A la vuelta

--No chocas un carro y te conviertes en "chocacarros", ¿o sí?

--No recordaba que fueras así, tan fría-- me dijo entre lágrimas. Yo solo agaché la cabeza como una forma de rendir mi orgullo.

--No soy fría-- dije a mi vez, todavía con la cabeza inclinada. --Pero estoy asumiendo esta verdad y respetando mis propios límites--.

--¿Límites?-- me preguntó irónica para luego asestarme una sonora cachetada en mi mejilla derecha. Ella era diestra pero necesitaba perder un poco de su autocontrol en ese momento de irritación.

Lo más doloroso fue escuchar y comerme su silencio mientras arreglaba todo para irse; ya apostada en la puerta del departamento alcancé a oir y entender un susurro que decía "no volver a poner ahí sus pies". Y cerró la puerta de golpe, detrás de sí.

Pasaron horas y dentro de mi habitación no oí más que los pasos de los vecinos del piso superior: una reunión familiar; y desde la calle, solamente peatonal, montones de pies indicaban las vidas que se movían hacia un destino elegido por ellas mismas. Sientiendo mi respiración cada vez más pesada, supe que yo había desechado un destino placentero para mi vida por dirigirme al precipicio de mi peor error.

Un error que me había puesto panza abajo en la cama que, a pesar de mi, estaba vacía sin ella.


Dos tardes después, golpes incesantes reclamaban mi presencia en la puerta principal. Una voz femenina preguntaba por mi.

--Estoy bien, María-- dije sin gritar, a dos pasos del vano de madera.

Los golpes y llamados cesaron pero enseguida recordé que aquella mujer era capaz de esperar de pie, por horas y en silencio hasta obtener lo que pedía. Bastó con estirarme un poco a retirar el seguro del pomo para que pudiera abrirse desde fuera. Tres segundos fueron suficientes para que María, la pelirroja, forcejeara un poco con la perilla, pudiera accionarla y entrar.

Un torbellino de preguntas entró junto con ella; sin palabras, todo con sus ojos. Los míos se anegaron y, apretando mis puños, me dejé ir directo hacia abajo, como demolición controlada. Mis lágrimas me nublaron, solo escuché la puerta cerrarse, sentí sus brazos alrededor de mi y sus palabras en mi oído.

--Mártir. Por amor. Eso no debería ser posible.

--No pretendo redimirme. Lo que hice no debe perdonarse nunca, por nadie-- hilé a pesar de los espasmos en mi respiración.

--Me sorprende. No eres la primera ni serás la última en cometer adulterio, pero ¿tú? ¿Irene? ¿La que no dice "infidelidad" sino "falta de respeto"? ¿Cómo?

--No lo sé con certeza-- respondí y me solté de su abrazo para ponerme de pie. --Pero lo hice y voy a vivir con eso-.

--No chocas un carro y te conviertes en "chocacarros", ¿o sí?-- me dijo todavía desde el piso.

--Soy un victimario víctima de su propio error-- intenté sentenciar, pero la pelirroja todavía tenía algo más para mi. Para decirlo se puso de pie y se encaminó hacia el ventanal que daba a la calle peatonal.

Debí suponer que aquel cielo gris traía consigo algo más que una suave y constante lluvia.

--¿Qué crees que le haya dolido más? ¿Tu "falta de respeto" o el hecho, no pequeño, de no haberle ofrecido ni el más mínimo intento de enmendar tu error y, en lugar de eso, pedirle que se fuera porque "ya no la merecías más"?-- soltó.