A punto de perder el control
Un fontanero acude al domicilio de Rocío. Su fealdad aviva el odio y el deseo.
Una oleada de asco la puso sobre aviso. ¿Cuánto duraría el encuentro? Quizás una hora, quizás más, pero no podía durar para siempre, ser definitivo. El rostro que inspeccionaba a través de la mirilla no podía ser más perfecto: enormes ojos azules estrábicos y casi sin pestañas; un corte de pelo espantoso, ya crecido y, por supuesto, qué duda podía haber, pésimamente peinado.
Debía andarse con cuidado.
No dejarse llevar.
Abrió la puerta para que entrara el fontanero del seguro.
El fontanero se detuvo en seco durante un instante antes de presentarse. Había intentado recomponerse en seguida, pero había quedado en evidencia. Una máscara de dignidad se descomponía y goteaba sobre su rostro.
—Pasa, hombre, con lo puntual que has sido no lo eches a perder quedándote ahí parado.
Rocío le daba la espalda al hombre, conduciéndolo al baño.
—Tenemos mala fama los fontaneros.
Rocío no contestó, se limitó a reír. La impostada jovialidad del fontanero le había recorrido el cuerpo en un estremecimiento feroz. Se detuvo cerca de uno de los ventiladores de la sala para dejar que la columna oscilante de viente pegara contra su cuerpo, cada varios segundos, el amplio y aparentemente casual vestido de andar por casa que llevaba esa mañana.
El fontanero había comenzado a sudar.
Desde que tenía memoria o, mejor dicho, desde que comprendió cuánto podía llegar a atraer a los hombres que descubrió que no había forma más segura de sentir en todo el cuerpo el estallido de un orgasmo prolongado, imposible y rabioso que humillando hasta la saciedad a un hombre entregado. Había intentado contentarse de otras maneras, esconderse de sus deseos oscuros manteniendo relaciones con hombres normales, de buen ver, seguros de sí mismos, pero no podía encontrarse en su verdad en el placer compartido. El fontanero era la presa perfecta, bastaba mirarlo al pobre, sabía que llegaría un momento que tendría que parar. Y en el mejor momento.
—Entonces… ¿es el grifo de la bañera?
—¿Necesitas sentarte un momento?
—Cómo dice, señora?
—Me pareció verte cojeando.
—No es nada, tengo una pierna más corta que la otra. Un par de centímetros —el fontanero se detuvo como esperando una respuesta. Al cabo de unos segundos de silencio, continuó—. Estoy acostumbrado.
Roció detectó sin problemas la necesidad de ser excusado en la mirada cabizbaja del fontanero mientras se explicaba. Sintió la definitiva humedad de sus bragas, el deseo de enseñar los dientes, las uñas que se le encrespaban.
Sonrió sin abrir los labios.
Arqueó la cadera de costado, lentamente, hasta que comprobó a través de uno de los espejos de la sala que no podía haber mejor postura para que la tela revelara sus formas.
—Ponte a trabajar.
—Sí, señora.
Dejó al fontanero en el baño. ¿Hasta dónde podría llegar? La pregunta no tenía sentido: con ese desgraciado, hasta donde quisiera. Tampoco era seguro planteárselo: la imagen mental podía ser irresistible…
cuando entró al baño el fontanero aún trabajaba en el grifo de la bañera. Estaba a cuatro patas, en una postura incómoda, y sin conciencia de la sudada sección de la raja del culo que se asomaba por sobre sus pantalones sin cinturón.
El asco y el desprecio la colmó de odio, de deseo y le hizo rechinar los dientes.
—Súbete los pantalones, pareces un idiota.
Su propia voz resonó fuera de su cuerpo. Observó su propia mano acercarse al tiro trasero del pantalón del fontanero, crisparse sobre la piel y la tela, dejar unos surcos rosados sobre la piel húmeda, subir con fuerza la prenda hasta dejar cubiertas las nalgas.
El pequeño golpe de la frente del fontanero contra la pared de la ducha le devolvió el dominio sobre sí misma.
El fontanero la miraba con sorpresa y miedo.
—Pero qué hace, señora.
Rocío tenía, nuevamente, pleno dominio de sí misma. Iba a necesitarlo: el fontanero no había alzado la voz, no había levantado los brazos ni para defenderse ni, siquiera, para palparse la frente enrojecida.
—Sólo te falta balar.
—¿Cómo dice, señora?
—Sabes que lo que te va a pasar no te lo mereces, ¿verdad?
Con una sola mano se desembarazó del vestido.
—No me mires, desgraciado.
Una sonrisa incrédula se pegoteó al rostro.
—¡Que no me mires! —Rocío le cruzó la cara de una bofetada.
—Perdón, señora.
El cuerpo moreno, sutilmente musculado de Rocío se onduló a través del reflejo de los azulejos mientras se quitaba las bragas.
—Bájate los pantalones. No pretenderás que vuelva a tocarte, ¿verdad?
El fontanero obedeció en silencio. El rostro aceitunado de Rocío se reflejaba en los azulejos, su boca diminuta y bien formada, la oscuridad de sus pupilas dilatadas.
Un chorro de orina estalló perfectamente dirigido contra el ano del hombre, que en seguida comenzó a palpitar. Sus testículos y miembro se bañaron de líquido, pero apenas cambiaron de tamaño o forma.
Rocío se hartó de que el fontanero pudiera observarla a través del reflejo deformado de los azulejos incluso antes de acabar de orinarlo. Cogió una toalla de manos y le vendó los ojos. El fontanero no se resistió, y más que suficiente era lo que había visto para lamentarse el resto de su vida no haber sido capaz de tomar entre sus manos ese cuerpo esculpido en mármol moreno.
—No dices nada —el fontanero no respondió—. Eres manso como una oveja. Ponte a balar.
No tuvo que repetir la orden. Sus propias carcajadas casi le impedían por completo oír los balidos del fontanero.
Cuando recordó que tenía una máquina de cortar el pelo eléctrica, olvidada por un amante hacía un tiempo, tuvo la idea definitiva. Le surcó la espalda y los hombros velozmente. Sobre el piso de la bañera se apelotonó el pelo a montones, también dos o tres lunares que Rocío le arrancó de cuajo con las cuchillas del aparato, sin miramientos. El fontanero nunca dejó de balar, ni siquiera cuando temblaba de dolor y de miedo.
—Con los desgraciados como tú nunca hay límites. Ponte a pastar, ovejita.
El fontanero comprendió inmediatamente que debía comer sus propios restos sobre la bañera. El fuerte sabor a amoníaco de la orina de Rocío lo hacía tener arcadas mientras devoraba.
—No tenéis límites… —su voz volvía a sonar fuera de su cabeza.
Un orgasmo oscuro pugnaba por desatarla.
El ano entreabierto del fontanero mientras comía y sorbía dentro de la bañera pedía ser empalado más allá de sus límites. En el baño había innumerables objetos que clamaban por destrozar ese agujero inmundo, por buscarle la ruina definitiva a la propia Rocío, por desenredar el éxtasis del que no habría vuelta atrás.
Rocío tuvo que contener los sollozos. Su mano, unida a su cuerpo por algún cordón invisible, volvió a dejar sobre un estante una pinza de hacer rizos, apenas tibia, ya, pero acabada de desenchufar.
—Eres un mierda con suerte. Deja de balar, porque no respondo.
El fontanero, lentamente, se dio la vuelta dentro de la bañera. Rocío le quitó la venda con impaciencia.
Se dejó adorar por el hombre entregado.
—Jamás sucederá. Lo tienes claro, ¿verdad?
El fontanero apenas sí parpadeó un par de veces.
—No tenéis límites. Me tenéis harta.
El llanto del fontanero, mientras cagaba sobre su rostro asimétrico, la tomó absolutamente por sorpresa. No fue suficiente, sin embargo, para volver a avivar el fuego de su odio.
Escapar de sí misma ya no funcionaba. Sin embargo, supo controlarse:
—Deja todo limpio cuando te vayas.