A dónde van todas esas pollas

Breves confesiones de un gay voyeur en el tórrido agosto.

A DÓNDE VAN TODAS ESAS POLLAS

Cuando éramos niños jugábamos a imaginar lo imposible. Soñábamos con volar al estilo Superman, con andar sobre el mar o con respirar dentro del agua. En nuestra lista de deseos irrealizables ocupaban lugares privilegiados parar el tiempo y teletransportarnos, pero el más ahhelado por mí era ser temporalmente invisible. Mirar sin ser visto, estar sin tener que estar, ser sin tener que ser a cada momento.

Sigo alimentando ese mismo sueño, aunque ahora, recién cumplidos los 30, tiene un componente erótico del que antes carecía. ¿Quién no ha soñado alguna vez con introducirse en algún lugar "prohibido" sin que nadie note su presencia? Meterse en algún sitio frecuentado por tíos o donde haya muchas pollas a la vista. Pero pollas heterosexuales, puntualicemos (por una razón lógica: las pollas que uno suele ver y disfrutar son pollas de gays). Lo realmente "prohibido" para un gay son las pollas de los heteros, así que éstos tienen más morbo, por lo menos para mí. Al fin y al cabo, para follar o ver a tíos gays en pelotas sólo hace falta ir a una sauna, a una playa nudista o a una discoteca de ambiente, y ni siquiera hace falta esconderse. No digo que eso no tenga su morbo, pero puestos a pedir yo preferiría curiosear en el vestuario de un gimnasio masculino, en los barracones de un campo de entrenamiento militar o en los servicios de hombres de un estadio de fútbol…, sitios donde, en principio, todos los tíos son heteros (o al menos se comportan como tales).

Muchas veces, cuando veo a un tío hetero que me mola, lo acompaño imaginariamente allá donde vaya. Pienso sobre todo en su polla, en el hecho de que hay una polla por ahí que está rondando agazapada en unos gayumbos que ni siquiera sé si son slips o boxer. Lo más probable es que sea una polla malgastada en coños y bocas de tías. Una polla a la que quizá no se le presten más que unos minutos de atención al día, o a lo mejor una polla siempre a punto, quién sabe. Pienso en cómo se sentiría uno siendo el propietario de esa polla desconocida, trato de ponerme en la piel del tío. Pienso hasta qué punto es consciente de lo que le cuelga entre las piernas. Me pregunto qué siente un tío hetero por el simple hecho de tener una polla y un par de huevos. Qué relación privada tiene con su nardo. Si le gusta, si se excita al mirarse en un espejo, si pasa de su nabo, si se avergüenza de él, si sólo lo quiere para mear y metérselo a las tías… Me pregunto, en fin, cómo vivirá un tío su pollez no gustándole los tíos.

Es que es distinto. Un gay tiene un nivel de consciencia sobre su propia tranca muy característico. Uno siempre sabe qué papel puede estar jugando su polla, en cada momento. Con los tíos heteros eso no pasa exactamente igual, o al menos yo creo que no. En cierto modo, los tíos heteros conciben su rabo como un simple instrumento, más bonito o menos, más grande o menos, pero un mero instrumento para obtener (y dar) placer, mientras que para un gay su rabo es lo más parecido -de entre lo que tiene siempre a su alcance- a aquello que le gusta, con lo cual tiene una relación más intensa, más especial, con su propio miembro.

Ya sé que es generalizar y reducir mucho la cosa, pero creo que se entiende lo que quiero decir. Por ejemplo, cuando un hetero se rasca los huevos andando por la calle, lo hace generalmente por inercia, por costumbre o porque le pican de verdad. Si lo hace un gay, también, pero hay más posibilidades de que éste último se traiga algo entre manos... Un gay se puede colocar los huevos porque se le han descolocado, porque tiene ese tic o por cualquier otra razón similar, pero en esos casos lo haría con cierto disimulo. Y también lo puede hacer porque sabe que alguien le está mirando y utiliza ese gesto como señal, que es algo que un hetero jamás se plantearía, entre otras cosas porque sabe que las tías tienden a espantarse (quién sabe por qué) ante semejantes señales de hombría… El hetero busca, casi siempre, métodos más sutiles para camelarlas.

De manera que, cuando un tío se toca los huevos por la calle, generalmente lo hace sin ser consciente de lo que hace. En parte porque no le da importancia, en parte porque no lo entiende en absoluto como un gesto erótico, y en parte porque ignora la cantidad de gays que pululan a su alrededor para los cuales sí es un gesto la mar de interesante. Tal vez ese gesto sea uno más dentro de la cadena de convenciones de nuestra hipócrita cultura machista (aunque en principio esté mal visto, no está tan claro que a las tías no les guste que los tíos se toquen la polla, ni que no les guste verlos haciéndolo), pero en fin, de cualquier manera, un hetero no hará nunca ese gesto igual que un gay.

Resumiendo, cuando veo a un tío que se rasca los huevos y sé que es gay, no siento lo mismo que cuando el tío en cuestión es hetero. En el primer caso lo interpreto como un indicio de que el tío o quiere algo conmigo o quiere alardear, fardar de paquete. También puede ser que, intencionadamente, quiera hacer pasar ese gesto por un gesto de macho hetero. Pero si el tío es hetero, casi siempre me parece que el gesto es natural y espontáneo, ajeno a toda intencionalidad sexual, y eso me desarma, porque para un observador que mira en secreto, para un voyeur, no hay grado mayor de morbo que la naturalidad en aquello que se está mirando.

Otro ejemplo: la playa. Cuando un tío sale del agua ya se sabe que el bañador le marca el paquete cosa mala, pero ¿reacciona exactamente igual un gay que un hetero? El gay puede sufrir ciertos "desarreglos" disimulables o no, igual que el hetero. Pero el gay siempre se da cuenta de ello, no así el hetero, que muchas veces sale del mar con todo el rabo marcado como si no pasara nada.

Como si no pasara nada. Esa es la cuestión. Eso es lo perturbador. ¿No te desarma ver balancearse un nabo semimorcillón dentro de un bañador, a un par de metros de tu toalla, como si fuera lo más normal del mundo? ¿Como si pudieras resistirte a tocarlo?

Pues resistes. Resistes hasta que vuelves a casa y, en la ducha, rememoras esos instantes preciosos, esa imagen llena de ternura. A dónde irán todas esas pollas, qué harán con ellas las mujeres, y cuántas veces se las tocarán al cabo del día sus propios dueños. Para qué lado cargará ese tío, cómo tendrá de grandes los cojones, qué porción de miembro estará cubierta por los pelos de la base, qué tamaño alcanzará empalmado, cuántas pajas se hará al día, qué será lo más cerdo que haya hecho en su vida. Estará circuncidado o no lo estará, se afeitará las pelotas o dejará que crezca la pelambrera alrededor de su nabo, trempará para abajo o para arriba, será una polla morena o blanca, la textura del pellejo será fina o consistente, descapullará con facilidad o lentamente. Cómo olerán esos cojones a la hora de la siesta, qué gayumbos serán sus preferidos. Y sus pies, cómo serán sus pies. A qué sabrá su piel. Cuál fue el día más salvaje de su vida, cuándo soltó más cantidad de lefa al correrse, cuál es la fantasía que nunca se atreve a pedirle a su novia

No, todas esas pollas no se sabe qué hacen ni a dónde van, aunque a mí me gustaría seguirlas a su casa, ver en qué se emplean, notar cuándo empiezan a trempar, etc. Poder certificar todos los detalles de cerca sin ser visto. Quisiera ir más allá. Pero tengo que conformarme con contemplar paquetes a diestro y siniestro y hacerme una idea de todas las cuestiones con sólo unas muestras precarias de marcajes, bultos y envoltorios a distancia. Y debo reconocer que me he hecho un experto en esta complicada disciplina. Aclaro que el hecho de que uno sea voyeur no implica que sea ni un tarado ni un reprimido, ni que no le guste nada más. A veces uno prefiere mantenerse en el margen de la acción, observar detenidamente y con delectación antes que participar directamente, y a veces todo lo contrario. Al menos a mí me pasa así.

Bien, pues en cuestión de paquetes se podrían decir muchas cosas. A veces no se puede apreciar el calibre de un paquete hasta que el tío no se sienta, de forma que su pantalón, o lo que lleve puesto, se pliega marcando el deseado dibujo de su entrepierna. En esta modalidad de paquete juega un gran papel la vestimenta. Si el tío lleva unos vaqueros holgados o unos pantalones anchos de lino, olvidémonos de contemplar nada revelador. Por el contrario, si lo que viste nuestro tío son unos vaqueros de talle alto, o, pongamos, unos pantalones de pana ceñidos, el acto de sentarse podrá convertirse, para nosotros que lo vemos de frente, en algo sobrecogedor, sobre todo si lo de dentro merece la pena.

Pero no es lo mismo sentarse y cruzar las piernas que sentarse y espatarrarse. El número 1 de mi ranking particular lo ocupa esa forma de sentarse que es casi tumbarse en la silla con las piernas estiradas. Nunca falla: el tío cruza automáticamente las manos sobre su paquete y se toca las pelotas con delicadeza. Debe tenerse en cuenta que cuando un tío se lleva la mano al paquete ya no lo suelta fácilmente, sobre todo si no hay moros en la costa y él se siente a gusto.

El acto de sentarse cobra especial intensidad morbosa cuando el tío va en bañador o en pantalón corto. No sólo hay más probabilidades de que se eche la mano al paquete (porque el bamboleo es mayor y se descoloca más) sino que además existe la posibilidad de que veamos algo más que lo de fuera, ya sea algo de gayumbos –en caso de pantalón corto-, ya sea un huevo o incluso un poco el capullo –en caso de bañador-. Y no olvidemos que hay tíos que no llevan gayumbos debajo de sus pantalones cortos. A veces, donde uno está esperando ver la tela de los calzoncillos, de repente se encuentra con un trozo de la codiciada carne peluda de macho.

La verdad es que en verano se encuentra uno de todo a la primera de cambio, especialmente en los sitios con playa. Los paseos marítimos son un ir y venir de paquetes de lo más estimulante. En seguida se nota quién lleva bañador con braguero y quién lleva el rabo suelto, quién la tiene medio morcillona y quién se la ha colocado correctamente, muchas veces se nota incluso hasta la marca del capullo y si el tío está circuncidado o no.

Y qué decir en las propias playas, en la arena. Un pequeño paraíso para los voyeurs. En las playas nudistas la cosa es más obvia. Pero qué me dices del tío que, en una playa "normal", se tumba delante de ti con las piernas abiertas de forma que se le ven los huevos peludos y puedes hasta apreciar un cierto movimiento de su polla por debajo de su bañador. O del grupo de tíos que, tirados en la arena a pocos metros de ti, empiezan a hablar de tías y se nota que se empalman. En la playa, los mejores paquetes son los de los tíos que, diez minutos después de salir del agua y tomar el sol un poco, medio mojados y medio secos, se levantan para algo y no pueden esconder el bulto informe de su entrepierna.

A dónde irán todas esas pollas. En qué aprovecharán el tiempo. Ni idea, pero daría mucho por acompañarlas por ejemplo a mear, por ver cómo sus dueños se las sacuden y cómo se las guardan nuevamente en los gayumbos. A dónde irá ese tío con pantalón de ciclista cuando termine de pedalear. Qué harán antes de ducharse cada uno de esos machitos que acaban de terminar de jugar al fútbol. De qué manera le va a pedir a su novia ese tío con pantalón de militar que se la chupe esta noche. Cuántos días llevará puestos los mismos calzoncillos el malabarista con rastas que se pone en la plaza.

A dónde irán. Qué temperatura alcanzarán, cuánto sudarán en verano, cómo se tocarán las bolas en las noches de agosto en el sofá de su casa, cuándo decidirán que es el momento apropiado para hacerse una paja, cuántos de ellos se meterán un dedo en el culo y cuántos les pedirán a sus novias que les metan sus vibradores. Quién de todos estos que me acabo de cruzar será el que tenga la polla más grande y venosa. Cuál de ellos echará más precum cuando esté empalmado. Cuántos tíos estarán ahora mismo con el rabo tieso en este pueblo, y en toda la provincia, y en este país… Ah, qué maravilla sería hacerse invisible durante un tiempo… sobre todo en agosto.