A mi cuidado
Cuando por motivos familiares la vecina tuvo que viajar al interior, me pidió que vigilara a su hijo veintiañero... El joven me dio una gran sorpresa.
-Buenos días, don Pablo. Necesito conversar con usted, ¿me permite pasar?
Era mi vecina de tantos años, Ester, amiga de mi difunta mujer. Una persona estupenda, luchadora, abandonada por su marido con un chico de seis años hace ya quince o dieciséis.
La invité a tomar asiento en mi sala, y apenas ubicada me puso al tanto de la situación.
-Voy a tener que viajar a despedirme de mi madre, que se ha puesto muy mala. Hoy mismo me acisó mi hermana que de no partir de inmediato no podría despedirme de ella en vida.
-¡Cuánto lo siento, Ester! –le dije apesadumbrado, pues esas son circunstancias que me conmueven –En lo que esté a mi alcance…
No me dejó terminar la frase.
-El tema es que Quique está con parciales, y no puede viajar conmigo. Y me da no sé qué que quede solo al regresar de la facultad.
Quique, de veintiún años, estudia Derecho con mucho sacrificio de su madre y ha resultado ser un buen alumno.
-Ningún problema, Ester. No me cuesta nada alcanzarle un plato de comida, ya que debo cocinar para mí todos los días…
-No, en realidad no es eso lo que me preocupa, don Pablo. El problema es que a veces estudia hasta muy acanzada la madrugada y cuando agarra el sueño… Entonces el favor que le pido es que me lo vigile para que no llegue tarde a clase. Le dejo una llave, porque como usted es de levantarse temprano, quizá pueda verificar que se levantó o sacudirlo para que no pierda sus horarios. Si no es mucha molestia, claro.
-Para nada, Ester. No me cuesta nada, pero avísele no sea cosa que corra el pasador por la noche y la llave no sirva de nada.
La vecina se fue en seguida, agradeciendo, y no había pasado un cuarto de hora cuando sentí que arrastraba una maleta por el corredor del edificio. Al asomarme a la ventana pude verla subir a un taxi que seguramente la dejaría en la terminal de autobuses.
Como a las ocho y algo, en pleno informativo de la tevé, Quique golpeó a mi puerta para avisar que había llegado.
-Don Pablo, ya llegué. Mi madre le dejó la llave, ¿verdad? Yo no correré el pasador para que pueda entrar cuando quiera. Hoy no tengo más que trabajo que hacer unas fotocopias, así que voy a comer algo y poner una película. Mañana tengo clase recién a mediodía, de modo que si quiere verla conmigo, está invitado.
-No creo que sea una buena compañía para un chico –dije riendo- y me imagino que una peli de casos judiciales no me entretenga demasiado…
-¿Casos judiciales? Ja, ja, ja –rió Quique divertido con mi suposición- No, es un video más descontracturado. Dése una vuelta y le muestro de qué va. O traigo aquí el reproductor y la vemos juntos.
Recién ahí caí en cuenta que Quique es un joven muy vital pese a ser tan responsable, y la propuesta no me desagradó. Y a los cuarenta y ocho años, viudo y sin hijos, me pareció una estupenda idea ver una película con el hijo de la vecina.
-Mira, yo tengo unos bifes de merluza y ensalada de hojas. ¿Te apetece? Tráete el aparato y hoy invito yo la cena.
-Vale, súper- repuso Quique – ya regreso. Voy al almacén por un vinito.
-Deja, deja. Que tengo una botella al frío – Vamos a ver esa dichosa peli tuya, cuando quieras.
Poco tiempo después llegó con su video reproductor en bermudas y con el pelo mojado oliendo a champú.
“Vaya con el niño – pensé- Veamos con qué película tomamos el postre”…
Hablando de todo un poco, apabullándome más bien, Quique dio cuenta de cuatro buenos bifes de merluza, más de la mitad de mi botella de tempranillo, me ayudó a llevar los platos al fregadero, se repantigó en mi sofá dejándome apenas espacio para acomodarme, y dio al play a la dichosa película.
Tamaña fue mi sorpresa cuando ya en las primeras escenas una pareja de negrazos muy bien armados comenzaron a morrearse y a frotarse entre ellos en medio de indisimulados suspiros. Por el rabillo del ojo Quique me observaba con aire divertido.
-Me ponen a mil, don Pablo… Y sin agregar más, se dio a la tarea de sobarse por encima de la bermuda que ya estaba inflada.
-Bueno, bueno –intenté poner una voz severa, sin conseguirlo o sin esforzarme demasiado- no me dijiste que era un porno, Quique. ¡A mi edad!
-A su edad nada, don Pablo… ¡Si está en la mejor edad! –y se abrió más de piernas, apoyando un muslo contra el mío. Pude percibir su calor a través de la tela de mi pantalón, y no era para nada desagradable, por el contrario, empezó a despertar el deseo de la carne adormecido por la rutina.
-Oye, que soy un hombre grande. Más respeto –dije no muy convencido.
-Mmm… ¿Sabe que siempre pensé que sí, que era grande? – repuso riendo y apoyando su mano en mi muslo – y tan solitario…
Di un respingo, y creo que me haya ruborizado también. Pero no me dio tiempo a nada porque su mano subió por mi pierna y alcanzó el paquete, donde se detuvo constatando que de mi parte no había rechazo. Por el contrario, la sangre comenzaba a surtir los cuerpos cavernosos de mi miembro que estaba loco por salir y ser festejado como en sus mejores tiempos.
Quique se arrodilló delante de mí y con manos expertas me desabotonó el pantalón, buscando con avidez el miembro que se levantaba orgulloso en procura de libertad. Lo tomó con firmeza y sus labios buscaron el glande para rodearlo, golosos, antes de comérselo de una hasta el fondo llevándome hasta el paroxismo. Aquel chico sabía cómo mamar una verga, y lo estaba haciendo de maravillas…
-Para, Quique, para… -mi voz no sonaba muy firme, porque realmente ya no podía pensar con claridad- hay demasiada diferencia de edad entre tú y yo –intenté decirle y decirme aunque no estaba para nada convencido de la situación inconveniente.
-Deje, deje… Hace años que soñaba con esto pensando que nunca iba a ser –me miraba a los ojos sin abandonar mi pija que se estremecía en su boca- No se imagina cuánto lo deseo desde que entendí que tanto me iban las mujeres como los hombres. Y era a usted a quien deseaba para que fuera mi primer hombre…
-¿Soy tu primer hombre? –pregunté aterrado y feliz a un mismo tiempo- Para, para, dejémoslo aquí.
-Ni loco que estuviera, Pablo. Quiero que me poseas, que me folles como si fuera una puta en celo, que me dejes hacerte feliz- me decía con la voz enronquecida del deseo, tuteándome por primera vez.
Entregado a su urgencia, comencé a desvestirme, haciendo él lo propio, mostrándome su cuerpo lleno de vitalidad y firmeza. Su boca no podía quedar quieta, recorriéndome; y mis manos eran pocas para agasajar su cuerpo apetitoso al que nunca había imaginado junto al mío.
Nos entregamos con desesperación al juego del placer mientras en la pantalla los negros recorrían toda la gama de posiciones típicas de la película. En la alfombra de la sala nos explorábamos sin pausa, buscando recuperar tanto tiempo perdido, hasta que cansado de la espera se sentó sobre mí para ensartarse de una mi verga recuperada para el goce. Fue, quizá, la mejor corrida que tuve en años. Hasta me atrevería a asegurar que ni siquiera con la finada experimenté una explosión de placer semejante a la que Quique, el hijo de mi vecina, me prodigó. Cuando a su vez eyaculó, sobre el vello grisáceo de mi pecho, tuve la sensación de que la vida para mí recomenzaba, tan solo por hacer un favor a mi vecina, a la que en mi mente agradecí por su confianza…