A la luna de valencia vi

Sofia y carmen reinician su amistad. mientras tanto sofia se ve arrinconada por agriel.

A LA LUNA DE VALENCIA

Escrito por: Atramentum et pergamen

*"Por si el viento me arrastra/ a playas desiertas/ hoy cierro ya el libro/ de las horas muertas./ Hago pájaros de barro/ hago pájaros de barro/ y los echo a volar" (manolo garcía)

Aunque en ello se me fuera la libertad.

Aunque en ello se me fuera la vida.

Así lo había decidido, y así tenía que ser.

Mis búsquedas por internet habían sido mucho más fructíferas de lo esperado, y enseguida, tras unos pocos pirateos y unas cuantas infiltraciones ilegales, conseguí dar con lo que estaba buscando. Y nunca pensé que entrar a archivos policiales supuestamente confidenciales y clasificados fuera algo tan sencillo.

Se llamaba Jesús Heras, era serio y regio. La cuarentena ya cumplida, vestía unos pantalones grises con raya al medio perfecta, camisa blanca almidonada y corbata azul impoluto, pronto me dí cuenta de que vestir tan perfecto, era uno de los pocos actos de dignidad que parecían quedarle. Entradas ya prominentes en un pelo que, sin embargo, no mostraba ni una sóla cana que fuera acorde con las incipientes arrugas que ya surcaban su rostro.

Jesús Heras había sido, no mucho tiempo atrás, el jefe del cuerpo anti-corrupción de la policía nacional. Acusado por serias sospechas de ser eso precisamente, un corrupto, fue suspendido de servicio por un tiempo, hasta acabar recalando como funcionario veterano en la jefatura de tráfico. De eso hacía ya tres años, pero a simple vista una se daba cuenta que aún conservaba tanto el instinto como la vocación. Y eso era justo lo que yo necesitaba, veníamos a ser casi iguales, le comprendía bien, y sabría por donde entrarle para conseguir lo que quería.

Así que le conté mi situación, de principio a fin, desde mi pasado en Grecia hasta el plan de Agriel.

El trato era bien sencillo, yo le daba el chivatazo para que detuvieran a los traficantes y mantenía mi pellejo a salvo junto a mis huesos, y nadie se enteraba de lo que yo había sido, y así de paso también me evitaba acabar dando con mi trasero en la cárcel de Picassent. Y él, por su lado, aprovechaba la oportunidad que yo le estaba brindando de detener una importante operación de trata ilegal de inmigrantes, para ganarse puntos en su intención de recuperar su antiguo puesto y prestigio.

Se reclinó en la silla giratoria marrón, en cuyo respaldo descansaba su chaqueta de negro cuero, que no se quitaría, o no dejaría de ponerse, durante los días siguientes y el devenir de sucesos, como si fuera su amuleto, como si le protegiese.

Me estudió en silencio, tecleó algo en su ordenador y miró detenidamente la pantalla, sin lugar a dudas, había entrado a algún archivo donde averiguar si yo realmente había sido lo que aseguraba en mi historia.

Volvió a observarme mientras se rascaba solemne la incipiente barba, supongo que sopesando la situación.

Al final accedió, con unas pocas condiciones, y me tendió la mano en un apretón que emanaba camadería y comprensión.

Al fin y al cabo, a todos nos pesa y nos carga el pasado, pero a unos mucho más que a otros.

Salí de la pequeña comisaria, convencida y satisfecha con lo que había hecho, y con mi cabeza pensando un pequeño plan de acción, donde yo intervendría por mi cuenta, en parte para facilitarle la labor a Heras, pero también para que mi venganza y mi golpe a Agriel fueran aún mayores.

Miré hacia un lado y hacia otro, con tranquilidad y disimulo a todos los rincones, esperando que nadie me hubiera seguido, y que mis antiguos instintos y afinados sentidos no se hubieran entumecido y siguieran funcionando como antaño.

Segura ya de que nadie me había seguido, encaminé mis pasos hacia la alegre y recogida zumería donde había quedado con Antonio, que recien venido de una escapada a Córcega con su nuevo ligue, tendría muchas cosas que contarme, y también que preguntarme. Y yo tenía un pequeño trabajo que proponerle, segura de que él lo aceptaría, sólo esperaba que a él si que no se le fueran ni la libertad ni la vida en él.

  • "No hay en el mundo/ no/ nadie más dura que yo" (Mónica Naranjo)

  • ¡¿Qué?! - pregunté a grito pelao, casi levantándome de la silla de mimbre que ocupaba al fondo de la zumería-, ¿Qué tú le contaste? ¿Pero cómo has podido Antonio? ¿Cómo..? ¿Por qué? - golpeé la mesa una y otra vez , al ritmo de mis palabras-, ¿por qué le contaste todo eso a Carmen? - en los últimos golpes de las últimas palabras casi derramé mi zumo de plátano y el suyo de melocotón. No podía creer ni entender, como y por que motivo Antonio le había contado todo de mi pasado a mi rubia vecina.

Antonio abrió los ojos hasta que casi se le salieron de las órbitas, y me pidió con los ojos que me calmara.

  • Sofía, por favor, que nos está mirando media zumería.

  • Me da igual - le contesté con el tono más bajo, pero no más calmado-, es que no sé como has sido capaz de contarle todo, y a mis espaldas. ¿Cuándo pensabas decírmelo? Si no te hubiese contado yo la historia de lo que pasó ese mismo sábado, ¿no me habrías dicho nada?

  • Sí... no sé... bueno, yooo...- bajó la mirada como niño avergonzado y delineó el borde de la mesa con el dedo, evitando mi mirada-, la verdad es que yo pensé que haría bien... quiero decir... joder Sofía, realmente, ¿tú se lo habrías dicho por voluntad propia?

  • Nooo - reconocí-, sabes que al final de la corrida, no.

  • Pues ya está, la chica estaba en pleno derecho de saberlo.

  • Sí, pero de mi boca y mi palabra.

  • Por esa vía no lo habría sabido en la vida. Además - se encogió de hombros-, no pareció afectarle mucho. Osti, se acostó contigo.

  • Antonio - le miré atravesándole-, estaba borracha. Estábamos borrachas. Muy, muy borrachas. Demasiao. Sí. Coma etílico casi. De todas formas, no tengo ninguna gana de seguir hablando de ese tema, me preocupa mucho más el otro asunto; Antonio... ¿estás seguro de poder ayudarme?

  • ¡Ay! - agitó sus manos en el aire, como quitándole el polvo de la importancia a aquello de lo que hablábamos-. Pues claro que sí, mujer. No es tan difícil lo que me pides, he hecho trabajos mucho más complicaos.

  • No es la complicación lo que me preocupa, sé que eres bueno, tal vez el mejor - la preocupación empujó mi mano a tomar la suya con fuerza-, es que puedas recaer, o peor aún, que vuelvan a cogerte.

  • Que nooo... - suavizó la voz para tranquilizarme-, mira, Sofía, yo paso la vida recayendo, y lo sabes, te lo dije una vez. Me contengo, pero va dentro de mí, y de vez en cuando tiene que salir, o reventaría de mala manera. Y tranquila, que no me van a coger, por favor, Caulous, me ofendes, recuerda que estás hablando con quien una vez fue el mejor, y que lo seguiría siendo - levantó el mentón simulando orgullo-, si no fuera porque está "retirado".

Reí en mi propio pecho.

  • Vale, "Don Guante Blanco", ha quedao claro, ¿quieres que repasemos el plan?

  • ¿Pá qúe? Está todo anotado y guardado en la mejor agenda que tengo - se tocó con dos dedos el cogote-, además, se me hace tarde, debo irme.

Tanta prisa por marchar y tanto brillo en sus ojos, ya me imaginaba a donde iba.

  • ¿Has quedao con Lourdes, verdad?

  • Sí - dijo simplemente, poniéndose la cazadora raída.

  • Te estás pillando, te están enganchando, vas a acabar por caer con esta, ¿a que lo sabes?

  • Sí, sí, sí... ya...- me respondió a mis espaldas-, bueno, ¿a que invitas tú hoy, eh?

  • Claro, claro - no me volví y agité la mano-, no te preocupes Casanova, tu marcha a reencontrarte con tu bella doncella.

  • A ello marcho, cuídate Sofía. Nos vemos el sábado.

Su cuadrada y alta figura desapareció por las escaleras que llevaban a la salida.

  • Que cara más dura.. - susurré para mí misma, tras acabarme el zumo y preparar los 4 euros a pagar en la barra.

La chaqueta de punto blanco no acababa de tapar la fría humedad que tres días de intensa lluvia habían dejado en el ambiente, añadida a la que ya de habitual flotaba en el aire de Valencia.

Pero al leve escalofrío que sentí en el cuerpo nada más salir a la calle, se añadió otro bien distinto, en cuanto giré la esquina y comencé a caminar calle La Paz abajo.

Alguien me estaba siguiendo.

Mis instintos no me fallaban, después de todo.

Pronto comencé a distinguir, entre las pisadas del resto de viandantes, los pasos de mi perseguidor, decidido pero cauteloso. Aceleré el paso y pude sentir como el también lo hacía. Pude sentir su aliento en mi nuca, a pesar de que andaba a varios metros detrás de mí. Caliente (que no cálido), olía a tabaco, fumador, no eran cigarrillos, eran puros, así que era hombre, llegué al final de la calle y pude alargar un poco más mis pasos hacia los jardines del Antiguo Cauce. No eran puros, fumaba caliqueños, cigarros artesanales, retorcidos e ilegales, así que mi perseguidor debía rondar los 40 años, y ser de la tierra, valenciano, algún "sicario" contratado por Agriel, ninguno de sus socios.

Aceleré el paso, la noche comenzaba a caer sobre las tierras de Levante, sabía que la zona de Campanar, adonde yo me dirigía de cabeza, ya era muy peligrosa a esas horas, y anduve más rápido aún, para comprobar así la tenacidad y la forma física de aquel que me seguía, si de verdad era mayor y fumaba, ya veríamos si podía aguantar mi ritmo mucho rato.

Y sí que podía, vaya si podía, bueno, tal vez fumaba caliqueños, pero no era tan cuarentón como yo pensaba.

La sorpresa llegó cuando, al girar una esquina, pude distinguir desde el retrovisor de un coche mal aparcado, al tipo que me estaba siguiendo.

Diego. El más joven de los colaboradores de Agriel. Mitad griego, mitad español, tal vez el más tenaz de los cinco. Supongo que se percataría de mi desconcierto cuando, a causa de la sorpresa, casi me estampé contra una farola gris metálica. Y este no iba a dejar de perseguirme así como así, pensé mientras me metía ya de lleno en la zona más peligrosa de Campanar, la noche ya casi cerrada, farolas demasiado distanciadas entre sí soltaban un inútil haz de luz amarillento, un par de mendigos preparaban los cartones para dormir en un banco del parque que se extendía a mi izquierda.

Diego sabía que le estaba poniendo a prueba, y ninguno de los dos reducíamos, ninguno iba a ceder.

Cercana ya al hospital La Fe, tomé resolución de hacer lo que llevaba un par de calles pensando, aún siendo lo más peligroso y descabellado de aquella extraña y larga persecución.

Una vez llegada al extremo de uno de los puentes que cruzaba por encima el parque, aligeré más el paso hasta casi correr, y en cuanto lo crucé, salté ágil la baranda que le hacía de borde, y sin pensarlo corrí terraplén abajo, llenándome los bajos del pantalón de tierra y tropezando con la gravilla suelta, hasta llegar a los jardines del Turia seco.

Pero Diego hizo lo mismo que yo, sin problemas, sin pensárselo dos veces, estaba claro que no me iba a dejar escapar por las buenas.

Los pantalones y las botas llenos de tierra marrón claro, deseché la idea de cambiar el camino pedregoso por el asfalto verde del carril bici, y seguí, asegurándome de no meterme por zonas oscuras y de cruzar rápida las sombras de los puentes, donde carteristas, camellos de poca monta y yanquis con el mono subido solían hacer su agosto, aprovechándose de inconscientes o despistados que a esas horas anduvieran por ahí.

Cercana a la orilla de un lago artificial, sin apenas profundidad, noté unos arbustos moverse. Tardé en girar mi vista hacia ellos lo que tardé en ver el doble cañón de un pequeño revólver a menos de medio metro de mi entrecejo.

El miedo me paralizó por un instante, me olvidé de los siniestros agujeros que amenazaban mi cabeza y enfoqué la imagen que empuñaba el arma. El pelo rubio enmarcando unos rasgos casi hechos a cuchillo, los ojos grandes y castaños emanando malicia, Helena.

Debo confesar que eso era lo último que esperaba, después de lo de Diego. Me cogieron por completa sorpresa.

Diego había parado unos metros a mi izquierda, y se frotaba las manos con una media sonrisa tan siniestra, que creí estar en presencia del diablo.

  • ¿Nunca nadie te dijo lo peligroso que es andar por esta zona cuando la noche cae? - me preguntó sarcástica Helena, sin bajar el revólver de su posición

Un soplo de viento, un remolino de hojas secas que, sin ser caducas, extrañamente habían ido a parar al suelo del parque, fueron los únicos y mudos testigos de lo que estaba pasando, los únicos que vieron como me quedé sin palabras en unos segundos.

La sangre me bombeaba fuerte y rápida, y noté unos fogonazos de calor bajarme del cerebro a las extremidades, tal vez ordenando, sin que yo me diera cuenta ni lo consintiera, que emitieran aquellos movimientos que me salvaron la vida.

Y sin yo saber como, mi pierna derecha cortó rápida el aire, y acabó en una fuerte patada en la mano de Helena que sujetaba el arma. Di media vuelta por el impulso, justo la que necesité para lanzar un codazo a las costillas de la nueva zorrita de Agriel y parar el puño de Diego que decidido se dirigía a mi nariz, cogí su muñeca y le doblé el brazo tras la espalda, le dí un fuerte cabezazo en su cogote y lo lanzé estampao contra el poste de la farola que teníamos delante.

Mientras el medio griego se recuperaba del aturdimiento me giré hacia Helena, que aún buscaba la pistola entre unos zarzales y, tal y como suena, le pateé el culo para que fuera a parar de lleno sobre las pinchosas ramas de la morera a la que estaba tontamente asomada. Tal y como estaba se dio la vuelta y me pegó con la puntera metálica de la bota en el estómago, agaché la cabeza por el dolor, hacía tiempo que no peleaba, y ella me agarró con las dos manos del cuello y me dio un rodillazo en toda la nariz que, sin llegar a romperse, me empezó a sangrar.

Del dolor me levanté de golpe, a tiempo para recibir un puñetazo que casi me dobló la cara, y me tambaleé hasta casi caer desde la orilla adentro del pequeño lago, en ese momento parece que empecé a darme cuenta de que realmente estaba peleando, como hacía años que no peleaba. La cabeza se me tornó fría y calculadora, podía sentir cada poro de mi cuerpo alerta y pasado el mareo de la paliza lo vi todo mucho más claro, con una claridad que no sentía desde que dejé el oficio en Atenas.

Diego se acercó corriendo hacia mí, pero antes de que me hiciera nada conseguí asestarle un fuerte puñetazo en el pómulo izquierdo y de una patada levanté sus piernas del suelo, haciéndolo caer a la piedra marrón que hacía las veces de orilla del estanque.

Viendo como ya estaba alcanzando el revólver, me abalancé, con una velocidad que ni yo recordaba poseer, sobre Helena, le quité el arma de la mano y me puse detrás de ella, sujetándole con un brazo por el cuello, y con el otro, apunté el cañón del revólver encima de su sien, sintiendo como al momento se le iba toda la valentía, y la compostura se le escurría entre la sujeción de mis manos al sentir el frío del acero amenazar la integridad de sus sesos, como minutos antes había amenazado a los míos.

  • Diego... - le oí balbucear, le apretaba fuerte la gola y apenas podía coger aire. Aflojé un poco.

El otro socio de Agriel se levantó del suelo frotándose una rodilla, se le hincharon los ojos de susto cuando vio como tenía cogida a la joven rubia.

  • Diego... por favor, haz algo...

No le dejé acabar de hablar, apreté de nuevo su cuello y advertí al chico:

  • Ni un paso hacia aquí Diego, o los sesos de Helena volarán hasta convertirse en nenúfares de ese lago.

  • Suéltale Sofía - movió hacia abajo las palmas de las manos, pidiendo calma, una calma que yo había perdido ya semanas atrás con aquella llamada de mi peor fantasma-, no vale la pena que le hagas nada, dejemos el asunto así.

  • ¿Dejar el asunto así? Me habéis perseguido, apaleado, apuntado con un arma... ¿queréis que dejemos las cosas así?

  • No te habríamos hecho nada grave, lo sabes - avanzó un metro hacia donde nosotras estábamos, y como advertencia, solté el seguro del arma con la que apuntaba a Helena. El ruido le hizo temblar de terror, y con motivos, es un ruido mecánico, el más aterrador que un ser humano pueda oír, suele anunciar la muerte. Diego cesó en su avance ante esa amenaza.

  • Sofía, eres una pieza clave e importante en esta operación, nadie quiere hacerte daño.

  • Pero vosotros lo habéis hecho.

  • No eres un pez fácil de pescar, y mucho menos de controlar. Agriel nos pidió que te vigiláramos. Hemos visto que te juntabas con tu amigo el entrenador en la zumería, y no nos ha quedado otra que espiarte.

  • ¿Por qué? ¿Es que acaso no puedo seguir relacionándome con mis amigos igual?

  • No sé - se encogió de hombros como si de verdad todo aquello no fuera para nada con él-, a mí la verdad es que me da igual. Pero Agriel y los demás piensan que lo mismo puedes jugársela a sus espaldas, y fastidiar la operación.

  • ¿Cómo que a ti te da igual? - a ver, eso sí que tampoco lo acababa de entender- tú formas parte de esa banda, tú estás en el plan, deberá importarte, ¿no? ¿O es que acaso tú no pintas nada ahí?

  • Poca cosa, soy el segurata de... , ya sabes, su guardaespaldas. Nada más. Me encarga que haga tal cosa, y yo, pues tal cosa que hago.

  • Aahhh - vaya, y yo creyendo que el chico era pieza clave en todo esto, al igual que los otros cuatro. Pues ahora era un punto a tener en cuenta, pero de otra manera-, bueno, pero de todas maneras podrás mandarle un recado de mi parte.

  • Yo no soy el recadero de nadie - me contestó indignado.

  • ¿Ah no? Entonces, ¿qué haces persiguiéndome toda la puta tarde por la ciudad? Será porque ellos te dieron recado de que lo hicieras ¿no?

Abrió la boca para protestar o decir algo, pero enseguida la cerró, apretada, y dejó caer los hombros.

  • Está bien - me contestó al final-, qué es lo que quieres que les diga.

  • Simple - contesté con mi voz más grave-, que no tienen porque vigilarme ni controlarme. Diles que ya me tienen bastante bien atada y jodida como para ir pensando que les voy a traicionar, teniendo en cuenta lo que en ello pondría en juego. Que hagan el favor de no tocarme más las narices de lo que ya me las han tocado, y me dejen hacer mi vida en paz, que yo no me meto para nada en la suya. Y lo que respecta a ti, perra - le gruñí a Helena en el oído-, hazte el favor de pedirle a Agriel que te enseñe a no mearte en los pantalones cada vez que un arma te apunta a cierta distancia - porque ciertamente, tanto Diego como yo podíamos ver como un hilillo de líquido le bajaba por los vaqueros claros y elásticos, a lo largo de la cara interior de sus muslos.

Le solté empujándole hacia Diego, quien le miró con desaprobación y desprecio. Se quedaron mirando un momento, lanzando vistazos que iban de mí, al revólver que ahora apuntaba hacia la extraña pareja que formaban bajo el sauce que estaba plantado tras ellos.

  • Este - dije moviendo la mano que sujetaba el arma-, me lo quedo yo, de recuerdo, para no olvidarme nunca de vosotros. Y ahora quiero que andéis de espaldas hacia esas escaleras que dan a la calzada, sin dejar de mirarme, y una vez en ellas, os dais la vuelta, que tampoco es cuestión de que os matéis, y uno detrás del otro, como buenos niños obedientes, con cada mano sujeta a la baranda, y una vez arriba, os vais andando hacia el Parque de Cabecera, me dejáis volver tranquilita a mi piso, y no olvidáis en vuestra vida que una tarde, Sofía Caulous os pateó de mala manera el culo en la Avenida de Campanar.

Hicieron tal y como les dije, y no dejé de apuntarles hasta que llegaron al final de las escaleras.

Cabizbajos y apaleados, aunque intentaran disimularlo, caminaron río arriba, y por fin pude bajar el arma y relajarme un poco.

La tensión amordazaba todos y cada uno de mis músculos, sobre todo del brazo que había tenido levantado, miré el arma incrédula, había vuelto a empuñar una después de tanto tiempo, sintiendo como renacía en mí ese poder y esa confianza que suben por el cuerpo cuando llevas entre tus dedos el frío metal con fuego dentro, sintiendo como lo había vuelto a hacer, como tal vez estaba volviendo a caer de nuevo en el profundo agujero, sintiendo como seguramente esto estaba dentro de mí, era el otro lado con el que nunca podría acabar, era el otro lado que, de un momento a otro, con cualquier excusa, tenía que salir, sólo que esta no era cualquier excusa.

Extrañada de mis propios pensamientos, levanté la cabeza para coger un aire que parecía haber perdido en cuanto inició la pelea, y recordando que a la noche siguiente tenía una importante cita con una importante persona para la cual organizar mi casa, me fui acompañada, como siempre, de mi otro lado.

  • "camina sin rumbo a donde ir/ viaje hacia un mundo sin razón/ no encuentra a su paso nada, nada" (Söber)

En el espejo de ascensor, antes de llegar al quinto piso, mi imagen reflejada.

La miré, me miré, sin acabar de entender que era lo que estaba pasando.

Una falda beige, una camiseta de media manga roja, la chaqueta de cuero negra. Peinada, segura, maquillada como en tiempos. Todo para tapar y disfrazar la desazón que me destrozaba a temblores por dentro.

Inconscientemente, delineé el reflejo de mi ojo en el cristal, para limpiar el rastro de rimel que aún quedaba en la chica, para mí desconocida, que me miraba desde el otro lado.

Las puertas se abrieron y me encaré al piso de Jaume, toqué el timbre y mientras esperaba que me abriera, me arreglé mi pelo rubio, despuntado, corto casi a lo chico desde el día anterior.

¿Le gustaría a mi supuesto novio? La verdad, no me importaba, a mí no me disgustaba, y no era más que un intento de cambio. Y digo intento, porque el cambio que necesitaba era mucho más grande, sólo que no me atrevía con él. El pelo sólo era un pasito hacia delante. Era un cambio de cobardes. Era la cobardía.

Jaume abrió la puerta sonriente. Sonrisa que enseguida pasó a sorpresa y extrañeza. El pelo.

  • Buenas noches Carmen... pasa - dijo vacilando. Cuando estuve dentro me dio un leve beso en los labios. Otra vez ese frío-, vaya... cambio ¿eh?¿Cuándo te lo has cortado? - me preguntó revolviéndomelo con ternura, simulando un entusiasmo que en realidad no sentía.

  • Ayer. ¿Te gusta? - le sonreí mientras dejaba que envolviera mi cintura con su brazo, entrando en el comedor fríamente decorado, si es que a eso se le puede llamar decorar.

  • Sí, no está mal.

Que seco, que mal disimulaba. Ya me imaginaba que no le iba a gustar, que no le iban las chicas con pelo corto. Quizá así se le bajaría la calentura esa noche.

  • Bien pues.

Ah, no. Un momento, ¿qué era esto? ¿Me cortaba el pelo sólo para que Jaume no se acostara conmigo? Por dios, pensé, céntrate, deja de desvariar, y reza para que esto acabe cuanto antes.

Decidí entonces fijarme en él, moviéndose tras la barra americana que separaba la pequeña cocina del "comedor-recibidor".

Estaba guapo, para qué negarlo. Los vaqueros rectos le marcaban el trasero, sujetos por un cinturón verde claro, a juego con la camisa pulcramente metida por la cintura del pantalón, las mangas dobladas un poco por debajo de los codos. Había que tener muy bien tipo para vestir así, y él lo tenía. Estaba muy bien, era guapo, pero a mí no me encendía, lo más mínimo. Nada.

Nos sentamos en la pequeña mesa, con un mantel a cuadros verdes. Que mono. Pero era mucho más romántico el mantel de hilo blanco almidonado en el que Sofía y yo cenamos por primera vez...

Y entonces me di cuenta, por muy especial que él fuera, por mucho que yo me esforzara en evitarlo, esta cena iba a ser una continua y eterna comparación de todas y cada una de las veces que yo compartí algo con mi vecina griega.

La cena fue agradable, supongo. Durante casi todo el rato fue él quien habló, yo me limitaba a asentir, y a disfrutar al menos de la comida. De vez en cuando me profería algún mimo, yo sólo recibía, como siempre. No actuaba, sólo era espectadora de la relación.

Dijo algo, no sé bien que, asentí como siempre, y su rostro se iluminó.

Y de pronto, estaba en su cama, con sus manos recorriendo mi cuerpo para desnudarlo. Tenía frío, y sentir su peso y su piel encima de la mía no me ayudaba a entrar en calor. Cerré los ojos, y por un instante logré calentarme al imaginar que era Sofía quien me besaba el vientre. Pero el encanto acabó cuando al mover las manos por su cuerpo, sentí el vello que cubría el fuerte torso de Jaume, y él me susurraba algo en voz baja al oído, con ese acento valladí que extrañamente dejaba de gustarme cuando era pronunciado por su boca. Volví a la realidad, pensé en pedirle que parara, pero me pareció injusto. Quizá fuera una tontería, tal vez nadie lo entienda, pero así era. Yo solita me lo estaba buscando, al chico le gustaba, y poco hacía para que se diera cuenta de lo contrario. No era justo quitarle ahora su momento, no me lo parecía. Nunca entenderé porque hice lo que hice aquella noche. Y recordando como lo hacían a veces en "Sexo en Nueva York", me limité a apretar con mis uñas su espalda y lanzar extraños gemidos que no parecían propios de mí. No tuve que hacer eso con Sofía, ni siquiera las pocas veces que me acosté con Sergio tuve que fingir. Creo que se me dio muy mal, pero tan emocionado estaba Jaume, perdido en su propio placer que no se percató. Y realmente, no pensaba que fingir un orgasmo fuera algo tan fácil.

  • "Como Nicolas Cage en Living Las Vegas/ soy el invierno contra tu primavera./ Un Dorian Gray sin pasado/ ni patria/ ni bandera (...) Será el champán/ será el color/ de tus ojos verdes/ de ciencia ficción/ la última cena para los dos/ pero esta noche/ moriría por vos"

Ni yo misma me creía que me hubiera quedado tan bien.

Miré incrédula los almohadones azules y blancos que formaban un pequeño sofá alrededor de la baja mesa que María había tenido a bien prestarme, cubierta con el eterno mantel blanco, el único decente que tenía.

Los platos todavía estaban en la cocina, sobre la encimera al mínimo, para no enfriarse.

Esta vez no iba a apagar las luces, ni siquiera a graduarlas, pero no pude evitar el capricho de una pequeña y chispeante vela, alumbrando el centro de la mesa, metida en un porta-velas redondo y azul, con pequeños y extraños dibujos en blanco.

Sin quererlo, había conseguido que todo fuera a juego esa noche, incluida mi vestimenta. Por un momento me pareció que todo era demasiado blanco y azul, casi como si hubiera convertido el salón en un cuarto de baño, o una piscina.

Pero ya daba igual, además, parecía que esos dos colores eran los que asociaban los españoles a mi país. Blanco y azul, no sé bien porque, ¿por el Mediterráneo tal vez? Los pueblecitos costeros encalados y relucientes al sol... buenooo, ya me ponía ñoña. Me había pasado la tarde, antes de preparar los kebabs, mirando fotos de mi familia y mi finca, de mi posada en Atenas, de la transparente cala a la que daba el pequeño acantilado que hacía de límite de la hacienda que teníamos. Siempre lo hacía antes de preparar una comida griega, como si en las fotos pudiera volver a oler las especias que mi padre traía del mercado cada jueves, a probar el sabor de los guisos de mi madre, y de ahí, de esas caras estampadas en papel, sonrientes y morenas, pudiera venirme la inspiración, el punto para las recetas, sólo así podía recordarlo. Y, como cada vez, eso le estaba pasando factura a mi melancolía.

Así que antes de caer en la tentación de volver a mirarlas, me rasqué la nuca, sabiendo que algo faltaba, y no conseguía ver el qué.

Los vasos vacíos frente a los cubiertos me hicieron recordar, el vino tinto escondido en un lugar seco y fresco, para no estar caliente pero tampoco helado.

Cuando cuatro o cinco golpes, suaves pero firmes, sonaron en la puerta, un cachorrillo empezó a dar saltitos en mi estómago.

Estaba claro que era ella, que era Carmen.

Le abrí, y apareció mi rubia vecina, el pelo corto y despuntado. Le daba algo más de madurez, pero seguía teniendo esa cara de niña inocente capaz de volverme loca.

Como único saludo nos sonreímos mutuamente y le hice pasar. Se quedó mirando fijamente la mesa rodeada de cojines donde íbamos a cenar, con cara de sorpresa, sin pestañear, y una leve sonrisa dibujada en sus labios. Se dio un poco la vuelta y me encaró.

  • Es precioso Sofía.

¿Precioso? Eso me parecía un poco exagerado.

  • Gracias... ¿de verdad te gusta?

  • Mucho, te ha quedado tan acogedor... - terminó la frase hundiéndose cómodamente entre dos almohadones.

Acogedor... pensé aliviada, así que nada de piscina pública ni cuarto de baño de chalet de veraneo. Resoplé levemente, menos mal.

  • Bueno - hablé y al hacerlo pareció que le sacara de un trance provocado por los cojines-, te diría que te sentaras y te pusieras cómoda y eso... pero veo que no hace falta, ¿eh? - se puso encantadoramente roja, a contraste con el jersey de algodón azul que le ceñía los hombros y la cintura sin apretarlos, sólo para adivinarlos.

  • Lo siento - un pucherito. Reí levemente.

  • No te preocupes, voy por la comida y la bebida.

Salí de la cocina despacio, cargando dos platos y la botella de vino, en silencio, no sé el motivo, pero pronto agradecí haber actuado así. Carmen estaba de medio perfil hacia donde yo me encontraba, miraba fijamente la vela en el centro de la mesa, el vaivén de la pequeña llama, parecía tenerla hipnotizada, quien fuera fuego para sentirse observado así por esos ojos, ese mismo fuego que le recortaba levemente la curva de la pequeña nariz, y le mandaba destellos dorados en el bosque que tenía de fondo en sus pupilas. Totalmente colgada, me sentencié en ese mismo instante. La paz que su mirada me irradió cuando se giró hacia donde yo estaba me confirmó además, que estaría total pero también eternamente colgada de Carmen.

Sonreí tontamente, me acerqué hacia la mesa y dejé los dos platos encima de la mesa, cada uno en su lugar. Carmen miró extrañada hacia el suyo, una ceja rubia intentó alzarse cuestionadora, pero no pudo, y lo que consiguió fue unas tiernas arrugas en el entrecejo.

  • ¿Tres kebabs? - preguntó sin más. Me senté en mis respectivos cojines.

  • Sí, ¿te extraña?

  • No sé, me esperaba uno sólo.

  • No, no, no. De eso nada. Te explico - me acerqué inclinándome hacia su plato, y pude notar el aroma de su perfume mezclándose con el de mi comida, hasta en eso cuadraba a la perfección-, este es un döner kebab, el típico, este es un falafel, que es un kebab sólo de verduras, y este - levanté un poco el cuello con orgullo-, este es un kebab único que mi madre preparaba en la finca de Grecia, y que luego se hizo muy popular en Atenas, cuando lo cocinaba a los hospedados en mi taberna.

  • Mmmm - olisqueó con interés ese tercer kebab- huele muy bien, ¿me darás la receta?

  • De eso nada - dije en broma-, tú primero pruébalo y si te gusta ya me ofrecerás algún precio a cambio de la pócima - entrecerré los ojos pillamente.

  • ¿Secreto de familia eh? - preguntó mordiendo primero el falafel-, me lo dejaré entonces para el último, así que más te vale que me guste, porque como me quede con mal sabor de boca...

  • Oye, de eso nada - reproché con ofensa fingida-, mi madre no cocina nada que deje mal sabor de boca... bueno- recapacité-, tal vez la sopa de pato con hongos no le quede muy bien...

  • ¿Sopa de qué? - preguntó casi gritando, el falafel casi acabado cayendo en el plato-.

  • De pato con hongos... ya, ya, ya - le agité la mano, sabiendo lo que estaba pensando por la expresión de su rostro-, no te gastes con la pregunta... sabe igual de mal como suena... pero la mujer es que se empeña en hacerlo todos los malditos días de Año Nuevo... es un suplicio.

Carmen rió mientras recogía del plato unas pocas verduras que habían caído de la pita.

  • Me lo imagino... con una resaca de impresión, y teniendo que degustar pato con hongos...

  • SOPA - recalqué-, de pato con hongos, es mucho peor que si fuera un plato sólido.

  • Por lo que veo, no te van mucho los caldos ni los platos de caliente.

  • Bueno - encogí los hombros-, los caldos no mucho, es verdad. Pero no sé porque narices la gente tiene esa manía.

  • ¿Cuál manía?

  • De afirmar que porque no te gustan los caldos, no te gustan los platos de caliente. No sé, por ejemplo - señalé de nuevo las pitas-, a mí me encantan los kebabs, y que yo sepa, fríos no son.

  • No, para nada - ya había acabado el falafel y se lanzaba, casi sin descanso, a por el döner-, de fríos nada, están calentísimos. ¡Ah! Y buenísimos, al menos el falafel.

  • Eres una fierecilla a la hora de comer - respondí con una ternura que me salió del alma. Me lo confirmó devorando, aposta, casi medio bocadillo de un solo bocado-, ¡pero mujer, que así no lo vas a degustar en la vida!

  • Eso te crees tú, yo lo paladeo igual, alargo algo más su estancia en mi boca y ya está.

Fruncí los labios como resignada en darle la razón, y me pareció ver como por unos segundos, me los miraba con una ráfaga de deseo, pestañeé un poco más fuerte como si así fuera a volver a la realidad, una realidad en la que seguramente Carmen no me deseaba.

Se hizo un extraño silencio, formado por el crepitar de la vela ya a mitad consumir y la indescifrable música que venía del vecino de arriba. Me pareció distinguir las notas del "Lucifer" de OBK, aquello no podía presagiar nada bueno, y decidí dejar de prestarle atención.

  • ¿Y qué tal tu semana? O bueno - me preguntó entre bocado y bocado-, que tal tu vida, porque desde la última que nos vimos...

  • Fue la semana pasada - acabé mi falafel, una de las pocas formas de que yo ingiriera verdura-, si no recuerdo mal.

  • Es verdad - de un trago se acabó el vino que quedaba en la que ya iba por su segunda copa, unas gotas del tinto líquido quedaron estancadas en sus labios, haciéndolos más apetecibles y tentadores, si cabía-, ay Sofía, que vino más bueno, pero ¿qué es, griego? ¿cosecha propia o algo?

  • ¿Griego? No, como va a ser de cosecha propia...

  • No sé, como está sin etiquetar...

  • Ah, ya - me reí entre dientes y me dejé atravesar por su mirada que me pedía una respuesta-, es que es vino pirata, por decirlo de alguna manera. Pero en realidad es un Ribera del Duero.

  • Bueno, que puesta te veo.

  • Que va, que va. Yo de vinos sé muy poco. Sólo sé los que me gustan, y poco más. Este lo probé una vez en casa de Antonio.

  • Pues Antonio es un gran maestro en vinos entonces. ¿Cómo anda? Desde tu torneo no lo he visto.

  • Está bien. Vino hace poco de Córcega, estuvo allí una semana o así allí con su nueva novia.

  • ¿Tiene novia? Vaya - se envaró sorprendida-, yo le hacía casado.

  • Eso será por su edad, pero no. ¿Casarse él? Mal lo veo... aunque bueno, con esta parece que vaya a sentar cabeza.

  • Bien por él entonces.

  • Sí.

Esta conversación me hizo recordar que había algo de lo que debía hablar con Carmen. La cena estaba yendo muy bien, y quizá así la pudiera fastidiar, pero es que ese era el momento, y tenía que tener el valor para desatar el nudo de mi garganta y hablar con sinceridad de una vez. Carmen había dejado de mirarme, y distraída masticaba suave el döner, sus ojillos de bosque mirando con interés el kebab típico de mi madre, tan tierna, tan... buena persona, ¿cómo podía desconfiar de ella?

  • Sé que Antonio te ha contado mi historia - me miró como si no comprendiera-. Sí, todo lo mío, con la policía en Grecia, y con Agriel, y la historia de mi familia y todo eso.

  • Ah, ya, sí.

  • Quiero pedirte que por favor no te alejes, ni pienses mal de mí. No desconfíes. Eso ya pasó - mentí otra vez, se me iban solas por la boca, ¿cómo era aquella canción? "¿por qué se me va toda la fuerza por la boca, que me condena y se equivoca sin poderlo remediar?", pero al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía decir? No iba a contarle toda la historia de la reaparición de mis demonios.

  • No te preocupes - me tomó dulce la mano, sentí los pelillos erizándose por la mezcla de pasión y de tranquilidad que a la vez ese gesto me pasaba-, ¿no ves dónde me tienes? - "sí" iba a contestarle yo, "clavada y atornillada en lo más profundo de mí"-, yo sigo confiando en ti, y apoyándote en todo lo que tú quieras. Aunque... la verdad, podrías habérmelo dicho - me agaché un poco avergonzada, y le miré cual cordero degollado-, pero con esa mirada - sonrió y sonrió un ángel-, y cenas como esta... mi estómago y yo estamos dispuestos a perdonártelo todo.

  • Gracias - fue mi única y brillante respuesta.

  • De nada... bueno, creo que voy a atacar el kebab de tu madre.

  • Adelante, espero tu veredicto, yo también voy a ello.

Mordió con expectación, la misma con la que yo le miraba, y enseguida, nada más metérselo en la boca, entornó los ojos con placer.

  • ¡Por Dios Sofía, esto está de muerte! Mmm - dio un bocado más-, me encanta, ¡quiero que me presentes a tu santa madre, que bueno, por favor! Dame una foto o algo de ella para que le venere...

  • Vale, se lo haré saber, tranquila.

  • Sí, llévale mis admiraciones y felicidades por tan grandioso plato.

  • El próximo será la sopa de pato con hongos...

  • ¡Eso ni lo sueñes! - alzó el índice-, en la vida me meto yo algo así en la boca, además, aún quedan muchos meses para Año Nuevo.

  • Es verdad. Bueno, y de tu vida qué es, a ver, cuéntame.

De nuevo el silencio, el silencio que últimamente tan importante parecía en todos los momentos de mi vida, el silencio que ya conocía y podía clasificar, negándome a admitir que el silencio que precedía a las futuras palabras de Carmen fuera el que parecía, el que viene antes de las cosas que no quieren contarse pero deben, aún cuando pueden dañar.

  • Pues de mi vida es... bien, Manolo está mejorando, la novela va hacia delante poco a poco, y entre Bea y yo llevamos la ONG hacia delante como buenamente podemos, porque eso parece una casa de locos - estaba claro que evitaba contarme algo, y el kebab de mi madre, tan idolatrado por mí, estaba empezando a no saberme nada, Carmen dejó su pita sobre el plato, y me miró entre nerviosa y angustiada, sin saber que otra cosa hacer, intenté dirigir mi kebab a mi boca, sin darme cuenta de que no lo conseguía, y que al bajar la presión sobre el pan, este se entreabría por abajo-, y... bueno, a parte de eso - un trozo de carne de cordero empezó a resbalar por la grieta de mi pita sin que me percatara-, estoy saliendo con Jaume.

Sentenciada de golpe, de una sola tacada, sus labios se abrían y cerraban para articular unas palabras malditas, juntarlas en una frase que debiera estar prohibida para la salud de mi alma. De un plumazo tachó, sin intención supongo pero tachó, todas las ilusiones construidas sobre aquella cena, sobre su mirada y sus palabras. Cayó el trozo de carne al plato, a cámara lenta, y las dos miramos como se dejaba reposar, saltando y desprendiéndose por el choque trocitos, igual que se desprendían de mi corazón trozos, pero mucho más grandes que estos, del balazo que Carmen me acababa de disparar, de quien me estaba dando la vida de nuevo poco a poco, y de golpe me la arrebataba con la peor de las sentencias... Carmen saliendo con Jaume... mirábamos las dos, como idiotas, el trozo de carne, como si ninguna se atreviera a dirigirse a la otra, la carne en mi plato como última escapada, como último refugio al terror y la desesperanza. Yo estaba claro porque lo miraba, pero ¿y ella? ¿Por qué ella no apartaba sus hermosos ojos del trozo de cordero? ¿Acaso sentía lo mismo que yo? ¿O es que se avergonzaba de contarme eso?

No entendía nada, y como cualquier ser humano que no entiende algo, hice lo más lógico, el más puro acto reflejo que se comete cuando no se sabe que quiere decir el otro, levanté la cabeza, encontrándome de lleno con sus pupilas que me miraban de una forma inexplicable, mezcla de muchas emociones, demasiadas para separarlas, definirlas y comprenderlas.

  • ¿Qué? - interrogué con una voz afilada que no sabía poseer.

El asunto extraño está en que ella hizo y dijo lo mismo...