A la luna de valencia x

Carmen tomo una decision que cambiaria su vida para siempre

A LA LUNA DE VALENCIA

Escrito por: Atramentum et pergamen

Canción: "Camins" de Obrint Pas

En cursiva, fragmento de "l'U d'Aielo", de Pep Gimeno "El Botifarra"

*Me van a disculpar los que no lo entiendan, que supongo que será mucha gente, que haya puesto aquí está canción escrita en valenciano (o catalán por si alguien se ofende, tanto se me da, la de las lenguas no es mi guerra). Pero si los castellanoparlantes oímos canciones que muchas veces no entendemos, en inglés, en francés, en italiano, en portugués... ¿por qué no en esta, que al fin y al cabo es una de las lenguas que se habla donde se desarrolla "A la luna de Valencia"? Si no se entiende la traducción, la pongo al final del capítulo. Eso sí, invito a todos a escuchar este tema, uno de los de amor más bonitos que yo he oído nunca, y a que escuchen alguna de las canciones de este grupo, realmente hermosas como "Del sud", "Esperant" o "Quatre vents", incluso aunque no se comulgue con su ideología. Que yo no lo hago, pero... ¿ a caso el arte va de eso?

Ple està el camí de solitud

entre els barrancs d´albades tristes,

allà on la nit canta als estels

versos robats del teu somriure

Davant del mar em vas deixar

penes de sal i un trist esguard,

seguint els fars dels horitzons

vaig navegant perdut,

perseguint el teu rumb...

...vaig navegant perdut

Una nit més t´he navegat

entre els barrancs d´albades tristes,

allà on el mar escriu al fang

cartes d´amor en versos lliures

A la vall blanca em vas deixar

fermes arrels i un trist record,

sembrant la terra de cançons

vaig caminar perdut

perseguint el meu rumb...

...vaig caminar perdut

i aquesta nit la soledat

del vell camí ens ha retrobat

collint els fruits de les cançons,

hem cantat junts al vent

que assola el nostre món...

Sempre venies darrere

a que t'ensenyara cançons

i ara que en saps de boniques

t'amages pels carrerons...

sempre venies darrere...

i aquesta nit la soledat

del vell camí ens ha retrobat

collint els fruits de les cançons,

hem cantat junts al vent

que assola el nostre món...

...hem cantat junts al vent

"Un cuerpo, por muy abochornado y bascoso que esté, no tendrá en cuenta el insoportable calor que le rodea, que apenas le deja dormir la siesta cómo Dios manda, que le obliga a despatarrarse medio desnudo en la cama, con un sonido de trompeta festiva y familiar, cachondona tocando de fondo "Paquito el chocolatero" y más de un amplio repertorio. No le importará si el Valencia el día de antes ha goleado a su rival en la veraniega y pesada previa de Champions, y sobre todo, no le importará, y estará satisfecho, porque será un cuerpo en duermevela, aletargado, pero enamorado."

Algo así debía estar pensando, con un pie aquí y otro allá, durmiendo, yo, Carmen Ferrer. Tumbada en mi habitación, en la que era mi cama de toda la vida, en mi casa familiar de Bolbaite, a donde había acudido para celebrar en familia las fiestas del pueblo y pasar unos cuantos días descansando, disfrutando de mi gente. Y preparando el discurso con el que explicar que me iba a Grecia de vacaciones con mi "amiga" Sofía, en lugar de participar en el fin de carrera que tradicionalmente todos los estudiantes españolitos se pegaban en lugares como Punta Cana o la Riviera Maya.

Acalorada y empachada de la "coca" de limón que mi madre me había preparado, y que como siempre había devorado sin piedad, aún cuando antes ya había llenado su estómago con una buena paella de pollo y conejo, me había retirado a mi cuarto para aletargarme y vaguear mientras pasaban las horas de mayor canígula, pero el vecino, tocando la trompeta, probablemente tras una fiesta o familiar o de amigos en la que seguro habían corrido el vino, y la cerveza, y la sangría y el cava, me impedían conciliar totalmente el sueño. Así que me entregué al recuerdo de la voz de Sofía, que me había llamado hacía apenas un par de horas, para decirme que se iba a entrenar a la piscina municipal de Valencia, que ya tenía los billetes para Grecia, que me esperaba dentro de tres días en su piso de estudiante... y otra serie de lindezas y erotismos que quise guardar tan adentro, que ni a la almohada quise revelárselos, sonriendo satisfecha y picarona, apretando la sábana de algodón blanco de mi pequeña cama, mientras recordaba los ojos azules que me habían despedido, un poco tristones, en la puerta de la finca donde teníamos nuestros pisos, cuando me fui con mi pequeño Fiesta para Bolbaite, dos días antes. Y lo mucho que me había abrazado, lo mucho que me había advertido, lo mucho que había mirado desconfiada a "mi chiquitín" y levantado el dedo hacia mí, dejándome claro que no le hacía ni pizca de gracia que me fuera conduciendo este coche hacia mi pueblo, por las carreteras y caminos de montaña que tenían que llevarme hasta la partida donde mis padres acababan de comprarse un chalet.

  • ¡Pues tendrías que ver cómo se maneja mi padre con el tractor por esas curvas! - le grité yo, burlándome y agitando la mano fuera de la ventanilla, mientras ella sonreía suavemente, ME sonreía suavemente, con la mano levantada en saludo, y buscando que yo buscara su mirada a través de mi retrovisor.

Ya no recuerdo bien si fue con las últimas notas de "La manta al coll" o con las primeras de "Tírate de la moto", de aquella dichosa trompeta, cuando por fin algo de aire fresco empezó a soplar y a entrar por la ventana abierta de mi cuarto, ayudándome a agarrar el sueño y no soltarlo hasta hora y media después. Justo cuando tenía decidido levantarme para ir a dar unos largos en la piscina del chalet, tal vez correr suavemente por los caminos de alrededor. Había que mantenerse en forma. Ya lo había comprobado tras los últimos avatares. De alguna no habría podido salir viva si no hubiera sido al menos por agilidad. Y ya tenía claro que si estaba con quien estaba, es decir, Sofía, agilidad y algo de fuerza nunca me iban a venir mal; su promesa al agente Jesús Heras de colaboración ante cualquier problema, así me lo hacían presentir.


Opté por darle una patada a la torre del ordenador. No era lo más ortodoxo, ni siquiera lo más heterodoxo. No era lo más útil ni lo más práctico, pero sí lo que más aliviaba la rabia por haberme comprado hacía nada ese trasto, desoyendo los consejos de todos, que me advertían contra él y me avisaban de que mucho mejor sería tener un portátil. Más si iba a andar, como parecía, moviéndome de aquí para allá. Una vez más, el PC se había quedado colgado y se negaba a reiniciarse. Qué alegría, así como iba a poder ver a mi familia por la cámara web que les había enviado hasta Atenas. Menos mal que en menos de una semana estaría viéndoles de verdad, sin artilugios raros de por medio.

Al colgar unos minutos antes, parecía claro que Carmen iba a quedarse sopa en breve. Y yo, tras apoyar la mano en el cristal que daba a la calle y acojonarme con cómo estaba pegando Lorenzo fuera, decidí retrasar un poco el entrenamiento en la piscina, hasta que fuera una hora decente para caminar sobre un asfalto que si no se pegaba a la suela iba a ser de puro milagro. Así que aprovechar para chatear con mi familia de Grecia y verlos un rato me pareció otra buena opción; sin embargo era obvio que el ordenador no opinaba igual. Sin saber qué hacer, me dirigí a la cocina, que no había pisado en varias horas, para comer algo. Pero el espectáculo del fregadero me hizo resoplar y cambiar de idea: me rasqué la nuca intentando buscar una excusa buena para no poner el lavavajillas, fregar, limpiar, secar, guardar... todo aquel desaguisado que había sido provocado por la fiesta de la noche anterior con Pedro y Amparo y otros compañeros. No hubo excusas encontradas, estaba claro, tocaba ponerse el delantal, arremangarse, coger el estropajo y el jabón, y sacar a la luz aquello que hasta la noche de antes, se había llamado "cocina".

Acababa de cerrar el lavavajillas y ponerlo en marcha cuando llamaron al timbre de la puerta. Era "Nolo", el hermano de Carmen. Últimamente las tiranteces entre nosotros andaban más suavizadas, pero me sorprendió verlo en mi casa, solo, esperando entrar y medio sonriente.

  • ¿Te gustan las "pelis" húngaras subtituladas? - me preguntó, levantando la mano y enseñándome dos entradas de cine, bastante extravagantes.

  • ¿Qué? - pregunté levantando una ceja, sin entender qué había querido decir. No era posible que...

  • Me han regalado estas dos entradas para ir a ver una película húngara en versión original. No sé de qué va, ni si va a estar lleno de "gafapastas" cuadriculados, ni siquiera... tengo claro que vaya a ser tu estilo, ni el mío, pero... no tengo nada mejor que hacer este viernes noche... ¿te gustan las húngaras subtituladas?

  • Húngaras subtituladas... no sé, nunca me han ido mucho las féminas caucásicas. Me tiran más las mediterráneas, ya sabes...

  • Gilipollas...

  • Ya decía yo que llevabas mucho rato sin insultarme, me extrañaba. ¿Quieres pasar?

Manolo asintió con la cabeza y entró, mirando asustado el salón... el salón, no recordaba que el clímax de la fiesta lo había dejado como estaba... menuda resaca llevaba yo encima sin darme cuenta.

  • Aquí hubo juerga anoche...

  • Sí, fiesta de fin de curso, con unos pocos compañeros de la carrera. Demasiado calor como para meternos en una discoteca, y aquí hay aire acondicionado... y al final de mi piso a la playa... Lo que no recordaba es que la juerga hubiera sido tan gorda... ¡Tengo el piso hecho un asco!

  • ¡Ya te digo! - me contestó abriendo los brazos y la boca-. Bueno, qué, al final te vienes, no te vienes...

  • ¿No te queda ninguna tía buena a la que acudir? - le respondí broma, sujetándole el hombro.

  • Qué va. Me han dado calabazas todas en cuanto les he hablado de mi plan... Ya sabes, valgo demasiado para ellas.

  • Valerlo no sé, "Nolo", lo que esta claro es que eres demasiado para cualquiera. Dame un par de horas que recoja este desastre y me duche... - de repente recordé algo, con un cenicero lleno en la mano y una botella de Bacardi Breezer en la otra -, oye, ¿y tú no tenías que estar en Bolbaite con Carmen, y tus padres, y las fiestas, y los toros y las tracas y... todo eso que hacéis vosotros?

  • Mañana, Sofía, mañana me voy - abrió la puerta para marcharse-, paso a buscarte a las nueve, y si quieres, nos tomamos unas cañas, o un café, o lo que sea, antes de la película. Hasta luego...

Le respondí con la cabeza y cuando hubo cerrado la puerta me acordé de algo. Mierda, el entrenamiento. No podía limpiar, ir a nadar y luego al cine con Manolo en dos horas, era imposible. Así que sin dudarlo, dejé la basura que llevaba en las manos sobre la mesa de nuevo, me quité el delantal, cogí la mochila de la habitación, las llaves, y salí de casa hacia la piscina municipal. El piso estaba hecho una pocilga, pero... lo primero es lo primero.

Al volver ya entrada la noche, después de una hora de natación, dos horas de copas y dos horas de incomprensible filme al aire libre junto al Palau de la Música, el contestador de casa parpadeaba insistente... ¡coño, Carmen! ¿Cómo podía ser tan despistada como para no llamarle en toda la tarde ni la noche, más después de haber pasado tantas horas de vuelta con su hermano?

La voz, primero dulce, luego preocupada y al final chillona y cabreada de mi pequeña rubia resonaba unas seis veces en el altavoz del aparato. Mi móvil reposaba en la mesita de noche, apagado y cargándose la batería; seguro que cuando lo encendiera, en su buzón de voz me encontraría tres cuartos de lo mismo. Madre mía la que me iba a caer. Dios mío la que me esperaba... y la casa sin limpiar.


  • ¡Es que no puedo entender cómo se puede ser tan inútil y despistado!

  • Ey, ey... calmándote un poquito, hermana, que tampoco es para tanto... - mi hermano me miraba ya con aspecto de estar harto de la bronca. Desde fuera, se oían las risas condescendientes de mis padres, que escuchaban la discusión y que, como siempre, no me tomaban en serio. Seguramente Manolo tampoco.

  • ¡Y además los dos! ¡No sólo tú, no! ¡Ella también! ¡Ninguno de los dos llevaba el móvil encima ni contestaba al fijo!... ¡Si es que en realidad sois los dos iguales! - le grité, dándome cuenta de la barbaridad que decía, solo cuando ya había salido de mi boca.

  • ¿Me estás comparando con esa... esa...? - mi hermano tartamudeaba con el brazo alzado, señalando hacia él sabría dónde, como si en ese dónde estuviera Sofía escuchando nuestra conversación.

  • ¿Esa, esa qué? Tan "esa" no será, cuando el otro día bien que fuiste a buscarla para ir los dos al cine.

  • Mira teta... yo me voy a la verbena - ja, le había cogido. Acababa la pelea y yo ganaba la razón con un golpe certero. A mi hermano, prejuicios a parte, le caía bien mi novia-. He quedado allí con estos... si te apetece bajarte, me llamas a mí o llamas a Sergio.

Sí, justo era en lo que andaba pensando; llamar a mi novio de la adolescencia para quedar con él esta noche y responder a sus preguntas sobre mi nueva vida. Seguro que se mostraba entusiasmado al saber que durante años estuvo saliendo con alguien que del único que sitio que quería salir, sin ser consciente de ello, era del armario. Eso sería el colofón para una noche como ésta.

Mi hermano entraba del porche, donde mis padres se tomaban "la última" y leían un rato al fresco, antes de irse a dormir, tras despedirse de ellos y se quedó mirándome unos segundos, esperando lo que los dos sabíamos que iba a venir.

  • Tranquilo, tete - le dije-, ya me he tranquilizado. Perdona, que tampoco era para tanto. Te veo luego en la verbena si bajo al pueblo.

  • Esta ya es más mi hermana - me dijo mientras me daba un abrazo no muy fuerte-, y recuerda que todavía tienes que pedir disculpas y aclararlo todo con la otra afectada. Hace más de un día que no le llamas y está bastante jodida... me voy a bailar, Carmen. - Y desapareció por la puerta del nuevo chalet.

Respiré profundamente para calmarme y con el aire entró a mi nariz el aroma del café granizado que mis padres tomaban fuera, sentados en el porche. Lo había estado preparando mi madre esa misma tarde mientras Manuel, mi padre, acababa de encalar él mismo la parte trasera del chalet. Mi madre había levantado la mirada un par de veces (que yo le hubiera visto) y se había quedado embobada, sonriendo a aquel hombre bajito y cuadrado, que una noche como esta misma, hacía ahora treinta años, la había levantado en dos vueltas por el aire, bailando el "Somos jóvenes" del Dúo Dinámico, que sonaba por entonces en la verbena de Bolbaite. "En la segunda vuelta ya la tenía en el bote", fanfarroneaba siempre mi padre y mi madre sonreía asintiendo sin más. En el fondo, Remedios y Manuel eran unos cursis, muy rurales, pero unos cursis en cuanto a amoríos y nostalgias se refería.

Me costó unos pocos minutos encontrarlo, pero la verdad era que lo tenían a mano. Y salí al porche con el radiocasete en marcha, con aquella vieja canción de uno de los pocos grupos españoles que por esa época fue capaz de arrastrar algo así como legiones de fans. Los dos se echaron a reír en sus mecedoras cuando la oyeron, a mi padre se le fue el café granizado por el lado que no era y se puso rojo por la tos, rojo como cuando se pasaba una mañana entera recogiendo algarrobas o podando las oliveras.

Justo cuando yo me sentaba en la mecedora que quedaba libre, ellos dos se levantaban y se ponían a bailar (por decirle de alguna manera) el tema. Me reí mucho de lo que yo misma había provocado, y cuando vi a mi padre levantar por los aires a mi madre, como si aún tuvieran veinte años, entendía a quién había salido en esa parte; al contrario de lo que suele ser habitual, el bailarín en este caso era Manuel.

Acabada la canción, tuve que aguantar (y yo sola me lo había buscado) cuatro versiones distintas de cómo sucedió todo la noche en que Manuel y Remedios bailaron en la plaza del pueblo, dejando con dos palmos de narices a Joaquín Ródano y a Mercedes Faubel, sus respectivos pretendientes por aquel entonces. Tampoco me importó mucho volver a escucharlo, el granizado de café estaba delicioso y aliviaba el calor que nos hacía sentir ese poniente, soplado desde la Meseta Central, que atravesaba las paredes de ródano y caliza de la Canal de Navarrés, antes de llegar convertido en verdadero viento abrasador a la costa.

Acariciando aquellas acogedoras montañas, como lo hacía el aire cálido, me llegaba el rumor de la música de fiesta, que sonaba apenas cuatro o cinco kilómetros más abajo. Y mezclado con el rumor del incómodo poniente, el intenso sabor del café y el eterno cantar de las chicharras, me enteré tanto tiempo después, de que aquellos dos candorosos jóvenes que fueran mis padres, Manuel Ferrer y Remedios Maiques, se bañaron desnudos y juntos, aquella noche de hacía treinta años, en las aguas del cercano lago de Quesa.

Cuando bajé al pueblo, las reglas, tres décadas después, no habían cambiado. Y unos seguían celando a otros que pretendían a otros más, sólo que esta vez, en los altavoces no era el Dúo Dinámico, sino Fito, quien hacía que esos unos y otros se arrimaran buscando pareja de baño clandestino.


La pantalla de la tele, naranja, negra, gris, roja, aterradora, crepitaba igual que lo hacían las imágenes que ofrecía con el telediario de la noche. Tanto despliegue de bomberos, protección civil, camiones, brigadas, autoridades, voluntarios y ambulancias de nada estaba sirviendo, y tapaba el reflejo de mi cara, entre incrédula y despavorida, cada pelillo erizado de impotencia y mala ostia, al ver, teléfono en mano, como mi país, mi península, mis islas, enteras, se calcinaban sin que nadie pudiera decir nada para detenerlo. Sin que nada pudiera conseguir que la línea telefónica de la casa de mi familia se restableciera y yo pudiera dar con ellos, para asegurarme de que se encontraban bien; vivos al menos. No tranquilizaba el hecho de saber que los incendios todavía quedaban a unos centenares de kilómetros de mi hogar. Pero aún así, no dar con ellos me crispaba.

Me asusté, en alerta como estaba, cuando el móvil en mi mano empezó a sonar. El nombre anunciado en la pantalla me calmó, un poco.

  • Ey, hola cariño.

  • Hola Sofía... ¿cómo estás? Porque... imagino que lo habrás visto por la tele, ¿no?

  • Llevo dos días sin levantarme del sofá y sin soltar el móvil.

  • ¿Has podido dar con ellos?

  • Ayer, unos minutos. Pero desde esa tarde tienen las líneas telefónicas cortadas y la red de móvil no funciona. Nada, mi país está en llamas y aislado. Está dejando de existir.

  • Tampoco es eso, Sofía - me consoló.

  • No, tampoco es eso, porque para después de los incendios, ya están anunciadas lluvias torrenciales. Ni tierra ni raíces que sujeten el suelo, nada para evitar inundaciones y corrimientos.

  • Lo importante es que tu familia está bien - intentaba quitarle algo de hierro al asunto, se le notaba en los matices en la voz, en las pausas dubitativas de las palabras. Pero era normal. Era tan grave, que en realidad no tenía qué decir, ni ella ni nadie.

  • Eso es lo más importante, pero no lo único.

  • Ya..., no sé cariño... en realidad no sé qué decirte. Ojalá pudiera estar ahí contigo.

  • Por eso no te preocupes Carmen, tú tienes que estar allí... esto son desastres imprevistos y... en fin - si es que ni yo sabía qué decir-. No pasa nada. En realidad estoy... encerrada en mí misma, ofuscada en intentar dar con mi familia, y ya no sé ni cuando fue la última vez que probé bocado - se lo contaba todo, mirando ahora en lugar de la tele, el recipiente de comida para llevar, con arroz chino reseco, que había pedido hacía dos días en el restaurante de mi misma calle, mientras me iba enterando del apocalipsis que los griegos estaban viviendo, sin apartar los ojos de la televisión.

  • Sofía, no quiero que te pase nada. Y eso de que no comas, de ti, me asusta. - las siguientes palabras sonaron más decididas-, ya está, mañana mismo me voy para allá a estar contigo.

  • No - le respondí, como si no fuera yo quien hablara. En mi cabeza una idea iba tomando forma.

  • ¿No?

  • No. Ya no aguanto más, pasado mañana me voy a Grecia.

  • Y yo contigo, claro.

  • ¿Pero cómo vas a venirte conmigo? ¿Les has contado ya a tus padres de este viaje?

  • Sí, esta mañana.

  • ¿Y?

  • Bueno... ya sabes cómo son algunos padres con esto. Pero vamos, que de ir voy, y... ya está.

  • Carmen, no quisiera darte problemas. Es muy precipitado.

  • Que no, que ya esta, que si tú vas a Grecia yo contigo. Y mis padres que canten misa si quieren.

  • Me has hecho sonreír - le dije muy sincera.

  • Pues me alegro que así sea. Y ahora, por favor, móvil en mano por si acaso, dúchate, sal a caminar una hora aunque sea...

  • Pero Carmen...

  • No me cortes y hazme caso. Sé que suena duro, pero encerrada en el piso, sin comer ni dormir, no vas a apagar esos incendios.

La verdad es que Carmen tenía razón. Y mi cabeza llevaba horas necesitando un azote como ese para reaccionar. Hiciera lo que hiciera, desde Valencia no podía extinguir el fuego ni rescatar a mi familia.

  • Es verdad, cariño.

  • Muy bien, y de paso, comes algo. Cuando llegues a casa quiero que te tumbes en la cama, que respires profundamente varias veces, y me llames por teléfono.

A esas horas, casi media noche, en Valencia encontraría pocos sitios donde me dieran de comer algo racionalmente sustancial y sano. Me duché rápido y pedí un taxi hasta la plaza del Tossal. Tenía la esperanza de que El Molinón estuviera abierto y me sirvieran, aunque fuera in extremis, un vasito de sidra y un plato de lacón y cabrales. Pero ya andaban recogiendo. Así que como último recurso paseé por Caballeros y por Quart hasta encontrar un horno famoso por abrir las veinticuatro horas los fines de semana, y sacar así unos ingresos extra gracias a los estómagos hambrientos de aquellos que salían de los pocos, poquísimos pubs abiertos que en El Carmen quedaban. Tal y como la pequeña rubia me "ordenó", paseé a pie hacia el piso. Una pequeña multitud de gente me llamó la atención en la esquina de la plaza La Reina con Santa Catalina, y recordé lo que Carmen me había enseñado que allí había: una de las mejores casas de helados artesanales de Valencia. El trozo de pan-pizza de aquel horno me había despertado el estómago y la noche era aplastantemente húmeda. Un helado de pistacho doble no le haría mal a nadie. Acababa de pagarlo, me disponía a hincarle la primera cucharada, cuando mi móvil sonó casi desesperadamente. Un número largo en la pantallita me hizo temblar de angustia y alegría. Eran ellos, mi madre, mi hermano, mi prima, su hijo, mi cuñada, mi tío abuelo... todos me hablaron agolpadamente y a la vez. Estaban bien, y la finca se había salvado en parte. No pudieron evitar que se quemaran la mitad de los viñedos y los olivos, pero los algarrobos aguantaron y también la pequeña huerta que, detrás de la gran casa blanca, se había convertido en el alma de aquel hogar. Estaban en nuestra casa prostas en Pyrgos, viendo los acantilados de enfrente arder y las llamas caer y crepitar en el mar, pero ya a salvo.

Cuando llamé a Carmen a las dos de la madrugada pasadas, era otra persona. Aunque la conversación estuviera condicionada por mi cansancio, su embriaguez, y los petardos y la música de fondo. Cuando a las doce de la mañana del día siguiente abrí la puerta de casa y la encontré sonriente y con cara de resaca, fui, además de otra persona, un poco más feliz. El avión salía el día siguiente, desde el aeropuerto de El Altet, hasta Atenas, escala en Milán. Una retorcida paliza de viaje, pero imposible de encontrar otra cosa con tan poco tiempo ni dinero disponible.

Se colgó de mi cuello y me abrazó. Estaba más calmada, optimista, segura de mi gente; pero rompí a llorar de todas maneras, cuando cerramos la puerta, lloraba, cuando nos sentamos en el sofá, yo lloraba, cuando me besó las mejillas y los labios, también seguía llorando. Sin salir una sola palabra de mi boca y escuchando todo el torrente de consuelo de la suya, estuve llorando como media hora sin parar. Supongo que hasta que se me secaron las pocas reservas de las lágrimas que dejé después del primer día de noticias de incendios en Grecia. Esa noche había que acostarse temprano, así que en lugar de salir a cenar, optamos por dejar la tarde para preparar las maletas y salir mejor a comer fuera. Antes de dejar que Carmen se fuera a rentarse y cambiarse, le conté que ya había hablado con mi familia y todo estaba bien, dentro de la tragedia.

  • Ayer me quedé con ganas de ir a la sidrería por la noche - le comenté mientras salíamos del portal de la finca.

  • ¿A El Molinón?

  • Sí.

  • ¿Y eso? Haber ido.

  • Ya era tarde - revisé el dinero que tenía suelto en la cartera, con eso tendría que pasar el día, el resto de la cuenta quedaba para el viaje a mi país-, no pudieron servirme y tuve que cenar cualquier cosa del Obrador.

  • Pues vamos ahora - me sonrió saltarina mientras caminábamos encarando a Ruzafa.

  • Es justo lo que quería cuando empecé esta conversación.

  • Lo sé, Caulous. Te conozco mejor de lo que crees.

Y sin cortarse un pelo, me besó mientras el semáforo se ponía verde para los peatones.

Cayó una botella más de sidra asturiana de la que solía caer en nuestras visitas a aquel local, uno de los pocos lugares que quedaban, en una Valencia demasiado snob y eventual, en los que pudieras cenar en dos platos arrimado de pie a una barra y sin que te sangraran a la hora de pagar.

  • De todas formas, ese "snobismo", que a mí, Sofía, tampoco me gusta, tiene su lado bueno. Fíjate en como han proliferado las arrocerías por todos lados, y hace unos pocos años, como no fueras a algún pueblo de la Safor, o la Ribera Baja o por Alicante... no había donde comerte un buen plato.

  • ¿En serio?

  • Pues sí. Y como sé que te gusta mucho, te prometo que cuando volvamos de Grecia te invitaré a comerte un buen all i pebre en l'Estany de Cullera...

  • ¿All i pebre? - le corté-, ¿qué demonios es eso?

  • Bueno... - le sonrió a la bebida de manzana escanciada que le quedaba en aquel vaso ancho-, mira... ese plato suele despertar prejuicios... así que, mejor, antes te lo comes, y luego te explico lo que es.

  • De acuerdo - me acabé mi bebida y pedí la cuenta-, total, yo me fío de ti. Tampoco creo que vayas a envenenarme.

  • Eso nunca, preciosa. Y además, con mi primer sueldo, te llevaré a comer a un restaurante-arrocería... Las Bairetas, creo que se llama, que un amigo de Manolo ha abierto hace poco. Por lo que me han contado, te chuparás los dedos.

  • ¿Las Bairetas? Curioso nombre.

  • Sí, creo que es así como se llama la partida de terreno donde tiene su familia los cultivos, y algo así como una casona de campo muy antigua que han ido heredando...

  • Desde luego, hay que ver como sois los españoles con vuestras tierras, y vuestras herencias y las raíces y todo eso...

  • No tan diferentes a vosotros los griegos, de eso estoy segura.

  • Es posible - ya salíamos de la sidrería, y sentí que Carmen se arrimaba a mi cuerpo más de lo normal, incluso más de lo normal en ella, que ya de por sí era muy, muy "apegalosa", como ella misma solía decir.

  • Ya me contarás algo sobre la finca de tu familia, y la casa que habéis rehabilitado y todo eso... Mientras ve pidiendo un taxi.

  • Sí claro, te cuento todo lo que... espera - algo no cuadraba- ¿un taxi? Pero tú no eras la que quería caminar siempre?

  • Sofía... voy demasiado ciega como para aguantar andando hasta el piso. Y además, me muero de ansias por llegar cuanto antes a tu casa... o a la mía.

  • ¿Por? - tampoco sé por qué pregunté, su mirada de lascivia lo decía todo.

  • Porque te has puesto falda, nunca te había visto con ella, y estás para comerte. Más te vale que te guardes las historias de tu familia para el viaje en avión de mañana, porque yo, ahora mismo, solo tengo atención para las que me cuente aquello que tienes debajo de tu falda.

Buena declaración de intenciones... buena la reacción que yo tuve; un escalofrío por cada una de mis vértebras, que acabó con una incipiente humedad llamando a la puerta de mis muslos. Menos de diez minutos después, lo que le costó al taxista llevarnos a nuestra calle, entrábamos ya enredadas y sudando en mi casa.

Con una fuerza inesperada, y sin dejar de besarme, cuando quise darme cuenta, Carmen me había levantado al banco de la cocina y empotrado contra las puertas de los armarios y me desabrochaba la camisa azul, lamiéndome el cuello. Sin dejarme apenas reaccionar ni respirar, me obligó a doblar la rodilla derecha, consiguiendo así que abriera algo más las piernas. Era algo imprevisible, descontrolado y desquiciadamente excitante. No podía tan siquiera hablar, cuando no ocupaba mi boca en dejar que Carmen la mordiera, era en gemir como una descosida. Sin quitarme el sujetador, con una autoridad que nunca hubiera imaginado en ella y que conseguía que me encendiera más todavía, consiguió sacar uno de mis pechos del aro y lo chupó con furia, usando sus dedos para acariciarme el cuello, los de una mano, y los de la otra, para jugar con los labios de mi vagina, ya totalmente empapada. Acabé tirando las aceiteras, que rodaron por el banco de la cocina dejando un rastro amarillo y negro tras de sí. Aquel grado de excitación me llevó a un orgasmo, a un temblor, como nunca había tenido. Nunca nadie había llevado totalmente la iniciativa sin dejarme apenas actuar, mucho menos sin mi "permiso". Carmen me acababa de descubrir una nueva faceta, suya y mía. Pero no era justo que ella se quedara sin nada. Así que de ahí pasamos a la ducha y a la cama. Lo que pasara esa tarde, antes de hacer las maletas... quedará entre esas cuatro paredes.


Ahí, debajo del avión se perfilaba, medio escondida por aquellas terribles columnas de humo que salían desde todos los puntos cardinales. Allí estaba, milenaria, espléndida, ocre, vital, y decadente, calurosa, cultivada, verde, corrupta, casera, rebosante y calcinada. Grecia, Helénica, mi casa. Tan parecida y tan diferente de donde yo volvía.

Apreté la mano de Carmen, que se había negado a abrir los ojos durante todo el viaje desde Milán, y le señalé emocionada la ventanilla para que se asomara; aún completamente quemada, seguía siendo una península y unas islas hermosas. Al menos para los que la mirábamos con los ojos que ven el hogar y lo propio.


Aterrizamos en una pista llena de ceniza, azotada por el viento y por el humo. Aquello era infernal, inconcebible. Hacía casi cuarenta y ocho horas que los incendios más cercanos a Atenas habían sido extinguidos, y sin embargo, la magnitud del desastre era tal, que aún no conseguían deshacerse de los restos de la tragedia, agrandados además por el viento, que traía la huella de incendios algo más lejanos.

Nos habían obligado a bajar con gafas de sol y una mascarilla como las que se ponen los cirujanos y enfermeros en un quirófano. A través de todos esos obstáculos conseguí ver la expresión de Sofía, como disculpándose por el recibimiento que nos brindaba su tierra. Ella no tenía culpa de nada, ni ella, ni su tierra, ni su familia. Y nadie me había obligado a acompañarle en esas circunstancias, y así se lo hice saber, apretándole una mano y con la que me quedaba libre, acariciándole el brazo hasta sujetar su hombro.

Tuvimos suerte y nuestro equipaje ni se perdió, ni tardó mucho en salir. Cargamos su maleta y su mochila rojas y mi equipaje verde (sí, llevaba el doble que ella... ¿qué se esperaba si no?) y nos dirigimos a la salida.

No habíamos dado ni tres pasos en esa sala, cuando Sofía soltó de golpe su carrito de equipaje y se dirigió corriendo a un grupo de gente. Sus brazos consiguieron abrazar a dos o tres personas a la vez de las cinco que le estaban esperando. Me quedé por un momento parada y apartada; estaba lejos de mi tierra, de mi gente, por mucho que fuera junto a la persona a la que quería, aquel no era mi corral, y eso cualquier gallo lo nota. Pero parece que la griega pronto se dio cuenta, y con lágrimas en los ojos (nunca creí que vería llorar tanto a alguien que aparentaba tanta fuerza), se acercó y me presentó uno a uno. Tantos besos, apretones de manos y abrazos en idioma extraño me desorientaron, y sé que me sentí bienvenida, pero que en un par de días no me preguntara cómo se llamaba cada uno, porque no lo recordaría ni a la de tres.

Pronto reconocí a la madre de Sofía; a pesar de que tenía el pelo bastante más claro y los ojos curiosamente verdes como los míos, los rasgos y la estatura eran exactamente iguales a los de mi chica griega. La mujer me dio un abrazo casi maternal que por unos momentos me hizo sentirme como en mi propia familia, "sabe lo nuestro", me susurró Sofía. Su hermano, exactamente igual a ella, pero con la piel mucho más morena y ajada, fue cordial pero bastante más distante. Se llamaba Aberroes, un nombre nada griego pero sí muy clásico, el de aquél filósofo musulmán y cordobés, el que llevaba este chico, cuatro años mayor que su hermana, y que venía con ojos cansados y barba de unos cuantos días. Su mujer, la cuñada de Sofía, fue prácticamente igual de cariñosa que la madre, y el sobrino de Sofía, un niño de cinco años que se negaba a soltar la mano de su tía y que era una extraña y divertida mezcla de la cuñada de Sofía y de la madre de la misma, me dio un tímido beso en la mejilla y me balbuceó un "bienvenida" en un tierno intento de español que hizo que todos rompiéramos en grititos y aplausos. El niño, que se llamaba Febo, como el dios del Sol y como su abuelo paterno, se escondió tras las piernas de Sofía. La cuñada se llamaba Estefanía, y resultó ser tremendamente agradable conmigo durante el trayecto hasta Pyrgo, la ciudad en cuyo término tenían su finca. El coche, un Ford Maverick algo viejo y totalmente ahumado de estos días, lo conducía la madre de Sofía, Verónica, mientras que Aberroes le explicaba a Sofía cómo se habían producido los incendios, a qué partes importantes para ellos habían afectado. Y de tanto en tanto Sofía miraba por la ventana como ausente, con Febo en sus brazos dormido. Ahí fue donde Estefanía, una treinteañera mujer de pelo corto, castaño y rizado, nariz aguileña y sonrisa acogedora, se dedicó a no hacerme sentir una extraña. Sobre Sofía, en ese momento, yo no podía, ni quería, reclamar ahora sus atenciones; estaba en su tierra, después de mucho tiempo, en el coche de su madre, con su gente. Su gente que había salido viva de milagro de esos fastuosos fuegos, que estaban agotados y entristecidos a pesar de tenerla de nuevo entre ellos, y que, como nos contarían dos noches más tarde, tuvieron que contenerse para no lanzarse al mar, desesperados, cuando vieron parte de sus tierras convertidas pasto de unas llamas de dos metros de altura que no podían parar.


Sé que a Carmen le gustó Pyrgos, ella era transparente y no disimuló su impresión. A pesar de que los alrededores estaban convertidos en troncos caídos y piedras ennegrecidas, había de nuevo un soplo de vida en aquella ciudad y en el conjunto de casas que constituían una pequeña pedanía en las afueras. Sin tiempo para lamentaciones ni quejas, los habitantes de mi tierra se habían puesto manos a la obra, y mientras los burócratas y funcionarios se dedicaban al tedioso trabajo del papeleo, las reclamaciones, los seguros, las partidas de defunción y de nacimiento, la demanda de subvenciones..., los otros trabajaban con sus manos. Las casas estaba ya a mitad de encalar, las que ya habían sido limpiadas por dentro, las que no, estaban todavía con las puertas y las ventanas de madera azul, verdes o amarillas, abiertas, y los trastos en la calle, con sus dueños intentando reorganizarlos. Era la perseverancia de aquellos que llevan en los genes siglos y siglos de trabajo bajo un sol implacable y un aire húmedo, para sacar algo de una tierra pedregosa pero agradecida, de un mar rebosante, que habían convertido a Pyrgos en una de las mejores muestras de esa arquitectura popular, deslumbrante y curva de la península de Grecia. Me emocionó y Carmen me confirmó que también le impresionó aquella colectiva muestra de entereza.

Del final de la calle se oyó un bastón y una voz femenina repicar, y no pude evitar volver a soltar a Carmen y salir de nuevo corriendo por aquellos adoquines: eran mis tíos, los hermanos, soltero él, viuda ella, de mi fallecido padre.

  • Hermes Mario y Gilda - se los presenté efusivamente a mi pareja. Carmen me miró divertida con lo de Gilda. Le expliqué en español-, en realidad se llama Eugenika Helena, pero... desde que vio aquella película de Rita Hayworth, se cambió de manera no oficial el nombre. Y créeme - puse mi mano sobre el hombro de "Gilda"-, en sus tiempos mozos... era incluso más guapa que aquella actriz.

Después de los saludos de rigor y alguna explicación (no con todos los detalles, que tampoco era plan de llegar arrasando) volvimos a montarnos en el Maverick y, ya con la tarde cerrada en noche (a boquiquia noche, que dirían en la tierra de Carmen), llegamos frente a una puerta vallada de metal, sobre la que se notaba el paso del fuego. Rodeaba los terrenos un muro de casi dos metros, a trozos aún blanqueado, aquí derrumbado, acullá ahumado y desconchado por el calor del incendio. Ví que Aberroes dirigía una fuertes palabras en griego a un grupo de seis hombres que parecían estar trabajando en reparar daños en ese muro y en una pequeña valla metálica cercana. Les había dicho que por hoy bastaba. Aquellos se despidieron con la mano y silenciosos se montaron en una furgoneta que desapareció por un camino de tierra.

  • Inmigrantes, hermana. Un turco, un chipriota, un marroquí, dos rumanos y un polaco.

  • Curiosa mezcla en el grupo - respondí yo.

  • Sí, pero trabajan bien. Son correctos y rápidos.

  • Trabajan a sueldo para Emanilokes, el constructor que vive ahí abajo - me aclaró mi madre-, desde hace medio año. También nos han ayudado con labores del campo, es verdad que son muy efectivos.

Pasamos con el Maverick por los terrenos que atravesaba el camino. Incluso ya entrada la noche, aquello era prácticamente desolador. Los cultivos de almendras y el corral de los animales habían desaparecido casi por completo. A la izquierda, los olivos, más ornamentales que otra cosa del camino de entrada, estaban calcinados. Miraba casi despavorida la escena, y notaba el apoyo de Carmen apretándome con sus dos manos.

  • Los cultivos menos alejados de la casa quedaron menos afectados - me contó Verónica, mi madre-, pero aún así tenemos que contar con que hemos perdido prácticamente la mitad de todos los árboles; almendros, olivos, algarrobos, albaricoqueros... todo. Curiosamente, la casa fue posible salvarla. No fácil, pero sí posible.

  • ¿Y las higueras que plantó papá? - pregunté con el alma en un puño.

  • Vivas y enteras - me sonrió mi madre por el retrovisor.

  • Igual que la encina y el limonero que plantaste antes de irte, tía - contaba Febo, orgulloso de darme él esa exclusiva. Le sonreí y le revolví el pelo rizado.

  • La huerta también la hemos salvado - suspiró Aberroes.

  • La huerta hermanito, eso que plantamos a regañadientes tuyos. Ya verás, saldrá adelante, y será nuestro nuevo eje. - me di cuenta de lo que acababa de decir, como si volviera aquí para siempre, o para un tiempo largo. Pero yo no venía sola. Miré a Carmen, observé su reacción, se limitó a sonreír y apretarme la mano.


Llegamos por fin a la casa en sí. Era preciosa, y tenían razón, excepto algunas huellas del desastre, la construcción estaba totalmente salvada. Era una hermosa casa de dos plantas, con un pequeño porche en la entrada y otro algo más grande en la parte de atrás.

Un camino de palmeras y piedras grandes llevaba hasta ese mismo porche, y una fila de rosales a un lado, y otra de plantas aromáticas al otro flanqueaban un jardín hecho de cantos rodados, en el que había también plantado un pino y una joven encina, que supuse que era la que Febo había comentado que Sofía plantó antes de irse.

Dejamos las maletas en la entrada, y pasamos directamente al patio trasero; una pequeña y sencilla fuente en medio, ahora parada, a la que se llegaba por un caminito flanqueado de lavanda y tomillo. El jardín estaba rodeado por una valla hecha a medias entre cipreses y adelfa, una higuera y un limonero dominaban la parte izquierda del jardín, y una vallita de madera daba paso a una pequeña y cuidada huerta; berenjenas, tomates, patatas, calabacines y alguna lechuga. A la izquierda del jardín, una hamaca atada entre dos pinos, y una piscina con varias macetas con geranios y margaritas.

Las flores abundaban por toda la casa; ciclamen, manzanilla, geranios, madreselvas y algo de jazmín, algún helecho y un par bonsáis acababan de llenarlo todo. Si atravesabas esa valla de adelfas y caminabas unos cinco minutos por campo abierto, ibas a parar a un pequeño acantilado de unos diez metros, en el que rompía dócil el Mediterráneo. Fue ahí mismo donde Sofía me abrazó por detrás, como hacía mucho, y me dio unos cuantos besos cariñosos por el cuello que pronto me erizaron cada pelillo de mi cuerpo. No hablamos ni dijimos nada, ella estaba feliz de estar allí y yo estaba encantada y cada minuto que pasaba, más a gusto.

  • ¿Estás bien? - me preguntó.

  • En la gloria ahora mismo. ¿Y tú?

  • Yo también - suspiró Sofía en mi oreja.

  • Pero... cómo les has visto, cómo has visto el lugar, los ánimos, cómo te ha afectado...

  • Podría haber sido peor. Eso lo sé - volvió a suspirar, pero era un suspiro diferente -, así que estoy afectada, pero no tanto como pensaba. A ellos los veo enteros y con capacidad de reacción. En realidad, ahora mismo solamente pienso en ponerme manos a la obra para llevar esto adelante.

  • Me alegra mucho oír eso.

  • Sin embargo...

  • ¿Sí? - notaba como miedo o duda en su voz -, dime cielo.

  • Eso también te afecta a ti... si me quedo...

Me di cuenta de qué quería decirme Sofía. Por un momento fui la que suspiré y me mordí el labio, se hizo un silencio que ella pareció comprender que necesitaba para pensar y sopesarlo todo. La respuesta no tardó en llegar a mi cabeza y la trasladé a mi boca y mi voz.

  • Bueno, he terminado la carrera, allí no tengo trabajo, Manolo se marcha este otoño a Italia a hacer un curso muy largo, Bea ha marchado a trabajar a Badajoz por un tiempo, el piso ya no es mío, desde que acabó el curso, y mis padres... viven sanísimos y a gustísimo en el chalet que se han autoconstruido a las afueras de Bolbaite...

  • Entonces, ¿quieres decir...?

  • Quiero decir que te quiero, que estoy en un punto de inflexión de mi vida, aquí, contigo, que me gusta como huele este mar y esta tierra, que me gusta la idea de ayudaros con mis manos, que me ha impresionado este lugar y lo que desprende, y que tu madre me ha hecho sentirme, con un simple abrazo, una más entre vosotros.

  • Así que...

  • Así que, por mi, quedémonos el tiempo que haga falta en Pyrgos, Sofía.

Esto se lo dije girada hacia ella y mirándola. Con el reflejo del sol que se apagaba en el mar pude ver su mueca de felicidad. Simplemente nos abrazamos como para cerrar aquel nuevo y gran compromiso, y acudimos a la cena que su familia había montado en el porche trasero de la casa. Era todavía temprano, apenas las nueve de la noche, pero estaban todos hambrientos y deseosos de celebrar algo nuevo. El fin de los incendios y la vuelta de Sofía eran esas buenas nuevas que festejar. Música griega, que tanto siempre me había recordado a la folclórica balear, valenciana, catalana y aragonesa, unos kebabs caseros y unas ensaladas con queso y yogurt en un patio alumbrado desde los faroles de obra que, pintados de azul, sobresalían, seis, en las paredes blancas de la casa. Y de la cocina no dejaban de salir más platos y más jarras de bebida. Hora y media después yo iba a reventar de comida griega, y Sofía decidió rescatarme hasta el fresco de aquel acantilado y darme una sorpresa. En un macuto que se echó a la espalada, bajo el cielo gris de humo que poco a poco iba dejando paso, gracias al aire marino, a las estrellas tímidas de aquella noche en la que comenzaba mi vida griega. En un momento dado, Sofía me hizo parar y con suavidad, susurrándome un "confía en mi" que derretiría al más escéptico, me tapó los ojos con un suave pañuelo rojo. Oí que extendía algo, y pronto reconocí que era la famosa manta familiar, y que dejaba el quinqué y la linterna en el suelo, haciéndome tumbarme sobre aquella manta y poniéndome una copa de un vino dulzón y frío que pronto me embriagó y refrescó.

Sin previo aviso, sentí la humedad de la lengua de Sofía en mi boca, que se abrió para dejar entrar en ella, sin quedarse mucho tiempo, era otro su trayecto previsto. Averigüé que esta vez era yo quien tenía que dejarse hacer, y gimoteé un poco cuando pasó a chuparme el lóbulo de la oreja izquierda y todo mi cuello, me lamió todo el escote y me besó los pechos por arriba de la camiseta.

Tanto cúmulo de experiencias y deseos me tenían al borde del colapso, reaccionaba al más mínimo estímulo, y efectivamente, pronto dejé que Sofía me bajara los vaqueros y las braguitas y me acariciara los muslos, los labios, el clítoris, sin dejar de lamerme las orejas y de susurrar palabras en griego que no entendía, y que maldita la importancia que les daba, porque sonaban como la tentación hecha idioma. Un cambio rápido de movimiento y ya tenía a Sofía comiéndome entera, me lamió los muslos mientras acarició los labios de la vagina y su interior, y cuando me sintió lubricada, lo que no tardó mucho, la verdad, entró con su lengua hasta dentro. Me penetró ligeramente con ella provocándome una sacudida, y pronto capturó el clítoris entre sus labios y lo chupó y absorbió suavemente, consiguiendo que mis pezones se erizaran del todo, que tuviera que morderme una mano para no chillar de puro placer y de puro amor. Sé, porque lo recuerdo bien, que también lo mordisqueó, fueron mordisquitos suaves, rápidos y calientes, que me llevaron hasta un clímax que desconocía, y que culminó con un par de besos profundos en esa misma zona, llevándome directamente a un orgasmo completo, total, agitador y terrible con el que casi sentí como mi cuerpo se hundía en aquella tierra y mi alma se elevaba, mientras que todo lo demás que quedara de mi, pasaba a ser de Sofía.

Me quité la venda y le abracé agradecida por aquel breve pero intenso regalo. El cielo ahora sí se había abierto del todo, y una luna casi llena alumbraba nuestras figuras abrazadas, con la finca de Sofía, "Hades", dios de la riqueza, iluminada y de juerga. Fue la confirmación de que había tomado una buena decisión apenas unas horas antes, y me hundí de nuevo, con toda la complicidad que me dejaba, en aquellos enloquecedores ojos azules, que me sonreían y miraban sin pestañear.

  • ¡Sofía, Sofía! ¡Ven!

La ruptura del momento fue brusca, desde luego, y corriendo me subí la braga y los pantalones y me los mal abroché. Aberroes venía corriendo por el camino desde la casa.

  • ¡Sofía, corre, ven! ¡Vamos!

  • ¿Pero qué pasa? ¿Es el fuego? - en ese intervalo de tiempo, la griega ya había apagado el quinqué, doblado la manta y escondido el pañuelo en el macuto.

  • No - dijo Aberroes - perdonad que os interrumpa. No pasa nada grave en la finca, pero tienes que venir a ver lo que sale en la tele.

  • Aberroes, y para eso... - pero su hermano se limitó a tirarnos a las dos de los brazos para que le siguiéramos corriendo.

  • Es tremendamente grave e importante. Tienes que verlo, Sofía.

Corrimos hasta Hades, y por la parte trasera accedimos a la cocina, que estaba patas arriba con los preparativos de la cena, y en la que Verónica, Febo, Eugenia y también Hermes Mario estaban agrupados en torno a la tele. Al oírnos llegar, la madre de Sofía se giró, le tomó de la mano con cara preocupada y le acercó hacia el aparato. Estaban dando las noticias, noticias de última hora. Algo sobre los incendios. Pero en griego poco entendía.


La urgencia en la voz de mi hermano y la expresión de mi madre cuando me hizo acercarme a la tele, hicieron que me temiera lo que... lo que en realidad pasaba. Eugenia subió más el volumen de la tele. En la pantalla, algunas imágenes de archivos de los incendios de estos días, y de repente, una imagen cazada, la del jefe de gobernación y urbanismo de la región de Pyrgos, subiendo a un coche, tres días antes, junto a una escultural mujer madura... Agriel. Paralizada, escuché con atención la noticia: Nikelnon Papados, jefe de gobernación y urbanismo de nuestra región, estaba bajo seria sospecha por prevaricación, tráfico de influencias, malversación de fondos, escuchas ilegales y atentado contra el territorio y la salud pública. Además, había pagado la fianza de la dichosa Agriel, y la había puesto al frente de una poderosa empresa inmobiliaria creada solo, qué casualidad, dos semanas antes de que comenzaran los incendios.

Las piezas encajaban, y la vida daba un nuevo golpe para girarse sobre sí misma. Me acerqué a Carmen, que miraba asustada a la pantalla, en la que lo único que reconocía era el rostro de aquella perra mafiosa y asesina, y le abracé.

Estaba claro que, además de recuperar y levantar "Hades" de nuevo, este regreso a Grecia tendría otros cometidos. Así era el destino y así lo habíamos elegido.

FIN.