciera a medida que pasaba el rato. Necesitaba comer. Y descansar, pues ¿no fue esa la recomendación de los médicos con respecto a mi confinamiento? Si se lo decía a Vera, habría sido como regar la flor de su sabiondez.
―Dejé los trastes afuera, chula . ―escribí en mensaje al Whats de Vera. ―Gracias por la comida.
―Pues, así como lo ves, don Reinaldo [mi papá] cocina mejor de lo que ronca.
―¿Mi papá preparó eso? Wow, no le conocía esa gracia.
―Ya ves, putito . Que se diga que solo heredó la altura de su mamá. ―Vera siempre se fijaba en las aptitudes de la gente, sugiriendo orígenes diversos. ―¿Se te quitó el dolor de cabeza?
―Sí, ya está pasando. Voy a descansar un rato ―y desaparecí mi teléfono un rato.
Se oía ruido abajo: tal vez Vera y papá estaban haciendo limpieza de la casa. No me molestó. Me dormí apenas terminé de hablar con Vera. Era una tarde fresca, por lo que decidí dejar la ventana abierta. El viento se coló por mis piernas hasta lo bajo de mi nuca. Me cubrí con una cobija y caí rendido, muerto de sueño. Padecía los efectos de la desvelada, pero también los de dormir a deshoras. A pesar de todo, el dolor había desaparecido.
Quizá a mitad del trayecto hacia mi descanso me encontré con un recurso conocido y, por más que me niegue a valorarlo, inquietante: el de las representaciones oníricas... Los sueños, vaya. Pero, no cualquier tipo de sueños. Meses (tal vez, años) atrás, solían ser los sueños de cualquier chico de mi edad, sino es que los sueños de cualquier persona (hablo por mi experiencia). Algunas veces, me quedaba largo rato, sentado en mi cama, intentando recordar parte por parte del sueño que había tenido esa noche: quizá había soñado con una visita al Gran Cañón y mi inexplicable caída en él, producto de un torpe resbalón; o quizá había soñado que iba en un auto a toda velocidad (vale decirlo, la velocidad es una de mis fobias); quizá la protagonista de mi sueño húmedo había sido alguna de mis novias, sin saber cuál de ellas. Lo dicho, el sueño de cualquier joven de mi edad. Pero, a partir del aislamiento por la infección de coronavirus, la cosa se tornó distinta en cuanto a los sucesos que ocurrían en mi mente por la noche.
El primer sueño que tuve, bizarrísimo por demás, fue aquel en que me veía a mí, totalmente desnudo, yendo a mi trabajo, rematando con una risible escena de sorpresa por parte de mi jefa, Cecilia. Las posibles motivaciones no las comentaré porque, la verdad, ni yo termino de entenderlas todavía. Llama mi atención, sin embargo, el vivo recuerdo de ese sueño, diferente de los otros. Agregado a lo anterior, me sorprenden los detalles de esa fantasía: quiero decir, con total indiferencia hacia lo bien representados que estaban el escenario (es decir, la oficina en que trabajo) y el reparto (porque, vaya genialidad, aparecieron todas las personas de mi trabajo, hasta las que no conozco, con todas sus distintas elecciones de vestuario y particulares idiosincrasias), la conciencia sobre la primera persona, es decir, yo, era increíblemente completa en exactitud.
¿Le estoy dando muchas vueltas al asunto? O sea, mi sueño no incluía, inexplicablemente, la entera esencia de los cuerpos de los demás personajes, como el pelo teñido de Ivana, la recepcionista; o la barba desaliñada de Óscar, el señor de mantenimiento de la empresa; ni siquiera incluyó los rebosantes senos de Cecilia, la encargada del departamento en que trabajo... y mi jefa. Faltaron muchos detalles. Me sentí como aquel cinéfilo decepcionado con la película basada en su saga literaria favorita.
Mas, los detalles de mi personaje... No queda a discusión el tema de mi vestuario porque, pues, iba a pelo. Pude notar, gracias a esto, que cada parte de mi cuerpo estaba copiado a calca del de la realidad: desde la complexión hasta los lunares más recónditos y visibles para mí; desde la forma de mi pelo hasta la redondez de mis nalgas; desde la dolencia de mi hombro, producto de una vieja lesión del squash, hasta la dimensión (tamaño y grosor) de mi verga. Puedo asegurar, sin ninguna equivocación (probable), que la representación incluyó las distintas sensaciones que habría experimentado de haber sido real tan singular joya de mi imaginación: recuerdo haber sentido el frío recorriendo mi cuerpo al entrar al edificio; recuerdo también mis manos recorrer mi torso desnudo, intentando apartar de la vista de todos la intimidad entre mis piernas; y tal vez exista controversia cuando me pregunten si así se siente la mano de Leticia, mi compañera de equipo, cuando te abofetea.
Fue, pues, un sueño inusual. Esa ocasión, me despertó el sobresalto de la vívida experiencia de la escena. Por esto mismo, no esperé volver a soñarlo. O, por lo menos, no volver a soñar algo similar. Y bien dicen que lo único predecible de la vida es lo impredecible. En ese pequeño, pero suficiente espacio de tiempo en que me dormí, se desarrollaba en mi cabeza, ya no dolor, sino otro espectáculo como el anterior. Esta vez, por suerte, no estaba desnudo: no tengo complejos con mi cuerpo y, sinceramente, espero realizar el ¿fetiche? de desnudarme en público. Algún día. Ahora, la maquinación en mi mente me tenía otra sorpresa: era yo, Alex, despertándome, levantándome de mi cama, tomando una ducha, arreglándome, desayunando, saliendo de mi casa, viajando en Metro y luego en microbús, camino a mi trabajo, entrando a mi edificio, saludando a todos y llegando a mi escritorio a realizar mis labores, un día normal, un día cualquiera, con la excepción, fascinante excepción, de que iba vestido de mujer, VESTIDO DE MUJER. O bueno, de chica, con la elección de prendas acorde a la de una de una joven de mi edad, asistiendo a una situación formal, como lo requiere mi empleo: llevaba, básicamente, tacones medios color negro; una falda oscura tipo lápiz; una blusa blanca de satén; un saco de lana, a juego con la falda; un peinado discreto; y una sonrisa de oreja a oreja, decidida a triunfar en el mundo.
Decidido , perdón.
Es decir, esa chica, yo, era una antítesis de mi personaje diario, manteniendo el estilo prudente, recatado que llevo a mi trabajo. La sonrisa fue, tal vez, un elemento extra. Todo lo demás se mantenía por el mismo molde. Ahora, en cambio, los personajes que interactuaban conmigo lo hacían con completa naturalidad, como si fuera la misma persona, el mismo chico universitario que vive en casa de sus padres y que acudió a esta empresa por una necesidad expedita de reunir dinero para hacer una maestría en el exterior. Las mujeres me saludaban como venían haciéndolo desde siempre y los hombres... Bueno, esta parte de la experiencia, para cualquier otro soñante, habría levantado sus alarmas: todos me miraban de manera morbosa en cierto grado, tal que no lo noté hasta poco después, cuando hice análisis (despierto) de lo que había pasado (soñado). Estaba en otro mundo. Hasta el arribo a mi oficina no había tenido oportunidad de verme en un espejo o en algún otro artefacto que me proporcionara un reflejo de mi persona: simplemente, me dejé llevar por la representación de un día normal. Es posible que en ese dominio de confianza, gracias a la costumbre y la rutina, no haya tenido puestos los cinco sentidos en que me estaba calzando unas mallas negras semitransparentes, o en que me estaba maquillando, o en que algunos hombres me cedían el paso al entrar a algún lugar, o en que alguna de las chicas en la oficina cotilleaba con mi fabuloso atuendo. Gracias al buen trato que tengo con mi jefa, ocupo el baño de su oficina cuando es necesario. Y digo “Gracias”, porque en otra situación, me habría visto tentada... tentado, así como iba vestida... vestido, a entrar al baño de caballeros. Ahí, con toda seguridad, se habría acabado mi sueño, como quien cae al vacío o viaja a alta velocidad. Pero, la rutina de todos los días, representada en este nuevo sueño, me llevó al baño de mi jefa. Al entrar, me senté en el escusado para mear porque, lo confieso, me da mucho disgusto confiar en que mi verga, ahora sí, no me traicionará al lanzar un doble chorro y mojar mis pantalones. Es un hábito de niño, pues. Bueno, ese mismo hábito, de no existir, me habría llevado a mear como todos los hombres, es decir, parada... parado, lo que me habría hecho descubrir que llevaba una falda y ¡pum!, ahí me habría despertado. Pero, el maquiavelismo de mi mente no tiene límites: mi mente, conocedora de mis hábitos, sabía que iba a sentarme en el escusado, práctica común de las mujeres. Y traicionera como es, mi mente fabricó un celular al que me llamaban para no atender en que, al sentarme, iba a tener que levantar mi falda para orinar: otro hecho que habría levantado las sospechas y ¡pum, de nuevo!, me habría despertado. No, no, mi mente ya sabía qué hacer. No me dotó de unos genitales femeninos, sino que mantuvo intacta mi verga (¿gracias?), porque de lo contrario... ¡pum! Al salir del cubículo del escusado, llevado por la corriente de mi rutina, hice unos estiramientos leves: pierna izquierda arriba, pierna derecha arriba, ambas manos arriba y hacia atrás; algo que suelo hacer luego muchas horas sentada... En fin. Procedí a lavarme las manos: veinte segundos enjabonando, enjuague, veinte segundos enjabonando, enjuague final. Y aquí comienza, yo diría, que la caída de la primera ficha de domino.
¿Por qué la caída de la primera ficha de domino, analogía de una serie de eventos no-diría-que desafortunados? No, no me adelantaré mucho.
Al ver mi rostro, me sorprendí, si bien solté un breve suspiro, arriba de un gemido, debajo de un grito. Supongo que Cecilia me había escuchado pues la oí afuera, tocando la puerta:
―¿Todo bien, Alex?
¿Soy Alex?
―Sí, Ce [así le digo a mi jefa], todo bien. Ya salgo ―temblorosa mi voz.
Soy yo, soy Alex, pero ¿quién es ella? ¿Soy yo? ¿Soy ella, Alex? ¿Soy Alex, ella? ¿Somos la misma persona? ¿Somos? No, no, soy. Soy yo. Soy ella. ¡Soy ella! ¡Ella soy yo! Pero ¿cómo?
Y mi mente, del yo (de la yo) personificado (personificada), alertó de algo preocupante:
“¿Sigue ahí?
“¿Qué?
“Ya sabes
“A ver”.
Sí, mantenía mi verga en su lugar. Pero, de ahí en fuera...
“Es linda, ¿no crees?”.
¿A quién le hablaba?
“Pues, a mí”.
¿A quién?
“A mí”.
A mí resultó ser ella. A mí resultó ser yo.
“¿Soy linda?”.
Perdí de vista con quién hablaba.
“Sí, soy linda”.
Desde ahí, me desconecté del entorno. Estaba con la chica más linda del baile, la más popular de la escuela, la más sexy de la playa. Estaba conmigo. Esta vez, nadie me estaba mirando. Nadie la estaba mirando. Nadie nos estaba mirando. Nadie me estaba mirando.
Era solo yo. Era solo ella. Ella era yo, pero lo importante es que yo era ella.
Sonreí. Sonreí de nuevo. No dejé de hacerlo.
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Afuera, escuchaba un ruido. Un sonido iterativo. Era un teléfono. Grité mil veces el nombre de Cecilia para que atendiera su teléfono, pero no me escuchaba. Salí, pero una luz me cegó.
Me despertó un auto que pasaba por mi casa. Era de noche. Mi cuarto estaba en completa oscuridad. En el buró, sonaba mi teléfono. Era Vera.
―Alex, ¿qué traes, puñetas ? ¿Ya descansaste?
―Sí, ya descansé. De no ser por ti, habría seguido dormido ―dije, enojado por arrebatarme esa experiencia.
―Sí, bueno, ya dormiste mucho. Parece que no te estás tomando en serio las recomendaciones del médico ―regañándome, una vez más.
Ya no quise darle más cuerda a la preocupación de Vera, suficiente con el exabrupto de esta tarde.
―No, pero ya lo voy a hacer, intentaré retomar mi horario de siempre ―sentencié, bastante conciliador.
―Más te vale, guapote . Oye, prende la luz, casi no te veo.
En tanto me paraba para ir a prender la luz del cuarto, puse mi teléfono en mi trípode para las videollamadas. En esa posición, Vera tenía todo el campo visual de su habitación.
―Oye, ¿qué es eso?
―¿Qué es qué? ―pregunté, preocupado. Estaba seguro de que, más allá de mi desorden físico y mental, estaba haciendo un buen trabajo manteniendo limpio y ordenado el cuarto de Vera.
―¿Esa es mi... playera de deportes? ¿Y mi short? ―sondeaba Vera, no enojada, como yo pensaba, sino bastante divertida.
Si me escondía debajo de las cobijas, habría hecho un espectáculo; si me mostraba tal cual, habría hecho un espectáculo todavía mayor. No sabía qué hacer. Estoy seguro de que “ella” habría perdido la sonrisa.