A veces se yerra

Una equivocación peligrosa. Basado en hechos reales.

A veces se yerra

0 – Prólogo

La historia que narro a continuación es real, pero he cambiado el final por motivos muy personales.

Recordaréis algunos de vosotros que empecé escribiendo una saga sobre las vidas de Tony, Daniel y Alex. Tony era el director de una orquesta; una orquesta ficticia. El relato que os ofrezco a continuación tiene algo que ver con una orquesta, pues en ella trabajé en mi juventud durante algo más de tres años, pero no quiero que confundáis a aquellos personajes ficticios con estos; los verdaderos. Los hechos son otros; los que un día viví. He cambiado algunos nombres (el mío, por ejemplo), pero he mantenido otros.

Imaginad una orquesta que se formó en torno a Carlos, el director. Los músicos eran Paco: batería, Mario: bajo, Alberto: teclados, Maribel: voz solista (femenina) y Carlos, director y servidor de ustedes: guitarra y voz solista (masculina). La historia que quiero narrar empieza, más o menos, en una noche de descanso entre semana.

1 – Demasiado tarde

Si había alguien del trabajo que casi compartía mi vida más que tocando por los pueblos, ese era Mario, el bajista. Era un chico humilde, hijo de una mujer fuerte de espíritu y gitana y un hombre descuidado y cariñoso que vivían en una casa muy rústica, posiblemente construida por ellos mismos. Su aspecto era muy variable. Igual lo podías ver con un chándal todo lleno de grasa, que con una ropa más que aceptable. Su piel era morena, de rasgos no demasiado especiales, aunque mis ojos lo veían como algo especial siempre. Su mirada era sensual en todo momento y era difícil verlo enfadado. Llevaba el pelo negro lacio y muy corto y, en las ocasiones que tuve, pude ver su cuerpo bastante velludo. Era delgado, pero fuerte y de manos grandes. Me enamoraba sólo el mirarlo; desde que lo vi por primera vez en un local de ensayos hacía 5 años, y él, a pesar de su aspecto de cándido, sabía que algo tiraba de mí hacia su lado.

Salimos una noche a tomar cervezas y empezamos por un bar y acabamos cerrando todos los bares que nos encontrábamos abiertos. Era verano, pero no era fin de semana y estábamos de descanso. Acabamos en una pequeña bodega cuyos dueños conocían bien a Mario y seguimos bebiendo; bebiendo y orinando, claro.

Oí un ruido muy fuerte y vi a uno de los dueños tirar con fuerza hacia abajo de la persiana metálica. El bar estaba cerrado, pero nosotros permanecimos allí dentro y seguimos bebiendo. El chico que había echado la persiana, salió algo más tarde de una puerta con unas cosas extrañas en las manos. No tenían vídeo todavía, así que se puso a montar una pantalla y, algo retirado, un proyector de cine. Bajaron las luces del bar y comenzaron a proyectar películas pornográficas. Todo sea dicho: me daba asco ver ciertas escenas.

Salimos de allí muy tarde, cuando ya habían recogido casi todo y apagaron las luces, y Mario miró su reloj yendo hacia mi coche.

  • ¡Oye, Carlos! – me dijo -; si me presento en mi casa a estas horas voy a tener que despertar a toda la casa. No tengo llaves.

  • ¡Joder! – me quedé pensativo -, lo único que puedo hacer es ofrecerte mi nuevo piso, pero aún está sin terminar.

  • ¡No voy de visita, hombre! – dijo riendo -; déjame un sitito para dormir. Me caigo de sueño.

  • Pues en mi dormitorio no está nada más que mi colchón – le dije – y está en el suelo, pero podemos compartirlo.

  • ¡Pues claro! – contestó indiferente - ¡Me da igual!

  • ¡Vamos! – le abrí la puerta -, sube al coche.

Mi piso no estaba lejos y fui conduciendo con prudencia. Aparqué y subimos.

  • ¿Ves? – le dije - ¡Hasta faltan algunas luces! Pero tendrá su salón, dos dormitorios y otro para ensayar. Tiene un buen baño – se lo mostré – y una cocina grande.

  • ¡Ah! – exclamó -, y este debe ser tu futuro dormitorio. Lo digo por el colchón en el suelo.

  • Sí, espera – no lo dejé pasar -, voy a poner un poco bien las sábanas.

  • La de abajo nada más – dijo -; hace mucho calor.

Nos desnudamos a la luz de una lamparilla que tenía sobre una silla y fuimos poniendo allí la poca ropa que nos quitamos. Caímos en la cama destrozados. Él se quedó en la parte que estaba pegada a la pared y yo podía sacar un poco las rodillas hasta el suelo.

No sé el tiempo que pasó; no mucho. Le oí toser y me dijo algo que no entendí. Luego, se puso boca arriba con una mano en el vientre ¡Estaba empalmado! Se me pasaron miles de ideas por la cabeza, pero la definitiva fue darme la vuelta haciéndome el dormido y dejando caer mi brazo sobre su pecho. No se movió, así que esperé un poco sin dejar de echarle una ojeada al Everest celeste que veía en la penumbra.

2 – Los primeros pasos

Mirando aquello y con el brazo por encima de su pecho moreno, me empalmé; y mi polla húmeda no tuvo otra ocurrencia que ir a topar en su cintura. Tampoco se movió, pero se notaba claramente que no estaba dormido. Entre el alcohol y ese cuerpo desnudo pegado al mío, mi brazo se movió un poco acariciando despacio su pecho. Otra pausa. Nada de movimientos ni comentarios. Estaba claro. Mario estaba caliente de las películas que habíamos visto y yo esta ardiendo de la película que tenía delante.

Comencé a acariciarlo un poco más seguido y, asombrosamente, apartó su brazo de su vientre. ¿Me estaba dejando «vía libre»? Moví mi mano un poco más abajo y comencé a tocar algo de pelo del centro de su pecho. Esa tira que baja hasta unirse con el pubis. Como no había mala respuesta, seguí por aquella zona un poco acariciando aquellos pelos tan suaves y seguí bajando disimuladamente hasta que noté el contacto con su elástico, que estaba algo separado de su barriga por efecto del mástil que lo levantaba. Por allí se fueron colando un poco los dedos y me los llené de su líquido, que lo esparcí por su pubis, donde el pelo se hacía un poco más basto, hasta que toqué la base de su polla y me pareció que ésta se movía. Lo que no esperaba era que una mano suya saliese por el otro lado de su cuerpo y se bajara los calzoncillos ¡Joder, qué polla!

Después de ese gesto ya no había duda. Estaba esperando a que pasase algo y me lo estaba pidiendo. Me pegué más a él mientras se la agarraba y se la acariciaba y entonces volvió su cuerpo un poco hacia mí. Mi polla rozó su cintura y fue a situarse más cerca de su ombligo. Aquella mano suya que quedaba entre nosotros, se levantó y comenzó a acariciármela a mí. Acerqué un poco mi cara a la suya y sentí su aliento cálido con olor a cerveza. Su boca estaba a pocos centímetros de la mía y me pareció que abría los labios. Me acerqué con cuidado y entreabriendo mi boca la pegué con suavidad a la suya, pero su lengua salió inmediatamente y comenzó a acariciarme de otra forma. Su otra mano libre se vino a mi cuello y tiró de mi cabeza. Estábamos pajeándonos pero despacio y besándonos saboreándonos.

Entonces sí pasó bastante tiempo. Comenzamos a acariciarnos por todos lados. No pude evitar palpar sus huevos y sus nalgas y él me copió. Poco después se echó sobre mí y abrió los ojos dejando de fingir que dormía. Comenzó a restregar su miembro con el mío y nuestros cuerpos se iban golpeando rítmicamente hasta que levanté mis piernas un poco y metió su polla por debajo de mi culo. No podía creer lo que estaba pasando. Mario me parecía claramente hetero aunque sabía de alguna manera que a mí me iba el rollo gay y siempre estaba muy pegado a mí.

Cuando noté su polla rozar mi culo, no pude aguantar más y levanté los pies poniendo mis rodillas encima de mi pecho y dejando mi agujero a su alcance. No tardó casi nada en descubrirlo y comenzó a penetrarme con una delicadeza que no la esperaba en él. Fue entrando lentamente hasta que dio el último empujón, se dejó caer sobre mí y volvimos a besarnos. Entonces comenzó a moverse y tiré de sus nalgas cada vez que empujaba y jadeaba cada vez más… hasta que le llegó el orgasmo y se estiró empujándome hasta el fondo. Me cogí la polla y comencé a hacerme una paja, pero apartó mi mano y, sin sacármela, me masturbó suavemente hasta correrme en poco tiempo.

Fui a por papel y una toalla, nos limpiamos riéndonos y nos dimos un beso antes de dormir.

3 – Los siguientes días

Cuando despertamos, yo esperaba otra cosa. Mario me miró de forma extraña. Estaba cortado. Se tapó y se puso los calzoncillos. Parecía avergonzarse de lo que había pasado por la noche y, casi sin hablarnos, me dijo que necesitaba tomarse un café. Desayunamos en un bar de cerca de allí y seguía muy callado y evitando mi mirada.

  • Llévame a casa, por favor – dijo tímidamente -, todavía estoy cansado.

Fuimos a tocar a un pueblo y me habló muy poco. Yo sabía que no estaba enfadado conmigo. Si le hablaba me contestaba naturalmente, pero bajaba un poco la vista o no me miraba a los ojos. No entendía muy bien aquel comportamiento, pero se fue normalizando poco a poco, hasta el punto, de que la semana siguiente se encargó él mismo de invitarme a tomar unas cañas y acabamos en el bar de las películas porno. De allí nos fuimos a mi casa, claro. No ocurrió lo mismo, pero hubo sexo durante más de una hora.

Poco a poco se tomó aquello con naturalidad hasta hacerlo tres veces y luego me pareció que no quería salir de noche conmigo. Me sentí solo, la verdad, pero no quería obligarlo a algo que no era costumbre suya. Lo malo es que supe la razón dos semanas después, porque lo vi muy acaramelado con Maribel y me pareció que se metió descaradamente con ella en la habitación del hostal. Había perdido el contacto con Mario, tal vez para siempre.

Del acaramelado de sus gestos, pasaron a los besos y toqueteos y fue entonces cuando me di cuenta de lo que estaba perdiendo. Mario no lo sabía, pero Miguel, padre de Maribel, era un hombre muy desagradable y sus costumbres eran de principios del siglo pasado. Maribel tenía que estar en su casa antes de las 10 de la noche y su hermano los acompañaba a todos lados; también tuvimos que llevarlo cada vez que íbamos a un pueblo a una fiesta. Para él, se acabó la diversión a cambio de un coño, porque Maribel era seria, poco agraciada, dominante; una de esas que te mira por encima del hombro. Todo lo contrario al cariño, la ternura y la entrega de Mario.

Y como a la «señora» se le metió en el coño casarse el día se Santiago, en pleno Julio, hubo que suspender algunas galas. Alberto, el más desligado de la orquesta, dejó bien claro que no asistiría a la boda. Al final, el único de la orquesta ajeno a la familia que acudió, fui yo.

4 – Las cinco farolas

Oí a Mario decirle a su madre y a Maribel que no pensaba celebrar ninguna despedida de soltero e, inmediatamente, supe que aquella idea era cosa de la propia Maribel.

El día anterior a la boda, caluroso y desagradable, me encerré en casa y puse el aire acondicionado pensando en no salir hasta la hora de irme a la cama. No podía quitarme de la cabeza el error tan enorme que iba a cometer Mario al casarse con aquella tía que cantaba como los ángeles y se comportaba como los propios demonios. A mí no me quitaba nada; tal vez la oportunidad de poder disfrutar alguna vez más de su cariño. Yo sabía que, pronto o tarde, acabaría casándose. Era su vida. Pero no pude impedir el llanto durante las primeras horas de la tarde.

Estaba escuchando a Brahms para serenarme cuando sonó el teléfono. Quité la música y contesté.

  • ¿Carlos?

  • Sí, soy yo – no sabía quién era - ¿Quién llama?

  • Soy Mario – dijo una voz tímida y callada -.

  • ¡Mario! – me saltó el corazón - ¡No te he conocido!

  • Estoy medio dormido de la siesta – dijo -. Es que se me va a hacer la tarde muy larga.

  • Lo entiendo – le dije -; hace calor y tendrás que descansar bien.

  • Sí – contestó tímidamente -, pero había pensado… ¡verás! No sé si te importaría que nos tomásemos unas cervezas, pero por aquí, cerca de mi casa.

Lo entendí inmediatamente. Quería estar conmigo, pero también quería evitar el ir a mi casa.

  • ¡Claro! – le dije como lleno de alegría -. Yo me voy para allá a la hora que tú me digas.

  • Mas bien tarde ¿no? – contestó -; es por evitar el calor y no beber mucho. Sobre las 8… Pero no vengas a mi casa. Vete a la placita de «las cinco farolas» (era el nombre que le daban a aquella placita, pero me sentó como cinco puñaladas) [Los que conozcáis esa copla sabréis por qué].

Colgué y seguí llorando como un gilipollas. Me preparé despacio y me fui hacia aquella placita a las 8. Cuando llegué, ya estaba sentado en un banco. Me senté retirado de él y sin mirarlo.

  • ¡Hola!

  • ¡Hola!

  • ¿A dónde vamos a ir? – preguntó casi sin atreverse a mirarme -.

  • Al bar que sea – le dije -, pero vámonos de esta plaza, por favor.

No entendió lo que le decía, pero nos levantamos y caminamos por una calle un rato y casi en silencio. Luego, empezamos a beber y, ya bien puestos de cerveza, me fui hacia el coche.

  • ¡No! – dijo -, me iré a casa andando. Está cerca.

Me acerqué a él mirándolo con tristeza y su cara no era de estar muy contento.

  • ¡Mario, por Dios te lo pido! – le dije - ¡No sé qué decirte! Desde mañana es como si ya no nos viésemos.

  • Te entiendo – me dijo cabizbajo -, pero no puede ser.

Yo no era insistente ni un plomo como aquella estúpida con la que iba a casarse. Él lo sabía. Hice un gesto con la cabeza por no abrir la boca; ese gesto que se hace para decir «¡Claro, de acuerdo, lo entiendo!». Me volví hacia el coche y comencé a moverme hacia casa. Ni él me miró ni yo lo miré.

5 – La tarde de la boda

El día siguiente fue aún más caluroso. No recuerdo exactamente la hora, pero la boda se celebró en una pequeña y antigüa iglesia en una calle muy estrecha a la hora de máximo calor.

Yo me preparé lo mejor que pude; mi mejor traje, mi mejor corbata aquel perfume carísimo que sólo usaba en ciertas ocasiones. Faltaba poco para salir al infierno de la calle y dirigirme a la iglesia con tiempo cuando sonó el teléfono.

  • ¿Carlos?

  • ¿Sí? – era una mujer - ¿Quién es?

  • Soy la madre de Mario – me dijo bajando la voz -; está en su cuarto ya vestido y todo, pero lo veo casi llorando y dice que es que no sabe hacerse el nudo de la corbata. Tú eres un experto, hijo, ¿vendrías a ponérsela?

Le dije que sí, que tardaría unos diez minutos, pero ese mensaje no era normal, entre otras cosas, porque la orquesta siempre llevaba corbata y él estaba harto de hacerse el nudo. Algo pasaba y la madre lo sabía ¿Por qué me llamó a mí?

Corrí al coche y fui a bastante velocidad. En menos de diez minutos llamé a la puerta con los nudillos (no había timbre) y casi me dejo allí pegada la piel de toda la mano. La puerta era de hierro y le estaba dando el sol de pleno. En poco tiempo oí a su madre acercarse corriendo, me abrió la puerta muy apurada y bajó la voz.

  • ¡No sé qué pasa, Carlos! – me dijo -; mi Mario está sentado en una silla en su dormitorio y no se mueve.

  • Espere aquí – le dije -; voy a verlo y a ponerle esa corbata que tanto le agobia.

Entré en su dormitorio fresco pero interior y lo hallé sentado en una silla, con los brazos sobre las piernas ya vestido y con la mirada perdida sobre la colcha. Me senté frente a él en la cama, muy cerca, y le cogí las manos. Me las apretó, se acercó a mí y me abrazó llorando.

  • ¡No puedo, no puedo, Carlos! – se lamentaba - ¡Yo esto no lo he pensado bien!

  • Lo sé, lo sé – le dije acariciando su cabeza -, pero eso no lo puedes decir ahora, y no presentarte en la iglesia es un espectáculo muy desagradable ¡Venga! Vamos a hacer ese nudo.

Le limpié muy bien las lágrimas y le di mi pañuelo.

  • ¡Pero bueno! – di un paso atrás - ¿Cómo vas a casarte con este traje?

  • ¿No está bien? – me preguntó preocupado -; me lo han dejado.

  • ¡Está muy bien, Mario! – le cogí la barbilla -, pero es que es de lana y vas a pasar un calor de infierno.

  • Ya no hay tiempo – dijo -; ponme la corbata que el coche estará al llegar.

Nos pusimos delante de un espejo porque yo no sabía hacerle el nudo a otra persona. Él se colocó delante de mí y los dos nos mirábamos al espejo muy pegados. Le levanté con cuidado el cuello y comencé a hacerle el nudo. Sus ojos, a través del espejo, no se apartaron de los míos y su cuerpo se había pegado a mí. Cuando terminé, le puse bien el cuello de la camisa y le abroché la chaqueta. Estaba guapísimo. Subió su mano y apretó la mía con el botón.

  • Yo iré detrás de vosotros

  • ¡Sí, por favor! – contestó inmediatamente - ¡No me dejes solo ahora!

  • No te preocupes – dije -; imagino lo que sientes y me vas a tener siempre a tu lado.

En poco tiempo llegó el coche y lo vi desde dentro comprobar que yo iba detrás.

Tuvo que esperar a pleno sol, en la puerta de la iglesia, más de media hora a la «señora chochona» que, digo yo, viviendo a dos calles, podría haber empezado a vestirse antes. Mario me miraba disimuladamente. Yo estaba justo frente a él en la otra acera; en la sombra, claro. Por fin llegó la «señora», y se bajó en olor de multitud (como si allí hubiese unas dos mil personas aclamándola… y no habría más de 150, creo).

La pequeñez de la iglesia, la gente y el día elegido (por ella), hizo que muchos se saliesen y se colocasen a la sombra. Entre ellos su padre, que me tenía como si yo fuese el maestro de sus hijos; esa persona a la que siempre se acude cuando estás indeciso. Me echó un puñado de arroz en la mano para cuando salieran, pero era tal el calor, que los granos se humedecieron con el sudor y pensé que iba a tirarles un puñado de arroz cocido chino. Disimuladamente, me acerqué a una papelera y lo arrojé allí. Sinceramente, húmedo o seco, no me apetecía echarles un puñado de arroz.

Cuando salió la «señora» acaparando las miradas e ignorando a su flamante y cariñoso marido, se metió en el coche y luego fue a entrar Mario. Sus ojos negros se clavaron en los míos llenos de lágrimas. Arrancó el coche y, mientras la «señora» iba saludando a todos, Mario me miraba por el cristal de atrás como si le diese pánico retirarse de mí.

Ella decidió quedarse en su piso, como buena ama de casa de los años 50, para fregar, hacer las camas y, cuando llegase el momento, cuidar a sus hijos; porque ella quería tener muchos hijos. A Mario le prohibió seguir en la orquesta y cada uno tiramos por un sitio. Seguramente, pensaría que podría encontrarse con otra. Tenían mi teléfono, pero nunca me llamaron. Yo esperé la primera llamada tras el viaje de novios y todavía la estoy esperando. Yo no llamé.

6 - Salto en el tiempo

Retomé los estudios que había abandonado y hacía cualquier cosa por no recordar a Mario y lo que estuviese viviendo ni a Maribel muy enseñoreada ella con su pelele del brazo.

Pero siendo esta vida como es – y no creo en las casualidades -, salta la liebre por donde menos lo esperas.

Fui a unos grandes almacenes a buscar algunos libros y, al salir de allí, me dirigía al parking y, cuando tuve que doblar la esquina del edificio, me di de bruces con un muchacho que corría espantado.

  • ¡Oh, perdón! – le dije - ¿Te he hecho daño?

Y cuando iba a decirme que la culpa era suya, nuestros brazos fueron cayendo y nuestros ojos se quedaron enganchados como por un cable.

  • ¡Mario!

  • ¡Carlos! – casi no podía hablar - ¿Qué haces por aquí?

  • Eso es lo de menos – le dije - ¿A dónde vas tan corriendo despavorido?

  • ¡No puedo decírtelo aquí! – miró a todos lados - ¡Vamos! Busquemos un sitio escondido.

Lo llevé a un bar de una callejuela, pero antes de entrar, me cogió por el brazo.

  • ¡Por favor! – dijo - ¡Déjame contarte unas cosas antes de entrar ahí! ¡No quiero escenas!

  • ¡Tranquilo, hombre! – lo calmé - ¡Cuéntame y déjame ayudarte!, que me da la sensación de que lo necesitas.

  • Sí, lo necesito – se acercó mucho a mí porque hacía bastante frío -. Nos fuimos al viaje de novios y empezó a prohibirme cosas. Cuando volvimos, no quería el piso que yo había montado con todo mi amor. Me dijo que quería vivir con sus padres, que tienen una casa muy grande pero muy antigüa por aquí cerca. Tuve que ponerme a trabajar en unos talleres y aguantar a Miguel, su padre, que es superior a mis fuerzas. Nació una niña y le puso, evidentemente, Maribel, pero me dijo que después quería un niño y que se llamaría Miguel, como su padre. A mí me hace ilusión que mi hijo se llame como yo y mi padre, pero no tengo ni voz ni voto. Ni la tuve ni la voy a tener nunca. No puedo vivir así y, para colmo, he pensado en la separación, pero su familia es muy religiosa y no va a permitirlo. Prefiero perderme o matarme.

  • ¡No, por Dios! – me asusté - ¡No hagas eso! ¡No estás solo!

  • ¿Después de abandonarte vas a ayudarme? – dijo cabizbajo - ¿Después de avisarme en qué trampa iba a meterme? Estaba ciego, sí, pero me toca ahora a mí resolver ese problema.

  • ¡Entremos al bar! Lo tomé por la cintura - ¡Hace mucho frío y estás helado!

Nos pusimos al fondo en una parte que quedaba detrás de la barra. Tomé sus manos con fuerza y le pedí un café muy caliente.

  • ¡Espera, Mario! – le dije - ¡Tienes que entrar en calor!

Me quité mi chaquetón y se lo puse sobre los hombros. Como casi no había nadie y no se nos veía, metí allí mis manos para calentar su cuerpo.

  • No puedo volver a casa de mis padres – me dijo -; será el primer sitio adonde me busquen.

  • No vas a ir allí – le dije -; mi pisito ya está terminado. Hay un dormitorio para ti. Compraremos ropa nueva. La puerta tiene un cerrojito por dentro y puedes echarlo si sospechas que voy a entrar.

Me miró extrañado. Tenía aún su boca cuarteada del frío y temblaba tanto de eso como de miedo. Le di friegas con mis manos sobre la camisa. No llevaba camiseta debajo.

  • ¡Vamos! – le dije -; daré un rodeo hasta llegar a mi casa. Pondré la calefacción del coche. Si llama alguien diré que no te veo desde el día de la boda. Incluso a tus padres. Puede que con su buena intención digan en dónde estás. Ya llegará el momento en que sepan la verdad.

7 – Otra vez en casa

Teníamos la misma talla y le di alguna ropa nueva, abrigo, toallas. Le hice la cena y nos sentamos un poco a ver la tele, pero me pidió que la apagase. Me dijo que prefería hablar conmigo.

No era muy tarde cuando sonó el teléfono. La voz descompuesta de su madre me preguntaba por su hijo y tuve que decirle que no sabía nada de él y preguntarle qué pasaba.

Mario se abrazó a mí llorando cuando sonó otra vez el teléfono. Era la «señora» preguntando por él.

  • ¿Y yo qué sé? – le respondí gritando - ¿Acaso me he casado yo con él? ¿Me habéis llamado desde la boda? ¿Me llamas ahora para saber si está conmigo y llevártelo? ¡Busca en otro sitio, anda!

Mario me miró asustado y me dijo que la tarjeta que yo les había dado con mi dirección y mi teléfono había desaparecido. Seguramente ella la escondió ¿También estaba celosa de mí? Mario me confesó que tuvo que dejar de nombrarme porque su cara se descomponía.

Cuando decidimos acostarnos, le dejé una manta cerca por si sentía frío y me volví en silencio a mi dormitorio. Me desnudé y me metí en la cama. Me puse a fumarme un cigarrillo (que fueron tres). Tenía que averiguar cómo quitársela de encima. Lo estaba anulando.

Me pareció oír ruido y quise apagar la lamparilla, pero apareció en calzoncillos por la puerta.

  • ¿Puedo dormir contigo? – preguntó - ¡Ya no puedo dormir solo!

Levanté la colcha y le hice un hueco. Apagué la luz y me quedé mirando al techo. Al poco tiempo, se dio la vuelta hacia mí y puso su brazo en mi pecho. Lo miré despacio casi a oscuras y sus ojos negros me estaban mirando. Me volví hacia él y nos abrazamos y nos besamos como nunca. La primera historia de amor entre nosotros se repetía, pero cambiando los papeles. Me puse sobre él ya desnudo y comenzamos a movernos. Me besaba con pasión y levantó un poco las piernas. Metí allí mi polla como hizo él la primera vez y acabó levantando las piernas y tirando de mí.

Por la mañana, esperaba aquel gesto de vergüenza de la primera vez, pero nos incorporamos en la cama y nos fumamos un cigarrillo riéndonos. Acercó su boca a mi boca y acarició mis cabellos.

  • Ya que habíamos empezado, no tenía que haberte abandonado nunca.

8 – La liberación

Me presenté en casa de Mario y su madre se echó a mis brazos llorando y pensando que a su hijo le había pasado algo. Yo, con astucia, le dije que sabía lo que le había pasado a Mario pero que éste no quería que nadie supiese dónde se encontraba. Incluso le insinué que me había llamado y estaba en un sitio muy lejano. Ella se tranquilizó un poco y su marido, Mario padre, me tomó aparte:

  • Sé lo que le pasa – me dijo - ¡No soy tonto! Y me alegro de que las cosas hayan llegado hasta este punto. No quería a mi Mario con esa «pelangrona». Tiene que separarse.

  • ¡Sí, Mario! – bajé la vista -. Convenza a su señora de que ella es la que tiene en sus manos la libertad de su hijo.

  • ¿Cómo puedo hacer eso?

  • Voy a hablar con ella – le dije -, apóyeme.

Salimos al modesto salón y me acerqué a su madre. No podía cogerle las manos (aún conservaba muchas costumbres gitanas) y le dije sonriente que su hijo estaba a salvo y muy feliz.

  • ¡Pero no sabemos dónde está! – sollozó - ¡Quiero saber dónde está mi hijo!

  • Va usted a hacer una cosa – comencé -. Llame a casa de sus padres y dígale que sabe que su hijo se ha ido muy lejos y que quiere separarse. Tendrá usted aquí al clan en poco tiempo. Insistirán en que están casados por la Iglesia y en que lo que Dios unió no lo puede separar el hombre. Entonces es cuando usted debe defender a su hijo. Dígale que, por desgracia, su hijo va a tener que seguir casado con su hija, pero la Iglesia no obliga a dos personas que han dejado de quererse a vivir juntas. Finalmente, si se ponen fuera de sus casillas, que se pondrán, aconséjele a la madre que consulte eso con su párroco. Se llevará una sorpresa.

  • ¡Hijo! – me abrazó - ¿Estás seguro?

  • Tanto como que me llamo Carlos y del afecto que tengo a esta familia. Yo tampoco quiero a Mario como un pelele obedeciendo órdenes y arruinando su vida. Mario volverá, señora.

Y con el tiempo, ocurrió lo que yo decía, pero Mario no volvió con sus padres para siempre, sino que se vino a vivir conmigo y visitábamos a sus padres muy a menudo. Su padre me miró como resignado. Sabía lo que estaba pasando entre nosotros; pero veía a su hijo muy feliz.