7. El amante de la Domina. El guerrero de Freyja

Roma. Siglo I A.C. Wolfgang se ha vuelto el semental de Diana Marcia Vespia, pero el peligro rodea la cama en donde la penetra, llevándola al éxtasis. La conspiración se teje, mientras exploran el placer prohibido, bajo el Imperio de Nerón.

CAPÍTULO 7

El guerrero de Freyja

Luego de varios días en que prácticamente no abandonaron la cama, Diana se sentía lánguida y profundamente satisfecha. Jamás había hecho el amor con tanto ahínco ni había estado tan complacida con un amante. Se sentía plena y fresca, como si tuviese dieciséis años nuevamente. Era una hembra dichosa, admirando la perfección del muchacho que dormía a su lado.

Lamentó haber ordenado que cortaran su melena salvaje. Hundió los dedos entre las hebras doradas y las acarició, fascinada. El muchacho tenía el sueño pesado y apenas movió las cejas. Diana sonrió, rozando la línea del mentón. Su barbilla era levemente partida y los labios, carnosos. El chico acostumbraba dormir de boca, pero esta vez lo hacía de espaldas. La herida del combate con el nubio había cicatrizado y ahora cruzaba su pecho, como una fina cordillera de un rosa tierno. Lejos de afear su torso, la marca le daba un aspecto más fiero. La Domina había sorprendido al muchacho contemplándose en el espejo, satisfecho de llevar en la piel algo de su historia guerrera. El cuerpo de su padre narraba batallas y hazañas impresionantes. El menor de los hijos de Hagen, de la aldea del lago, había sobrevivido a una muerte segura y ese era un buen comienzo en su camino de venganza.

Diana ya había oído sobre el padre de Wolfgang. Se acostumbraron a hablar en la oscuridad, luego del sexo. El muchacho ya manejaba el latín al punto de ser capaz de relatar y describir. Sus errores gramaticales y su dificultad para pronunciar ciertas sílabas hacían reír a la Domina. Él fruncía el ceño y ella lo besaba, divertida. La dama apoyaba el mentón en el pecho de su amante y lo oía en silencio. A pesar de su vocabulario reducido y sus eventuales dudas, era un narrador talentoso. Así fue como, sin salir de la cama, Diana Marcia Vespia fue capaz de volar por sobre las montañas hasta cruzar los límites de Roma y remontarse en aquellas tierras salvajes y profundas.

Wolfgang le contó sobre el ancho río que los romanos llamaban Rhin y que cruzaba los bosques negros, sereno y poderoso, sembrando de lagos el campo y las tierras bajas. Uno de esos lagos nutría a su aldea, allí donde su padre era el jefe y por ello era el único que llevaba a la batalla el yelmo de hierro con forma de cabeza de lobo.

Cuando Hagen tenía dieciocho años y se bañaba desnudo en lo que creía un solitario tramo del lago, notó que era observado por los ojos verdes de una chica impertinente. Él le reclamó por su descaro, pero ella lo enfrentó de vuelta, acusándolo por el atrevimiento de desvestirse en las tierras en donde ella cazaba ciervos y recogía hongos. Hagen se burló, poniendo en duda sus habilidades de cazadora. Fue entonces cuando Gudrun sacó su arco y disparó una flecha que le voló al muchacho un mechón entero de su cabeza.

No volvió a pensar en otra mujer y la persiguió por más de un año, intentando impresionarla; hasta el día en que tuvo ocasión de pelear a su lado contra una banda de invasores suevos que pretendían robar el ganado, secuestrar a las mujeres y quemar sus cosechas. Ambos cortaron gargantas y decapitaron usurpadores, hasta finalmente levantar sus lanzas, ebrios de triunfo, por haber salvado a los viejos y los niños que se ocultaban en el bosque.

Diana escuchaba fascinada. Jamás había oído que una mujer empuñara armas y peleara codo a codo con un hombre, como su igual. Y se sorprendió más aún cuando supo que Gudrun aferró la nuca de Hagen y lo atrajo para besarlo bruscamente, a pesar de que ambos llevaban la cara salpicada de sangre.

-       Yo te tomo, Hagen de la aldea del lago, como mi hombre – Declaró ella a gritos, en medio de la euforia de la batalla recién ganada – Pelearé a tu lado, sembraré contigo, nadaré junto a ti en las aguas de invierno y llevaré a tus hijos dentro de mí.

La boda se organizó rápidamente. Hagen, como era la costumbre, regaló armas y ganado a su flamante esposa, prometiendo amarla y cumplir con las promesas anunciadas en el combate. Mucha gente cruzó los bosques para celebrar con ellos. Había manzanas hervidas en leche y venados que giraban, asándose bajo las antorchas. Walramm, el hermano menor del novio, bebió cerveza y aguamiel como una bestia, hasta dormirse bajo las mesas justo antes de que los recién casados entraran a su nueva cabaña de madera y paja, para amarse junto al fuego.

Esa misma noche hicieron a Baldur. Dos veranos más tarde llegó Plechelm. Y casi siete inviernos después de casarse, en una noche de ventisca, Gudrun dio a luz a su tercer hijo, quien casi murió durante el parto pues venía en mala posición. La partera debió intervenir, con el riesgo consiguiente para la madre y el niño.

Hagen sostuvo al recién nacido, lívido por su traumático nacimiento, y sonrió aliviado cuando el pequeño lanzó un grito que se oyó por toda la aldea, provocando que los vecinos salieran de sus casas y se abrazaran bajo la tormenta.

-       Logrará respirar, incluso en medio de la peor ventisca – Dijo Hagen, acariciando la pelusa dorada en la coronilla de su hijo – Y sobrevivirá, aún en el bosque más oscuro. Tendrá la fuerza de un lobo y así será, hasta el día en que deje la tierra rumbo al Walhalla.

-       Wolfgang… – Jadeó Gudrun, agotada por el esfuerzo del parto que había puesto en peligro incluso su propia vida – La garra del lobo…

-       Wolfgang – Repitió el padre, orgulloso, antes de acercarse a su esposa y besarle la frente.

Diana murmuró el nombre en la oscuridad.

Le habló de su familia. Baldur era el más alto y desde niño podía arrojar piedras enormes y levantar pesados troncos. Plechelm era ingenioso y divertido. Contaba anécdotas y era capaz de imitar voces y gestos ajenos, hasta arrancar carcajadas. Le habló de Walramm, el hermano de su padre, ágil y alegre; el encargado de enseñarle a los muchachos la destreza en la pelea y la astucia de un guerrero. Y también le contó que su madre cantaba mientras recolectaba la cosecha o afilaba las hachas de guerra, siempre listas para la batalla. Wolfgang comenzó a cantar suavemente. Diana lo oía, maravillada. No imaginó que ese idioma áspero podría volverse tan dulce. Sintió que los ojos se le empañaban y agradeció que él no pudiera verlos. Antes de hablar, esperó que se apaciguara el nudo en su garganta.

-       ¿Qué significa? – Susurró.

-       Es la historia de un lobo que encuentra a una doncella en medio del bosque – Le explicó, acariciando su hombro – Él le gruñe y ella teme, pero luego entienden que ambos están solos en el frío y que deben caminar juntos. Era la canción favorita de mi padre y mi madre siempre la cantaba para él. Lo hizo, incluso, con el yelmo del lobo en las manos, el día en que quemamos su cabeza y la de tío Walramm, luego de la gran batalla junto al río.

-       ¿¿Quemaron sus cabezas?? – Preguntó Diana, horrorizada – ¿Por qué? ¿Quién los decapitó?

Wolfgang guardó silencio por algunos segundos.

-       Ustedes… – Señaló sombríamente – Los romanos lo hicieron… Y vinieron unos años después a matarnos a todos. A mí me metieron en una jaula y me trajeron aquí.

Diana sintió vergüenza y escalofríos. Recordó al muchacho sucio y tembloroso que trataba de mantener la dignidad, mientras lo obligaban a levantar la cabeza y enseñar los dientes en la subasta de esclavos. Recordó sus ojos cargados de odio y la furia de su voz, cuando levantaba la espada para pelear por su vida en la Domus Transitoria. La Domina jamás había sentido la más mínima piedad por sus esclavos. Consideraba que era su destino servir y poco importaba de dónde vinieran. Apenas sabía que Illithia y Helios fueron arrancados en la infancia desde las costas de los Balcanes y que Akeem había nacido en una familia rica que cayó en desgracia, en la lejana Alejandría. Nunca sintió la necesidad de preguntarle a Zenobia quiénes habían sido sus padres o de dónde provenían sus ancestros. Simplemente, sus historias no importaban. No existían. No había un pasado antes de la casa Vespia. No había futuro fuera de sus muros.

Pero este muchacho le había hablado con tanta franqueza de su mundo y sus cercanos, que sentía que conocía a aquella mujer capaz de disparar un arco, o al guerrero que les mostraba a sus hijos los detalles de su casco de hierro y la forma correcta de cabalgar, a favor del viento. Diana recordó a su propio padre y la vez en que organizó un tribunal doméstico para juzgar al tercero de sus hermanos mayores, que por entonces tenía 17 años. Fabio lo había desafiado, indignado por el trato injusto en contra de un viejo sirviente. Lucio Sabino Fausto resolvió condenar a muerte a su propio hijo, argumentando que se trataba de una insolencia imperdonable. Le daba la oportunidad de dejarse caer sobre una espada en el patio principal, ante la mirada de la familia. Lo asistiría en su forzoso suicidio el mismo esclavo al que había defendido. El anciano temblaba y lloraba. Bajo la sombra de las columnas, Diana sollozaba en los brazos de Zenobia, agotada de rogar por la vida de su hermano.

En el último instante, cuando Fabio estaba a punto de arrojarse sobre la hoja, el general Sabino Fausto levantó la mano y perdonó la vida de su hijo. Lanzó una carcajada y se puso de pie, justo antes de que Fabio se desplomara, aturdido por la experiencia.

Sí, ese era su padre. El mismo que la había vendido a Gneo Marcio, como si fuera una yegua de cría.

Cuando Diana regresó de la casa Vespia, luego de la noche de la violación, su padre la esperaba en sus aposentos. La niña se acercó a él, temblando, y por unos instantes dudó y pensó seguir el consejo de Zenobia. Le contaría todo y le pediría que rompiera el compromiso. Estaba segura de que él, como militar respetado y un guerrero legendario de tantas campañas del Imperio, no dejaría pasar ese ultraje y decapitaría por sí mismo a quien se atrevió a mancillarla de esa forma. Pero el general Sabino Fausto avanzó hacia ella y le propinó una bofetada tan brutal que la arrojó al piso.

-       ¿Sabes dónde queda la isla Pandataria ? – Preguntó con total tranquilidad, mientras su hija lloraba en silencio, sujetando su mejilla lastimada – Queda frente a las costas, entre Roma y Pompeya. Allá fue enviada Julia, la hija del divino Augusto, como castigo por su conducta indecente. No puedo enviarte a ese montón de rocas a morir de hambre, y los dioses saben que lo haría con gusto; pero si ese hombre se niega a desposarte, juro que te arrastraré a un juicio doméstico que no tendrá el mismo final que el de tu hermano…

-       Marcio Vespio me violó, padre… – Señaló Diana con un hilo de voz – …Y un esclavo lo ayudó.

-       ¡Y FUISTE LA ÚNICA RESPONSABLE POR PRESENTARTE DE NOCHE EN SU CASA, COMO UNA CUALQUIERA! – Rugió el padre, alzando el brazo, como si quisiera golpearla de nuevo – Júpiter sabe que si no te caso ahora, terminarás prostituyéndote en el barrio de Subura y manchando el nombre de la familia Fausta… ¡Maldito el día en que engendré a una hembra inmunda y libidinosa…!

Cualquier vestigio de amor por su padre se desvaneció en ese momento. Desde entonces, evitó cualquier instancia voluntaria de contacto con él. Se contentó con recibir su visita con motivo del nacimiento de Sabina y en las diversas ocasiones en que se dejó caer en la casa Vespia, sin previa invitación. Por suerte, hacía diez años que se había retirado a vivir a su villa del campo, a cierta distancia de Herculano; dejándole a Fabio Sabino Fausto el cuidado de la casa familiar. Irónicamente, el menor de sus hijos varones se había convertido en su único heredero, luego de la muerte de los otros dos mayores en las campañas germánicas. La esposa de Gneo Marcio Vespio no había visto a su padre en mucho tiempo y nada le apetecía menos que volver a hacerlo.

Diana reflexionaba, mientras acariciaba el cuerpo dormido de su amante adolescente. Nada podía empañar ese momento, ni siquiera los nefastos recuerdos del general Sabino Fausto.

Y había tanta belleza en el cuerpo de Wolfgang…

El pene descansaba sobre las gónadas. La Domina lo rozó con la yema de los dedos. Le había dado tanto placer, que contrató a un célebre artista griego para que esculpiera la cabeza y el torso del muchacho, incluyendo sus genitales. Adornaría con él su lugar preferido en la casa, junto a la piscina. Diana contemplaba a Wolfgang, posando desnudo para el artista, mientras ella se recreaba en la belleza de su cuerpo. Se sentía tan complacida, que incluso fingía no oír las risitas y comentarios de las esclavas.

Ahora, el delicioso órgano sexual reposaba a un tercio de su tamaño erecto. Aún así, a Diana le parecía impresionante.

La Domina se inclinó y depositó un beso sobre la piel del prepucio. El muchacho apenas alzó las cejas. Seguía dormido. Entonces, la dama abrió lentamente la boca e introdujo en ella los primeros centímetros del órgano. Sintió la primera reacción del muchacho, pues el falo pareció despertar. Los pezones de Diana se erizaron de inmediato. Chupó con cuidado, delicadamente, estimulando con sutileza. Aquella verga se fortalecía poco a poco, acariciada por la lengua y los labios expertos.

En una ocasión, hacía algunas semanas, mientras Diana devoraba perezosamente el pene del muchacho sobre su cama, le pidió que le hablara de sus dioses. Quería saber qué divinidad bárbara ayudaba a los amantes y encendía la lujuria en los cuerpos, como lo hacía Venus. Wolfgang, jadeante, le habló de Freyja , la diosa del deseo, del sexo y la fertilidad. Era la señora de las valkirias y reclamaba para ella a la mitad de los guerreros caídos en batalla. En medio de los gemidos de placer, el muchacho le contó que si él moría en combate, las valkirias lo llevarían al Walhalla, al gran salón de Odín … Pero si Freyja lo reclamaba, iría con ella al Folkvangr , su palacio en Asgard , para hacerle el amor y complacerla, ante la vista de sus guerreras.

Luego de tragar el delicioso semen, Diana se recostó sobre el pecho del muchacho.

-       Yo te reclamo para mí – Susurró – Y ahora a mí me complaces. Que esa diosa envíe a sus guerreras por ti, no me importa, porque no tengo intenciones de soltarte.

Los conductos dentro de la verga se llenaban de sangre. Magistralmente y evitando que el muchacho despertase, Diana estimulaba el órgano hasta endurecerlo. Sus dientes rascaban cuidadosamente la piel del bálano, suavizando el contacto con la caricia inmediata de la lengua húmeda. La ansiedad provocaba que su vulva soltara jugos. Una espuma tenue le empapaba los labios menores mientras el delicioso sabor del glande impregnaba su lengua. Wolfgang gemía suavemente, sin abrir los ojos. El falo ahora se alzaba, completamente erecto y trémulo, listo para abrir las carnes. El prepucio se descorría por sí solo, revelando la cabeza inflamada.

Diana levantó su pierna y lo montó, evitando tocarlo. Cerró los ojos y palpó sus propios pechos, hinchados y con las puntas rígidas. Descendió hasta que su vulva apenas rozó el glande. El líquido escurrió entre los pliegues, deslizándose hasta el pene. El muchacho apretaba los párpados, aún dormido. Diana echó la cabeza hacia atrás y bajó poco a poco, permitiendo que el falo la abriera paulatinamente. Pellizcaba sus propios pezones, sintiendo el contorno, el grosor y las venas tensas del órgano, deslizándose contra las paredes de su vagina. Cuando los labios de su sexo se estrecharon contra los testículos, percibió las manos del muchacho acariciando su cintura. Había despertado.

La Domina apoyó ambas manos sobre el pecho del muchacho. Sus caderas serpenteaban, gozando de la verga flexible que la penetraba hábilmente. Una y otra vez el pene emergía, brillante y espumoso, para hundirse nuevamente en la profundidad de aquella vagina hambrienta que intentaba tragarlo. La dama gemía como una puta. Así se sentía con él. Era su puta, su diosa, su amante. Él se incorporó, sentándose, aún dentro de ella. En esa postura, podía disfrutar de sus tetas. Ahora mamaba, desesperado, devorando los pezones oscuros, mientras gruñía de deseo. Diana cerraba los ojos y fantaseaba con el tabú de ser su madre. El muchacho era su cachorro, su hijo, que bebía de sus tetas mientras la penetraba, colmándola con su propia leche. Ella nutría su boca. Él alimentaba su útero. Sí… Era Yocasta y el muchacho era Edipo.

Pero el bárbaro ignoraba aquella historia mítica. Solo sabía que desde que vio a la Domina por primera vez, entendió que Freyja debía parecerse a ella. Así era, sin duda, la diosa de la lujuria. Seguramente tenía ese cuerpo, esas tetas puntiagudas, esas caderas generosas. Daba igual que Diana fuera morena y el panteón germano estuviera compuesto por divinidades de cabellos rubios. Ella era la mujer más deseable de la tierra y los propios dioses la habían moldeado a su imagen.

-       Dámelo… Dámelo… – Gemía Diana, pidiendo que se derramara en sus profundidades, mientras el muchacho mordía sus pezones

Sin embargo, Wolfgang aprendió de Nidia que el placer de una mujer era más sublime si la ansiedad se volvía insoportable. Aplicó sus conocimientos y dejó que su respiración controlada le permitiera retardar el estallido, hasta que la dama desfalleciera de deseo. Y sí… Diana sentía que todo su cuerpo se licuaba y perdía la noción de sus extremidades. Se había convertido en solo sexo, en solo un órgano. Dejaba de ser humana y solo podía sentir la vulva palpitante que absorbía el pene, estimulándola inclemente. Aferraba el cabello del muchacho, echando su cabeza hacia atrás y mirando fijamente ese par de ojos azules que brillaban, fieros. Él no dejaba de penetrarla rítmicamente. Ella lamía su boca, como un animal, ordeñando con los músculos vaginales el falo intenso que la empalaba.

-       Dámelo, por favor… – Gemía la Domina.

Pero Wolfgang sonreía con malicia. Disfrutaba, aplicando esa tortura.

-       ¡Dámelo, maldito salvaje! – Gruñía ella, mordiendo su boca – Dámelo…

Incapaz de sostenerse por más tiempo, la señora de la casa Vespia convulsionó, anticipando un orgasmo brutal; pero el muchacho, cruelmente, había arrancado su verga del pasaje vaginal en el instante en que comenzaba el éxtasis de la dama. Ella se desplomó en la cama con la vulva palpitando a simple vista, mientras el muchacho frotaba con su mano el falo babeante, hasta explotar unos segundos después en el rostro y el cuerpo de su Domina.

Diana recogió con los dedos el semen que escurría por sus tetas, sus mejillas y su cuello. Lo llevó a su boca. Wolfgang, por su parte, lamía el licor delicioso que había escurrido entre los pliegues de la concha inflamada, producto del reciente orgasmo. Avanzó hacia la boca de la dama y la besó lentamente. Diana sintió el sabor de sus propios jugos, mezclados con el esperma de su esclavo. La dama devolvió el beso y alargó una mano, para acariciar los genitales del muchacho, aún húmedos y sensibles. Él dio un respingo y sonrió.

-       Lo has hecho bien – Ronroneó ella, alternando lamidas en la boca y caricias en las gónadas – Le has dado placer a tu Domina. Aprendiste a satisfacer a una mujer…

-       ¿No es lo que un hombre debe hacer? – Rió Wolfgang, luego de lamer algo de su propio semen, rezagado en la barbilla de Diana.

-       Es un deber que muy pocos saben cumplir – Respondió ella y jaló un poco del pene del chico, provocando su gemido.

-       ¿Qué haces? – Jadeó él.

-       Probando si Nidia no mintió y tienes el poder de Hércules para recuperarte – Replicó Diana, masturbándolo con calma – Quiero ver cuánto tardas en levantar esa arma nuevamente. Ahora necesito tu leche en mis entrañas…

El invierno cayó sobre la ciudad de Roma, helando los surtidores de las fuentes y empapando los adoquines de las calles con los primeros chaparrones. La casa Vespia encendió el fuego y los sirvientes cambiaron sus ropas livianas por prendas de tejido más grueso. La misma Domina salía en su litera cerrada, cubierta por una elegante palla con ribetes de armiño.

El único que parecía inmune al frío era Wolfgang, quien continuaba usando túnicas de mangas cortas y disfrutaba mojándose en la lluvia, ante la sorpresa de los otros esclavos.

-       Dicen que los bárbaros están acostumbrados al frío – Comentó Illithia, bebiendo un cuenco de sopa para entrar en calor – Y que se sumergen en agujeros hechos en la superficie de los lagos congelados. Dicen que pueden caminar desnudos en las ventiscas y que adoran la nieve.

-       ¡Tonterías! Solo es un imbécil que perdió la cabeza porque duerme cada noche con la Domina – Opinó Helios, observándolo despectivamente por una de las ventanas de la cocina, mientras el muchacho germano se empapaba gozosamente con la lluvia que rebotaba en el empedrado del jardín.

Hacía mucho que la señora no llamaba al guardia griego a su alcoba o requería de sus servicios para cualquier cosa que no fuese algún asunto de seguridad personal. Akeem bromeaba con ello cuando bebían, al final del día.

-       Cambió al Adonis de la Hélade por un cachorro salvaje del norte helado – Reía el egipcio – Dijiste que tenía una verga como de potro hispano... ¡Eso te falta, amigo Helios!

Pero Helios no reía. A pesar de ser un esclavo, tenía excelente opinión de sí mismo. Era apuesto y fuerte.  ¡Era griego! Y su lengua era la que preferían los poetas y los intelectuales. Jamás sería como los bárbaros de los bosques helados, que nada sabían de poesía o refinamiento. Daba igual si estaba condenado a servir en la casa Vespia hasta el fin de sus días. Él venía de las tierras de Homero y de Aquiles. Un germano nunca estaría a su altura.

Pero Illithia no opinaba lo mismo. Poco le importaba de dónde proviniera Wolfgang. Observaba furtivamente al bárbaro y disfrutaba cada vez que debía asearlo y prepararlo para su ama. Recreaba sus ojos en su cuerpo y sentía que su vagina se contraía cuando aceitaba esa piel elástica de macho adolescente. Había sido la primera en degustar esa verga indomable, además de llevarlo al estallido en un par de ocasiones. Pero deseaba sentirlo dentro de su sexo. A nadie le importaba cuando Helios la empujaba para penetrarla en los establos o cuando ella misma montaba a Akeem, a medianoche. Zenobia hacía la vista gorda cuando pasaba por los dormitorios de los esclavos y distinguía el torso de la muchacha griega, sacudiendo sus portentosas tetas con cada brinco.

Rara vez ocurrían embarazos inesperados entre la servidumbre de la casa Vespia. Illithia prudente y, tal como explicó el médico a las esclavas de la casa, empapaba una bola de algodón en vinagre para luego hundirla en su sexo y proteger el útero de una preñez indeseable. Si el método fallaba, Zenobia ordenaba oportunamente la administración de las hierbas abortivas que se compraban en el mercado. La Domina no quería niños en la villa y sus órdenes se cumplían a cabalidad. A pesar de ello, la dama era indulgente con el comportamiento sexual de sus esclavos y poco le importaba que organizaran orgías a medianoche o que un par de muchachas se revolcaran con los caballerizos en los establos. Pero Diana jamás perdonaría a cualquier esclava que intentara llevarse a la cama de Wolfgang; desafío casi imposible, considerando que el germano dormía en la alcoba de la señora de la casa Vespia.

Era justamente ese carácter prohibido lo que hacía que Illithia se relamiera cada vez que supervisaba el baño del amante de la Domina y posteriormente frotara su vulva, cadenciosa, recordando las líneas de ese cuerpo apetitoso.

Llevaba demasiado tiempo imaginando la verga del germano dentro de su sexo y sus dedos comenzaban a aburrirla.

Zenobia corrió hacia el unctuarium . Pocas veces se veía nerviosa y esta vez, su zozobra era evidente. Trató de recuperar el aliento, mientras Diana la observaba con el ceño fruncido, desde la pequeña piscina en donde tomaba un baño caliente.

-       ¿Qué pasa ahora? – Preguntó la Domina, mientras dos de sus esclavas le frotaban los brazos con aceites perfumados.

-       Está aquí… – Anunció la jefa de las esclavas, con el aliento entrecortado.

-       ¿Quién? – Preguntó Diana, pensando en Marco Sempronio Glauco con algo de hastío.

-       La Divina Augusta… ¡Popea Sabina! – Soltó Zenobia – ¡Ha venido a visitaros!

Diana se incorporó de golpe, provocando que el pocillo de perfumes que sostenía una de las esclavas cayera al agua. La Domina ni siquiera se percató de ello.

-       ¿¿DÓNDE ESTÁ?? – Preguntó la señora, al borde de la furia.

-       En el triclinio – Respondió Zenobia – Ordené que le sirvieran vino de Falerno, limonada con miel y los mejores higos africanos…

La Domina se volvió hacia sus bañistas.

-       ¿QUÉ HACEN AHÍ? ¡¡TRAIGAN MI ROPA!! – Rugió – ¡Y RÁPIDO!... Esa perra odia esperar…

Diez minutos después, Diana Marcia se presentaba en su triclinio, perfectamente vestida y arreglada. Popea no se levantó del diván en donde descansaba, bebiendo el vino más selecto que la casa Vespia podía ofrecerle. Traía sus joyas más impresionantes, un peplo de seda blanco y una palla púrpura que la Domina calculó carísima.

-       Aún disfrutas de lo mejor, Diana – Señaló Popea – Tu vino es más sabroso que el del Palatino.

-       Bien sabéis que no es cierto, divina Augusta – Respondió Diana, intentando sonreír – Os doy la bienvenida a la casa Vespia. Permitidme que haga vuestra visita más cómoda.

Ordenó que encendieran el fuego y que un par de esclavos animaran la reunión con la música de cítaras y flautas.

-       Seguro debes estar furiosa conmigo… – Soltó Popea, luego de dar un trago a una copa de vino con miel – …Por lo que pasó en la domus transitoria con tu esclavo bárbaro…

-       No guardo rencores hacia la divina emperatriz – Indicó Diana, con voz serena.

-       Claro que sí. Te conozco hace veinte años y te vi en el banquete.

-       Vuestra divinidad se equivoca…

-       ¡Estabas indignada, Diana! No soportabas que el chico germano me tocara...

-       En absoluto. Es solo un esclavo – Discutió la Domina.

-       ¡YA BASTA! – Gruñó Popea, inesperadamente. Diana levantó los ojos, impresionada. Los músicos se detuvieron – ¡ORDENA A LOS ESCLAVOS QUE SALGAN!

Luego de parpadear, confundida, la señora de la casa Vespia se volvió hacia Zenobia y en pocos segundos todos los sirvientes habían abandonado el triclinio, incluyendo a las esclavas que acompañaban a Popea.

Ambas mujeres se contemplaron a solas.

-       Ya puedes dejar la farsa de la formalidad en tu trato. Nadie nos ve – Observó la Emperatriz – Antes no te dirigías a mí de esa forma.

-       Antes no eras la mujer del César – Apuntó Diana.

-       Estamos solas. No necesitas cumplir con los protocolos. ¿Ya olvidaste lo cercanas que éramos? – La divina sonrió – Y por mucho tiempo.

-       Nada está olvidado…

-       Teníamos quince años cuando nos conocimos – Comenzó Popea – Acababas de casarte con Gneo Marcio Vespio y mi padre me había desposado con Rufrio Crispino, ¡Ese infeliz! Ambas éramos niñas obligadas a ocupar la cama de hombres que odiábamos, ¿Lo recuerdas?

-        Lo recuerdo bien, Divina Augusta – Replicó Diana, tensa por la incertidumbre.

Popea sonrió.

-       Claro que lo recuerdas. Fuimos muy próximas desde entonces. Mucho más estrechas que esas perras de Marcela y Calpurnia – Tomó la mano de Diana – Compartíamos nuestras experiencias y nos animábamos en esa vida vacía de esposas desdichadas. ¿Puedes, entonces, volver a tratarme como entonces? Quiero que me llames por mi nombre y olvida, por ahora, los títulos que me ha dado el Emperador. Nadie nos ve y somos nuevamente las amigas de antaño.

Diana levantó los ojos hacia ella.

-       Puedo volver a llamarte Popea, la hermosa, como todos te decían en esa época. ¿Sigues siendo la misma de entonces? – Preguntó la Domina Vespia con un leve dejo de rencor, apretando los dedos de la emperatriz.

-       ¿Tú qué crees? – Sonrió la divina, soltándola y sentándose nuevamente – Sigo siendo tu amiga. ¿Recuerdas esas tardes en que nos lamentábamos juntas? Ambas éramos tan jóvenes, condenadas a nuestras vidas miserables. Tú, con un marido que no sabía complacerte en la cama… Yo, con un anciano que eyaculaba apenas palpaba mis pechos…

-       Éramos unas niñas – Concluyó Diana, tanteando el propósito de la conversación de Popea.

-       Tú eras más madura – Afirmó la emperatriz – Pensabas como una adulta. Yo era aún una muchacha consentida en la época en que ya tomabas decisiones. ¿Recuerdas cómo deseaba a Marco Sempronio Glauco?

-       Desde que te confidencié que dormía conmigo a espaldas de Gneo Marcio – Apuntó Diana.

Popea soltó una carcajada.

-       ¡Es cierto! Quería probarlo y lo permitiste…

-       Te he permitido muchas cosas – Observó la Domina.

-       Así es. Sin embargo, no pretendía robarte a tu amante – Puntualizó Popea, aún sonriente – Que probara la verga de Marco Sempronio Glauco alguna vez, no lo alejó de tu cama.

-       No, no lo alejó – Confirmó la Domina.

-       Por lo tanto, tienes claro que sentir el falo de tu esclavo bárbaro dentro de mí, no hace ninguna diferencia – Sostuvo Popea, mirando fijamente a su anfitriona – De modo que abandona el odio que ahora me profesas, pues soy la única que te ha tendido la mano, como hacen las amigas.

Diana respiró hondo.

-       Hiciste que el africano lo lastimara – Se atrevió a sentenciar la Domina – Provocaste que Nerón le ordenara al Nubio que lo penetrara.

-       Fuiste tú la que formuló esa petición – Rebatió Popea.

-       ¡Me había retractado! Estaba dispuesta a fornicar con el gladiador en su lugar – Discutió Diana, con voz fría – Eso habría puesto a mi esclavo a salvo.

-       ¡No seas estúpida! – Popea rió – El bárbaro había desenvainado la espada de uno de los guardias pretorianos. Y Quinto Estrabón zumbaba como un abejorro en el oído del César, pidiéndole su cuello ¿Crees que Nerón lo habría perdonado?... Lo conozco mejor que tú, Diana de los Vespios. Habría ordenado que le cortaran la cabeza, mientras el africano te horadaba el culo. ¡Le salvé la vida al ponerlo en las manos del nubio!

-       ¡PERO PROPUSISTE QUE PELEARA CON ULPIO! – Gruñó Diana – ¡El africano era un guerrero profesional! ¡Pudo atravesarlo con su hoja en un segundo! ¿Qué posibilidades tenía el germano?

-       ¡Todas! – Popea se puso de pie, francamente molesta – ¡El nubio estaba herido y borracho! ¡Tu cachorro del norte era fuerte y el odio lo hacía más hábil! ¡Podía ganar! Le di la oportunidad de pelear por su vida y divertir a Nerón... ¿No te das cuenta, estúpida Diana? ¡El César adora las buenas peleas! El muchacho germano había levantado una espada en su presencia. ¿Crees que una insolencia como esa se perdona fácilmente en el Palatino? Su única opción era dar una lucha digna y lograr que se retirara triunfante. ¿Acaso no conseguí que Nerón te permitiera llevártelo, cuando acabó la contienda?

Diana dudó. Era cierto. Se sentía tan alterada por los acontecimientos del banquete, que no se detuvo a pensar. Wolfgang estaba condenado desde el instante en que desarmó al guardia pretoriano. La violación detuvo la ejecución inminente y luego, el terrible combate le dio una oportunidad para salvar su vida.

Popea era una perra, no cabía duda. Pero una perra razonable.

El triclinio ya se había temperado con el calor del fuego. La Emperatriz echó hacia atrás su manto de púrpura. Diana notó que los pezones se marcaban erectos en la seda del péplum.

-       Disfruté del sexo con el muchacho – Confesó Popea – Pero no es mi intención arrebatártelo o conducirlo a la muerte, como quizás creas. Tu odio hacia mí es infundado y me ofende, porque erosiona tu antigua amistad. He venido aquí por otro motivo y confío en que, en atención a los muchos favores que me debes, puedas concedérmelo.

Nada era gratis con Popea. Diana volvió a respirar profundo.

-       ¿En qué puedo ayudarte, querida Popea? – Pronunció, con algo de cinismo.

-       Quiero que envíes a Nidia, la meretriz, a la Domus Transitoria… En secreto.

Diana parpadeó, confundida.

-       ¿A Nidia?

-       Sí. A la misma mujer que entrenó a tu bárbaro en las artes de la alcoba.

La Domina alzó una ceja. En el palacio imperial Popea habló despectivamente de Nidia. Jamás permitiría que una prostituta como ella pisara la Domus Transitoria. Sin embargo, ahora venía a su propia casa a pedir el contacto con la maestra de las artes amatorias. ¿El placer que Wolfgang le dio la hizo cambiar de opinión?

-       ¿Acaso…?

-       Nerón me hizo emperatriz y ha colmado todos mis deseos por joyas y lujos. Me convirtió en la mujer más poderosa del Imperio, pero no en la que más disfruta de la cama conyugal – Confidenció. Diana comprendió por qué había hecho salir a los esclavos – Me conoces bien y sabes lo que necesito. Tú trajiste a un germano a tu casa e imagino que te complace en la cama, como lo hizo en mi baño privado. Supongo que contrataste los servicios de esa famosa prostituta porque el chico no traía sus conocimientos sexuales de los bosques helados de Germania…

-       No. Era un bocado salvaje y delicioso, pero nada refinado en el arte del amor – Replicó Diana.

-       Pues también dispongo de bocados salvajes y deliciosos que requiero refinar – Soltó finalmente la emperatriz – Me trajeron un muchacho cretense de una exquisitez abrumadora. El cabello castaño es ondulado, sus ojos tienen el color de la miel y su cuerpo parece tallado por Fidias en persona. Como contraparte, he comprado a una chica de Galia, con una cabellera rojiza y un carácter indomable. Ambos son adolescentes y hermosos, Diana, como salidos de una escena pastoril. Quiero que Nidia los entrene y solazarme viéndolos copular, como si presenciara el coito de una ninfa de los bosques y un ardiente sátiro que la asalta. Necesito contemplarlos y unirme a ellos, hasta que el placer me adormezca cuando llegue la aurora.

Diana sonrió, comprendiendo. Popea no pretendía arrebatarle a su esclavo. Sus caprichos eran similares, pero no peligrosos para sus intenciones.

-       Naturalmente, prefieres que la transacción y el entrenamiento ocurran sin que el Emperador se entere – Afirmó la Domina.

-       Por supuesto. Sabe que algunas de mis esclavas me masturban, pero no vería con buenos ojos que otro hombre me penetre; mucho menos un esclavo de Creta – Respondió Popea, volviendo a beber un trago de vino dulce.

-       En ese caso, envíalos a mi casa – Ofreció la Domina – La preparación de mi esclavo germano tomó un par de meses. Resultaría peligroso si el entrenamiento se ejecutara en el Palatino. Cualquiera podría ver a Nidia entrando en la Domus Transitoria y tu esposo haría preguntas. Deja que se eduquen en la Domus Vespia , a salvo de lenguas impertinentes, y al cabo del tiempo adecuado podré entregarte a los mejores amantes que ha probado tu cuerpo.

La Divina sonrió, complacida. No esperaba un acuerdo tan ventajoso. Inesperadamente, Popea dio un paso hacia la Domina.

-       ¡Seguimos siendo amigas, Diana de los Vespios! – Pronunció, estrechándola – Como cuando éramos muchachas…

La Domina sintió la presión de los pechos de Popea contra los suyos. Permanecieron abrazadas, mientras ambas podían oler el perfume en el cuello de la otra y el cosquilleo de los rizos, rozándoles las mejillas.

“Amigas… Como cuando éramos muchachas”.

Diana recordó cuando ambas permanecieron varios meses en la villa de Salerno, perteneciente a la familia Vespia, mientras sus maridos cumplían misiones militares en la frontera gala. Tenían dieciséis o diecisiete años y reían, intercambiando confidencias, mientras se refrescaban en el frigidarium o nadaban desnudas en la pequeña playa que colindaba con la casa.

Eran cercanas, es cierto, más que Marcela y Calpurnia; pues ambas sabían los oscuros secretos y deseos de la otra. Diana tenía claro que Rufrio Crispino rara vez lograba extender el coito por más de un par de minutos y Popea sabía que su amiga permanecía lánguida y aburrida, como un pescado, cuando Gneo Marcio se movía sobre ella hasta colmarla con su esperma. Ambas deseaban algo más y por eso asistían a las peleas de gladiadores, fantaseando con esos cuerpos sucios y sudorosos, imaginando que les daban los placeres prometidos que jamás obtuvieron en sus lechos.

Diana ya había dado a luz a Sabina y Popea pudo entregarle a Rufrio Crispino el hijo varón que tanto esperaba. Pero nada era suficiente. Fue cuestión de tiempo para que ambas comenzaran a tocarse y a revolcarse desnudas y jadeantes, ya sea en sobre la arena pedregosa de las playas de Salerno o entre las delicadas sábanas de la cama de Diana. Reían, probando los placeres alternativos que complementaban el sexo con amantes masculinos de ocasión.

Al evocar esos días de adolescencia, Diana sintió que sus pezones se erizaban. Respiró hondo, aún abrazada a Popea. Se sobresaltó cuando sintió la mano de la emperatriz, acariciándole un pecho.

-       ¿Recuerdas cómo te gustaba que los tocara? – Murmuró la divina, pellizcando suavemente el pezón, por sobre la tela.

-       …Tú empezaste en aquella ocasión – Completó Diana, permitiendo que la mano la estimulara – Los acariciaste mientras descansábamos en la playa, después de nadar. Y luego acercaste tus labios a ellos…

-       Sabían a sal de mar – Agregó Popea – Eran deliciosos…

La Divina se apartó unos centímetros, contemplando el cuerpo de Diana. Desató los broches de los hombros y dejó que el vestido de su amiga cayera hasta la cintura. Admiró esas tetas erguidas y todavía juveniles. Las palpó hábilmente. Diana jadeó.

-       Aún son hermosos – Opinó la emperatriz y luego se inclinó para chupar un pezón y luego el otro – y su sabor no ha cambiado.

-       Creo que ninguna de las dos ha cambiado mucho – Replicó Diana, acercándose para besarla y hundir la punta de la lengua en la boca de Popea – Y seguimos siendo las muchachas de entonces.

Popea respondió al beso, aferrando las nalgas de Diana. Finalmente despegaron los labios, mirándose a los ojos.

-       Hace mucho que no hacemos esto – Observó la Divina.

Esta vez fue Diana la que abrió el escote del peplo blanco de Popea, descubriendo el torso pálido de la Emperatriz. Las tetas de la divina eran redondas, generosas y de pezones rosados. La Domina sonrió, acariciando el contorno de los pechos. Pero luego, inesperadamente, hundió los dedos entre los pliegues del vestido, buscando la entrepierna. La emperatriz dio un gemido cuando sintió los dedos palpando su sexo.

-       Es cierto, hace mucho que no hacemos esto – Corroboró Diana – Pero reaccionas igual que hace más de quince años… Sigues mojándote como una ramera.

Se despojaron de los peplos, pero no de las joyas. Popea se recostó lentamente en el diván, desnuda, mientras Diana succionaba lentamente sus pezones. Luego de bajar, los dedos de la señora de la casa Vespia separaron los labios mayores del sexo de la divina, untándose en los jugos espumosos que resbalaban entre los pliegues. En el silencio del triclinio, solo se oía el crepitar del fuego, el suave gemido de la emperatriz y el chapoteo febril de los dedos de Diana, embadurnándose en los fluidos de la Augusta.

-       Bébeme… – Jadeó la esposa del Emperador, arqueando su torso.

Diana separó los muslos de Popea y contempló la boca abierta de la vulva, ofreciéndose. Cuando eran muchachas, el amanecer las sorprendía lamiéndose el sexo mutuamente, hasta sentir en la lengua los espasmos y el torrente del éxtasis. Diana sabía qué enloquecía a su vieja amiga, de modo que alargó la lengua para frotar la pepita inflamada del clítoris imperial. La divina se estremeció. Sí, conocía bien la técnica. Era cuestión de succionar con fuerza y alternar la caricia de la lengua, en círculos. El efecto fue inmediato. La mujer de Nerón alzó el monte de Venus, contrayendo los músculos vaginales y dejando escapar rápidos jadeos.

-       Aún eres dulce, como las uvas de Sicilia – Susurró Diana, lamiendo el fluido que empapaba las ingles. Luego, hundió dos dedos en la abertura anal. La Emperatriz dio un grito – Y eres codiciosa con el placer… Lo quieres todo…

Diana se incorporó. Levantó su mano y arrancó lentamente la horquilla de oro y ópalos que sostenía su peinado. La espesa cabellera se deslizó por hombros y espalda. La Domina montó a su amiga y sujetó sus muñecas contra la seda del diván. Se inclinó sobre su rostro y le dio una lenta lamida en la boca.

-       Conseguiste lo que querías… – Continuó Diana, alternando besos y movimientos cadenciosos, acomodándose sobre su cuerpo – Y llevaste a un emperador a tu cama…

La Domina comenzó a restregar sus tetas contra las de Popea. Los pezones, rígidos como rocas, se frotaban mutuamente en una pequeña esgrima de carne. La divina aferró las nalgas de la dama Vespia con ambas manos, estrechándola contra su cuerpo.

-       También tú te llevaste al emperador a la cama, perra – Murmuró la Augusta, sonriente, elevando sus caderas y buscando el sexo de su anfitriona – Él me lo contó…

Diana se detuvo, sorprendida. No esperaba aquella acusación y mucho menos, que Nerón se acordara del episodio.

-       Tú te llevaste al César a tu lecho… Yo solo me llevé a un muchacho – Precisó la Domina.

Nerón tenía quince años cuando pasó un par de semanas de visita en la Villa de la familia Vespia, en Salerno. Acompañaba a su padre adoptivo, el Emperador Claudio, y a Agripina, su dominante madre. El antiguo César era amigo de Marcio y muy cercano a los Vespios. En aquella época el joven Nerón era un hermoso muchacho, cauto, inteligente y educado; aparentemente sin corromper. La influencia de Séneca, su maestro, aún era fuerte en él. Sin embargo, bastaba una mirada de su poderosa madre para que el chico se viera inquieto y sometido.

Por entonces, Diana Marcia Vespia ya contaba veinticuatro años.

Una noche, luego de un gran banquete en honor de los insignes invitados, Nerón irrumpió borracho en la alcoba de Diana. La Domina, sorprendida, le ofreció la ayuda de algunos esclavos para que lo condujeran a su propia cámara; pero el muchacho se arrojó sobre ella y comenzó a buscar sus pechos por sobre la ropa, como un niño hambriento. La señora comprendió que el escándalo sería mayúsculo si se sabía de la presencia del hijastro del César en las habitaciones de la esposa del anfitrión; de modo que optó por ser discreta.

-       ¿Qué queréis que haga, joven príncipe? – Susurraba Diana, sujetando el rostro congestionado del chico y tratando de que la mirara a los ojos – Decidme qué deseáis y trataré de complaceros…

-       Madre… – Murmuró Nerón, con un quejido.

-       ¿Queréis que envíe por ella? – Preguntó Diana, amablemente.

-       Madre… – Repitió el muchacho, sin oírla, y volvió a sepultar la cara entre sus pechos.

-       Joven señor… – Trató de calmarlo Diana, acariciando su cabello castaño rojizo – Estoy aquí… Tranquilo… Estáis a salvo…

Pero Nerón era incapaz de razonar y abrió el escote de la dama, gimiendo, como un cachorro perdido. Diana estaba tan sorprendida, que no reaccionó hasta que sintió al futuro emperador mamando de sus pechos, angustiado por la ausencia de leche en ellos. Lo dejó proceder, impresionada. Acabó montándolo sobre un taburete etrusco, mientras él la penetraba, sin dejar de chupar sus pezones y repetir “Madre… Madre… Madre…” como un poseso.

Una vez que acabó, Diana lo recostó sobre su cama y llamó a dos esclavos para que lo llevaran a sus habitaciones, de la forma más silenciosa posible.

Unos días después, la Domina caminaba con Zenobia por los jardines de la villa, cuando un extraño rumor las detuvo en seco. Escondidas entre los rosales, contemplaron a Nerón apoyado contra una fuente de piedra, jadeando, mientras Agripina se arrodillaba sobre la hierba frente a él. La Emperatriz chupaba el pene de su hijo, mientras alternaba murmullos.

-       No vuelvas a desafiarme, pequeño – Susurraba Agripina, apretando los testículos del muchacho y arrancándole un quejido – O te desterraré de mis planes y de mi cuerpo, como bien sabes que lo haría…

Diana y Zenobia se miraron a los ojos y comprendieron, sin palabras, que el episodio no debía ser comentado con nadie. Por su parte, la dama Vespia estaba segura de que el joven príncipe de Roma jamás recordaría la visita a su alcoba.

Claramente se equivocó.

Habían pasado más de diez años y los acontecimientos se desencadenaron. Claudio fue envenenado por orden de Agripina. Luego de varios intentos, la propia Emperatriz fue asesinada por su hijo y Nerón se convirtió en el más cruel y depravado de los gobernantes que Roma había conocido hasta entonces. Nada quedaba del muchacho apuesto que buscaba en el regazo de Diana el perdón de una madre que lo aterraba. Ahora solo había un animal sanguinario en el trono del Imperio, incapaz de saciar a la mujer que ahora gemía bajo el cuerpo de su amiga y amante de juventud.

Diana levantó una de las piernas de Popea y encajó ambos sexos, como si se tratase de dos tijeras.  El beso pegajoso de ambas vulvas las estremeció, haciéndolas jadear. La dama Vespia onduló sus caderas, frotando el clítoris de la emperatriz con sus labios mayores. El sonido de la carne viscosa era embriagador. Los pliegues de ambas conchas se inflamaron, abriéndose para intentar tragar el sexo de la otra. El lubricante escurría entre ambos cuerpos, empapando la seda del diván.

La señora levantó los ojos hacia la cabeza de medusa que adornaba el muro. Si se concentraba, quizás distinguiría el par de pupilas azules que contemplaban la escena del triclinio. Wolfgang las observaba desde el mirador secreto que la propia dama Vespia utilizaba frecuentemente para espiar lo que ocurría en su salón principal.

Después de su baño y poco antes de recibir a Popea, Diana había llamado al muchacho para darle las instrucciones pertinentes. Desde el mirador oculto en el muro, el esclavo había sido testigo tanto de la conversación de ambas mujeres, como de lo que sucedió después. Ahora, completamente erecto, contemplaba a su Domina embistiendo a la Emperatriz, como si se tratara de un legionario penetrando a una campesina. Popea, con la cabeza colgando del diván, gemía y acariciaba sus pechos, mientras la vulva de Diana frotaba la suya con insistencia. El bárbaro jamás había presenciado algo semejante y la tensión lo obligó a llevar la mano a su entrepierna para frotar su miembro congestionado. Jadeó, en su escondite, sintiendo la humedad que comenzaba a empapar su glande. En ese momento, los ojos de Diana entraron en contacto con los suyos y pudo leer los labios de su Domina.

-       Wolfgang… – Murmuró ella – Ven aquí…

Comprendió de inmediato. La señora ya le había explicado cómo abrir la puerta secreta en el muro, en caso de que fuese necesario.

…Y lo era. El bárbaro hundió los dedos en el hueco interior de la nariz de la medusa y el dispositivo de apertura se activó. Maravillosamente, la escultura se partió en dos, abriendo una puerta que comunicaba el mirador secreto con el triclinio. La Domina había ordenado la construcción del interesante mecanismo después de que Gneo Marcio se marchó a Judea. Obviamente no tenía intenciones de comunicarle a su marido dicha intervención.

Popea se incorporó, sorprendida por la repentina aparición del bárbaro. El muchacho respiraba rápidamente. La erección era notoria bajo la tela de la túnica.

-       Acércate, Wolfgang – Pidió Diana, suavemente.

-       ¿Wolf… ga? – Intentó pronunciar la Divina luego de un gemido, pues Diana aún continuaba frotando su vulva contra la suya.

-       Es su nombre – Señaló la señora, meciendo suavemente las caderas – Su nombre verdadero. Significa “Garra del lobo”.

-       Un lobo del norte que quizás tiene mucho que ofrecer… – Ronroneó la emperatriz – ¿Qué tienes para nosotras, hermoso bárbaro?

El muchacho miró a su Domina. Ella asintió. Entonces se quitó la túnica y desató el subligar que oficiaba de ropa interior, provocando que el pene saltara en toda su opulencia. Diana desmontó a la Emperatriz y caminó hacia su esclavo. Aferró el miembro y lo acarició con firmeza. El bárbaro gimió. Se acercó para besarlo.

-       ¿Te gusta lo que ves? – Preguntó, mordisqueando los labios del chico – …Tu falo está inquieto y me quema los dedos… ¿Quieres usarlo?

Popea se estiraba, abriendo las piernas perezosamente. Su vulva brillaba. La Domina acercó su boca al oído del muchacho.

-       Tómala para mí… – Murmuró en su oreja – Penétrala y hazla gozar como a una puta de Subura . Hazlo para mis ojos y mis sentidos…

Wolfgang caminó hacia el diván. La Emperatriz sujetó sus muslos abiertos, ofreciéndole el sexo chorreante.

-       Pruébala – Ordenó la Domina, recostándose en el diván contiguo y cogiendo una de las copas servidas – Bebe de su sexo…

El chico se acercó a la Emperatriz y acarició ambos muslos. Eran suaves, como la cáscara de un durazno. Ella sonrió, mordiendo su labio inferior. Fue entonces cuando Wolfgang sujetó las caderas de la Divina y la volteó, poniéndola de boca sobre el diván. Enseguida la cogió de la cintura, obligándola a sujetarse de codos y rodillas. Las nalgas abiertas revelaban la abertura apretada del culo y los pliegues hinchados de la magnífica concha.

-       Devórala… – Indicó Diana, luego de sorber la copa – Haz lo que Nidia te instruyó.

La lengua febril jugó un poco entre los labios, degustando los jugos profundos. Popea gimió con voz aguda cuando el bárbaro sujetó con sus dientes el clítoris endurecido. Hilos de fluidos escurrieron desde el interior de la vagina. El muchacho embadurnó los dedos en aquel líquido y acarició el orificio anal con el pulgar empapado. La concha se abrió con el estímulo.

-       ¡Dile que me penetre, Diana! – Rugió Popea – ¡Lo necesito!

-       Paciencia, divina. Él sabe lo que hace…  – Respondió Diana, recostándose en el diván.

Quería disfrutar de la escena. Gozaba ante el espectáculo de Wolfgang fornicando a una mujer, en circunstancias muy diferentes de las que ocurrieron en la Domus Transitoria. Ahora, el muchacho seguía sus mandatos, para su placer, exhibiendo su belleza y sus talentos en la cama. Diana sabía que el bárbaro se detendría cuando ella lo ordenase. Sabía que continuaría cuando ella lo dispusiese. Su voluntad dirigiría cada función orgánica del cuerpo del germano y ese poder la humedecía como una zorra.

El sonido de la boca de Wolfgang chupando la vulva imperial era maravilloso. Popea se sacudía, incapaz de controlar los espasmos de su cuerpo. Alcanzó el orgasmo con la lengua del muchacho agitándose dentro de su vagina. El germano se incorporó. Ella aún convulsionaba cuando él aferró las caderas y hundió su verga en la profundidad. La Emperatriz lanzó un chillido.

-       Domina… – Jadeó el chico, mirando a Diana y aguardando sus órdenes.

-       Empuja dentro de ella como un animal que se aparea – Ordenó – Que sepa qué siente una matrona romana de la frontera cuando un germano salvaje la toma por la fuerza…

Los testículos se azotaron una y otra vez contra la vulva de la Emperatriz. El muchacho la penetraba con furia, frenéticamente, sujetando su garganta y obligándola a levantar el rostro, con la espalda arqueada. Se había convertido en un sátiro abriendo las carnes de una ninfa; recreando las escenas que los artistas reproducían en los mosaicos de las alcobas y en los muros de los burdeles. Era hermoso y totalmente erótico. Un festín para los ojos y un estímulo para el bajo vientre.

A pesar de que dedicaba sus habilidades de amante a la divina esposa del César, sus ojos estaban prendidos en Diana, que masajeaba en círculos su sexo empapado, tendida sobre el diván próximo y disfrutando de la escena. Las pupilas azules clavadas en su vulva provocaron que la Domina lubricara aún más y que sus dedos se movieran raudamente sobre el clítoris.

-       Ven… – Murmuró el muchacho, apenas audible – Por favor…

Diana sonrió.

-       Eres un niño malcriado… – Ronroneó ella, hundiendo los dedos en su vagina – Lo quieres todo…

El bárbaro cerró los ojos y aspiró profundo. El aroma exquisito de las vulvas mojadas le pareció embriagador.

-       Ven… Te lo ruego… – Insistió Wolfgang – Te necesito…

Popea aullaba, retorciéndose en medio de un nuevo orgasmo.

-       Ven por mi semilla… – Gimió el chico – …Es tuya.

Su semen… ¡Maldito mocoso de los bosques helados! Wolfgang sabía bien que su esencia era la debilidad de la Domina. Había observado con qué placer lo bebía, relamiéndose y dejando que le acariciara la lengua y la garganta. La había visto agonizar cuando sentía el líquido tibio empapando lo profundo de su vagina y tenía claro que la señora de la casa podía divertirse observándolo penetrar a otra mujer, pero el disfrute de su esperma era de su exclusivo monopolio.

El muchacho era de su propiedad; no obstante, Diana Marcia Vespia era esclava del licor que escupía ese falo de los dioses.

Diana se puso de rodillas y acomodó el rostro entre las piernas de Wolfgang. En esa posición contemplaba en primer plano la verga sumergiéndose una y otra vez en la carne de la emperatriz. Podía apreciar el brillo de los jugos en la piel del prepucio y el calor de los testículos balanceándose entre cada embestida.

Deslizó la lengua desde el perineo hasta la bolsa del escroto. Oyó al muchacho gemir. Había mordido muchas veces esas bolas juveniles, pero nunca antes tuvo ocasión de hacerlo mientras el bárbaro penetraba a otra mujer. Fascinada, succionó los testículos, presintiendo el semen que hervía en su interior. Se sujetó de los muslos de Wolfgang, como si fuesen columnas, y se entregó a la tarea de morder sus genitales y lamer la verga que emergía una y otra vez de las profundidades de la vagina que horadaba.

-       Estás listo… – Jadeó Diana, luego de morder el escroto – Tus bolas arden, repletas de néctar.

-       Aún no… – Discutió el muchacho, desmontando a Popea y apartándose de ambas.

Diana se incorporó, confundida. Popea, con los ojos entrecerrados y aún en posición de perra en celo, movía las caderas en círculos, desesperada.

-       ¡Dile que acabe lo que empezó, Diana Marcia! – Rogó – ¡Ordénale que vuelva a penetrarme!

-       Terminaré, emperatriz – Tranquilizó Wolfgang, sonriente, con su brusco acento nórdico.

Y enseguida, descaradamente, tomó el elegante manto de púrpura y piel que la divina había traído como abrigo y lo extendió sobre el piso de mármol del triclinio. Se arrodilló sobre él y volteó hacia las damas con su más encantadora sonrisa.

-       Aquí… – Invitó, extendiendo su brazo hacia la prenda y mirando a la emperatriz.

Popea lanzó una carcajada y bajó del diván.

-       Eres un bárbaro insolente, ¿Lo sabías? – Pronunció, recostándose de espaldas sobre su propio manto y separando las piernas – Hazlo de una vez, pequeño lobo atrevido…

Seguía tan excitada, que aferró sus pechos y pellizcó los pezones. Por lo demás, la vista de la verga erecta y goteante del muchacho era un magnífico estímulo.

Wolfgang volteó ahora hacia su Domina. Alargó la mano hacia ella.

-       Domina… – Invitó con voz sedosa – Aquí…

Diana decidió seguir el juego de su esclavo. Le parecía excitante. Avanzó hacia él. El muchacho tomó sus dedos y la guio hasta Popea, indicándole que se sentara sobre su boca.

-       Pruébala… – Sugirió el bárbaro a la mujer de Nerón.

La Emperatriz dio una lenta lamida a la hendidura del sexo de Diana. La Domina jadeó. Wolfgang notó que la vulva de la dama derramaba hilos viscosos en la boca de la Augusta y que sus tetas se habían hinchado, endureciendo los pezones como estacas. El muchacho separó nuevamente los muslos de Popea y deslizó su verga hasta el cuello uterino. La Divina dio un grito.

Estaban frente a frente. Diana Marcia Vespia, extasiada, ondulaba sus caderas sobre la boca de su amiga. Wolfgang, por su parte, penetraba a la esposa del César para el placer de su Domina. La señora no tuvo que darle instrucciones. El muchacho se inclinó y comenzó a chupar sus pezones erguidos. Coordinaba perfectamente el ritmo de las embestidas y la habilidad con que engullía los pechos de Diana. Luego se incorporó y aferró la garganta de la dama, mirándola a los ojos.

-       Tu semen es mío… – Murmuró la Domina, con la voz delgada por la presión de los dedos del bárbaro en su cuello.

Soltó su garganta y la besó con angustia. Ella aferró el rostro del muchacho para hundir la lengua en su boca. Debajo de ellos, Popea Augusta Sabina, la divina esposa del Emperador, devoraba la vulva de su amiga mientras era penetrada por el cachorro bárbaro.

Un tercer orgasmo sacudió a la poderosa ama del Imperio. Trémula de placer, casi mordió los labios mayores de la Domina Vespia, a la vez que el bálano del muchacho frotaba sin misericordia las paredes vaginales que se contraían. Al retirar su verga, un líquido lechoso escurrió, como si se hubiese liberado un dique. Pero Popea no se detuvo. Continuó lamiendo la deliciosa ostra que empapaba su paladar, mientras el bárbaro se incorporaba, con el pene viscoso y goteante.

Allí estaba: La Emperatriz de Roma, recostada, bebiendo de la vagina que Diana le ofrecía; y el bárbaro germano de pie, acercando su sexo a la Domina arrodillada.

El muchacho aferró los rizos de la señora de los Vespios y la obligó a levantar los ojos hacia él. Luego sujetó su falo repleto de sangre, brillante de jugos vaginales y lo llevó hasta la boca de la dama.

-       Ahora toma lo que es tuyo… – Susurró con su acento del norte, a la vez que hundía el sexo hasta la garganta de su ama.

Diana sujetó el magnífico bálano y comenzó a masturbarlo, mientras chupaba frenéticamente la cabeza del órgano. Los músculos del abdomen del muchacho se contrajeron levemente, mientras él echaba hacia atrás la cabeza y con los ojos cerrados, disfrutaba de la habilidad de aquella boca. Aferraba el cabello de la dama, permitiendo que el placer se inyectara en las terminaciones de su glande y estimulara cada conducto, hasta lo profundo de sus gónadas. Gozaba, pero al mismo tiempo respiraba profundo, conscientemente, controlando la eyaculación. Quería prolongar el éxtasis en su Domina y, por extensión, el de la emperatriz que recibía el licor vaginal en su boca y su barbilla.

-       Lo quiero… – Musitó Diana, entre mordidas en el glande y el prepucio – Aliméntame con él… Dame ahora tu leche…

El sabor de los fluidos de Popea se había mezclado con el líquido preseminal. La dama metió el pene en su boca y avanzó, arrastrando los labios a través del tronco. Sentía la rigidez, el calor de la sangre y el delicioso contorno de las venas que rodeaban el órgano. Al mismo tiempo, su propio clítoris había alcanzado su máximo esplendor y era mamado hábilmente por la boca imperial de Popea.

Ya no resistía. Sentía que el placer de la verga del bárbaro en su boca era equiparable al de su sexo en los labios de la emperatriz. El éxtasis sobrevendría por ambos flancos y la dama anticipó el estallido, cerrando los ojos.

-       ¡Ahora! – Anunció el muchacho.

Pero no se refería a su propio placer, sino al de su ama. Nidia lo entrenó para intuir el momento del éxtasis en el cuerpo con el que fornicaba, sintiendo en cada señal orgánica el instante preciso en que su contraparte alcanzaría el orgasmo. Y así fue. La Domina se estremeció, mientras un surtidor de néctar cristalino escapaba de su vulva palpitante, inundando la boca golosa de Popea Sabina. Acto seguido, la fuerza de varios chorros de semen caliente se estrellaron contra su paladar, su lengua y parte de sus mejillas. El muchacho gruñó, aturdido de placer, con el cuerpo invadido por las contracciones del orgasmo.

Fascinada, Diana hundió la verga completa en su boca, dispuesta a exprimir hasta la última gota de esperma. Wolfgang gimió. Su pene se había vuelto en extremo sensible; pero conocía las aficiones de su ama y la contempló, sonriendo de lado. Sabía que la Domina no desperdiciaba aquella ambrosía y no se detendría, hasta lamer cualquier residuo del órgano que adoraba.

Satisfechos y plenos, los tres amantes descansaron sobre el manto de púrpura y armiño, junto al fuego. Diana, entre Popea y Wolfgang, se estiró perezosamente, para luego acariciar con suavidad los genitales de su esclavo.

-       Has probado lo que Nidia podría hacer con tus esclavos – Comunicó a la emperatriz – Pronto podrás beber del sexo de tu ninfa de Galia, mientras tu sátiro de Creta penetra tu culo o tu vulva…

-       Si aprenden los secretos del amor la mitad de bien que tu cachorro del norte, me daré por satisfecha – Ronroneó Popea, sonriente – Jamás querrás fornicar con otro hombre, luego de semejante placer.

Diana no respondió. Continuó frotando sutilmente los testículos y el falo de Wolfgang.

-       Es una suerte que tu marido esté a miles de kilómetros y puedas disfrutar de los placeres de Venus con un verdadero minotauro del Rhin – Rió – Te envidio, aunque por ahora. Bendito sea Júpiter que puso a Nidia, la meretriz, en tu camino.

Así era. Los dioses pusieron a la prostituta germana ante ella.

La Domina sonrió, complaciente. La verga de Wolfgang despertaba nuevamente.

-       ¡Los dioses también pusieron a Nidia en el tuyo! – Exclamó la señora, alegre. Luego la miró fijamente – ¿Cómo llegaron las noticias a tus oídos? ¿Quién te comunicó que la meretriz frecuentaba mi casa? Exigí discreción en el proceso…

-       ¡Lo supe unas horas antes del banquete! Aquella noche en que tu pequeño bárbaro casi fenece ante la espada del gladiador nubio – Rió Popea – Ligia, mi esclava principal, trajo el chisme a la hora de mi baño de leche.

-       ¿Tu esclava principal?

-       Como lo oyes. Ligia es de toda mi confianza. ¡Como aquella esclava vieja que trajiste de la casa de tu padre! – Señaló la divina – Y admito que nuestra buena relación me ha hecho indulgente. Le permito que mantenga cierto vínculo con un esclavo de la casa de los Glaucos. Ambos fornican cada vez que pueden y yo hago la vista gorda.

Diana frunció el ceño. Wolfgang guardaba silencio, pero oía atentamente la conversación.

-       ¿Un esclavo de la casa de los Glaucos? – Preguntó, deteniendo su mano sobre el cuerpo del muchacho.

-       ¡Así es! Un tal Otón… ¡Como mi segundo marido! – La coincidencia hacía reír a la emperatriz – ¿No es divertido?

La Domina sonrió, pero no le hacía gracia. Otón era el esclavo personal de Marco Sempronio Glauco. Popea se enteró de la transacción con Nidia unas horas antes del banquete. ¿Acaso Glauco supo lo que ocurrió en su casa, en relación al entrenamiento de su bárbaro? Imposible. Ella jamás se lo mencionó. ¿Zenobia, tal vez? Desechó la idea. Su lealtad era infranqueable. Marco se había enterado de los hechos y envió a su esclavo a chismorrear con su amante del Palatino.

¡Hijo de un chacal!... Debía averiguarlo.

-       ¡Diana, míralo! – Exclamó la Divina Augusta, incorporándose sobre sus codos y observando la nueva erección del muchacho – ¡Apenas unos minutos y esa verga ya recupera bríos! No compraste a un bárbaro del norte, Diana de los Vespios. ¡Los dioses te dieron a Príapo!

La Domina lanzó una carcajada.

Wolfgang se puso de rodillas, exhibiendo su órgano enarbolado.

-       ¿Qué quieres que hagamos, pequeño sátiro del hielo? – Preguntó Popea, de muy buen humor.

Y el germano ya tenía algunas ideas…

Marco Sempronio Glauco había dejado pasar algunas semanas, de forma prudente. No quería parecer ansioso y, por lo demás, la ira visceral que sentía le pareció algo humillante, considerando que la dirigía hacia un bárbaro inferior. Sin embargo, cuando notó que Diana Marcia Vespia se había ausentado de varios banquetes y que incluso envió una nota para disculparse ante su propia invitación, consideró que ya era tiempo de hacerle una visita. Se presentó como siempre, ufano y elegante, luciendo una túnica nueva y el cabello perfumado con aceites egipcios.

Al llegar a la Domus Vespia, Marco reconoció el palanquín imperial y al séquito que solía acompañar a Popea en sus paseos. Dudó unos segundos. No tenía ningún interés en toparse con la emperatriz, por mucha curiosidad que su visita le provocara. Estuvo a punto de ordenarle a sus esclavos que emprendieran el regreso, cuando una idea interesante se cruzó por su mente… ¿Y si Popea estaba allí por el bárbaro? ¿Si quedó impresionada por su exhibición en el palacio y decidió comprarlo? Ni la propia Diana tenía el poder de oponerse ante una buena oferta; más aún, si le debía importantes favores. Después de todo, la emperatriz llevó al salvaje desnudo y encadenado al banquete. Marco había fornicado en el pasado con la Divina Augusta y conocía de sobra sus apetitos. No sería nada raro que en algún momento haya probado el sexo con el muchacho, aprovechando la distracción de la fiesta.

Sempronio Glauco sonrió. Entraría únicamente por el placer de ver la cara de Diana al momento de desprenderse del esclavo. ¿Lloraría como una mujer corriente? Claro que lo haría. ¡De ira y frustración! Y allí estaría él, dispuesto como siempre, para consolarla. Y el mal día terminaría en la cama, con los dos compartiendo sudor y fluidos, tal como habían hecho durante los últimos veinte años.

Lo había decidido. Alegremente, dio la orden de llamar a la puerta de los Vespios.

-       Llegó hace algunas horas – Explicó Zenobia entre susurros, luego de conducir a Glauco hasta el impluvium – Ordenaron que los esclavos abandonáramos el salón para estar a solas.

-       ¿Dices que Diana y Popea se encuentran solas en el triclinio? – Preguntó el noble.

-       El bárbaro está con ellas…

Marco se animó con aquel dato. Sonrió de lado.

-       ¿Popea quiere comprar al germano? – Preguntó, prácticamente seguro de la respuesta.

-       No lo creo, Domine – Sentenció Zenobia, sombríamente.

El hombre frunció el ceño. Comprendió que el asunto no transcurría según sus sospechas. La visita de Popea no aliviaría las estúpidas y recientes inclinaciones de Diana.

-       ¿Entonces, qué están..? – Comenzó, pero Zenobia lo interrumpió atrevidamente.

-       ¿Le habéis escrito al general Sabino Fausto como os sugerí, Domine?

Sempronio Glauco parpadeó, algo desorientado por la pregunta.

-       No… No aún… Es decir – Dudó unos segundos y luego sonrió – ¡No puede ser más que un capricho pasajero! ¡Por Júpiter!… ¡Es un mocoso del norte del Rhin! ¡Una bestia irracional!  No creo que sea necesario que el general se entere que… ¡Y por qué formulas esa pregunta con tal impertinencia! – Reclamó, repentinamente irritado – ¿Olvidas tu lugar, esclava?

-       No lo olvido, Domine – Replicó Zenobia, bajando los ojos con prudencia – Pero conozco a mi Domina desde que la partera la puso en mis brazos. Y vos sabéis muy bien qué significa cada uno de sus gestos, desde que era una muchacha – Levantó la vista y la clavó en las pupilas oscuras de Marco – ¡El esclavo es peligroso, Domine! Será la causa de grandes desgracias… Pero alguien debe convencerla de ello… A mí no me oirá…

Marco cruzó los brazos y dio unos pasos alrededor de la pequeña piscina destinada a recoger el agua de lluvia. Levantó los ojos y se concentró en la abertura del techo. Se negaba a creerlo, a pesar de haberlos visto en la cama de la Domina Vespia. Nubarrones grises pasaban a poca altura.

-       Vamos… ¿Qué podría suceder? – Sonreía nuevamente – La vi en el lecho con él. Sí, se está divirtiendo... ¡Es la obsesión de esta temporada! Como cuando pagó por varios encuentros con ese gladiador galo que estaba de moda… Estoy seguro de que en algunas semanas se hartará del muchacho y acabará vendiéndolo al que le ofrezca un buen precio…

La jefa de los esclavos lo oía en silencio. Finalmente habló.

-       …Lo instaló en sus aposentos hace muchas noches. Una escultura del bárbaro desnudo adorna la piscina. Dispone para él los manjares más finos y el vino que Domino Marcio guardaba solo para grandes ocasiones – Rebatió Zenobia, dando un paso hacia él – Ordenó para el esclavo una colección de túnicas de sedas orientales y los mejores perfumes de Alejandría. Gastó una fortuna en brazaletes para el muchacho… Dejó de decirle “Febo” y ahora lo llama por el nombre salvaje que le dieron los bárbaros… Y anunció que pronto lo llevará a la Villa de Salerno, para que ese sucio germano “pueda ver el mar” – La voz de Zenobia temblaba levemente – ¡Decidme, noble Glauco!, ¿Alguna vez tuvo mi señora consideraciones semejantes por algún habitante de este mundo? Ni siquiera por Sabina, bien lo sabéis… Y ni siquiera por vos, que habéis estado a su lado desde que ambos erais adolescentes.

Marco tragó saliva y sopesó las palabras de Zenobia. Era cierto. Desde que prácticamente eran unos niños hacían el amor de todas las formas posibles, pero él jamás poseyó a aquella mujer. No logró acercarse ni un milímetro a su corazón y siempre tuvo claro que la hermosa Diana Marcia Vespia le otorgaba sus favores con un dejo de amistad muy lejano al amor. Si tal cosa existiese, si ese sentimiento banal que cantaban los poetas fuera real, estaría a mil leguas de la piedra que Diana tenía en el pecho. Y él tampoco lo cuestionó. No le pidió nada y tampoco se lo ofreció. Le complacía su compañía y su cuerpo, así como la complicidad que compartían.  Pero nunca, jamás imaginó que a esta altura, veinte años después, Diana acabaría perdiendo la compostura por un esclavo… ¡Y no hablamos de un atleta griego o un atractivo músico de Alejandría! ¡Por Júpiter! ¡Era un germano, incluso menor que su propia hija!

-       Acompañadme y lo veréis – Insistió Zenobia, aprovechando la actitud reflexiva del patricio – Seguidme…

-       ¿Me llevarás con ellos? – Preguntó, indeciso – No quiero que Popea crea que…

-       Haré algo mejor, Domine.

Marco abrió los ojos al máximo, impresionado por el escondrijo tras el muro.

-       ¿Dices que Diana ordenó construirlo en secreto? – Susurró.

-       Del otro lado está la escultura de Medusa – Explicó Zenobia.

Glauco la conocía bien. Había estado en el triclinio miles de veces, pero jamás pensó que tras el rostro siniestro de aquella Gorgona se ocultaba un escondite ideado para el espionaje. Le irritó en gran medida que Diana jamás le confidenciara la existencia del mecanismo.

-       Mirad a través de las aberturas de los ojos, pero cuidaos de no tocar el hueco de la nariz, o la escultura se abrirá y quedaréis al descubierto frente a mi Domina y la divina Popea – Murmuró Zenobia, cerca de su oído.

Naturalmente, Marco no deseaba que tal cosa ocurriera.

-       Ahora acercaos y vedlo con vuestros ojos…

Sintió que su corazón latía con furia. Alargó el cuello, cuidando de no activar el proceso de apertura. Frunció el ceño, preparándose para enfocar y acercó el rostro a los ojos de la Medusa.

Lo primero que Marco vio fue a Popea recostada en uno de los divanes, bebiendo lentamente de una copa de plata y con los ojos prendidos del fuego. Estaba desnuda y se estiraba con pereza, como si disfrutara de un placentero sopor. Sempronio Glauco comprendió que sus apetitos habían sido saciados y ahora reposaba, profundamente complacida.

-       En el piso… Sobre la manta – Susurró Zenobia, guiándolo.

Marco se acomodó. Los muebles cubrían parte de la escena, pero finalmente logró enfocar.

Y allí estaban…

Diana y el muchacho germano hacían el amor sobre la capa de Popea. La señora de los Vespios yacía de espaldas, arqueándose y aprisionando con sus piernas al bárbaro, quien la penetraba con lentitud e intensidad. Con los brazos tensos y cada músculo alerta, Febo – ese hijo de puta – hundía una y otra vez su falo insolente en la jugosa cavidad de la dama. Mientras lo hacía, ella lo besaba, sujetando su cabeza y acariciando el cabello pajizo a la altura de la nuca. Ambos gemían en absoluta coordinación. De tanto en tanto ella lo apartaba para mirarlo a los ojos y murmurarle algo. Había ternura en sus pupilas.

¿Qué murmuraba Diana cuando hacía el amor con Marco? No era su costumbre, a menos que pidiera más o exigiera algo en específico. Daba órdenes, instrucciones férreas. Gemía, gritaba, lanzaba palabrotas. Dependía de la ocasión y su humor, ciertamente. Pero nunca la vio enternecida. Jamás le clavó las pupilas como lo hacía con el bárbaro que ahora la penetraba afanosamente. “Tiene esa mirada tonta que las mujeres dedican cuando se vuelven aburridas y exigen sentimentalismos, además del sexo”, pensó. Había caído en la trampa a la que parecía inmune. Ya no era divertida ni astuta. Era una más y peor: pues su desplome era indigno de alguien como ella.

Luego de lo que le pareció una eternidad, Diana comenzó a gemir con voz conocida y los estertores del germano indicaron que se había vaciado dentro de su Domina.

Marco Sempronio Glauco frunció el ceño y sintió que su respiración se aceleraba.

Luego de que Popea se retirara con todo su séquito, Diana suspiró aliviada. Una cosa era que la emperatriz disfrutara de jugueteos sexuales con su esclavo favorito en su propio triclinio; y otra, que tuviese intenciones de arrebatárselo. Podía estar tranquila. La divina esposa del César se había encaprichado con una pareja de bárbaros adolescentes y ella, Diana Marcia Vespia, serviría de contacto para que Nidia, la meretriz, los entrenara tan bien como lo hizo con Wolfgang. Era conveniente proceder con cautela y eficiencia, pues usualmente se beneficiaba con la buena disposición de la Augusta.

Diana Marcia Vespia entró en sus aposentos, pensando en un nuevo baño con agua de rosas; pero se detuvo perpleja cuando se encontró con Marco Sempronio Glauco, sonriente e instalado en el diván principal. Bebía del mejor vino de la casa y probaba las aceitunas griegas recién llegadas.

-       ¿Qué haces aquí? – Preguntó la Domina con algo de irritación.

-       Vine a verte, pero como estabas ocupada con nuestra divina emperatriz, decidí esperar en tu dormitorio – Respondió él, alegremente y sin ponerse de pie.

-       Pues fue una impertinencia de tu parte entrar a mis habitaciones sin anunciarte – Reclamó Diana, caminando hacia su tocador, mientras se desprendía de uno de sus brazaletes.

Marco lanzó una carcajada.

-       ¿Desde cuándo te volviste una virtuosa matrona del imperio? – Preguntó, irónico – He estado mil veces en este cuarto. ¿Acaso ya no puedo entrar cuando me plazca?

-       No, cuando me visita Popea – Replicó Diana, no muy convencida – La visita de la emperatriz moviliza a toda la Casa Vespia y no puedes deambular por la Domus a tu antojo… Mis esclavos no podrían atenderte como mereces.

-       Entiendo… – Marco Sempronio seguía sonriendo – ¿Y tú atendiste a la divina esposa del César como merece?

-       Es el deber de cualquiera que la reciba – Concluyó ella, sentándose frente al espejo y desabrochando uno de sus enormes aretes.

El hombre avanzó hacia el tocador y puso sus manos en los hombros de la dama.

-       Has estado distante, Diana – Observó, mirándola a los ojos a través del espejo – No te hemos visto en los banquetes e incluso te negaste a asistir a una fiesta en mi ínsula. ¿Sabes que había traído a unos acróbatas macedonios solo para divertirte? Estuve a punto de ordenar que les cortaran el cuello por la frustración de tu ausencia…

-       He estado ocupada… – Cortó Diana, deseando que la conversación concluyese.

-       Ah, claro que has estado ocupada… Revolcándote con ese animalito del Rhin a todas horas, lo sé – Se inclinó un poco y aspiró el aroma del cuello de la dama – Y ya no hueles a hembra y perfumes de Alejandría… Ahora apestas a semen y sudor de bárbaro…

Diana le dio una gélida mirada a través del espejo. Enseguida sonrió levemente.

-       ¿Tienes algún problema con que me revuelque con cualquiera de mis esclavos? – Preguntó ella, cambiando a un gesto alegre – Es algo que me impresiona, considerando que nos hemos divertido bastante a costa de quienes sirven en mi casa. ¿Acaso no has follado con mis bañistas? ¿No me has visto disfrutar de la lengua o la verga de Helios y Akeem junto a la piscina, mientras alguna muchacha de mi cocina te lamía el miembro? Claro que disfrutamos de los cuerpos que nos pertenecen, ¿Verdad? Te has acostado con cada esclava de tu villa e incluso has ordenado que mi propio galeno interrumpa la preñez de alguno de tus bastardos… ¿Y ahora me recriminas porque disfruto del pene de un esclavo que compré con mi propio dinero?

-       No pierdo la cabeza por las esclavas, Diana. En mi villa no hay estatuas de las bañistas que penetro. No les compro joyas ni las cubro de sedas – Su gesto se había vuelto despectivo – ¡Y mucho menos las instalo en mis habitaciones, como si fueran la Domina de la casa..!

La irritación en el rostro de Diana fue evidente. Respiró profundamente, agitando las aletas de la nariz antes de hablar.

-       Si quisieras tratar a alguna de tus esclavas como la reina de Partia, sería tu maldito derecho, pues lo pagarías con tu dinero – Sus ojos eran feroces a través del espejo – De igual modo estoy en MI DERECHO al tratar a Wolfgang como me venga en gana, sin que nadie pueda reprochármelo.

-        Sabes bien que no es tu dinero. Es la fortuna de los Vespios la que ocupas para agasajar a ese animal – Corrigió Glauco, sin perder la calma.

Las palabras fueron un latigazo en el estómago de Diana.

-       ¡Por Juno! ¡Te preocupa mucho salvaguardar la fortuna de tu tío Gneo Marcio! – Diana sonrió irónica – ¡Por eso has cuidado de la vagina de su esposa por veinte años!

-       Fuiste tú la que se abrió el peplo y me ofreció los pezones en el jardín, a medianoche – Replicó Marco, sonriendo e inclinándose levemente hacia ella – Yo era un huésped en esta casa. Solo accedí a tu invitación.

-       ¡No seas descarado, Marco! ¡Ya te habías puesto la toga viril! ¡Ya eras un hombre! – Reclamó Diana, alzando la voz – ¡Y no titubeaste ni un segundo al lamer esos pezones y penetrarme sobre la hierba!

-       …No lo niego, pero tú comenzaste – Marco parecía divertido por la charla. Tomó uno de los rizos sueltos de la Domina y lo besó – Siempre has sido una mujer de apetitos, Diana Marcia Vespia, desde que eras una pequeña ninfa de quince años. En estos años me ha fascinado tu predisposición para las artes del lecho. Hemos disfrutado de los placeres por mucho tiempo, lo admito. Pero también admiraba tu astucia y en este momento no estás siendo muy inteligente, querida... ¿Qué crees que pensará el César si llega a enterarse que su esposa visita la casa del tribuno Marcio Vespio, para revolcarse con uno de los esclavos?

La Domina apartó la mano de Marco de su hombro y se puso de pie. Nuevamente lo miró a los ojos, sarcástica.

-       Imagino que correrás al Palatino a murmurarle a Nerón lo que Popea hace en mi casa – Diana dio un corto aplauso – ¡Excelente! ¡Y aprovecha de contarle que también has estado entre las piernas de la Divina Augusta!

-       Sabes que no haré tal cosa. Me refiero al riesgo de…

-       ¿No lo harás? – Diana lanzó una carcajada – ¡No dudaste en enviar a tu esbirro a la Domus Transitoria para contarle a la emperatriz que contraté a la ramera favorita del Senado para entrenar a mi bárbaro, el mismo día del banquete! ¿Alguno de mis esclavos te lo susurró? ¡Pronuncia su nombre, para que le deshaga la piel a latigazos!

-       ¿Crees que vengo a tu casa a recoger los chismes de tus sirvientes? – Marco también rió estruendosamente – La edad te ha hecho ridícula, Diana. Y sabes bien que no hay secretos que duren mucho tiempo en Roma. Mucho menos cuando se tratan de sexo…

-       Por supuesto… Porque siempre habrá pobres diablos dispuestos a difundirlos, aunque no tengan ninguna relación con ellos – La Domina alzó la barbilla. Sus ojos brillaban – Fornico con mi esclavo, Marco Sempronio Glauco, porque quiero y puedo. Yo lo compré en el mercado, yo pagué por su entrenamiento y me complace en la cama como ningún hombre lo ha hecho. Sé que te hierve la sangre que un bárbaro del norte ocupe mi lecho y mis pensamientos, como tú siempre has pensado que lo hacías; pero lamento ser yo quien te desengañe. No eras más que uno de tantos falos que he elegido para divertirme y ciertamente, no has sido el mejor. Al lado del cuerpo fresco y robusto de mi sátiro del Rhin, tu pecho me parece frío y desgastado. Y junto a su magnífico pene repleto de semen, tu triste verga me recuerda a un higo seco. Tu tiempo acabó, Marco. Te haces viejo, ya dejaste de ser la imagen de Apolo y tus intrigas de costurera te hacen aún más decadente. Ve a revolcarte con las rameras de Subura o con las esclavas que te sirven en tu villa. Ya nada queda para ti entre mis piernas.

Por largos instantes, Marco permaneció inmóvil, sopesando las palabras de la Domina. Finalmente se mordió el labio inferior y asintió, procurando calmarse.

-       Ya perdiste la amistad de Quinto Estrabón y ahora me has perdido a mí – Señaló con la voz llena de resentimiento – Cuando Nerón se entere de tus tratos con su esposa, perderás algo más…

Diana se acercó al hombre, acarició su mejilla y se alzó en punta de pies para darle una lenta lamida en los labios. Glauco sintió el miembro tenso.

-       Puedes ir a decirle… – Susurró ella en su oído – Los chismes te complacen tanto como mi lengua en tu glande…

Marco se apartó de ella. Aunque trataba de contenerse, la furia era evidente en sus ojos.

-       Por favor, cierra la puerta cuando te retires – Pidió Diana con total calma, mientras le daba la espalda para sentarse nuevamente frente al espejo.

Antes de tocar la cerradura, Marco giró hacia la dama. Diana había comenzado a cepillar sus rizos.

-       Sabina es mía, ¿Verdad? – Preguntó de pronto – Al igual que el varón que nació muerto…

-       ¡Qué importancia tiene! – Replicó con hastío, luego de entornar los ojos – ¿Habrá sentimentalismos ahora, Marco? Ya te dije que tu falo fue uno de muchos. No puedo saber si tu semilla fue la elegida por los dioses. Me enterneces, Glauco…

Trémulo y humillado, el hombre abrió la puerta y se topó de frente con Wolfgang. El bárbaro inclinó levemente la cabeza, a modo de saludo, sin dejar de mirarlo a los ojos. Marco creyó ver una leve sonrisa en el muchacho. Furioso, aferró su garganta y lo empujó contra el muro.

-       ¡¡DE QUÉ TE RÍES, PERRO DEL RHIN!! – Rugió en su cara. Wolfgang sintió la saliva salpicándole las mejillas – ¿¿ACASO TE CREES EL DOMINO DE ESTA CASA..??

Zenobia, quien se dirigía a los aposentos de Diana al momento del ataque, se abalanzó sobre ambos hombres, intentando separarlos. Antes de que Diana llegara a la puerta, el bárbaro pudo oír a la jefa de las esclavas susurrando cerca del oído de Glauco.

-       Hay otras formas, Domine… El general Sabino Fausto… Os lo dije…

Wolfgang llevó ambas manos hacia el poderoso puño que se hundía en su garganta, procurando liberarse.

-       ¡¡SUÉLTALO Y LÁRGATE DE MI CASA!! – Rugió Diana en el umbral de la puerta, levantando una pequeña daga etrusca hacia el romano.

Marco lo soltó. Wolfgang comenzó a toser, tratando de recuperar el aliento.

-       ¡MÍRATE, DIANA! – Exclamó Glauco, luego de una amarga carcajada – ¡Me amenazas para defender a un germano!

-       PARA DEFENDER ALGO QUE ME PERTENECE – Puntualizó la Domina – Y ESTOY HARTA DE USTEDES, MALDITOS HOMBRES, QUE CREEN PODER DECIRME QUÉ HACER CON LO QUE ES MÍO. NO PISARÁS MÁS ESTA DOMUS, MARCO SEMPRONIO GLAUCO, U ORDENARÉ A MIS GUARDIA QUE TE EMPALEN CON SUS LANZAS.

-       No harás tal cosa. Soy miembro de tu familia… – Reclamó él, jadeante – Y mi tío no permitirá que la perra de su esposa me trate de esta forma.

-       Tu tío está al otro lado del mundo. La Domina de esta casa soy yo.

Zenobia tocó suavemente el antebrazo de Marco, pero él lo apartó bruscamente.

-       Domine, por favor…

El romano lanzó una última mirada a cada uno y se dio media vuelta rumbo al impluvium, llamando a sus esclavos a gritos.

Diana lo siguió con la vista. Wolfgang se acariciaba el cuello, tratando de respirar normalmente.

-       No volverá a pisar esta casa, ¿Entendiste? – Ordenó a Zenobia, sin mirarla – ¡Y te haré responsable por cumplir esa orden!

-       Pero el Domino Gneo Marcio querrá saber…

-       ¡No está aquí y me aseguraré de que no regrese en mucho tiempo!

-       Como ordenéis, Domina – Asintió la esclava, con los ojos bajos.

Diana la observó atentamente. Había servido en la casa de los Faustos desde antes de su nacimiento. Era su mano derecha y su incondicional cómplice. No… Imposible…

-       El día del banquete Marco Sempronio Glauco pidió una esclava para saciarse antes de partir. ¿A quién le enviaste? – Preguntó la Domina con aplomo.

-       Fornicó con Illithia, la griega – Respondió Zenobia, sin titubeos.

-       Tráela a mis aposentos ahora mismo.

No fue difícil obtener la confesión de la esclava. A punta de bofetadas e insultos, admitió entre sollozos que Marco Sempronio Glauco la había obligado a hablar.

-       ¡Soy una simple esclava! – Chillaba – ¿Cómo puedo negarme a responder lo que un Domino me pregunta?

Wolfgang observaba la escena en silencio.

-       ¡Pudiste decir que nada sabías, estúpida! – Rugía Diana, entre bofetadas – ¡Ahora hasta la Emperatriz lo sabe!

-       ¡Domina, por piedad! ¡No me vendáis! ¡No me enviéis a los burdeles de Subura! – Rogaba Illithia – ¡Azotadme! ¡Matadme!, ¡Pero no hagáis que sirva con mi cuerpo a los inmundos y los leprosos!

El primer impulso de Diana fue deshacerse de la chica. Habría obtenido buen dinero. Bastaba con exhibirla desnuda en la tarima del mercado para que los perros rabiosos se pelearan por ella. Sabía bien lo que un buen par de tetas provocaba en un hombre y la muchacha habría potenciado su valor; pero luego su furia se calmó. Gracias a que Popea se enteró del chisme de Nidia, pidió ver a Wolfgang y acabó con él penetrándola sobre el diván. Debido a que el bárbaro logró complacerla, abogó por él y le salvó la vida. Y ahora, su vieja amiga le debía un favor, gracias al trato que llevaría a la meretriz a entrenar a su pareja de esclavos. En cierta forma, Illithia había contribuido con la buena fortuna de la Domina Vespia. Sin proponérselo, su estupidez le traía suerte.

Pero era necesario que aprendiera a mantener la boca cerrada; más aún, mientras mantenía las piernas abiertas.

-       Cinco latigazos, pero sin ninguna consideración – Ordenó la Domina – Que las cicatrices le recuerden para siempre que el silencio le traerá más beneficios, que soltar confesiones a cualquiera que la penetre.

Zenobia cogió bruscamente el cabello de la muchacha que apenas podía respirar, en medio de los sollozos.

-       Yo te habría vendido sin ninguna misericordia al último de los burdeles del puerto de Ostia… – Gruñó la jefa de las esclavas – Siempre he creído que naciste para ser una puta vulgar y no para servir en una casa como esta. ¡La Domina ha sido demasiado indulgente con una zorra de boca suelta como tú..!

Helios la condujo al patio principal. Diana y Wolfgang comían en el triclinio mientras se oían los lamentos de Illithia, recibiendo el castigo.

Un par de semanas después, la muchacha griega aún debía dormir de boca. La delicada piel de su espalda sanaba lentamente y ella trataba de mantener un perfil bajo, topándose lo menos posible con la Domina. Cumplía con sus deberes con diligencia y en silencio, soportando las bromas de los otros esclavos y los insultos eventuales de la jefa de la servidumbre.

Una noche, la Domina fue invitada a una cena privada al Palatino. El objetivo era ultimar lo detalles del contrato con Nidia, la meretriz. Wolfgang yacía entre las sábanas de seda del lecho, mientras las esclavas vestían y enjoyaban a la señora de la casa.

-       ¿De verdad no quieres ir conmigo a la Domus Transitoria? – Preguntaba la Domina, con un leve tono de reproche.

-       Prefiero descansar – Respondió el germano, estirándose. Llevaba una túnica delgada y simple, a pesar del inivierno – Y recobrar fuerzas para cuando regreses. No te dejaré dormir en toda la noche…

La Domina sonrió complacida y sintió que sus pezones se marcaban aún más bajo la seda de su peplo.

-       A mi regreso, te quiero desnudo sobre mi cama y con los brazaletes egipcios que ordené para ti – Pidió la dama – Y que las esclavas unten tu miembro con aceites deliciosos…

-       Así será, Ubil Huora…

Diana sintió que su vulva palpitaba. Cada vez que el muchacho la llamaba así, se humedecía.

-       Contén tu lengua, pequeño lobo – Pidió, con tono maternal – Recuerda que ya debo irme.

Se acercó al muchacho y se inclinó para besarlo y hundir la lengua en su boca. Wolfgang, por su parte, deslizó la mano dentro del escote y acarició un pecho y el pezón.

-       Basta, mi salvaje – Murmuró ella, alegre, apartando suavemente su mano, para luego incorporarse – Cuando regrese probarás lo que te gusta. Guarda tu néctar para mi boca y mi sexo…

Media hora después, Diana Marcia y la mitad de sus esclavos salían de la Domus Vespia en un brillante cortejo, rumbo al palacio del César.

Wolfgang se incorporó. Abrió la puerta del aposento y dio una rápida mirada a los pasillos. Un par de esclavos llevaban ropa o alguna vasija, terminando los últimos deberes del día. La mayoría había acompañado a la Domina o bien, se habían retirado a los dormitorios de la servidumbre. El bárbaro avanzó cautelosamente por los rincones de la casa y cruzó los patios y el enorme jardín. Finalmente vio a Illithia recogiendo un poco de agua de la fuente principal.

-       Ilithia… – Llamó de pronto.

La chica se sobresaltó.

-       ¡Febo! – Exclamó – ¿Qué haces aquí? ¿No fuiste con ella? ¿Con los demás?

-       Debo hablar contigo – Soltó el muchacho, sin preámbulos – Ven conmigo.

El bárbaro tomó su mano y dio un par de zancadas, llevándola con él.

-       ¡Espera! – Reclamó la chica – ¿Estás loco? Si la Domina se entera de que estoy contigo a solas en el jardín, terminará de despellejarme. ¡Y esa perra de Zenobia le dirá que me venda en carne viva a algún burdel de la ciudad!

-       No está la Domina ni la perra de Zenobia…

-       ¡Pero, Febo! ¡Febo..!

La condujo nada menos que a la alcoba de la Domina. La muchacha miraba a su alrededor, inquieta.

-       Eres un idiota – Dictaminó, temblando – Si ella sabe…

-       Ella piensa que estoy descansando y ordena que nadie me interrumpa – Explicó Wolfgang con firmeza – Además, si alguien viene, le diré que estás aquí para ponerme aceites. Ella quiere que la penetre cuando regrese.

La esclava se relamió los labios y se cruzó de brazos, algo más tranquila. Le sorprendía la forma como Wolfgang hablaba latín con tanta soltura, a pesar de su acento.

-       Y bien, Febo, ¿Qué quieres? – Le preguntó directamente.

-       Solo quería hacerte una pregunta – Respondió él.

-       Pues yo también. ¿Fuiste tú el que le dijo a la Domina que yo hablé con el romano? – Atacó Illithia con algo de rencor.

-       No…

-       Pero me viste con él, mientras lo hacíamos…

-       Eso no significa nada. No fui yo…

-       ¿Entonces…?

-       Zenobia le informó que el romano pidió que lo atendieras. Ella lo supo enseguida – Concluyó Wolfgang.

-       Zenobia… ¡Esa hija de puta! – Exclamó Illithia, pateando el mármol del piso.

-       Ahora quiero saber algo – Contraatacó Wolfgang – Quiero que me digas quién es alguien llamado “General Sabino Fausto”.

-       ¿Para qué quieres saberlo? – Cortó Illithia.

-       Eso es asunto mío…

-       ¿Ah, sí? – Illithia giró y bajó el peplo de sus hombros, enseñándole las marcas en su espalda – Y estas cicatrices son mi asunto. Ya me lo advirtieron y pretendo cerrar la boca de ahora en adelante, por el bien de mi propia piel. Así que pregúntale a alguien más.

Wolfgang alargó la mano y rozó una porción de piel sana. Cinco marcas rojizas se elevaban sobre la blancura del cutis. Eran similares a las que él ya había endurecido sobre su espalda y en su pecho. El bárbaro tomó la mano de Illithia y la hizo girar lentamente. Se había retirado la túnica y solo llevaba el taparrabos. Luego, guio los dedos de la muchacha hacia la gran cicatriz del frente, esa que casi lo mató después del combate con el nubio. Al sentir la textura de la marca, la muchacha se estremeció.

-       Los dos somos esclavos – Susurró Wolfgang, mirándola a los ojos – Te trajeron de tu tierra, que no recuerdas, y a mí me trajeron del norte.

Tomó la mano de la muchacha y la deslizó suavemente por el abdomen hasta el borde del subligar.

-       Estamos solos en Roma… Los dos…

La chica seguía prendida de las pupilas azules que la atravesaban.

-       Pero tú…  – Comenzó Illithia, titubeante – Tú eres su favorito… Eres su bárbaro – Su corazón latía con fuerza. La mano temblaba sobre la piel caliente del vientre de Wolfgang, algo más abajo que el ombligo – Yo no soy nadie en esta casa… Tú tienes todo lo que puedes desear…

-       ¿Y tú, qué deseas…? – Preguntó él, acercando el rostro a su oído.

Illithia sintió su respiración agitando su cabello. Cerró los ojos. Sus pezones se habían contraído.

-       ¿Deseas un amo que te acaricie y te llene de joyas? – Murmuró él, directamente en su oído – ¿O quieres volver a tu tierra?

La mano de Wolfgang se había apoderado de una de las portentosas tetas de Illithia y la amasó suavemente.

-       Quiero dos cosas… – Confesó la muchacha, luego de emitir un leve gemido.

Él se inclinó y besó uno de sus pechos

-       Dímelas…

-       Quiero… Quiero lo que le pertenece a la Domina… – Jadeó, sintiendo como Wolfgang mordía suavemente uno de sus pezones.

-       ¿Sus joyas? ¿Su casa?

-       ¡Quiero a su bárbaro! – Explicó la muchacha, echando la cabeza hacia atrás y sujetando ambas tetas, para ofrecerlas al germano – Te quiero dentro de mí… ¡Te necesito dentro de mí!

Sujetó la cabeza de la chica, obligándolo a mirarla a los ojos. Con los dedos de la otra mano había comenzado a palpar los labios empapados de la vulva, bajo el peplo. Ella entornaba las pupilas, ebria de excitación.

-       …Me tendrás dentro de ti, pero dime: ¿QUIÉN ES EL GENERAL SABINO FAUSTO?

-       Por favor… Tómame ahora – Rogó ella, sintiendo que su clítoris se deshacía en las yemas del bárbaro.

Wolfgang hundió dos dedos en la vagina que comenzaba a dilatarse. Illithia dio un grito que él acalló de inmediato con la otra mano.

-       ¡Calla o los dos moriremos! – Advirtió él con los ojos fieros – ¡Ahora dímelo!

Los dedos se hundieron al máximo en la cavidad vaginal. Wolfgang retiró la mordaza de la boca de Illithia.

-       El padre de la Domina… ¡Es su padre!

El bárbaro frunció el ceño y se detuvo por unos segundos. Procesaba la información en su cabeza.

-       Dijiste que lo harías – Rogó ella, relamiéndose.

Volviendo en sí, Wolfgang le arrancó el vestido y luego se quitó el subligar.  Palpó nuevamente la vulva de Illithia y extrajo un poco de la materia viscosa. Un líquido espeso se abría en hilos entre sus dedos. El bárbaro los llevó a su boca, degustando el sabor de la muchacha.

-       Ahora es mi turno de probarte, como lo hiciste ese día frente a las perras romanas. Ven aquí…

La condujo a la cama y la sujetó de boca sobre el colchón, para no lastimar su espalda magullada. Levantó la grupa de la chica, obligándola a sostenerse con sus rodillas. Illithia gemía y movía las caderas en círculos, murmurando. Pocas veces sintió tanto deseo. La lengua de Wolfgang se agitó contra los labios. La griega gimió en voz alta.

-       ¡Te dije que nos matarán si te oyen! – Gruñó él, alternando lamidas – Ahora háblame de ese general… Cómo es, qué piensa ella de él…

-       Lo odia… Ella… ¡Ahhh! – Illithia apenas podía hablar – Ella no lo ve hace mucho… ¡¡Ahhhhh!! Ella no… ¡¡Ahh!! Ella lo evita…

Wolfgang se incorporó y cogió con ambas manos las nalgas de la muchacha. Se acomodó, apuntando el falo hacia la cavidad vaginal.

-       Dime cómo es él… – Exigió, al tiempo que empujaba su verga en la profundidad.

Illithia mordió la seda de las sábanas. Wolfgang comenzaba a bombearla. Las tetas de la muchacha se aplastaban contra el colchón.

-       ¡Habla…! – Pidió él, aumentando la ferocidad de las embestidas.

-       El gen… general… Sabino Faust… Es un guerrero famoso – Jadeaba con los ojos entornados – El emperador Claudio… ¡Ahhh!... El emp… erador… Lo honró… Por lo que hizo en Germania… ¡¡Ahhhh!!

-       ¿Germania? – El bárbaro empujó más profundo. Comprendía que los romanos llamaban Germania a su tierra, a sus bosques – ¿Y qué hizo en Germania?

-       Él… él… mató a muchos bárbaros – La respiración de Illithia aumentaba en su frecuencia – Mató a jefes… A caudillos… Toda Roma lo recibió con flores y oro… ¡Ahhhh! ¡¡¡Ahhhhh!!! ¡¡¡AHHHHH!!!

Wolfgang debió amordazarla con su mano nuevamente, amortiguando los aullidos del orgasmo. Luego de las últimas convulsiones de la chica, Wolfgang cerró los ojos y respiró rítmicamente. Se contrajo, jadeando, mientras inyectaba su esperma dentro de la matriz de la muchacha.

El bárbaro se incorporó. Necesitaría más que nunca el baño que ella ordenó y quemar algo de incienso en el cuarto, o la Domina sentiría el aroma a sexo. Volteó hacia la Illithia y vio que aún jadeaba con el rostro relajado y los ojos entrecerrados.

-       Por eso no quiere compartirte… – Sonrió la griega – Tu verga es un portento de Afrodita. ¡Por los demonios del Hades! ¡Y sabes usarla bien!

-       Dijiste que deseabas dos cosas – Replicó Wolfgang, ignorando el comentario de la muchacha – Lo primero ya lo obtuviste ¿Qué es lo segundo?

-       Nada… Lo dije por hablar…

-       No es cierto. Quieres algo más…

-       Lo que quiero es que esta no sea la última vez que me penetres – Rió ella, levantándose de la cama y componiendo su cabello. Sus opulentas tetas se balanceaban levemente con cada movimiento – Ella no tiene por qué enterarse…

-       Si quieres que vuelva a penetrarte, entonces dime qué es lo segundo que deseas – Exigió él, acercándose a ella y acariciando uno de sus pechos – Esto es solo el comienzo…

El muchacho le sonrió. Tenía una preciosa risa, de las que iluminan todo el rostro. Illithia suspiró.

-       Quiero ser la jefa de los esclavos… – Soltó finalmente.

-       Zenobia es la jefa de lo esclavos.

-       Quiero a esa perra muerta o vendida, muy lejos de aquí – Los ojos de la muchacha se volvieron sombríos – Oí que ella fue alguna vez la favorita del General Sabino Fausto. Mandaba en su domus y tenía poder. Luego siguió a la Domina a la casa de los Vespios. Quiero que esa malnacida se largue. Cuando el amo Gneo Marcio regrese, sé que me devolverá mi lugar. Fornicaba conmigo más que con la Domina. Volverá a dormirse chupando mis pezones y aspirando el perfume de mi vulva. ¡Seré la verdadera señora de esta casa!

Sonreía pícaramente. El gesto era casi infantil. Wolfgang la obervó con atención. No era mucho mayor que él y había sido esclava toda su vida. Calculó que la chica quizás tenía doce o trece años cuando Marcio Vespio jugueteaba con sus pechos en su regazo.

-       ¿Cuántos inviernos has contado? – Le preguntó de pronto.

La chica se encogió de hombros.

-       Dieciocho, diecinueve tal vez. Nadie me ha dicho cuándo nací y poco me importa – Tomó ambas tetas y las agitó un poco – Han pasado unos cinco años desde que crecieron de este tamaño…

Wolfgang acarició su mejilla. Enseguida se inclinó y chupó lentamente un pezón y luego el otro. Luego le clavó los ojos.

-       Yo también tengo un deseo en esta casa… – Señaló el muchacho, alargando la mano para recoger el peplo de Illithia – Algo que me mantiene vivo.

-       ¿Qué puedes desear tú? – La muchacha rió, mientras se ponía el vestido – ¡Lo tienes todo! Vives como el hijo de un noble… ¡Te vistes como un patricio romano!

Los ojos del bárbaro se endurecieron.

-       ¡NO SOY UN ROMANO! – Sentenció, severo. La chica se estremeció – ¡Soy un guerrero de Freyja y debí morir en el bosque, peleando contra los mismos perros malnacidos que mataron a mi padre y ahora se dicen mis dueños! ¡No moriré aquí! ¡No viviré para siempre como el esclavo de la cama de una mujer! ¡No seré su semental por mucho tiempo! Me iré a mis tierras… Volveré a mis bosques, al lago… Y esperaré a que los romanos regresen… Y esta vez, seré yo quien tome sus cabezas… La de ella primero…

Illithia parpadeó, sorprendida. No tenía idea de quién era Freyja, pero sin duda era alguien de mucho poder, o él no estaría dispuesto a arriesgar su vida con semejante anuncio. El muchacho suavizó su gesto.

-       ¿Quieres ser la esclava más poderosa de la casa? Te ayudaré – Señaló él – Y tú me dirás todo lo que sabes, todo lo que oigas. Quiero saber qué pasa en esta casa y con todos los que se relacionen con ella – Tomó su mano y la atrajó. Besó sus nudillos – Seré tu aliado y tú la mía. Un día serás la esclava principal y yo me iré muy lejos de esta podrida tierra – Atrapó las nalgas de la chica y las apretó. Ella gimió suavemente – Y si traes buenos informes, me tendrás entre tus piernas una y otra vez. Y aún no has probado la mitad de lo que le ofrezco a ella, lo juro, por Freija…