85 en Fitito

A veces perder el auto sirve mucho.Nada extraño. Solo experiencias contadas

Yo soy de perder el auto.

De perderlo, de no encontrarlo. De estacionar y olvidar dónde lo hice, de volver cuadra por cuadra rastreando el sitio donde él se oculta de mi vista. De imaginar acciones

policiales, aluviones, aludes o catástrofes que se llevaron exclusivamente mi auto.

Encontré algunas soluciones en los sótanos de los shoppings y de los grandes almacenes donde las columnas reciben nombres orientativos.

Igual no me es fácil ubicarlo.

Estoy casi seguro que a veces juega con mi desesperación saltando de parcela a parcela, de la calle “Panda” a la calle “Lagarto”, o del 1500 de Nazca, al 1700 de la

misma Avenida. Aunque nunca fui tan feliz como cuando perdí el Fitito.

Regresaba, seguro y displicente, después de cumplir mi horario y cuando llegué al lugar que reconocía exacto, justo donde lo dejé en la mañana, no lo vi. ¿Quién carajo se va a robar una bolita ruidosa y calentona como esa? ¿Quién querría llevarse sus agujeros en el piso y sus butacas oscilantes?

Habiendo tantos; ¿Justo se llevaron ése que era color mierda de bebé? Imposible. Solamente podía ser una burla de mi destino cruel. O una venganza de Ze

Sergio por mearle las zapatillas, pero el nunca supo quien había sido.

Repasé mis acciones matinales, revisé la zona. Auto por auto. Caminé desandando la peregrinación diaria. Lo busqué 2 horas, entre las 18.30 y las 20.30 hs. Venía golpeado sin piedad por la realidad y esa fue la gota que rebalsó el balde.

Cuando me di por vencido me largué a llorar. Ese auto era más que un icono para mí, era el único bien no hereditario que ostentaba lastimeramente. Ni la denuncia atiné a hacer. Lloraba inconsolablemente mientras deambulaba sin sentido en pleno centro de San Justo.

Ella me miró de reojo. Con la lástima que le inspiraba mi desazón y evidentemente emocionada. Sonrojada de vergüenza propia y ajena, anhelante de saber el porqué de

ese llanto tan dolorido. Lo que nunca supe era si lo hacía por curiosa o por chismosa. Por maternal o ultrajante, por solícita o desdeñosa.

Las mujeres son así, inexplicablemente mujeres.

Mi manual de “Macho Argentino” explicaba muy claro que estaba haciendo un papelón. Estaba comportándome ridículamente en plena calle atestada de humanos, encima, la mina sobrepasaba sin esfuerzos las normas ISO 9000 y 9001 de belleza argentina. Y la veía acercarse a mi dispuesta a hablarme. Oprobio total.

--“Debe ser muy grave para que te duela y te haga llorar tanto”.

Empezamos mal. La frase me pareció inteligente, clara y comprometida. No estaba jugando a la samaritana. Sonaba sincera y oportuna. A mí lo único que me salían eran mocos y lágrimas.

--“Dale. Pará un poco de llorar y vamos a tomar un café. Por favor.”

Ahora si que no entendía nada. Si habré rebotado veces ante mil bellezas similares pidiendo un café y esta deidad se entregaba en bandeja. Y pedía por favor. Acepté la invitación y la seguí hasta un bar.

Lo de seguirla fue a propósito. Impresionante, su culo se manejaba despachando vaivenes, atrapado en el jean. No lloré y mis ojos quedaron pegados a la síncopa de ese bamboleo. Cuando se sentó, me dirigí hasta el baño a mejorar mi imagen. Al regresar ella seguía sentada café de por medio mirando la silla que yo debía ocupar.

Me senté.

--“Solo una mujer puede haberte hecho tanto daño para llorar así y en la calle. Lo sé porque un hombre me hizo llorar así. No sabés como te entiendo.”

Juro que iba a decirle la verdad. Iba a decirle que era por mi Fitito, que no era la primera vez y que tenía que ir a denunciar el robo. Pero tenía los ojos más lindos que conocí. Verdes, intensos. Húmedos, vitales y pícaros. Y estaba visiblemente emocionada con mi dolor.

--“No valemos la pena. Ni las mujeres, ni los hombres valemos tanta pena. No es justollorar así por alguien que no nos quiere, ni nos merece.”

En su monólogo me dejaba introducir monosílabos, pero ninguna frase. Desenrolló un discurso profuso y apropiado sobre el amor no correspondido, el dolor del alma, la

vaciedad del espíritu y la insoportable levedad del ser. Apenas pedía opinión y se iba encendiendo apasionadamente en una oratoria casi feminista.

A esta altura yo no lagrimeaba más y mi mente se había olvidado de la denuncia pendiente, seducido por la impensada distancia que había entre el último botón desabrochado de su blusa y su piel. Sus pechos estaban exaltados, inmersos en una rutina de sube y baja. Su textura era tersa, antojadiza. Eran tetas hechas para acariciar, para tocar, para mimar, para besar.

Del auto ni me acordaba. Y estaba, indefectiblemente, al palo.

Avanzamos inexorables por el camino trivial de las preguntas. Edad, estudios, trabajos, que hacemos por estos lados a estas horas. Establecimos nuestras identidades y ella retomó el mando de la reunión.

--“No quiero dejarte solo. ¿Cenamos?”

Romina estaba eligiendo un camino. Me estaba seduciendo. Estaba haciendo todo lo posible para que yo no sufriera más por amor. En realidad, (si ella supiera leer mentes), le hubiera alcanzado con decirme ahora y yo me iba en leche a sus pies, pero creyó que la imagen de mi sufrimiento era mejor que ella y se obligó a hacerme olvidar.

Cenamos y después caminamos hasta su departamento, cerca, para el café del estribo. El último. Un café instantáneo batido, (una especialidad de soltero), como para

agradecerle su caridad y compasión por mi dolor.

Preparé el café usando pocas gotas de agua con gas, en una sola taza, mientras ella iniciaba el relato de su propia desdicha. La dejé hablar 15 minutos, batiendo a ritmo constante, y ella tradujo en palabras la historia de su decepción. Puse agua a hervir y acordamos dejar el pasado. Cuando la pava silbó estábamos demasiado cerca para evitar el beso.

No la besé, no me besó. Nos besamos a conciencia, humanizados en la idea de curar el dolor del otro. Deseosos, excitados por una circunstancia que intuíamos ajena a nuestra propia voluntad. Implacables y decididos.

Profesionales espontáneos en eso de hacer feliz al otro. De que el otro sea más importante que uno, prostitutas mutuas de un cliente común.

A media luz y caminando la sala me encontré apretando sus pechos duros y orgullosos. Liberé su cuerpo ganando espacio sobre la débil resistencia de su ropa, mientras su desnudez irradiaba positrones hasta mis manos, y su voz obscena, calentaba mi oído. Ella avanzaba meticulosamente sobre mis cosquillas más sentidas, sobre mis sensaciones más ardientes y obtuvo mi desnudez desafiando mi infinita necesidad de poseerla y jugando con la paciencia de ambos.

Mirándome a los ojos. Leyendo cada uno de mis deseos.

Calmé mi boca sobre uno de sus pezones, mientras ella me acariciaba entre las piernas. Pude morderlo y gozarlo, apretarlo y dejar que mi saliva resbalara por el. Pasé al otro, repetí el coqueteo. Su mano se apropió de mí. Llevó el prepucio más atrás y con los dedos en “V” detalló mis venas y contorneó sobre el músculo inflamado. Jugueteaba retirando la gota seminal y la enredaba, tejiéndola, con mis pelos. Me arrodillé e impuse un ritmo sobre su clítoris, pero el meneo constante de su cadera lo acercaba y lo alejaba de mi esfuerzo, la apreté contra mí presionando su cola, firme, rotunda; y hundí la lengua buscando el sabor. Manaba. Rojizo y ardiente aquel botón agradecía.

De pie sentí la necesidad de tenerla. Así. Parados. A mi conjuro mental su pierna derecha se enroscó en mi cintura y su mano me guió sin temores hasta la entrada. Volvimos a mirarnos. Me dejó entrar, y me dejé envolver. Se dejó gozar y me dejé tener. Pudimos acomodarnos al mismo vaivén y mientras sentía clavarme en ella, la sentía incarse en mí. Nuestro camino de ambas direcciones nos arrancaba gemidos y deliciosos quejidos de placer. Mi pene se detallaba en su vagina y su toda su dilatación se explanaba sobre mi glande.

Acabamos juntos para volver a empezar. Acabamos juntos para ir a la cama y seguir.

Acabamos juntos para dar más placer.

--“Quedate, por favor”.

Se inclinó sobre mi cuerpo. Podía ver su pelo y su nuca subiendo y bajando. Podía sentir su lengua en mí, recorriéndome. Limpiándonos. Me endurecí en su boca. Y le conté todo. Palabra por palabra. Mientras ella seguía, entrecortado por los suspiros y el goce que me producía, le dije la verdad.

Hablé de mi Fitito. De mi facilidad para perder autos. De mi vergüenza a confesar todo y de pedir perdón.

--“Vos sos un pelotudo”.

Lo dijo y yo asentí. Pero siguió.

--“¿Porqué me decís la verdad?”

Tuvo que repetir la pregunta porque no la entendí, (es difícil hablar con la boca ocupada, me aclaró)

--“¿Por qué me decís la verdad?”

--“Porque podré ser un pelotudo pero no miento, y me gustaría pasar los próximos añosasí, con vos como estás ahora. Toda la noche.”

Mi voz era un ronroneo, mezcla de león rugiendo y gato aullando a los golpes, apenas pude articular la oración entre los espacios que dejaban mis gemidos. Ella continuaba cada vez con más intensidad. Me venía. Se me iba la leche y ella no contestaba. Grité, puteé, y me dejé correr. Cuando terminé de corcovear entre espasmos y sacudones inmejorables ella se dio vuelta a mirarme.

--“Tenés razón. Prefiero saber la verdad, y tenerte conmigo los próximos años. Toda la noche.”

A la mañana salí muy temprano, nadie en la calle.

Di vuelta en la esquina, como para ir a Ramos Mejía, a cambiarme la ropa y salir para el trabajo. Sin auto. Recordé la denuncia. Ya la haríamos.

Me pareció que era la cuadra, pero no lo quise creer.

Me pareció que era el lugar, pero no lo quise creer.

El Fitito estaba ahí. Estacionado. Mojado del rocío y sucio, como siempre. Con su color mierda de bebé.

Subí y volé a casa para cambiarme y llegar al trabajo. Durante el viaje le pregunté dónde había estado.

No me contestó pero igual le agradecí.