A hielo y fuego

Notaba la impaciencia en tus carnes blancas, temblando como si una ligera brisa recorriera la habitación cerrada. La gasa negra le cubría los ojos impidiendo la visión y sus labios apretaban la mordaza y la bola que cerraba su boca. Me había cerciorado de ello.

A hielo y fuego

Notaba la impaciencia en tus carnes blancas, temblando como si una ligera brisa recorriera la habitación cerrada. La gasa negra le cubría los ojos impidiendo la visión y sus labios apretaban la mordaza y la bola que cerraba su boca. Me había cerciorado de ello.

Te había atado las piernas y los brazos, reposabas a lo perrito sobre el puf. Por un momento pensé en forrarlo, pero daba igual, ya era viejo, centrémonos en lo importante

Ella era lo importante, su piel, su cuerpo, su mirada ahora oculta, sus miedos y sus anhelos. Sabía que tenía miedo, ella me lo había confesado. Tenía una personalidad sumisa, le gustaba que la ataran o hacer pequeñas obras de teatro intimas, pero se negaba a avanzar en nuestro particular juego.

Miedo al dolor, miedo a los golpes… no entendías el placer que podía haber en sufrir, en el dolor. Sabía que mis explicaciones eran insuficientes, el gozo de infligir y padecer dolor es una experiencia difícilmente teorizable. La escasa distancia entre lo que deseas y lo que te desgarra es la frontera de nuestros sentimientos, yo quería mostrarte un camino pero tenías que franquearlo tu misma.

Pusiste tus condiciones, ni golpes, ni marcas y yo las mías ni moverte, ni hablar, solo escuchar.

Allí estábamos, en medio del salón de mi piso, con las persianas echadas, iluminados con luz oblicua, pero con varias docenas de velas ordenadas sobre la mesa

Encendí la cerilla, había empezado el ritual, mientras el olor de fósforo llenaba la habitación comencé a encender las velas.

Grandes, pequeñas, gruesas y finas, de todo tipo de tamaños y formatos. Agarrando una vela me acerque a tí, incline mi testuz y recorrí tu columna desde el sacro a la coronilla en un lento lametazo. Olías a melocotón, frutal, dulce.

Eche unas gotas de cera sobre mi muñeca, para calcular la altura y el calor, y procedí a dejar caer la cera sobre tu espalda indefensa, hilos de lava roja formaban arroyos sobre tu lomo, ligeros movimientos y espasmos agitaban el valle de tu espalda, cogí otra vela y otra, seguí echando cera caliente sobre tu espalda. Ya era una sucesión multicolor de pústulas que apenas dejaban entrever tu piel. Apenas te movías, insensible al dolor a estas alturas.

Entonces te di la vuelta, primero verter la cera sobre tu ombligo, gotitas que provocan contoneos de la cadera, con mi mano acaricio la copa de tus pezones, una gotas sobre tus seno derecho, dos, tres, estoy intentando acertar en el lunar.

Ahora te recline sobre el puf exhibiendo tus agujeros de placer, vertí rápidamente unos chorretones sobre tus nalgas. Trazaba lineas de calor acercándome a tus partes más sensibles.

Era el momento, saque las dos velas que estaban preparadas, una la unte bien de lubricante. Acerque mi lengua a tus orificios y empecé a trabajar trazando círculos en la puerta del palacio de jade, recorrí a lametazos tu rosada ofrenda, disfrute de tu humedad con mi nariz y mi lengua.

Te estaba gustando, procedí a introducir una de las velas por tu coñito. Dejando la mitad de la vela fuera, procedí a embadurnarme el dedo y a penetrar suavemente en tu ano, después a trazar círculos para irlo dilatando. Forzando el paso con la vela la introduje en tu pequeño camino hasta la marca.

Encendí las mechas, y me detuve a observa como lentamente iban bajando lineas a terminar junto a tus mágicos sumideros. Te agitabas como una culebra

te quite la venda de los ojos, retire las gotas de sudor de tu frente y espere a que recuperaras la visión. Tu boca formaba una mueca deforme, aprisionando en una o la bola roja de la mordaza, veía tus pupilas dilatándose por efecto de la luz, también mi rostro sonriente reflejándose en tu pupila.

Mi mano izquierda descansaba sobre tu espalda, con la derecha te mostré el objeto. Mi mano noto el escalofrío que recorría tu columna, la sensación de terror que te agitaba los músculos entumecidos y quebraba las marcas de cera que te cubrían.

Te comprendo, a mi también me asustaría, tan grande, brillando siniestro con ese mango de fieras y su enorme hoja de acero. Se trata de una verdadera pieza de coleccionista, un cuchillo para desollar osos, recuerdo de mi viaje a Transilvania.

Sonreí y mientras agitabas la cabeza te volví a colocar la gasa sobre los ojos. Coloque el cuchillo plano sobre su espalda, te deje sentir el frío del metal sobre tu piel enrojecida, castigada con la cera.

No te muevas o será realmente peligroso.-- susurre en tu oreja.

Te quedaste muy quieta, asustada, mientras empezaba a deslizar la hoja sobre tu espalda retirando las gotas de cera que te cubrían. Apoyando la mano sobre la hoja trazaba abanicos desde la columna a los omóplatos, ese cosquilleo terrorífico que sientes, esas descargas nerviosas en la base del cerebro, es miedo. Te lo he hecho miles de veces con la mano, pero ahora tienes miedo.

Sonrío, no sabes la suerte que tienes, yo tarde dos días en quitármelo de mi cuerpo peludo, frotando con cepillo, cuando mi mentora me inicio con la cera.

En un momento tu espalda esta limpia, de un blancor enrojecido, llena de manchitas de colores, recorro con las manos la curva de tus caderas, la firmeza del arco de tu espalda, te vuelvo con gentileza.

Me muero de ganas de besarte, lamerte, recorrer tus íntimos recovecos y hacerte explotar de placer. Pero no es el momento, ahora buscamos el sendero del dolor.

continuara