#67/15 Sara
El doctor Sagasta se enfrenta a un caso de difícil solución, pero tiene motivos muy fuertes para intentarlo.
El tercer día decidió que debía dar un paso más. Los dos primeros habían sido una toma de contacto, una forma de reafirmarse en su propósito de no ceder a sus impulsos, pero no servían para comprobar a ciencia cierta que podía dominarse ante situaciones adversas. En cierto modo había hecho trampa. El lunes se vistió con pantalón y una camiseta ancha que disimulaba sus procelosas curvas y ni siquiera se maquilló. El martes el mismo pantalón y una camiseta de tirantes algo más atrevida pero no dejaba de ser vestimenta que cualquier mujer llevaría al mercado o al ambulatorio. Si quería saber en qué punto estaba realmente, tenía que dar una vuelta de tuerca más. No es que hubiera pasado desapercibida, Sara no podía pasar desapercibida en un bar como “El Porrón”, situado en un polígono industrial de las afueras y frecuentado únicamente por mecánicos, camioneros, repartidores y mozos de almacén. La madre Teresa de Calcuta no habría pasado desapercibida allí. Era la única mujer en el local a la hora de dar los almuerzos y todas las miradas y buena parte de los cuchicheos se centraban en la extraña presencia de tan buena moza sentada en una mesa junto a la ventana. Sara disimulaba mirando a través del cristal y se fijaba en la nave abandonada que enfrentaba el bar, pensando que sería un perfecto teatro de operaciones para sus aventuras si su presencia allí fuera, como lo había sido en otro tiempo y en otros bares, para seducir hombres incautos y satisfacer su instinto de depredadora. Sin embargo si los dos días anteriores había consumido buena parte de la mañana sentada en aquel tugurio poligonero con olor a tocino y calamares era precisamente para demostrarse a sí misma y al doctor Sagasta que era dueña de sus actos y no presa de un impulso desmedido que la llevaba a retozar con cualquiera, a cualquier hora y en cualquier lugar.
Por esa razón el miércoles cambió su atuendo, se enfundó una falda negra, ceñida, hasta medio muslo, más corta de lo aconsejable para acudir a un bar como El Porrón, medias de cristal que hacían brillar sus largas piernas y una blusa blanca que dejaba adivinar el sujetador negro de encaje, con dos botones desabotonados. Mejor tres. Carmín rouge, perfume caro y la melena rubia suelta. Un toque de rímel completó su imagen de femme fatale y se contempló satisfecha en el espejo. Para que aquella prueba tuviera validez debía convertirse en un icono sexual delante de la parroquia de la taberna. Ningún hombre del polígono podría quedarse indiferente ante la imagen de semejante hembra entrando en “su” bar. Si lograba que un buen numero de ellos se pelearan, en sentido figurado claro está, por conseguir sus favores durante los tres días que restaban de semana y ella se resistía sistemáticamente, podría presentarse el sábado ante el doctor victoriosa, dueña de su futuro y reafirmada en su opinión de que el bueno de Sagasta estaba, de todas todas, equivocado respecto a ella.
Eran las diez menos diez de la mañana cuando atravesó la puerta y el silencio que se hizo en el bar le demostró que había acertado con su vestimenta. Se detuvo un instante en la puerta y miró con cierto aire desafiante a la clientela, que consumía cafés y magdalenas cómo si no hubiera mañana, y con la cabeza alta y andares de “top model” cruzó entre las mesas soportando, o más bien disfrutando, las miradas lascivas que recorrían su anatomía. Antes incluso de sentarse el camarero apareció solícito bayeta en mano para limpiar las migas y recoger los restos que habían dejado los anteriores comensales.
―¿Lo de siempre, señorita? ¿Cafetito con leche y croissant?
Para ser el tercer día que iba por allí, el camarero se había aprendido pronto la lección. Una prueba de que aún sin vestirse de loba no pasaba desapercibida. Sonrió con suficiencia cuando notó que el muchacho no podía apartar la vista de su generoso escote y tras sentarse cruzó las piernas con displicencia, mirando los rostros de todos aquellos hombres que, estaba segura, deseaban más que cualquier cosa en ese momento tumbarla sobre la mesa y hacerla suya. Levantó los ojos con el parpadeo de colegiala que solía usar para hacerse la inocente y con una sonrisa exagerada le contestó al chico:
―Sí, lo de siempre. Gracias guapo.
El seguía mirándole las tetas intentando disimular pero cuando se dio cuenta de que ella lo había notado se puso rojo como un tomate y salió disparado a preparar la comanda.
Ellos estaban sentados en una mesa relativamente alejada de la suya; eran tres, el que estaba sentado de frente a ella debía tener unos cincuenta años y a ambos lados estaba acompañado por dos chicos más jóvenes. A su izquierda un treintañero moreno delgado, muy guapo y a su derecha un chiquillo que debía rondar los diecinueve con un sobrepeso que se acercaba a la obesidad y la cara llena de granos. Les solía poner motes desde el primer momento en que se fijaba en ellos. Los tres vestían camisas negras hasta el pecho y azules en la parte inferior con el logotipo de Rapid Express Cargo estampado en el bolsillo. Sin duda eran repartidores. El mayor parecía tener un cierto ascendiente sobre los dos chicos, era el macho alfa de aquella manada. Sara había desarrollado un sexto sentido para adivinar cómo se comportarían si se diera el caso de tener que repartirse una hembra. No en vano ella había sido en innumerables ocasiones la carnada de grupos similares y podía asegurar casi con absoluta certeza que en el caso hipotético de que aquellos hombres tuvieran que compartir una mujer el primero que elegiría la posición que deseaba ocupar seria el cincuentón de gafas y ojos de pez, dejando a los otros dos pelearse por el resto.
Tres es el numero perfecto. En la realidad no ocurre como en las películas porno, no hay un director que haya diseñado previamente una coreografía para que todos los integrantes de la escena tengan su agujero accesible y taladren a la actriz de forma coordinada y estética, dejando incluso los huecos necesarios para que se asome la cámara. En la realidad el macho alfa acapara la zona que ha elegido para él y cede los restos a sus compañeros. Éstos se disputan las sobras y normalmente sólo uno consigue el espacio que queda libre. El tercer participante debe deambular alrededor de la presa esperando que uno de sus compañeros acabe o le ceda el sitio, tenso, ansioso, alargando una mano para agarrar un pecho mientras sus compañeros se sacian. A Sara le gustaba ver al desesperado dando vueltas en torno a ella sin poder disfrutarla hasta que no hubieran terminado los demás, como un cachorro esperando a que acaben de comer los mayores para poder acercarse a los despojos de la gacela abatida, maullando de hambre, ávido de deseo. Deseo por ella. Eso era lo que Sara necesitaba, sentirse deseada.
―Su café, señorita ―El camarero la saco de su ensimismamiento.
Sara le sonrió sin contestar y vertió el azúcar en la taza. Sacó el teléfono del bolso y examinó los contactos del bluetooth sólo para comprobar si su teoría era cierta, y sonrió con satisfacción cuando vio los tres contactos consecutivos. R.E.C. 12, 26 y 52. Los repartidores siempre llevan manos libres y por ello casi siempre tienen el bluetooth conectado. R.E.C. tenía que obedecer, sin ninguna duda, a las siglas de Rapid Express Cargo y los tres números que acompañaban a las siglas pertenecían al número del conductor o bien de la furgoneta. Sara se apostaría el sueldo de un mes a que el número más bajo, el doce, correspondía al cincuentón con aspecto de encargado y el más alto al jovenzuelo obeso de pelo grasiento. No era difícil comprobarlo. Sólo tenía que enviar un mensaje al teléfono en cuestión y ver quién lo recibía. Lo había hecho otras veces. En la galería de su móvil había todo un arsenal de fotos sexis… Sexis no, directamente pornográficas, que solía usar como cebo para pescar hombres en las situaciones más extrañas que puedan imaginarse. El bluetooth era una de sus armas preferidas. Se subía en un tren, elegía al azar un teléfono que perteneciera a un hombre, le enviaba una foto que dejaba bien claras sus intenciones y cuando localizaba al afortunado destinatario se dirigía al baño pasando por delante de él y dedicándole una mirada inequívoca lo arrastraba cual flautista de Hamelin hasta su territorio. Sara jugueteó con sus dedos sobre las fotos, le sería tan fácil darle a enviar y comprobar si el doce correspondía a “Ojos de Pez”… Cerró los ojos y pudo verse en la nave abandonada, rodeada por los tres hombres, con la ropa a medio quitar, sus manos buceando en las braguetas… Lástima que tuviera que resistirse por el trato que había hecho con el doctor. Casi podía sentir sus lenguas en sus pechos… su olor a sudor…
Sara recorrió con la mirada el interior de la estancia y sus ojos se detuvieron inmediatamente en un viejo colchón de esponja sucio y destartalado abandonado junto a la pared. Parecía haber servido de cama para algún transeúnte ocasional que se alojó allí en el pasado. Los envases de breaks y latas de conserva amontonados en un rincón y cubiertos de polvo así lo atestiguaban. Un mostrador al que le faltaba media encimera y varios expositores apilados en un rincón eran todo el mobiliario que conservaba lo que debió ser una tienda de repuestos antes de que la crisis cerrara buena parte de los negocios del polígono. Sara se centró en el colchón obviando el resto de los enseres. Era el tipo de objeto que cualquier persona no tocaría sin guantes, una ‘plancha de esponja con manchas de suciedad, que bien podrían ser orina, restos de pelo de perro y muy probablemente cualquier parasito que se pueda imaginar. La luz de la puerta se oscureció un instante mientras los tres hombres entraban en la nave. “Ojos de Pez” ordenó con voz firme:
―Cierra la puerta.
Alguno de sus acompañantes obedeció de inmediato, Sara no pudo ver cual porque ni se volvió a mirarlos, y una claridad mortecina, de atardecer, quedó en el recinto. “Ojos de Pez” se acercó hasta ella y tomándola con firmeza de los hombros la obligó a girarse, recorrió con su mirada la anatomía de la joven y sin mediar palabra le abrió la blusa de un tirón arrancando los botones. Sacó un cutter del bolsillo y cortó el sujetador entre sus pechos dejándolos libres. Agarrándola de la cintura la atrajo hacia sí y la besó en la boca, casi con violencia. Por detrás se acercó “Gordo Seboso” y subió su falda hasta la cintura. Bajó sus bragas hasta media pierna y con una mano empezó a tocar su sexo mientras que con la otra le estrujaba un pecho. Sara no estaba asustada. Respondía con pasión al beso de “Ojos de Pez” y se contorsionaba al ritmo de las toscas caricias que “Gordo Seboso” le propinaba en su coño empapado. Sólo por un instante cruzó por su mente la fugaz idea de que estaba perdiendo la oportunidad de demostrarle al doctor Sagasta que era una mujer fuerte, pero en su fuero interno ella sabía que desde por la mañana, cuando se estaba maquillando, ya había perdido la apuesta y que todo lo que estaba pasando iba a suceder. Las toscas caricias de los dos hombres incendiaban su sexo a la par que su mente y Sara se sentía, una vez más, una mujer completa al ser devorada por desconocidos.
―Acerca el colchón ―Le ordenó “Ojos de Pez” al “Guapo”.
Ella oyó los pasos del tercer hombre y el ruido del colchón arrastrado por el suelo. “Gordo Seboso” terminó de retirar su blusa y el sujetador y los tiró al suelo. El cincuentón de gafas le dio la vuelta y sin el más mínimo miramiento la empujó sobre el improvisado catre, Sara con las bragas a media pierna no pudo sino caer de bruces sobre el que iba a ser su lecho y pudo oler el aroma nauseabundo que desprendía. Le gustaba. Se sentía sucia y sucia debía estar la cama que la acogiera.
―Vamos a darle a esta zorra lo que ha venido a buscar
La orden fue celebrada por un gritito de júbilo de “Gordo Seboso”, “Guapo” permanecía sin decir nada. “Ojos de Pez” se colocó tras ella y la incorporó hasta dejarla de rodillas, tal y cómo Sara suponía fue el primero en elegir. Pudo oír el sonido de una cremallera bajar y casi pudo notar el ritmo de su corazón subir a la par. La obligó a inclinarse, mostrando su grupa indefensa, y sin más preámbulos la penetró. Con firmeza pero sin violencia, la agarró por las caderas y comenzó un vaivén cadencioso que a Sara le supo a gloria. Gimió con un sonido casi de ronroneo, y al levantar la cabeza se encontró delante de sus narices una monstruosa polla manchada ya de líquido preseminal que un sonriente joven obeso sujetaba con la mano. “Gordo Seboso” la agarró del pelo y le hizo engullir aquel enorme pedazo de carne tan maloliente o más aún que el colchón donde “Ojos de Pez” la follaba rítmicamente. Los dos hombres acompasaron sus movimientos y Sara se convirtió en un acerico perforada por los miembros de sus ocasionales amantes. La tremenda polla del joven casi la asfixiaba. Su corazón desbocado por las embestidas del maduro necesitaba un aporte extra de oxígeno que era taponado por aquella enorme/asquerosa polla. Sara porfiaba por sacarse de vez en cuando de la boca la verga del gordo para tomar unas bocanadas de aire, pero éste enseguida la tomaba del pelo y volvía a metérsela hasta el paladar. Pensó que se iba a desmayar. Tanto era su afán por encontrar aire que ni se dio cuenta de que con unas leves contracciones “Ojos de Pez” descargó dentro de ella lo que quedaba de su pasión y se retiró cediéndole el sitio a “Guapo”. “Gordo Seboso” con los ojos brillantes se agarró la verga con la mano derecha y sujetando la cabeza de la chica con la zurda, se masturbó con furia para correrse sobre la cara de ella. Cuando acabó se limpió los restos con su pelo y jadeando le dijo a “Guapo”:
―Toda para ti. Menuda guarra está hecha.
Y soltó una carcajada. Sara seguía de rodillas esperando a que “Guapo” tomara su parte, pero en vez de eso, se agachó para ponerse a su altura y mirándola directamente a los ojos le preguntó:
―¿Te encuentras bien?
Por un segundo eso la descolocó. No solía recibir atenciones en sus aventuras. Reducida a objeto como tal era tratada y a los hombres que la disfrutaban no les importaba demasiado cómo se encontraba. Y otra vez empezó la caída libre. Se pudo ver a sí misma, semi-desnuda, manchada de semen en medio de tres hombres que la despreciaban por puta. Se mal subió las bragas, recompuso su falda, se limpió los restos de la cara con lo que quedaba de la blusa e intento cubrir sus pechos con ella. Salió de la nave corriendo torpemente sobre sus tacones. Por las ventanas del bar “El “Porrón” decenas de pares de ojos contemplaban su huída.
―No avanzamos, Sara.
El doctor Sagasta meneó la cabeza a uno y otro lado con el ceño fruncido. Tres meses de terapia se estaban yendo por la borda por la negativa de Sara a aceptar que tenía un problema. Un problema serio que ya había destruido su vida social y amenazaba con destruir también su vida física.
―Si no vas a poner de tu parte tal vez deberíamos cuestionarnos si merece la pena que sigas viniendo por aquí.
―No vendría por aquí si el juez no me obligara ―repuso la joven tumbada en el diván sin dejar de mirar algún punto indefinido del techo.
―El juez no te obligaría a hacer terapia si no tuvieras un problema.
―Si fuera un hombre no tendría ningún problema, sería un conquistador ―Sara se dio la vuelta en el diván hasta quedar boca abajo, cruzó los brazos bajo su barbilla y miró de frente al doctor desde la inmensidad del océano de sus ojos verdes―, un Casanova. Pero como soy una mujer tengo un problema. Si una mujer tiene una vida sexual “amena”, o tiene un problema o es una puta. Si fuera usted, doctor, el que siguiera sus instintos, no tendría ningún problema, al contrario, lo contaría orgulloso en la barra de cualquier bar rodeado por una cohorte de tíos que babearían deseando tener su mismo problema.
―El sexo, Sara, debe ser una actividad satisfactoria para el que lo practica, no un impulso que nos arrastra a hacer cosas que no deseamos. Si tu actividad sexual fuera satisfactoria para ti, no te verías luego arrastrada a autolesionarte ―El psicólogo alargó la mano y tomó la de ella―. ¿Esta quemadura de cigarro cuando fue, Sara? ¿Cuándo te lo hiciste con los mendigos en el metro, o en el campamento de los temporeros nigerianos?
―Cuando me quitaron a mi hija.
La frase restalló como un latigazo en la consulta. Tres meses atrás unos vecinos alertaron a la policía porque una niña llevaba varias horas llorando y parecía encontrarse sola. La policía acudió al lugar y comprobó que efectivamente una niña de cuatro años se encontraba “en estado de abandono”, dijeron en el informe, aunque no era del todo exacto. La niña no estaba malnutrida ni carecía de los cuidados necesarios, pero estaba sola. Eso si era verdad. Llevaba sola más de seis horas y aún deberían pasar tres más hasta que su madre apareció, semidesnuda, con la poca ropa que aún conservaba hecha jirones y cubierta de restos de lo que parecía ser semen reseco. En un primer momento pensaron que había sido víctima de una violación, pero pronto se dieron cuenta de que no era ese el motivo del aspecto de la joven. Luego intervino asuntos sociales, el juez y en última instancia el doctor Sagasta. Fue el encargado de evaluar y tratar si fuera necesario a la joven de ojos de gato que se encontraba tumbada en su diván, como venía siendo habitual tres veces por semana durante los tres últimos meses.
―No vas a recuperarla, Sara, si no colaboras ―cerró el expediente y empezó una vez más el discurso que quería que calara en su paciente―. La actividad sexual de las personas debe ser placentera y reconfortante. Las personas sanas no tienen como prácticas habituales las orgias con grupos de riesgo sin protección, mendigos, yonkies, inmigrantes subsaharianos, amén de cualquier gremio profesional que se te ocurra y encuentres un viernes en un bar. Siempre personas de un status, permíteme la expresión, aunque sé que no es políticamente correcta, inferior al tuyo. ¿Por qué nunca brokers o banqueros? ¿Por qué nunca abogados o médicos? Es una forma de auto-humillación. Esto ya raya la parafilia. Hay grupos de gente que tienen estas prácticas, sobre todo en el sado-maso, de forma saludable, pero tú, Sara, después de tus sesiones te sientes avergonzada. Por eso te autolesionas. De momento son quemaduras de cigarrillos y cortes en los brazos, pero si no controlamos esto acabaran siendo cortes en las muñecas o una soga en la escalera. Si lo hicieras de forma ordenada podría aceptar que es la sexualidad que tú has escogido, pero tú misma dices que no lo controlas, que no quieres hacerlo y de repente sin saber cómo estas enredada en una nueva aventura.
Sara estiró el brazo y apago la grabadora que estaba en la mesilla que los separaba.
―¿Cuándo se la chupo, Doctor, también es parafilia? ¿Cuándo tienes tu polla en mi boca y me dices: “Trágatelo todo”, es auto-humillación? ¿O entonces es sexo sano porque eres de un status similar al mío?
El Doctor Sagasta intentó permanecer impasible. Aquello tenía que salir tarde o temprano. No tenía que haber ocurrido nunca, pero aquella mujer era un volcán. El animal más hermoso que jamás hubiera pasado por su diván. Y le contaba todas aquellas cosas con los negros y los albañiles… pronto notó que él se excitaba. Si esa mujer alargaba su mano y acariciaba la entrepierna de un hombre, ninguno sobre la faz de la tierra hubiera podido resistirse. Y él era un hombre desde antes incluso de ser psicólogo. La primera vez le pilló de improviso, pero las demás… aquello no tenía que haber ocurrido.
―Voy a hacer algo que solo se debe hacer en casos extremos, pero es que este empieza a serlo ―el doctor obvió el comentario de la joven―, voy a exponerte a un ambiente hostil. ¿Conoces el polígono El Chaparral?
―Sí.
―Hay un bar de obreros allí. Se llama El Porrón. Quiero que vayas a desayunar allí durante una semana. Estarás rodeada de los hombres que suelen ser tu objetivo. Si después de una semana has aguantado sin tener sexo con ninguno de ellos, firmaré un informe aconsejando que te devuelvan a tu hija.
― ¿Y si no lo consigo? ― inquirió la joven de ojos de esmeralda.
―Esto no es una apuesta. Si no lo consigues espero que te des cuenta de que tienes una enfermedad y me dejes ayudarte.
―Me motiva más que sea una apuesta, ¿si no lo consigo que pagaré yo?
El Doctor se encogió de hombros.
―Yo he dicho que pagaré si ganas, di tú que pagarás si gano yo.
Sara dudó unos instantes y al final con una sonrisa maliciosa dijo:
―Si pierdo te daré la llave de mi casa.
La respuesta se formó en décimas de segundo en la mente del galeno “No puedo aceptar eso, Sara, soy tu médico y ese rollo insano que tenemos debe terminar”. Pero murió allí. Sabía perfectamente lo que había querido decir. No era la llave de su casa. Era la llave de su alcoba, de su cama, de su cuerpo de Diosa. Lo que más deseaba Sagasta de entre todos los bienes de este mundo. Se quedó callado no pudiendo rechazar ni tampoco aceptar la oferta de su paciente.
Sara lo observó unos segundos, luego se dio la vuelta y se tumbó de nuevo boca arriba en el diván, se contempló las uñas con aire distraído y dijo:
―Al final a lo mejor resulta que no soy yo la única que no puede controlar sus deseos aquí...
FIN.