A Furore Normannorum Libera Nos Domine

Siglo X. Del saqueo de los paganos escandinavos a un monasterio cristiano y los terribles hechos que aquella noche se sucedieron.

Los Demonios del Norte llegaron con la oscuridad.

Embarcados en sus embarcaciones con el mascarón del dragón y ocultos por la oscura noche, los guerreros desembarcaron casi al pie del dormido monasterio. Blandiendo sus afiladas hachas, se acercaron sigilosos en el silencio más absoluto, sólo roto por el tintineo de las cotas de malla y por las ahogadas respiraciones, en dirección hacia la fortificación de piedra rodeada por los negros árboles de los milenarios bosques, a por las riquezas prestas a ser cosechadas: Brillantes monedas de oro, reliquias de plata de valor incalculable e indefensos esclavos que sólo esperaban ser capturados como ovejas en el matadero… Matar, arrasar, esclavizar y huir.

A Furore Normannorum Libera Nos Domine

A pesar del silencio, pronto la lujuria de sangre hizo su aparición. Las respiraciones, aceleradas por la excitación ante la inminencia del saqueo, se convirtieron en un gruñido que devino en un espantoso rugido de furia que anunció que el infierno se había desatado. Algunos mordían los escudos con tal fuerza que les sangraban las encías. Sus ojos se desorbitaron. Vibrando ante la anticipación de la orgía de sangre que se avecinaba, las bestias que se ocultaban en las jaulas del alma quedaron libres. No eran hombres. Eran demonios, demonios segadores. Y los monjes del monasterio, sus espigas.

Alfonso, un joven monje, se escondió en uno de los almacenes del segundo piso mientras se limpiaba la sangre de su sien sin dejar de resoplar. El golpe de espada que el rabioso demonio le había propinado no había sido fatal por muy pocos milímetros y sólo se había salvado por haberse fingido muerto. Cuando el refectorio hubo quedado vacío de aullantes berserkers , reunió el valor necesario para levantarse y huir.

Alfonso estaba aterrorizado. Se dijo a sí mismo que era un cobarde, que debía agarrar un arma y ayudar a sus hermanos a combatir a los demonios, pero tenía mucho miedo. Sabía que si le descubrían moriría sin remedio o le apresarían para arrastrarle a una vida de esclavitud peor que la muerte. Sin saber qué hacer, comenzó a rezar, Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen Tuum

Su temblorosa voz se acalló cuando escuchó la puerta abrirse con un grave crujido que provocó que su corazón escapara por su boca. Casi sin darle tiempo, logró esconderse detrás de una de las mesas. ¿Le habrían localizado los demonios del Norte?

Temblando, logró reunir el suficiente valor para asomarse desde su improvisado escondrijo. Pudo ver una figura oscura que se acercaba hacia una de las mesas con comida. Cogió una hogaza de pan y la mordió con ansiedad, antes de sujetar una de las botas de vino que el hermano cocinero debía de haber dejado allí de la cena anterior y llevársela hacia el buche. Tras beber un más que generoso trago, la figura se pasó el dorso de la mano por la boca para limpiarse el reguero de vino y eructó groseramente. A continuación, se acercó hacia la chimenea, donde chapoteaba el caldero con las sobras del potaje de la cena encima del fuego. Las llamas iluminaron al demonio y por fin pudo Alfonso contemplar su rostro. Un quedo gemido escapó de su garganta cuando lo divisó.

El joven monje había escuchado relatos en los que mujeres de los helados países del norte acompañaban a los hombres a guerrear y saquear, pero siempre había pensado que se trataba de leyendas sin fundamento. No obstante, el demonio que se hallaba frente a él tenía apariencia femenina, sin ninguna duda. Los rasgos de la joven mujer eran toscos y duros, su larga melena castaña caía salvajemente sobre sus hombros y sus brazos, desnudos excepto por un brazalete de plata, estaban tatuados con dragones azules y otros motivos paganos. Una temible espada colgaba de su cinto, presta a ser utilizada.

El corazón de Alfonso se detuvo cuando su pie golpeó sin querer una botella cercana que rodó por el suelo. El monje tuvo que hacer un esfuerzo titánico para que ninguna blasfemia escapara de sus labios mientras se agazapaba tras la mesa. ¿Le habría oído? En el sótano había ratas. Quizás la mujer no diera importancia al ruido.

Cuando volvió a asomarse, la acerada mirada de la guerrera estaba fija en él y una cruel sonrisa brotó de sus labios. Su rostro era duro y afilado, lobuno, como el de un animal salvaje.

Alfonso no pudo evitar gritar. La mujer, si es que no se trataba de un demonio convocado desde el más oscuro de los avernos, se acercó lentamente hacia el tembloroso monje, como un feroz depredador a su indefensa presa. Aunque el muchacho intentó mostrar todo el aplomo posible, interiormente estaba paralizado por el terror. Sujetó un taburete cercano como protección frente a ella. Se dio cuenta de que sus manos temblaban. La mujer escandinava casi prorrumpió en carcajadas mientras se lo arrebataba de las manos de un manotazo. Sonriendo aviesamente, avanzó hacia el joven, quien no pudo sino retroceder hasta que chocó contra la pared.

-Vilken underbar slav

El joven no entendió la grave voz de la mujer, pero sus ojos se abrieron como platos cuando ésta se desvistió de sus remendados pantalones de piel, revelando un oscuro y poblado sexo, que destacaba entre sus pálidos y firmes muslos. No era la primera vez que Alfonso veía una mujer desnuda. A veces, junto con otros monjes jóvenes, había acudido al río a espiar a las muchachas del pueblo. Pero nunca había visto ni oído que una mujer pudiera comportarse tan procazmente como aquella.

-Jag vill äta du upp mig. Slicka mig!

Aunque sin entender las palabras, la intención de la mujer quedó clara cuando sus fuertes manos sujetaron al tembloroso Alfonso por los hombros y le forzaron a arrodillarse, hasta que su rostro quedó a escasos centímetros del sexo de la guerrera. Ésta apoyó un pie sobre una banqueta, abriendo sus piernas y mostrando su vagina impúdicamente. Alfonso la contempló con miedo pero, a la vez, incomprensiblemente excitado. Jamás había visto tan cerca un sexo femenino. Pudo contemplar con detenimiento los pliegues de sus labios, mojados y carnosos y su clítoris, ligeramente hinchado, que sobresalía indecentemente de entre los labios. Una erección comenzó a despuntar en la entrepierna de Alfonso. El muchacho cerró los ojos, intentando olvidar la visión que el súcubo le mostraba lujuriosamente. Comenzó a orar para no caer en la tentación.

-Gloria Patri, et Fili, et Spiri

-Slicka mig!

La mujer, con impaciencia, agarró rudamente a Alfonso por un mechón de su cabello y estrelló su rostro contra su húmeda entrepierna, refrotándolo y embadurnándole con los efluvios de su interior. El joven monje no pudo evitar respirar el aroma de su sexo ni evitar que algo de su humedad entrara en su boca al abrirla para gritar. Con reticencia, extrajo la lengua y procedió a introducirla entre los pliegues del sexo de la mujer. Alfonso no comprendió las palabras que la mujer profería, ronca y temblorosa por el placer.

-Åh, hur bra du gör, slave!

Pronto, Alfonso hundía su rostro entre los recios muslos de la guerrera. Lamió sus labios vulvares, con un sabor extraño como nunca antes había probado. La mujer jadeaba, mientras el muchacho lamía a conciencia, penetrando con la lengua el interior de la vagina. Deslizando la lengua arriba y abajo, encontró por fin el clítoris. Lo lamió, paladeándolo, moviéndolo de un lado a otro con la lengua.

Alfonso no supo cuánto tiempo llevaba lamiendo el sexo de aquel súcubo. Sobre él, la guerrera gruñía, con sonidos más parecidos a los de un animal que a los de un ser humano. Presintiendo el orgasmo de la mujer, Alfonso lamió con más fuerza y avidez, con rabiosos movimientos circulares en torno a la parte superior. El clímax llegó y el joven sintió cómo los flujos del monstruo inundaban su boca, a la vez que un ronco gruñido hería sus oídos.

La mujer tuvo que sujetarse a la pared para no caer, mientras se mordía el labio inferior para no gritar. De pronto, algo pareció llamar su atención. Abrió los ojos y se dirigió hacia la ventana. Sólo entonces Alfonso fue consciente de los gritos en el exterior y el entrechocar del acero. La blanca tez de la mujer palideció todavía más mientras se asomaba por la ventana de piedra. Los monjes habían logrado oponer resistencia y hacían huir a los demonios a sus naves dragón.

-Nej! Lämma inte mig!

Cuando la norteña se dio la vuelta, dispuesta a escapar, se encontró a Alfonso, cerrando su paso empuñando la espada desenvainada que ella había abandonado en el suelo junto a sus pantalones de pieles. La punta del arma apuntaba al corazón del demonio.

Lejos de asustarse, la mujer sonrió entornando los ojos amenazadoramente. Dio un paso hacia Alfonso quien no pudo evitar que su espada temblara.

-Por favor… No… Ríndete… No me obligues… Por favor

Por toda respuesta, la mujer se sacó por encima de su cabeza el justillo de cuero que vestía, revelando unos pechos menudos y quedando totalmente desnuda. Avanzó hasta que la punta del acero rozó su seno izquierdo y contempló con fijeza al muchacho. Alfonso, desesperado, no supo qué hacer. Era un súcubo enviado por el infierno para tentarle y condenarle, un Demonio del Norte, un monstruo cuyos camaradas habían asesinado a cientos de hermanos en sus feroces saqueos. Debía acabar con ella. Pero no pudo moverse.

La mano de la mujer apartó lentamente la espada hasta que ésta cayó al suelo. Avanzó sinuosamente hasta que sus labios se juntaron con los del muchacho. Como si de otra persona se tratara, como si fuera una fabulosa pesadilla, Alfonso se encontró respondiendo a ese lascivo beso. Sin apenas dejar de besarse, Alfonso se desprendió de su hábito y bajó sus calzones, revelando su enhiesto falo, dolorosamente erecto. Sin que sus labios se separaran, la mujer gimió cuando Alfonso la penetró y su sexo engulló como si nada la verga. Alfonso se tendió en el suelo, con la mujer sentada sobre sus caderas. Con sus manos aferró sus hermosas nalgas y comenzó a cabalgarla. Gimió mientras su vista se posaba en sus bamboleantes senos, en su rictus de furia salvaje y el sordo placer que reflejaba.

Así permanecieron durante un buen rato, sin que en la estancia de piedra se oyera más que jadeos, gruñidos y el húmedo golpeteo de la carne contra la carne. Alfonso cerró los ojos y jadeó, próximo al orgasmo.

Entonces, sin previo aviso, la mujer se agachó y mordió el hombro del muchacho hasta que la sangre brotó. Alfonso aulló del repentino dolor, visiblemente enfadado ante la mirada pendenciera de la escandinava y no pudo evitar blasfemar.

-¡Ouch! ¡¿Pero qué demonios…?!

La mujer le contemplaba con malevolencia, mientras una gota carmesí escapaba por la comisura de sus labios. Por un momento, Alfonso tuvo la tentación de cruzar su rostro para borrar esa sonrisa de su cara. Llevado por la ira, dio la vuelta bruscamente a la mujer y la colocó boca abajo. Propinó una cachetada en las nalgas de la escandinava que provocó que un gemido escapara de su garganta. Alfonso contempló su espalda desnuda y el comienzo de sus nalgas. Poseído por la lujuria, sus ávidas manos tocaron y masajearon a placer el cuerpo de ella. Si se trataba de un demonio tentador, no le importaba condenarse. Con deleite, el joven monje estrujó los cachetes, abriéndolos, cerrándolos. Y acariciando y sobando esas nalgas, fue como Alfonso descubrió el ano de la guerrera, que parecía abrirse y cerrarse.

La escandinava ahogó un grito cuando sintió cómo la gruesa verga de Alfonso se posaba sobre su esfínter y comenzaba a penetrarla lentamente. Alfonso resopló mientras su falo se abría paso trabajosamente por las entrañas de la mujer hasta ensartarla completamente.

Alfonso, ebrio de gozo, empezó a menear las caderas en un ritmo cada vez más frenético, mientras introducía dos dedos en la húmeda entrepierna de la mujer. No tardó mucho tiempo que la guerrera se retorciera bajo un fortísimo orgasmo al que probablemente ayudó la fiereza con la que el muchacho estaba torturando sus sufridos pezones, pellizcándolos y retorciéndolos como si exprimiera fruta mientras ambos rugían sordamente de placer. La sodomizada escandinava gemía lastimeramente, susurrando incomprensibles palabras.

-Unggg… Min skadat åsna

Alfonso salió viscosamente del interior de la mujer y se levantó hasta que su erecta verga quedó frente al rostro de la mujer. Comenzó a masturbarse, recreándose la vista en el bello cuerpo desnudo de la norteña y en el gesto altanero y lujurioso de su sudada faz, hasta que, con un jadeo, comenzó a eyacular, soltando inacabables chorros de esperma que se estrellaron contra el rostro de la escandinava. Su cara pronto perdió todo gesto de arrogancia, pues se hallaba completamente surcada por chorretones de semen.

Alfonso quedó exhausto y cayó de rodillas junto a su adversaria. La mujer, jadeante, no estaba en mucha mejor forma que él. Arrastrándose, sujetó la cabeza del muchacho y besó sus labios con fuerza. Alfonso saboreó el sabor de su propio semen en la saliva de la escandinava. Luego, ambos quedaron mirándose el uno al otro, vacilantes, como si ninguno de ellos supiera qué hacer.

Fue entonces cuando Alfonso escuchó las voces de los otros monjes subiendo por la escalera. Alarmado, contempló al desnudo demonio. Supo que si apresaban a la mujer, la pira purificadora sería su destino. Y no estaba dispuesto a permitirlo.

-¡Los monjes vienen! ¡Escóndete!

El temor se dibujó en el rostro de la mujer, que intuía el peligro a pesar de no entender sus palabras. Era el primer signo de debilidad que la mujer exhibía desde la primera vez que la viera, y Alfonso la encontró adorable, con su indefensa desnudez, su desgreñado cabello pegado por el sudor a su frente, sus menudos pechos subiendo y bajando por su agitada respiración… No. Mujer o demonio, no iba a permitir que acabara en la hoguera.

-¡Escóndete bajo la mesa, maldita seas!

Alfonso, apremiante, señaló una de las mesas mientras se vestía apresuradamente. Como pudo, salió al encuentro de sus hermanos, dejando el almacén tras de sí. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no volver la vista atrás y contemplar por última vez a la mujer escandinava, pero no quiso despertar sospechas entre los suyos. Los monjes, armados con herramientas de labranza y algún hacha de cortar leña, le rodearon.

-¡Alfonso, hemos logrado rechazarles! ¿Estás herido? ¿Queda por aquí alguno de esos demonios?

-Estoy bien. Uno de esos bastardos sin Dios me golpeó la cabeza. Creo que… Creo que huyó escaleras abajo.

-¡Vamos, hermanos, expulsemos hasta el último de esos demonios al negro infierno al que pertenecen!

Los monjes y Alfonso con ellos se lanzaron en persecución del inexistente invasor. Alfonso rezó para que se alejaran de ella, para que la mujer pudiera llegar hasta las embarcaciones y escapar. No pudo evitar sonreír ante la paradoja de rezar al Señor para que protegiera a un demonio pagano.

El exterior del monasterio era un hervidero de gritos y continuo movimiento. Unos cuantos milicianos de la aldea cercana habían acudido en cuanto las campanas sonaron a rebato y junto a los monjes supervivientes se habían enfrentado a los saqueadores, logrando tras una cruenta lucha rechazarles. A lo lejos, los guerreros del norte llegaban hasta la orilla en franca desbandada y comenzaban a subir a sus barcos dragón entre los gritos de júbilo de los monjes.

Habían pasado ya varias horas desde el final de la batalla. Alfonso había examinado los ocho cadáveres de los guerreros escandinavos tendidos en la playa. Todos eran varones. Sin poder evitarlo, había suspirado aliviado. Después, mientras el alba comenzaba a clarear en el horizonte, se dirigió hacia el monasterio. El monje se aseguró de que nadie le seguía y abrió la puerta del almacén. Como esperaba, estaba vacío. La mortecina luz del fuego de la chimenea todavía crepitaba e iluminaba la estancia. Ni rastro de ella. Durante un segundo, se preguntó si no lo habría soñado todo. Luego reparó en un objeto sobre la mesa. Un brazalete de plata con intrincadas runas labradas rodeando a un lobo en actitud furiosa descansaba sobre el mueble.

Los viejos huesos de Alfonso se quejan por el reuma. El anciano apaga la luz de la vela mientras juguetea con el brazalete entre sus arrugadas manos. Está muy cansado, mientras se tumba en el duro camastro de sus fríos aposentos en el monasterio para dormir por última vez. Han transcurrido muchos años, demasiados, desde aquella noche. Ni siquiera fue capaz de confesar al abad los nefandos pecados que cometió. Pero no se arrepiente. Nunca llegó a saber qué le sucedió a la mujer, ni siquiera llegó a saber su nombre. Pero nunca ha sido capaz de olvidarla. Alfonso sonríe, mientras sus viejos parpados se cierran lentamente.