A 100 en el transporte público

Mi vida era aburrida, tantas veces me había montado en ese autobús... pero ninguna como esta. Fue todo un cambio a partir de lo que aquel día ocurrió.

C omo todos los días me dispongo a levantarme, aburrida de mi propia vida, cansada de tomar el mismo desayuno y vestirme corriendo para coger el autobús. Ese maldito autobús, que antes era de un verde vigoroso y que se ha vuelto de un verde mugriento con el paso de los años, pero que aún sigue parando en esos pueblos de siempre hasta llegar a su destino. Me recoloco la camisa que, gracias a lo estrecha que es, se sube hacia arriba dejando ver mi espalda y mi abdomen, me subo al autobús, pago y me recuesto en los asiento para, después de una hora, llegar a uno de esos pueblos intermedios. Hoy no iba a ser diferente, ingenua, intento dormir mientras el autobús se empieza a llenar y después de 30 minutos una voz de un joven me sobresalta.

Un joven de piel pálida, con ojos verdes que parecían mayores de lo que aparentaba su complexión, pelo moreno y alborotado y una camisa blanca que se ceñía a su cuerpo, de manera que dejaba poco a la imaginación. Agudicé mi vista al máximo para poder captar más de aquel chico que interrumpió mi sueño. Al ver como se acercaba, corrí rápidamente a secarme la boca por si había babeado, no sólo por haberme acabado de despertar, sino por la imagen de ese adonis que se me presentaba. Puso su mano sobre mi hombro para sentarse, tomándose demasiada confianza para alguien que acababa de conocer. De él salieron estas palabras:

  • ¿Soñabas que estabas teniendo sexo con un desconocido?

¡Oh mierda!, pensé. Es verdad, con el sobresalto no me di cuenta, soñaba que tenía sexo con un absoluto desconocido mientras dormía allí. Me sonrojé, dando inequívocamente un sí como respuesta. El chico se acercó a mi oreja y me susurró:

  • Si me cuentas tu sueño, te cuento yo el mío.

¡Me negaba a contarle mi sueño! Pero él me estaba engatusando, se acercaba a mí y rozaba con pequeñas caricias mi brazo, mi barbilla, mis muslos… No pude resistirme, accedí en parte. Con la respiración entrecortada le dije:

  • Sí, tenía se..xo, con un..esto..un..absoluto desconocido.

Él sonrió y dijo:

  • ¿Ves como no es tan difícil? Sabes, yo he soñado que tenía sexo contigo millones de veces y hoy, si me lo pides educadamente y ya que soy un desconocido para ti, podemos hacer realidad tus fantasías, y las mías.

Yo estaba tan caliente que no entendía la frase, sólo entendía sexo con aquel chico. Y por suerte, salieron de mi boca, las palabras correctas:

  • Señor ¿podría satisfacer a esta chica que acaba de soñar cosas realmente guarras?

Su sonrisa de hombre malo me heló la sangre y me calentó la entrepierna. Mientras había sucedido esto llegamos a la estación donde me bajaba yo, sentí una oleada de insatisfacción, pero ésta se borró cuando aquel chico me tiró del brazo y me arrastró fuera del autobús. Me agarró más fuerte cuando ya estábamos en el exterior y me dijo, colocándome delante, pero de espaldas a él:

  • Comienza el juego, ya no puedes arrepentirte, piensas en cosas guarras y por ello deberás cumplirlas, como una mujer sucia que eres.

Me arrastró hacia los baños de aquella estación, que quizás era más mugrienta que el propio autobús, pero que yo, esta vez, la apreciaba roja como el fuego y con un olor fuerte, olor a sexo. Entramos en el baño de caballeros y cerró la puerta con un pequeño pestillo, nuestros pies podían ser vistos desde fuera por cualquier mirón, aunque el baño era relativamente grande.

Tiró mi maleta al suelo, me miró y, sin expresión, me dijo:

  • Lo único que vas a saber de mí es que tengo 28 años y que mi polla sólo quiere estar en todos tus agujeros. Me desarmó con estas palabras, me quedé inmóvil, ¿me haría daño? La idea me aterrorizaba, pero, a la vez, me llevaba al mismo éxtasis por no saberlo. Al ver aquella expresión que quedó en mi cara, él sonrió y ordenó:

  • ¡Desnúdate!

  • Sí, respondí.

  • Sí ¿qué? ¡No me conoces de nada! ¡Debes decir sí, señor!

  • Sí, señor, dije mientras empezaba a quitarme la camisa verde, botón a botón. La dejé caer al suelo y seguí por la correa del pantalón, pero esta vez no pude dejarla caer al suelo, el chico me la arrebató de las manos.

Seguí desnudándome, me quité los zapatos y los pantalones. Fui a desabrochar el sujetador, pero lo hizo él con un movimiento agresivo. El tanga, por el simple momento en el que me encontraba, estaba empapado de mis fluidos vaginales, de pura excitación. Él me lo quitó y lo metió en mi boca, impidiéndome hablar. Luego me ató las manos detrás de  la espalda con mi propia correa, de la que antes él me había despojado.

Expuesta a él, me puso enfrente de los espejos del baño y me estampó contra uno de ellos. Mi cara tocaba el espejo con la mejilla izquierda y ambos senos estaban duros por el frío que les producía el contacto con él. Me agarró del pelo con violencia y desde atrás mía, en un grito ahogado, me dijo:

  • Ojalá te doliera, pero estas demasiado mojada, zorra.

Podía verlo por el espejo. Sacó su verga, su enorme y calenturienta arma  y, sin más palabra, me la metió desde atrás, hasta el fondo. De inmediato, me ordenó algo nuevo:

  • Cuenta cuantas veces te meto mi tranca. Yo respondí como me había amaestrado, ya era suya totalmente:

  • Sí, señor.

Empecé a contar en voz alta, tenía que centrarme en el ritmo que llevaba aquel desconocido. Unas veces era lento y profundo, 10…11…12…13…, Otras muy rápido 87,88,89,90,91,92,… Me estaba volviendo loca, las piernas me temblaban y no podía aguantar más, me quería correr, pero él me lo impedía, 132…133…134…135,136,137...

Me giró hacia él, me puso mirándole de frente y, con fuerza, me agachó, poniéndome de rodillas ante él. Pensé que iba a tener que chuparle aquel hermoso pene, que llevaba tanto tiempo metido en el coño que me lo había dejado escocido. Pero no, él sólo susurró:

  • Te gustaría tanto chupármela que no te voy a dejar, sólo vas a probar mi leche, putita.

Esas palabras despectivas me volvieron loca del todo. Empecé a tocarme la concha, a darme placer. Cuando el chico sacó el tanga y se corrió en mi boca, manchó parte de mi cara. Estaba a punto, sólo me faltaba un poco más para dejarme ir ¿Qué haría el conmigo? ¿Me ayudaría? Él  limpió lo que quedaba de semen en mi mejilla y, con una sonrisa de satisfacción, me quitó el cinturón y dijo muy tranquilo:

  • Límpiate la cara, pero sólo puedes utilizar tu mano derecha y tu lengua, con la izquierda quiero que te corras.

Quería correrme ya, pero soy diestra y con la izquierda me cuesta más. Me empecé a limpiar y a masturbar como dijo. Me parecía tan asfixiante. Cuando terminé con el último resquicio de semen en mi cara llegué al orgasmo, grité y manché todo el suelo de mis fluidos. Me daba igual, me tumbé en aquel sucio sitio. Yo también estaba sucia, pero feliz.

Él ya se había colocado los botones del pantalón y se puso al lado de la puerta con la mano en el pomo para abrir. Yo aún estaba en el suelo. Él soltó en un soplo:

  • Cojo ese autobús todos los días. Mañana volverás a ser mía, mi pequeña zorra. Ahora vístete rápido, seguro que hay gente esperando para utilizar este baño. Y se fue.

Mientras me vestía lo más rápido que podía, caí en la cuenta. ¡Ese chico ya me conocía desde hacía tiempo! ¡Él coge el autobús todos los días! ¡No me había fijado! ¡Mi vida era tan rutinaria! Ahora todo encajaba…

A partir de ese día se sucedieron más encuentros con aquel chico. Me convertí en su putita del transporte público.