A orillas del Mekong

Una aventura empresarial lleva a Alberto al otro extremo del mundo; una fiesta en una cabaña y la sonrisa de una chica es suficiente para dejarse llevar.

Mientras avanzaba por el angosto pasillo recordaba las palabras de su jefe: “esos túneles son una fuente inagotable de negocio”. Él se lo había creído por inercia, por tener algo en lo que creer: un nuevo continente, una nueva cultura y una nueva vida a cargo de un resort de lujo. Ahora, unos meses después, ese túnel no le parecía ninguna oportunidad de negocio. No era el primero que visitaba, pero ése era distinto; no estaba ensanchado ni tenía las paredes llenas de carteles en ocho idiomas. Era un túnel auténtico y por fin podía comprobar la dimensión real de aquello, no como un turista sino como los primeros tunnel rats .

Parecía que el aire había multiplicado su densidad hasta licuarse; como si al entrar en los pulmones éstos se dilataran por acoger tanto peso. Los colores se habían fundido en las sombras y se limitaba a avanzar hipnotizado por la figura de su guía. Un par de metros por delante, la chica que apenas conocía seguía manteniendo su voz dulce e indescifrable. Seguía hablando alegre e intercalando las risas con aquella canción sin sentido. Los olores de aquel lugar eran confusos y desagradables para alguien que no había conocido más alternativas al aire libre que una oficina; sólo su perfume era consuelo cuando se acercaba lo suficiente.

La había conocido esa misma noche, en una fiesta cercana, y ya había asumido que unas horas no iban a ser suficiente para aprender su nombre: Nguyên Sinh Liên. Debía de ser un nombre muy usual, pero él sólo escuchó una música lejana, una canción de cuna. Su forma graciosa de pronunciarlo sin borrar la sonrisa lo había puesto nervioso. No llamaba la atención más que las otras chicas del lugar: de poca estatura, no mucho más de cuarenta kilos y el mismo peinado de todas las que había conocido en esa ciudad. Sólo su mirada hacía de ella una mujer completamente distinta.

Alberto creía haber aprendido dos cosas al llegar a Ciudad Ho Chi Minh: todo el mundo sigue llamando a la ciudad por su nombre, Saigón, y lo que se sepa de las personas no sirve de nada allí. Los orientales son distintos desde los aspectos más profundos hasta los pequeños detalles. Cuando un occidental sonríe, adopta la sonrisa, forma parte de ella; tenemos la sutileza de la mentira. Los vietnamitas, en cambio, son incapaces de fingir. Se puede estar hablando con alguien cuyos labios sonríen amablemente haciendo reverencias mientras sus ojos desprenden rabia o miedo.

Lin, como decidió llamarla Alberto para facilitar las cosas, era distinta. Su mirada permanecía serena y era un reflejo de sus labios. Su cara era en sí misma una gran sonrisa y eso le hacía sentir bien. Había sido la primera persona del lugar en mantenerle la mirada mientras los presentaban y aquello le encantó.

Había sido muy duro adaptarse a la ciudad. La hospitalidad innegable de cuantos le rodeaban no cambiaba ni mejoraba el suplicio de adaptarse a un clima y una alimentación completamente distinta. Había caído enfermo varias veces durante los dos primeros meses por culpa de la alimentación, el calor o los mosquitos y hacía muy poco que había empezado a disfrutar de su viaje, de su aventura.

Estaba por fin animado. Todo él, su cuerpo, su conciencia e incluso su corazón, había llegado por fin a Vietnam. Y justo cuando lo conseguía, cuando empezaba a sentirse adaptado al monzón, aparecía Lin, con su escaso inglés y su sonrisa perenne. Se convirtió en la compañía perfecta para ignorar al resto de directivos del resort sin hacer ningún esfuerzo. No sabía a qué se dedicaba, no sabía su edad y poco podían hablar con la música que sonaba en la fiesta pero se apartaron del grupo y estuvieron bailando durante horas. Lin sólo necesitó su sonrisa para mantenerlo cerca.

Se había separado de ella lo estrictamente necesario para ir por más bebida; vista desde lejos parecía un regalo del cielo; bailando exageradamente provocativa al son de la música, dejando volar el vestido y formando una imagen que sería surrealista sacada de contexto. Pero no ahí. Todo vale a no más de doscientos metros de la selva, perdidos en el delta del Mekong, cobijados por una enorme cabaña sin paredes, hecha de rota y bambú.

Cambiar una de las copas por su cintura; intercalar las piernas como quien teje una cuerda y dejar las pieles se descubran; ignorar la música y dejar que el cuerpo baile si siente que tiene que hacerlo; caer sin miedo en el abismo negro de sus ojos y buscar en ellos el consuelo al castigo del tacto de su piel… Eran tantas las cosas que hacía sin ser consciente que el deseo no era más que el maquillaje de un sentimiento más básico que rehúye las etiquetas.

Su pequeño cuerpo se movía con agilidad entre sus brazos; acariciaba su espalda y notaba sus pequeños pechos moverse libres bajo el fino vestido. La suavidad de su piel y el lazo dulce de su aroma… ¡Ah!, su aroma… Emanaba un olor tan embriagador que sólo podía ser trampa o castigo y aún sabiéndolo, se dejó atrapar.

Cuando Lin empezó a andar hacia atrás despacio, Alberto se quedó quieto, temiendo perderla. Quiso interpretar una sonrisa pícara y un leve movimiento de cabeza como una invitación y la siguió fuera de la cabaña. Se encontraron con los últimos coletazos del Monzón y eso no fue más que un nuevo espectáculo. Lin bailaba bajo la luz de una vieja farola mientras las diminutas gotas de agua empapaban su vestido de algodón estampado; sólo hizo falta una sonrisa para que Alberto saliera a la lluvia.

Lin también empezó a caminar y sorprendió a Alberto al hacerlo en dirección contraria. Se alejaba de él mientras seguía con su canción, diciendo cosas que no tenían sentido,  que no necesitaban tenerlo. Llegaron a lo que parecía la selva y se introdujeron en ella. Apenas unos metros, los suficientes para ocultarse de todo el mundo menos de unos tipos que estaban aparcando una pequeña furgoneta en un camino que terminaba en la última calle del pueblo. Él sí se sorprendió al verlos, pero consiguió encajar su respuesta a modo de sonrisa vietnamita. Lin era más importante y tras una carrera consiguió darle caza.

Cayeron al suelo, gritando y riendo, jugando a retrasar lo que ambos buscaban. Lin parecía huir de Alberto, de su boca, pero su mirada era un reclamo que sabía usar para atraerlo. Ella era un simple cordel juguetón y Alberto un gato intranquilo, a punto de perder la paciencia. Las miradas se cruzaron de golpe y el respeto al momento que vivían paró lo demás. Alberto quiso besarla, se acercó, nervioso, y ella se alejó, riendo.

Pensando en el siguiente movimiento Alberto había olvidado su mirada perdida en sus labios. Ella se acercaba de nuevo, reía, y al imitar su gesto conseguió que se alejara de nuevo. Harto de esperar besos, Alberto atacó el cuello, con labios primero y dientes después. Un jadeo le confesó que la primera muralla estaba vencida. Acarició a la pequeña Lin por encima del vestido con menos y calma y disimulo que en toda la noche. Paseó su mano por todo cuanto estaba a su alcance, notando formas, texturas y pliegues, buscando que los pechos se clavaran en su mano y el pulso se marcara en su piel.

Parecía que Lin insistía en negarle el beso y Alberto se impacientaba. Ella seguía acercando la cara, provocando y huyendo, haciendo que él terminara lanzando mordiscos al aire. Terminó por abandonar el descubrimiento de su piel y cogiendo la nuca de Lin la acercó sin avisar hasta que el beso fue inevitable. Sus labios estaban increíblemente húmedos y cálidos. Se movían con fuerza y decisión pero tan lentamente que parecían ensayar un baile alrededor de la lengua. Notarla por fin fue un regalo que multiplicó sus latidos. Aquella lengua era un premio y jugó con ella a dibujar mil formas sin sentido. La heroica mano volvía a su trabajo, a buscar en ese pequeño cuerpo parajes desconocidos.

Fue suficiente el gesto para que Lin se zafara y huyera de nuevo. Se levantó con suma facilidad y recuperó la carrera entre la selva; suficiente rápida para escapar, suficiente lenta para permanecer a la vista. Alberto había dejado de ser el joven directivo y se había convertido en cazador. Corría tras ella con prisa, ignorando la selva, la noche y el mundo que rodean a la presa. Lin volvió a caer, y tras ella Alberto se abalanzaba a recuperar el beso.

Esta vez ella no jugó. Se dejó besar unos segundos y sin necesitar más gestos deslizó su ropa interior por sus piernas. Se levantó el vestido sin pudor y invitó a Alberto que cegado como estaba ignoraba que la invitación fuera necesaria. Se bajó la bragueta y se sacó el pene con cierto nerviosismo. Jamás había vivido una cosa como aquella y penetrarla fue la mayor inyección de adrenalina que recordaba.

Quería ser dulce y cuidadoso pero no podía. El cuerpo le pedía fuerza y ritmo. Ella parecía dispuesta y lo animaba con mirada encendida. Separaba los párpados como si abrirlos fuera la medida de la satisfacción y jadeaba marcando el ritmo que él creía seguir por voluntad propia. Alberto estaba perdiendo el control, dejando todo en el olvido para fundirse con aquella mujer cuando un gesto, pequeño e insignificante, un simple movimiento de caderas, lo dejó fuera.

Ella reía y el la imitaba sin entender nada. Sujetó con la mano el pene y volvió a intentarlo. Pero ella se movía y reía ruidosamente. Alberto necesitaba poseerla y no quería esperar, ya no quería jugar. Intentó coger una mejor postura para empezar de nuevo pero Lin se escabulló. Volvió a levantarse y empezó a correr de nuevo por la selva.

Alberto fue tras ella y estaba a punto de dar caza a Lin cuando ésta levantó una tapa del suelo y se dejó caer lentamente. Él ya había visto túneles como aquél y no se sorprendió al toparse con otro. Ni siquiera se cuestionó si debía seguirla; simplemente lo hizo. Que siguiera camuflado, que no tuviera indicaciones de ningún tipo, era algo que debería haberle inquietado pero él sólo quería volver al lugar más cálido que había encontrado durante los últimos cuatro meses.

Al principio pareció un juego divertido, pero una vez dentro, tenía problemas para respirar y seguir a Lin. Ella era mucho más pequeña y no tenía que curvarse en una postura grotesca para poder seguir avanzando por aquel pasillo más estrecho que su propia espalda. Ella sólo tenía que inclinar la cabeza pero él tenía que doblar piernas, cintura y cuello. Ella sabía dónde iba y él sólo quería llegar cuanto antes.

Tras cinco minutos bajo tierra parecía que Lin había llegado a una sala mucho más grande y mucho más iluminada. La luz se hizo de pronto en el túnel, la risa de Lin se fundió en silencio antes de que se convirtiera en unos cuchicheos extraños que estuvieron a punto de hacerle dar media vuelta. El olor había cambiado por completo y ahora le resultaba extrañamente familiar.

Sacó la cabeza a la sala a la que acababa de llegar y tuvo tiempo de echar un único vistazo: dos médicos, dos enfermeras, Lin y una camilla; material quirúrgico y una pequeña nevera de mano blanca. Un paño húmedo de olor fuerte le taponó la nariz y la boca mientras una mano le cogía la nuca con fuerza. Ni siquiera pudo gritar antes de caer al suelo.