A diez mil metros

Un polvo de altura con una pelirroja. Si alguna vez has fantaseado con fornicar en un avión, no leas este relato. Avisado estás.

Nada más y nada menos que ocho horas, ese fue el retraso acumulado por el maldito avión, y aún con todo, casi debería dar las gracias de no verme afectado por el overbooking, algo que me parece que empezó a ocurrir exactamente seis personas por detrás de mí, a juzgar por las voces y los improperios que le soltaron a la dulce, simpática, cañón y probablemente guarrona que atendía detrás del mostrador. Claro, que eso había pasado, como ya he dicho, ocho horas antes en el tiempo. En aquellos momentos, yo sabía que volaría de vuelta a casa, aunque no cuando, triste consuelo, lo sé.

Cuando ocho horas después, completamente desaliñado, apestando a sala de espera de aeropuerto, embarcaba por fin en el avión, casi no me lo podía creer. Todavía habría un pequeño retraso extra de treinta minutos por culpa de unos energúmenos que no se enteraron de que por fin nos iban a sacar de aquel infesto agujero, pero sentado ya en el avión uno se sentía distinto, supongo que, entre otras cosas cosas, porque había llegado a estar tan enfadado que ya no tenía ganas de seguir de mal humor.

El avión finalmente despegó sin demasiados sobresaltos en mitad de la noche. Con las líneas de bajo coste nunca se sabe si el avión despegará finalmente o los pasajeros tendrán que bajarse a empujar, cosa que no siempre sienta demasiado bien. Dos horitas de nada, y estaría por fin en casa. Sol, alcohol barato, fiesta hasta altas horas de la mañana y muchachas descarriadas y flojas de bragas... pequeñas cosas que se echan de menos en el extranjero.

Dado que eran pasadas las doce de la noche, mucha gente planchó la oreja inmediatamente después de despegar. Acusar al jet lag de mi insomnio sería absurdo, en tanto en cuanto la diferencia horaria era de +0 horas entre el origen y el destino, y como quiera que nervioso tampoco estaba, me dispuse a contar ovejas cuando me entraron ganas de vaciar la vejiga. Mejor, soy alérgico a la lana.

Uno puede calcular las probabilidades de que en mitad de la noche, a diez mil metros sobre el nivel del mar, el lavabo de un avión de una línea de bajo coste esté ocupado. No es sencillo, pero si viajas en un avión a diez mil metros de altura sobre el nivel del mar, en mitad de la noche, tienes insomnio, ganas de mear y el lavabo está ocupado, resulta entretenido. No recuerdo la cifra exacta, pero era bastante irrisoria. Dado que fuese quien fuese quien estaba dentro, tardaba mucho, me entretuve en calcular las probabilidades de que fuese una mujer y tuviese los pelos del chirri rubios. Sorprendentemente, la probabilidad era aún inferior. Aquel que estaba dentro del lavabo, que debía estarse quedando bien a gusto, seguía sin salir, así que calculé las opciones que había entre un gritón de que, además, la mujer me follase de forma salvaje. El resultado fue cero. Las matemáticas son sorprendentes. Antes de que intentase revisar el resultado, se abrió la puerta del lavabo y vi surgir de su interior a una morenaza espectacular, con grandes ojos verdes, sedoso pelo largo, inconmesurables pechos y escote más que sugerente.

Se sorprendió de verme en la puerta, dadas las circunstancias, y se disculpó tímidamente por el retraso. Pasó cerca de mí y pude oler el aroma de mujer que emanaba. Su sola visión ya me había excitado, su olor me la puso dura. De golpe y porrazo se me quitaron las ganas de mear, ante la masiva afluencia de sangre a mi verga. Lastimosamente, el culo no acompañaba a sus portentos delanteros, pero mi erección no disminuyó por ello. Entré en el reducido habitáculo, y ya que estaba allí, aunque no tenía ganas de mear, saqué el pajarito de paseo. Su tamaño y dureza me impulsaron a agarrármela con fuerza y comenzar a hacerme una paja, antes de que se me olvidara la perfección hecha pecho que acababa de admirar. En ese momento, hubo una turbulencia. El avión se agitó de un lado para otro, como si el piloto estuviera esquivando a una bandada de patos, y en respuesta a tan gracioso gesto, me di una ostia de campeonato contra la pared. Comencé a ver estrellas girar alrededor de mi cabeza en el acto. Me palpé la cabeza y noté un pequeño bulto que parecía tener intenciones de ser bastante visible al día siguiente, aunque no sentí la presencia de sangre.

Aunque pueda no parecerlo, la situación debía ser graciosa. Yo, tirado en el suelo de mala manera, patas arriba, desconcertado después de abollar la pared con la cabeza, con la polla tiesa y una puerta que se abre. Caerse en un cubículo tan reducido como ese tiene el inconveniente de que puedes arrearle una patada al pestillo de la puerta sin demasiada dificultad. Más gracioso sin duda resultará saber que en la puerta, esperando, había una jovencita de cara pecosa, piel clara y pelo rojizo. Y con la boca abierta, no sé si de agradable sorpresa o de atemorizado espanto. Bueno, sí lo sé, porque sé lo que pasó a continuación, pero en aquel momento no lo sabía.

Tardó, y no exagero, más de un minuto en reaccionar. Lo extraño es que con la cantidad de gente que se había puesto de acuerdo en ir a mear a las 0:25 de la noche no pasara nadie más por aquel condenado retrete mientras la puerta se mantuvo abierta. Yo me mantuve en el suelo con la verga tiesa y la pelirroja se mantuvo en el pasillo, con la boca abierta, y aunque suene mal decirlo, el coño empapado. Porque lo tenía empapado, os adelanto.

Yo seguía agilipollado por el golpe, de modo que no pensaba ser el primero que dijera o hiciese algo, así que esperé pacientemente hasta ver cómo se desenvolvían los acontencimientos. Lo malo es que mi erección comenzó a flaquear, aun a pesar de la situación. Según mi verga iba descendiendo poco a poco de su agitado estado, la cara de estupefacción de la joven pelirroja fue dejando paso a una cara llena de vicio, con una sonrisa malévola y lujuriosa. Dio dos pasos, se coló en el cubículo como pudo, intentó cerrar la puerta, atrapándome un pie en el proceso y casi provocándome un esguince, me hizo subir la pierna maltrecha y volvió a intentar cerrar, esta vez con más éxito. Entonces, en una inverosímil situación, me metió la lengua en la boca y comenzó a jugar conmigo. En mi situación, no podía más que dejarme hacer.

No es que besara bien, tampoco mal, pero he de reconocer que empeño y ganas le ponía, como si la vida le fuese en ello. Habilidosamente, una de sus manos fue a parar a mi verga, y comenzó a reanimarla. Gracias a dios, la chica llevaba falda, porque la operación de quitarse los pantalones, habría sido seguramente imposible en aquella reducida estancia. La joven comenzó a alternar los besos con lametones y mordiscos en mi cuello. Estaba sacando su lado más salvaje; casi tenía miedo de que fuera una vampira y deseara chuparme la sangre. Por fortuna, parecía que iba a conformarse con otros fluidos más espesos y viriles.

La falda se le había arremolinado en la cintura, dejando a la vista un tanga estampado con un alegre solete en pleno pubis. Decidí entrar un poco en acción, y le toqué el coñito apetecible por encima de la fina tela. Como dije antes, lo tenía bien empapado. Hice a un lado el tanguita y observé algo realmente expléndido e inesperado. Un chochito medianamente poblado con delicados y suaves bucles de vello rojo. Nunca había visto nada igual. Me quedé embobado mirándolo, jugueteando con los dedos en aquella matita de pelo, rozando sus labios húmedos al mismo tiempo. Le acerqué los dedos a la boca y, aunque dudosa y reticente al principio, comenzó a lamerme los dedos hasta dejármelos bien limpitos. Bajé la mano de nuevo y comencé a masturbarla, metiéndole los dedos índice y anular. La chica comenzaba a salirse de sus casillas; estaba tremendamente excitada. Saqué los dedos otra vez y volví a ofrecérselos. Se los metió en la boca y jugueteó con su lengua hasta volverlos a dejar limpios. Mi verga, que aun sujetaba en extraña postura, se rozaba con sus nalgas, de tal forma que podía sentir perfectamente el movimiento de pelvis que, inconscientemente, estaba realizando. La miré a los ojos y encontré la respuesta que buscaba.

Se echó un poco para atrás, quedando mi miembro a la puerta de la cueva del placer. Llamó dos veces a la puerta, y a la tercera entró la cabecita. Ella se debatía en oleadas de placer mientras yo jugaba en la entrada de su chochito con la punta de la polla. Y entonces se la clavé de un empellón. Hasta el fondo. Ella gritó sorprendida y extasiada, intentando sin éxito ahogar el grito. Me detuve por miedo a montar un escándalo, pero ella misma se puso a botar sobre mí. Una brutal mezcla de sensaciones me asaltó desde distintos flancos. Por un lado, su ligero cuerpo dando botes sobre mí, con mi verga entrando y saliendo de su coño me proporcionaba una fantástica sensación de placer; por otro, la postura me mataba, y cada nuevo bote era un nuevo escalofrío de dolor en los lumbares. Sin embargo, la sensación de dolor no lograba eclipsar la de placer, quizás incluso al contrario. Eso, y seguir publicando relatos en Todorelatos probablemente indiquen un caso galopante de masoquismo por mi parte... es para pensarlo, sin duda.

En cualquier caso, intenté en al menos dos ocasiones cambiar la postura. Primero, intenté que se levantara y hacer yo lo propio. Ella perdió un zapato y yo apenas fui capaz de levantarme, claramente perjudicado por tener los pantalones en los tobillos y la sangre en la punta del nabo. Tampoco me dio mucha tregua, y volvió a avalanzarse sobre mí. El resultado es que acabé otra vez dolorosamente en el suelo.

Poco más tarde, intenté darle la vuelta para follármela a cuatro patas, algo totalmente imposible. Lo más que logré fue verle el culo durante unos segundos, pero no le gustó el cambio y se puso otra vez a cabalgarme. Decidí entretenerme con sus tetitas, ni de lejos tan impresionantes como las de la morena de antes, pero aun así tiernas y blanditas, con pezones sonrosados y duros. La chica estaba realmente muy salida, y tuvo un orgasmo antes de que yo pudiera dar por terminada la faena. Miedosa por llamar la atención, no se le ocurrió otra cosa que morderme el hombro para evitar gritar. Pensándolo mejor, no creo que me vaya tanto el masoquismo. Jodida niñata, aquel moratón me duró una semana.

Y sin apenas pausa, volvió a iniciar el galope sobre mi miembro. Aquella vez, no duré mucho más. Me corrí en su interior, y a juzgar por el gesto de su rostro, lo recibió realmente gustosa. Presa del orgasmo, eché la cabeza hacia atrás al tiempo que suspiraba y volvía a clavar los cuernos contra la pared de aquella mierda de sitio. Otro chichón más, cojonudo. Lo bonito y lo normal en los cuentos de hadas es que ella se hubiera corrido con mi leche regándole el interior de la vagina, pero no fue así, sino que se mantuvo encima de mí, metiéndose los dedos y goteando leche sobre mi tripa hasta que alcanzó el clímax. Algo tremendamente morboso cuando no estás tirado de mala manera, con el cuello cercano a una fractura, en el lavabo de un avión.

Nos recompusimos como pudimos y esperamos que lo que tan largo nos había parecido a nosotros, no hubiera sido lo suficiente como para llamar demasiado la atención. No caería esa breva. Al abrir la puerta, la morena de pechos descomunalmente perfectos de antes se encontraba allí, con la respiración agitada, la camisa abierta (y consecuentemente, tetamen y sujetador negro bien a la vista) y dos botones del pantalón desabrochados, asomando un tanga negro semitransparente. A su lado, un rubiales que me sacaba una cabeza por lo menos, marcaba paquete de forma desconsiderada.

Salimos del lavabo y se metieron los dos a desfogar de forma sexualmente salvaje. Sinceramente, no sé qué le ve la gente a la fantasía de echar un polvo en los baños de un avión. Yo estuve dos semanas dolorido como consecuencia de mi pequeña experiencia. Eso sí, ver en el aeropuerto a la chica pelirroja que acababa de cepillarme una hora antes, actuando como una niña recatada acompañada de sus somnolientos padres... eso no tiene precio.