A02 - Una razón de salud me transformó

Segunda parte de esta emocionante historia. Una buena desvelada me motiva a hacer cambios importantes.

Primera parte de esta historia: https://todorelatos.com/relato/164409/

Tardé mucho rato en conciliar el sueño. El día había sido demasiado agitado y las circunstancias me vencían mentalmente. Un temor azul y vaciante me invadía de pies a cabeza. La realidad me estaba golpeando de pronto. No dejaba de pensar en lo que me podría suceder si el virus se desarrollaba de manera negativa en mi organismo y, peor aún, en el de mamá. No dejaba de pensar, tampoco, en papá y en Vera, pues aunque obtuvieron resultados negativos en las pruebas de coronavirus, existía la posibilidad de que se infectaran en cualquier momento. Fue una suerte que solo la mitad de mi familia resultara contagiada, pero hasta cuándo.

Ideas así entraban por debajo de la puerta y rondaban por mi cuarto. El cuarto de Vera, vaya. Había olvidado, incluso, el asunto de la ropa para dormir. En un momento, mi cuerpo se rindió al cansancio y me terminé durmiendo al instante. No sé cuánto duró mi letargo, pero fue suficiente para que me irrumpiera un sueño inusual: era yo en el trabajo completamente desnudo, ¡desnudo! Había tenido sueños así todavía en mis años de universidad, sueños en que me presentaba a un examen vestido de la cintura para arriba, pero completamente empelotado de abajo. Ni un solo par de calcetines que cubriera mis fríos pies. Pero, ahora, en este sueño me veía yendo a mi escritorio, completamente consciente de las miradas de todos, absortos algunos, divertidos otros más. Mi sorpresa era mayor cuando me veía en el cristal de la oficina de Cecilia, mi jefa. Veía esa figura delgada mía sin un solo ápice de ropa, siquiera ropa interior. Nada.

Un grito sonoro en mi interior me despertó de pronto. Seguía siendo de noche. No miré mi celular ni el reloj de Vera en su buró, pero podía jurar que era de madrugada. Lo sabía porque sentía el frió en mis brazos y pies. Titilaba y titilaba. No recuerdo haberme quitado los zapatos ni los calcetines, pero seguro que como un zombi me deshice de ellos para dormir lo más pronto posible. Solo un pantalón de deporte y una playera delgada me cubrían; de haberme dejado mi sudadera, me habría despertado el calor y no un sueño desfavorable. Recordé que había dejado mis prendas de dormir en el cuarto de Vera. Mi cuarto, pues. “Tal vez no sea mala idea dormir así”, pensé. Un edredón, dos cobijas delgadas y una sábana fresca conformaban este templo del sueño de mi dulce hermana. No había notado el diseño de la cubierta porque estaba encima de él. Mientras me dirigía al baño a lavarme el rostro, pude ver que era un diseño sobrio de colores neón, dominantes el rosa y el azul claro. Me recordaban a una década de música chispeante y calentadores de lana.

“Pero, si me duermo así, me va a dar calor”, volví en mí. “Veamos qué tiene Vera en su closet. Habrá algo que me quede”, sentencié al fin.

Ni siquiera me preocupaba volver a dormir. Había recordado que las semanas siguientes eran de extremo descanso. En mi trabajo, habían resuelto que tenía que resguardarme mes y medio. Y en mi escuela las clases aún no se reanudaban hasta, quizá, dentro de tres semanas. Eran las peores vacaciones a las que estaba sometido. Encerrado aquí. En mi cuarto. El cuarto de Vera. Ya ni sé.

Abrí el closet y me sorprendí de nuevo. Era demasiada ropa de todos colores (y acomodada escrupulosamente, que no se olvide esto): faldas y vestidos, largos, medianos y cortos, de los colores más claros (veraniegos, supongo) a los más oscuros; tops y blusas de todos estilos: sencillas, casuales y elegantes; pantalones y shorts deportivos, jeans, de piel. De todo. Tal vez no entro en demasiados detalles con respecto a la ropa de Vera y su diseño, pero era increíble en verdad el número y la variedad: tenía la impresión de haber entrado a una tienda departamental completa. “¿Cómo es que yo me gasto todo mi dinero en videojuegos y libros y mi hermana se gasta todo en ropa?”, solo atiné a pensar, sin juzgarla.

Ella era así, no me malinterpreten. Cada fin de semana, le pedía a mamá o, en todo caso, a Silvia, mi prima, que la acompañaran a la plaza comercial a... surtirse, por así decirlo. Y nunca regresaba con las manos vacías. Mas, a mi parecer, Vera no estaba mimada en exceso. Los primeros años de su vanidad simplemente pedía algo y mis papás se lo compraban; sin abusar, claro está. Posteriormente, cuando empezó a trabajar y a recibir dinero de su beca deportiva, ya no fue necesario que acudiera a mis papás. Más por respeto que por orgullo. Eso sí, seguía siendo la niña de la casa. En cambio, yo siempre fui rebelde y berrinchudo, por lo menos hasta que llegué a la gris adolescencia. Y digo gris porque nos pegó diferente a nosotros, Vera y yo, que a cualquier otro adolescente de nuestra escuela, lo que terminó por apartarme un poco de los demás, situación totalmente diferente a la de mi hermana.

Me permitiré este breve espacio para explicar mi anterior punto: mis compañeros y amigos (varones, por supuesto) se desarrollaban precipitadamente, con cambios bruscos en su fisionomía (como cambios en la voz, ensanchamiento muscular, acné, entre otros) y, por supuesto, atracción ridícula por las chicas (embobamiento se oye mejor), en tanto que yo tomé una vía totalmente distinta, pues mantuve una apariencia aniñada, enclenque, por así decirlo; nunca padecí de imperfecciones en la piel; la voz, aunque me cambió, fue más como de un joven cantante que como de un semihombre desafinado; y las chicas... siempre he sentido atracción por ellas. Pero, a diferencia de muchos de mis compañeros de escuela, mantuve con todas una convivencia sin pretensión, con una actitud relajada, escuchándolas atentamente y bromeando sin exagerar, tal vez por la constante convivencia en casa con dos mujeres (especialmente, con Vera). A consecuencia de esto, pasé la mayor parte de mis estudios rodeado de chicas, amigas y novias, motivo ¿suficiente? de muchas rencillas con los demás chicos.

Vera, por su parte, evolucionó poco a poco, pero nunca sin perder la gracia que caracterizaba a las chicas de su generación. Algunas de sus amigas, por ejemplo, desarrollaron el busto tempranamente, en tanto que Vera presumía de una complexión y una figura más adultas, como si tuviera más edad. La alta estatura la heredó (la heredamos) de papá, en tanto que los “buenos” genes salieron de mamá (grandiosa combinación). A pesar de ser menor que yo por dos años, siempre estuvimos al borde del empate de estatura. Gracias a esta característica, Vera formó parte de las selecciones de baloncesto y atletismo, siendo la mayoría de veces acreedora del podio de ganadores. Por todo esto, siempre fue admirada por su grupo de amigas, en tanto que muchos de mis amigos (y enemigos) la cortejaban todo el tiempo. Yo, por mi parte, formé parte también de selecciones, pero en deportes individuales. Es decir, Vera y yo éramos muy parecidos en un aspecto (atractivos con el otro género), pero diferentes en uno crucial (Vera era más sociable con respecto a su género, en tanto que yo era más reservado). Por suerte, la universidad borra por completo esa barrera. Alguien debería de hacer un estudio al respecto. Después les hablaré de mis días en la universidad.

En fin. Volviendo a nuestro cuarto, el de Vera y el mío, terminé haciendo un desastre (cosa que quise evitar) y no encontré lo que buscaba. Todas las posibles prendas para dormir eran muy... muy... pues, muy... muy Vera: pants ajustados, shorts cortísimos, blusas holgadas, leggins... así es, ¡leggins! Ninguna prenda concordaba con mis gustos... o con mi conveniencia. Un conflicto surgió al instante. ¿Cómo me iba a ver yo vistiendo una prenda de chica... de mi hermana... de Vera? ¿Qué diría papá? ¿Qué dirían mis amigos?

“¿Qué dices tú?, mejor dicho”, se oyó una voz en un apartado rincón de la cantina que representaba mi cerebro. “No tienes otra alternativa: ocupa algo de Vera o duerme semidesnudo”, volvió a rematar esa voz. “Esa una simple prenda. O dos. Nadie se dará cuenta ni nadie lo va a saber, ¿o sí?”. ¿Quién carajos era esa voz y por qué de pronto sonaba tan convincente? Ahhhh, si tan solo hubieras tomado cinco minutos más de tu tiempo para empacar lo necesario y satisfacer esa maldita manía que no te deja dormir sin prendas para la ocasión. “El hubiera no existe, papacito”, se oyó decir.

Miré mi reloj. Pronto amanecería para esta ciudad. Afuera seguía haciendo frío y los carros se oían lejos. Me miré al espejo del closet de Vera y lo pensé lentamente. Parecía una elección de vida, como el nombre de tu próximo hijo o el equipo al que le vas a ir para siempre. Reí, pero de nervios. No creía lo que estaba por hacer. Una prenda se había asomado en mi escrutinio del closet, candidata ideal para mi cometido: un short deportivo de lycra que solía usar Vera para correr. Era azul con franjas verticales rosas. Lo tomé y lo olfatee, no sé por qué. Al parecer, no había pasado mucho tiempo de que había sido lavado. Volví a mirarme al espejo y me armé de valor.

“¡Uy, qué valiente!”, se burlaba la voz. No me importó. Metí una pierna y después la siguiente con brío y cortesía, como si me estuviera enfundando en unas medias de seda. Bueno, ese fue mi impresión más cercana por recuerdo de Sofía, mi última novia de la universidad. La veía vestirse lentamente después de una buena sesión de sexo en mi cuarto. Pero, ahora solo me acordaba de ella por este motivo tan inusual. Quién lo diría. Habría terminado de acordarme bien de ella y los momentos que pasamos juntos, pero me ganaban las ganas de dormir.

“Entrados en esto”, pensé, “¿por qué no completar el conjunto?”. Busqué en un cajón del closet hasta que di con la prenda indicada: una blusa blanca con un estampado motivador, común en esta marca deportiva. Me la enfundé lentamente, cuidando no estirarla de más o maltratarla sin razón. Respiré un momento y me volví a ver al espejo. No me veía mal, a decir verdad. Parecía un chico cualquiera dispuesto a salir a correr. El único elemento discordante, creí yo, eran las franjas rosas de mi short. Pero, dejé a un lado mis prejuicios, “venga, muchos chicos ya usan el rosa sin ningún problema y no por eso su masculinidad queda en duda”.  No, era verdad, me veía bien. Más calmado, me di cuenta que los pantaloncillos me beneficiaban pues, al estar un poco ajustados, me levantaban el trasero. Parecían estar confeccionados para este fin. Después de todo el alboroto, no me sentía del todo mal. Al contrario, sentencié que fue la mejor elección.

La voz en mi cabeza por fin se silenció. No apareció para juzgar ni para burlarse. La pesadez de mis ojos y de mi cuerpo me sugería, por todos los cielos, que ya me fuera a dormir. Y así lo hice, no sin antes dar un último vistazo de mi atuendo. Afortunadamente, la altura de Vera y la mía y el hecho de tener una complexión similar, por las largas horas de ejercicio, facilitaron las cosas. “Y el hecho de no dejarte dominar por tus prejuicios”, me dije. “Felicidades, hombre. Ahora, por favor, ya vámonos a dormir”.

Y así lo hice. Me acosté, no sin antes apagar la innecesaria alarma de todos los días. Las luces ya empezaban a brillar en el exterior; posiblemente, algunos vecinos ya se preparaban para ir a trabajar. Algunos, simplemente, no podían abandonar sus actividades. “Bendita economía de este país”, lancé como última frase antes de que me venciera el sueño.

Sin embargo, un viejo conocido surgió del fondo de mis pensamientos: “Oye, qué loco que te hayan quedado tan bien las prendas de Vera, ¿no?”, terminó diciendo La voz (sí, con mayúscula), emitiendo una risa final.

Ay, bueno, al cabo que ni quería dormir.