6. El amante de la Domina. Wolfgang

El sexo y la violencia son el eje del banquete en el palacio de Nerón. Wolfgang enfrentará el dolor y el placer en dosis semejantes, ante la mirada de la Domina y la Roma antigua y depravada.

CAPÍTULO 6

WOLFGANG

Luego de las palabras de Diana Marcia Vespia, el Emperador se puso de pie y lanzó una risotada siniestra que Wolfgang recordaría por el resto de su vida. El muchacho volteó hacia la Domina con los ojos desorbitados, pero el rostro de la dama era gélido, suspendido en un gesto irónico y cruel. El gladiador nubio, con el brazo aún sangrante y todavía erecto, dio un paso al frente. Sonreía con una dentadura resplandeciente.

  • Muy bien. La elegida por los dioses ha tomado una decisión – Anunció Nerón, sentándose alegremente y abrazando a las dos bailarinas sirias que continuaban acariciando su falo – Que así sea, entonces – Se volvió hacia el guerrero africano – Puedes tomar al muchacho, Ulpio. Pero que no sea una masacre como esa vez que te vi fornicando con aquella chica de Tracia que parecía un saco de huesos… ¿A quién se le ocurrió entregarte esa pobre pajarilla que casi partiste en dos? El bárbaro se ve robusto y resistirá bien – Se volvió hacia la multitud desnuda que observaba la escena – ¡Continuad, por favor! No vamos a detener la diversión por un par de esclavos que saldan cuentas…

Los invitados celebraron las palabras del Emperador y muchos continuaron con sus maniobras sexuales. Fue entonces cuando el gladiador se abalanzó sobre Wolfgang y le aferró el antebrazo, atrayéndolo; pero el muchacho se libró de un tirón y le propinó un puñetazo en la nariz que hizo saltar la sangre. El público lanzó una exclamación. Mientras el nubio sacudía la cabeza, parando la leve hemorragia con los dedos, Wolfgang giró velozmente y antes de que cualquiera pudiese reaccionar, desenvainó la espada corta de uno de los guardias pretorianos que se encontraba cerca. Retrocedió hasta uno de los muros de mármol y apuntó la hoja hacia todos, amenazándolos, como un lobo acorralado.

  • ¡¡FEBO!! – Gritó Diana, llevándose ambas manos a la boca.

  • ¡ATRÁS, MALDITOS ROMANOS! ¡O LE CORTARÉ LA GARGANTA A CUALQUIERA, INCLUSO A SU REY ANTES DE IRME DE ESTE MUNDO! – Rugió Wolfgang en Alto Germano, demasiado alterado como para pensar en algún insulto en latín.

Nadie en el triclinio imperial entendía la lengua de los bárbaros, o la amenaza hacia el propio emperador habría sentenciado al muchacho. Por suerte, Nerón halló la situación sumamente divertida y se incorporó, interesado. Diana dio un paso hacia Wolfgang, extendiendo un brazo para calmarlo, pero el bárbaro giró la espada de inmediato, apuntándole. La dama se sobresaltó, aterrada.

  • Ya basta, Febo… – Pidió Diana, cautelosamente, con los ojos fijos en la afilada hoja de la gladius – Tú no quieres que te maten aquí… No quieres eso…

  • Tú eres la peor de todos, Ubil huora… – Gruñó el muchacho en latín, temblando de ira.

Diana notó que los ojos del chico brillaban. Se habían llenado de lágrimas. Por alguna razón, también los suyos se empañaron.

  • Febo, deja eso, por favor… – Rogó Diana, realmente asustada.

  • Eres la peor… – Repitió el chico y una lágrima se desprendió de sus pestañas y se deslizó por la mejilla.

En ese momento, Tigelino se arrojó sobre Wolfgang y logró desarmarlo, aferrándole los brazos por detrás. La espada se soltó de sus manos. El muchacho forcejeó con toda su energía, pero la postura lo ponía en desventaja, así como la habilidad del jefe de la guardia imperial. El hombre rápidamente lo redujo y lo puso de boca sobre el piso, aplastando su rodilla contra la mejilla del muchacho. Otros tres de los guardias pretorianos lo rodearon, apuntando sus propias gladius a la cabeza del bárbaro, que rugía de ira y dolor. El desarme había durado unos pocos segundos.

  • ¡No lo lastimen! – Gritó Diana.

Marco Sempronio Glauco frunció el ceño, observando la escena.

La Domina se volvió hacia Nerón. Su cabello rizado caía como una capa sobre su desnudez.

  • Divino Emperador… ¡Permitidme cambiar de opinión! – Pidió, tratando de sonreír – Aceptaré al nubio y fornicaré con él. Seré yo quien cobre mi premio, por derecho…

El amo de Roma sonrió de lado. ¿La altiva Diana Marcia, empalada por la verga despiadada de un gladiador africano? Sería algo digno de ver. Estaba a punto de concederle su petición, cuando Quinto Estrabón avanzó torpemente hacia él, entre los cuerpos desnudos. Se había envuelto a duras penas con parte de su capa.

  • ¡César Augusto! – Comenzó, con los ojos desorbitados – ¿Ya veis por qué pedí que Diana de los Vespios ejecutara a ese bárbaro inmundo? No está domado… ¡Es un peligro para cualquier ciudadano romano! Pero ella lo defiende, porque ha perdido la sensatez, fascinada por su falo…

  • Según escuché, el que perdió la sensatez por el falo del bárbaro fuiste tú – Respondió risueñamente Nerón.

Toda la concurrencia rompió en una carcajada. Lucio Quinto se sonrojó hasta las orejas.

  • Es cierto, Emperador – Replicó el hombre, con la vista baja – Pero ahora el germano se ha atrevido a desenvainar la espada de uno de vuestros guardias en la sagrada presencia del César y ha avergonzado a toda Roma, amenazándonos en vuestro propio palacio.

Nerón hizo una mueca de desagrado. Se volvió hacia el prefecto de la Guardia Pretoriana.

  • … ¿Qué es esto, Tigelino? – Increpó al jefe máximo de su guardia personal – ¿Un bárbaro, que hace poco cambió los dientes de leche, logró desarmar sin problemas a uno de mis pretorianos?

  • Mis excusas, divino César – Se inclinó el soldado – si lo ordenáis, haré que lo ejecuten de inmediato.

  • Si no es capaz de mantener su gladius en la vaina, tampoco es digno de llevar al falo entre las piernas. ¡Que se lo lleven y lo castren! Los dioses decidirán si merece vivir o morir desangrado – Ordenó Nerón, dándole la espalda y perdiendo interés.

El guardia fue arrastrado fuera del triclinio mientras pedía piedad a gritos. En ese momento, Popea reapareció en el banquete, ataviada con un peplo transparente y adecuado para la ocasión. Diana se volvió hacia ella, con la mirada suplicante.

  • ¡Al fin regresas, traviesa! – Exclamó Nerón, dando un paso hacia ella y cogiendo su mano – Diana cedió su premio y dispuso que Ulpio, el terror de la arena, fornicara con su esclavo germano. El muchacho le arrebató la espada a uno de mis guardias y por ello ahora yace en el suelo…

  • Así veo, adorado César – Respondió Popea, observando a Wolfgang con una mejilla pegada al piso y con la otra, bajo la sandalia derecha de Tigelino – ¿Y por qué no están las nalgas del muchacho abiertas para nuestro campeón africano?

  • Porque Diana ha cambiado de opinión, querida mía, y dice que ella será quien sacrifique sus entrañas con Ulpio – Indicó, divertido – Por su parte, Lucio Quinto Estrabón me pide que ejecute al pobre bárbaro aquí mismo… Estoy cansado y esta disputa empieza a aburrirme. Creo que es el momento de divertirnos un poco viendo a Diana empalada por el falo del minotauro africano y a ese muchacho con la cabeza cortada por alguno de mis guardias…

Popea volteó hacia Diana. Ambas mujeres se miraron fijamente. La Domina Vespia suplicó con los ojos. Desde el piso, Wolfgang giraba nerviosamente las pupilas, enfocándose en unos y otros. Todos los invitados habían detenido sus maniobras sexuales para observar la escena en absoluto silencio.

  • Nos conocemos desde hace tiempo – Pensó Diana, apretando los dientes – Antes de que te casaras con Otón y mucho antes de que sedujeras al joven emperador con tus maquinaciones de serpiente… No me traiciones ahora, maldita zorra…

  • Una mujer que no mantiene su palabra no es digna de la nobleza de su casa – Opinó la Emperatriz, sentándose lentamente en su diván – Diana Marcia había entregado su esclavo al vencedor de la contienda. Esa fue su primera decisión. Que así sea…

  • ¡Que así sea! – Corroboró Nerón, sonriendo y alzando su mano.

Tigelino quitó su caliga del rostro del bárbaro y lo obligó a ponerse de pie, sosteniendo sus muñecas contra la espalda. El muchacho continuaba forcejeando, mientras era empujado por el jefe de los pretorianos y el resto de los guardias presentes. Ulpio, el nubio, se había despojado del taparrabos de cuero y piel. Esperaba a su víctima con una erección que habría aterrado hasta a la propia Nidia. Sonreía, triunfante, reclinado sobre un diván; como si haber matado al celta lo hubiera convertido en uno más de los invitados al banquete. El público lanzó un rugido de aprobación. Diana se llevó ambas manos a la boca. “¡Qué hice!”, pensó, y luego giró hacia Quinto Estrabón, que aún no perdía la esperanza de conseguir la cabeza del muchacho.

  • Ahora sí que empezará la diversión – Gruñó Tigelino junto al oído de Wolfgang, mientras lo obligaba a ponerse de rodillas, a espaldas del gladiador. Dos pretorianos le desgarraron la túnica y el subligar– Quiero oírte gritar, hijo de puta.

Ulpio aferró el cabello dorado del bárbaro y lo mantuvo con la cabeza baja. A pesar de que no lo maniataron, el muchacho había sido inmovilizado por los poderosos brazos del guerrero, borracho de lujuria.

  • ¡Eso es! – Gruñó Nerón – ¡El rapto de Europa!

El triclinio se llenó de gritos. Wolfgang temblaba, mientras el nubio lo mantenía con la cabeza casi a la altura del suelo y lo obligaba a separar las piernas. No podía ver nada más que algunos despojos bajo la mesa cercana: huesos, dátiles aplastados, piezas de ropa. El gladiador acomodaba su verga en la entrada de la abertura anal del muchacho. Algo murmuraba el gladiador, algo mascullaba con su voz cavernosa. El bárbaro no podía oír nada, pues el ruido se había hecho infernal.

  • Apuesto mil sextercios a que no aguantará más de cinco embestidas – Señaló Marco Sempronio Glauco, luego de beber un trago de su copa – ¿Tú qué dices, Diana?

  • ¡Cierra la boca, imbécil! – Respondió ella, sin mirarlo.

El hombre frunció el ceño.

El asunto se había vuelto eterno para Wolfgang.

  • Ayúdame Thor… – Rogó entre dientes – Ayúdame…

Pero el poderoso señor del martillo no pudo protegerlo del glande púrpura que le abrió las carnes sin ninguna piedad, provocando que diera un alarido que se oyó hasta en los jardines del palacio. Sin ninguna clase de preámbulo, el nubio empujó una y otra vez el órgano cruel que lo había hecho legendario entre los círculos perversos del Imperio.

Voraz, la monstruosa verga desgarró las paredes del conducto anal y avanzó hasta las entrañas. El público aullaba, intoxicado por el vino y la escena bizarra que se desarrollaba a los pies del propio emperador. Nerón brindaba, riendo a carcajadas; Quinto Estrabón contemplaba complacido, ebrio de excitación; Popea sonreía levemente, dando eventuales miradas a Diana y la Domina apretaba los puños, impotente y profundamente arrepentida de su arranque de venganza que ahora le costaba tan caro.

El muchacho había comenzado a sangrar. Apretaba los dientes y los ojos, tratando de resistir el dolor y la humillación superlativa. Luego de una eternidad, abrió los párpados y solo divisó algunos pies y objetos desperdigados por el salón. Para su desgracia, podía oír claramente las risotadas, las burlas, las apuestas, los comentarios groseros y los gruñidos de lujuria del autor del ultraje.

Diana cerró los párpados. Recordó con nitidez las garras de Gneo sobre sus caderas y el dolor de la violación, mientras Licinio la sujetaba, obligándola a tragar su falo. Sintió, nuevamente, la humillación, la rabia, la traición de su cuerpo al lubricar y el odio que concibió por su marido a partir de ese momento. Aún podía oír los sollozos de Zenobia mientras la abrazaba, rogándole que rompiera el compromiso con Marcio. Ese odio se había vuelto su norte, su fuerza. ¿Así la odiaría Febo, a partir de ese momento?

El cuerpo de Wolfgang reaccionaba ante el ataque frontal que amenazaba con hacer estallar su próstata. Su propio sexo se erectó y apuntaba como una lanza en ristre, grueso e impresionante, sin que pudiese controlarlo. Popea notó aquella secuela orgánica y se inclinó hacia Nerón, para comentarla. El Emperador se puso de pie, divertido.

  • ¡Miren nada más! – Vociferó – ¡Quinto Estrabón estaba en lo cierto! ¡Este bárbaro apunta un arma en el propio palatino!

Una mujer delgada y con el rostro congestionado por la borrachera, avanzó desnuda por entre los asistentes. Se inclinó frente al Emperador y se arrojó al piso, ubicándose por debajo de Wolfgang para practicarle una felación, apoyada en manos y rodillas, mientras el muchacho era penetrado por el gladiador africano. Una risotada general se oyó entre los invitados.

  • Livia Publia Severa… – Festinó Marco Sempronio Glauco – ¡Quién más!

  • ¡Maldita perra! – Masculló Diana.

Livia aferró el bálano a dos manos y lo llevó a su boca, mientras abría las piernas, lúbrica y desesperada.

  • ¡Que alguien la penetre! – Ordenó Nerón.

Uno de los esclavos avanzó rápidamente y aferró las caderas de la mujer, para hundirle el sexo de un solo golpe.

El cuadro era brutal: El esclavo, moreno y joven, pugnaba por saciar a la mujer que se retorcía, ávida y lujuriosa, mientras devoraba el sexo erecto del bárbaro adolescente, sodomizado por el campeón africano de la arena romana. Los invitados, incitados por la escena, comenzaron a masturbarse mutuamente y a saciarse de todas las formas posibles.

Pero las contorsiones de Livia por engullir la verga del bárbaro duraron menos de lo esperado, pues el muchacho, en su desesperación, tanteó bajo una mesa contigua y consiguió alcanzar el mango de un cuchillo para trinchar la carne que alguien había dejado caer durante la mesa. La maniobra fue veloz y afortunada para él; pues con un movimiento hábil de sus largos brazos, logró hundir gran parte de la hoja en el muslo del gladiador que lo penetraba frenéticamente. El africano lo soltó, dando un alarido. Wolfgang arrancó el arma, provocando una generosa hemorragia y se apartó del cuerpo de Ulpio, atropellando a Publia Severa y al esclavo que había obedecido al emperador.

La situación había cambiado dramáticamente. Los asistentes al banquete lanzaron gritos de alarma, pues ya no presenciaban una escena brutal de sometimiento sexual; sino al gigante africano de rodillas, rugiendo de dolor mientras sostenía su pierna apuñalada; a Livia Publia Severa y el esclavo, agazapados y temerosos bajo una mesa y al muchacho germano de pie, desnudo y salvaje, sosteniendo el cuchillo ensangrentado, en actitud de guerrero.

  • ¡NO MORIRÉ COMO UN ANIMAL! – Rugió en Alto Germano, mientras su puño temblaba y la sangre se deslizaba en hilos por la hoja del cuchillo.

Diana lanzó un grito de pánico, convencida de que Nerón ordenaría a la guardia pretoriana que descuartizaran a Wolfgang en medio del triclinio; pero el emperador se había incorporado, dando palmadas y riendo con suma complacencia.

  • ¡No esperaba este giro en los acontecimientos! – Celebró – Me encantan las sorpresas…

Lucio Quinto Estrabón volvió a abordar al amo de Roma.

  • ¡Ahora lo habéis presenciado, César! – Insistió – El bárbaro es una bestia sin domesticar y es necesario ejecutarlo para prevenir futuros daños…

Diana avanzó un paso. Tenía la garganta seca y el corazón a punto de estallar. Wolfgang se movía nerviosamente, apuntando el cuchillo en una dirección y otra.

  • Sin duda, no está domesticado – Concedió Nerón, aún riendo – ¿Tendré que seguir tu consejo, Quinto? ¿Debo ordenarle a Tigelino que lo decapite?

  • …Divino Emperador – Interrumpió Popea, antes de que Estrabón pudiese contestar – Creo que el escenario ha cambiado. Sería un crimen desperdiciar el espíritu salvaje del bárbaro, ahora que nos ha demostrado que podría divertirnos…

  • ¿Propones que no lo mate, querida esposa? – Se volvió Nerón hacia su mujer, algo confundido.

  • El muchacho parece tener alma de guerrero. ¿Por qué no lo dejamos pelear por su vida contra el mismo que le hundió la espada de carne en las entrañas? – Preguntó, acariciando la mejilla de su marido. La metáfora hizo que Nerón riera nuevamente – Amado César, permite que ambos peleen desnudos. Si el muchacho muere, se habrá cumplido el deseo de Quinto Estrabón; pero deberá pagarle a Diana Marcia Vespia el medio millón de sextercios que había prometido por él. Si vive y Ulpio de Nubia es asesinado, pagará esa suma a la ludus que nos proveyó de gladiadores para la entretención de esta noche.

  • ¡Divinos amos de Roma! – Reclamó Estrabón – ¿Por qué debería desprenderme de ese dinero, si no obtendré ninguna ganancia? Ofrecí medio millón de sextercios por el muchacho, para llevármelo como mi esclavo.

  • Muy bien. Entonces, si el muchacho sobrevive puedes quedarte con él. Aún así deberás pagar un millón de sextercios: medio para Diana, porque le quitarás a su esclavo y medio para la ludus, en compensación por Ulpio – Interrumpió Nerón, algo impaciente. Se aburría fácilmente cuando una discusión se dilataba más de lo necesario. Estrabón frunció el ceño. El negocio había resultado aún peor para él – ¡Tigelino! Dale una espada a ese mocoso del Rhin y que muera con honor. ¡Jamás podrá derrotar a Ulpio! Pero será divertido ver sus intentos, antes de que el león africano derrame sus tripas sobre mi piso…

Nerón tomó la mano de Popea y la llevó a su diván. Apartó a las bailarinas sirias a puntapiés. La pareja imperial se acomodó para ver el espectáculo. Diana temblaba, impotente ante las órdenes que no podía desafiar. Wolfgang se volvió hacia ella y le clavó los ojos. Dentro de poco, pensó la Domina, esas pupilas azules podrían apagarse para siempre.

  • Pelea bien, por favor… – Murmuró Diana – Pelea y sobrevive…

Pero Wolfgang no podía oírla y, además, debió reaccionar rápidamente para atrapar en el aire la gladius que Tigelino le arrojaba. La sopesó, mientras el corazón le latía en el pecho y en las sienes. Ulpio se levantó y esta vez no había lujuria en sus gestos. El odio estallaba en sus pupilas negras y la piel de ébano brillaba por el sudor, mientras la sangre aún escurría de la herida en su pierna y de las que le había provocado el gladiador celta antes de morir. Extendió el brazo y Tigelino también puso una espada en su mano. El público se incorporó, rugiendo de euforia.

  • No durará ni un minuto – Dictaminó Marco Sempronio Glauco, casi con hastío.

Diana no tenía tiempo para insultarlo de vuelta. Solo temblaba y sufría.

  • Marte, dale fuerzas y guía la hoja de su espada – Rogó. Hacía mucho tiempo que no oraba a los dioses – Protégelo y que vuelva a mí…

Ambos guerreros ofrecían una imagen sobrecogedora. Los dos eran altos, pero la musculatura del africano estaba notablemente más desarrollada. Le llevaba unos quince años a Wolfgang y tenía mucha más experiencia en la lucha con espadas cortas. El muchacho, por su parte, era ágil y flexible. Había probado ser rápido cuando le arrancó el arma a uno de los guardias pretorianos; sin contar la ocasión en que se escabulló de las manos de Akeem y Helios para empalar las nalgas de la Domina. Aún así, el bárbaro estaba lejos de considerarse el favorito. Los invitados daban alaridos, animando al africano. Solo Diana jadeaba, al borde del colapso, ante la muerte inminente de su esclavo germano.

  • ¡¡PODEROSO ODÍN, PADRE DE TODO…!! – Rugió el muchacho en su propia lengua, mientras levantaba la espada, imitando la postura que vio en su padre tantas veces y que el tío Walrammenseñaba a sus hermanos – ¡PERMÍTEME TOMAR LA SANGRE DE ESTE HOMBRE Y VIVIR PARA HONRARTE!... ¡Y SI DEBO MORIR, ENVÍA A LAS VALKIRIAS Y QUE LOS ESPÍRITUS DE MI FAMILIA ME RECIBAN EN EL SALÓN DEL WALHALLA…!

Nadie comprendió las palabras pronunciadas, pero se hizo un silencio repentino, abrumados por la fiereza de sus gestos y la fuerza de su voz. El africano, sin embargo, no se sintió impresionado y sonrió con malicia.

  • Voy a gozar destripándote, cachorro del norte, tanto como disfruté despedazándote el culo… – Anunció con voz cavernosa.

Y acto seguido levantó la espada y se arrojó sobre Wolfgang, que afortunadamente esquivó el golpe y se apartó rápidamente por un costado. El público chilló.

El muchacho mantuvo su distancia. Ambos se rodeaban, aunque el africano prolongaba la muerte por mera diversión, como si jugara con una presa. El germano respiraba rápidamente, pensando, pensando... El nubio no estaba en plena forma. Su brazo sangraba desde que combatió con el celta y no se movería tan hábilmente con el muslo herido por el puñal. Además, lo había visto beber durante todo el banquete. Quizás sus movimientos no serían tan fluidos y sus reacciones se volverían más lentas. Quizás sería posible compensar la técnica y la experiencia con la velocidad. Tenía pocos instantes para estudiar a su contrincante y de ello dependía su vida.

Recordó a su tío Walramm, mientras entrenaba a sus hermanos, hacía tanto tiempo. Por ser el más pequeño, solo observaba, apartándose de vez en cuando para ensayar golpes con su espada de madera, en lo profundo del bosque. Pero le gustaba oírlo y se sentaba en un tronco muerto para ver a Baldur y Plechelm, tratando de derribar a su maestro. Los muchachos se arrojaban sobre el guerrero, rugiendo furiosos, para luego rodar por el pasto, ante las carcajadas del su tío.

  • ¿Quién es más fuerte? – Preguntaba el pequeño Wolfgang, mientras comían pan negro con miel y carne seca, luego del entrenamiento – ¿Mi padre o tú?

  • Tu padre. Hagen siempre fue el más alto y más fornido. ¡Como tú, Baldur! – Señaló al mayor de sus sobrinos, un muchacho de quince años con el pelo dorado y trenzado a lo largo de la cabeza – Y era hábil con la espada, desde que tuvo edad para sostenerla. ¡Como tú, Plechelm! – Señaló al otro chico, de trece, de ojos brillantes y melena platinada – Pero yo era diferente…

Miró furtivamente a Wolfgang y señaló imperceptiblemente con la cabeza a Baldur, que sostenía un trozo de pan con miel y se lo llevaba a la boca. El niño le arrebató la comida a su hermano de un solo movimiento y se incorporó de un salto, dando varios pasos lejos del grupo.

  • ¡Eso era mío! – Protestó el agraviado, haciendo ademán de levantarse, pero su tío lo sostuvo del antebrazo.

Walramm lanzó una potente carcajada que espantó a los pájaros.

  • Yo era como Wolfgang: rápido como un gato – Indicó al menor de sus sobrinos, que por entonces tenía nueve años – Y así me salvé de varias peleas de puños contra su padre.

  • ¿Por eso nos entrenas, tío Walramm? – Preguntó Wolfgang, con la boca llena – ¿Para ser tan ágiles como tú?

  • ¿“Nos” entrenas? – Se burló Plechelm – ¡Tú solo miras! Aún eres pequeño, como un renacuajo…

  • Pero crecerá – Interrumpió el tío, repartiendo trozos de carne seca a cada uno de sus sobrinos – Y entonces lo prepararé. Podrá derribar al propio gigante Ymir, si es capaz de dominar sus habilidades.

“El gigante Ymir… El gigante Ymir”, se repetía Wolfgang, mientras observaba a Ulpio, acechándolo. Su tío había muerto junto con su padre, peleando contra los mismos hijos de puta que ahora aullaban por su sangre en aquel salón elegante. Walramm no alcanzó a entrenarlo apropiadamente, pero él siempre observó, escuchó y aprendió. Además, Akeem había contribuido con otras técnicas de lucha que seguramente su pueblo desconocía.

No le daría a ese hombre oscuro el placer de abrirle el vientre y derramar sus entrañas en el piso de mármol del Emperador. No era su momento de morir. Los sagrados espíritus de su familia tendrían que esperar.

Ambos guerreros eran imponentes: desnudos, hermosos y amenazantes. La juventud de Wolfgang era casi enternecedora al lado de la potente estampa color ébano del nubio. Los dos estaban erectos, lo que provocaba que las mujeres se humedecieran y más de algún hombre palpara su propio sexo, sin ningún pudor. Diana observó que finos hilos de sangre se deslizaban entre los muslos del bárbaro. La penetración había sido despiadada y ella sintió el dolor en su pecho.

Ulpio intentó otro golpe. Esta vez, Wolfgang no trató de esquivarlo y lo detuvo con la hoja de la espada. Pero el brazo del nubio era más fuerte y el muchacho comprendió que era un error enfrentar semejante fuerza bruta, cuando su propio cuerpo aún no alcanzaba la plenitud adulta. Nuevamente giró, zafando el ataque.

  • Insecto cobarde – Se burló el gladiador.

Y acto seguido, comenzó a dar espadazos veloces, avanzando hacia Wolfgang. El joven germano se movía de un lado a otro, evadiendo las embestidas, hasta que por fin se animó a intentar alguna maniobra y logró asestar un corte profundo y veloz en el hombro del africano. El hombre lanzó un rugido, con los dientes apretados. El público aulló, expectante.

  • Quién lo diría… – Rió Sempronio Glauco.

Nerón y Popea no perdían un segundo de la escena. Por su parte, Estrabón observaba a ambos guerreros, sintiendo su propia e inevitable erección.

  • ¿Qué pasa, Ulpio? – Festinó el emperador – He apostado por ti muchas veces en el Circo Máximo. ¿Ahora no puedes derrotar a un mocoso que acaba de despegarse de la teta de su madre?

  • El nubio está herido – Observó Popea – Aunque sea el mejor gladiador, está lastimado.

  • ¡También el muchacho! – Rebatió Nerón – ¡Tiene el culo destrozado! – Rió una vez más – Y vamos… ¡Es un germano! ¡Un bárbaro y casi un niño! ¿Qué espera para cortarle la garganta de una vez?

El nubio volvió a atacar. Esta vez se trataba de golpes rápidos, poderosos, que Wolfgang frenaba con más suerte que técnica. Era intuitivo y raudo. Era más joven que el gladiador y no estaba herido. Pero aquellas nimias ventajas no aseguraban que sobreviviera. Aún así, retrocedía, parando una y otra vez la hoja que caía sobre él y que avanzaba por los costados, intentando atravesarlo. Chocaba con mesas, derramando jarras y platos de oro. Varias veces esquivó golpes que el africano propinó a fuentes con manjares a medio comer, salpicando a los más cercanos con restos de carne y frutas.

Las risotadas y los gritos eran ensordecedores. Las mujeres ofrecían sus pechos, dando alaridos. Los hombres, borrachos y eufóricos, levantaban bolsas de monedas, anunciando apuestas. Era difícil concentrarse en ese ambiente infernal, pero Wolfgang no perdía de vista la espada de su enemigo. Podía oír su propia respiración y los latidos de su corazón, como un tambor terrible y violento en su cabeza. Podía sentir la sangre hirviendo en sus venas.

Diana no era una mujer propensa a los desmayos. Siempre había sido fuerte, saludable. Sin embargo, aquella noche sentía que sus piernas temblaban y que sus rodillas se doblarían en cualquier momento. Cada golpe de espada del nubio hacía que se le oprimiera el pecho y que el aire se congelara en su garganta. Desde su diván, Marco Sempronio la observaba atentamente. Jamás la había visto tan aterrada. Nunca vio en sus ojos esa mirada de angustia y mucho menos, por hombre alguno. Frunció el ceño, meditando.

Wolfgang recordó una maniobra que su tío le enseñó a Baldur en las tardes de entrenamiento en el bosque. Debía apoyarse en alguna superficie, dar un salto y asestar el golpe con la hoja de la espada de forma casi vertical en el hombro del contrincante. Era alto y tendría una oportunidad. Debía hacerlo hábilmente, buscando el hueco que haría que el filo penetrara la carne y dañara algún órgano vital. Pero era necesario hacerlo rápido, en el instante preciso y sin vacilaciones. Si no apuntaba bien y la hoja chocaba con el hueso, la herida sería superficial y su rival aprovecharía para hundir su propia arma en su cuerpo. Movió rápidamente las pupilas, buscando la plataforma adecuada… Una mesa volcada, el borde de la cubierta. Si no se apoyaba velozmente, el mueble se movería y correría el riesgo de caer. Ulpio no desaprovecharía la oportunidad y lo atravesaría como a un pollo. Debía conducirlo hasta allí… Debía resistir hasta encontrar la ocasión precisa…

El nubio continuó asestando golpes y él, bloqueando como podía. En ocasiones detenía la espada; en otras, se agachaba o esquivaba. Algunos de los invitados se entusiasmaron con su agilidad y comenzaron a aplaudir sus movimientos. Pero Wolfgang no tenía tiempo ni intenciones de agradecer a la inesperada fanaticada. Retrocedió paulatinamente, guiando al gladiador hacia la mesa volcada. Ya casi… Ya casi…

Rozó el mueble con el talón. Era el momento. Debía trepar, dar un salto potente y hacer los cálculos necesarios para apuntar en el blanco preciso. Disponía de milésimas de segundos para cada cosa. Y en un instante, mientras el gladiador africano levantaba la espada para dar un golpe, trepó al borde de la mesa y dio un salto espectacular, aferrando el mango de la gladius con todas sus fuerzas. El público contuvo la respiración y dieron un grito de sorpresa cuando Ulpio alcanzó a moverse, y por una fracción de milímetro esquivó la hoja que descendía sobre su hombro. Wolfgang cayó como un gato, chocando la punta de la espada contra el piso. Levantó los ojos y su agilidad le permitió evadir el mismo movimiento que el africano había hecho un rato atrás y que terminó degollando al guerrero celta. También pretendía cortar la garganta del muchacho y acabar de una vez con el combate; pero el bárbaro fue más veloz de lo esperado y echó el torso hacia atrás. Sin embargo, la hoja alcanzó la carne…

Diana dio un grito que hizo que el muchacho girara hacia ella.

En los primeros segundos, la adrenalina le impidió percibir el dolor. Pero luego, la sangre caliente derramándose por la piel del abdomen lo hizo bajar los ojos. Tenía un corte profundo, grosero, cruzándole el pecho por encima de las tetillas. Un torrente rojo escurrió de inmediato, bañando su torso y descendiendo por todo su cuerpo. Fue entonces cuando el dolor lo aturdió, mareándolo. La hoja había llegado al esternón, dañando seriamente músculos y tendones. Jadeó y dio un paso atrás, tratando de permanecer firme, pero chocó con la misma mesa en la que se había apoyado para saltar, segundos antes. Cayó de espaldas sobre el piso, intentando reincorporarse, pero la herida casi lo desvanecía. La espada había saltado de su mano, perdiéndose a cierta distancia. Se volvió para mirar a Diana nuevamente. Ella tenía los ojos cargados de lágrimas. Jamás había visto ese gesto de angustia en su rostro y le pareció que nunca había sido más hermosa.

El público rugía. Nerón se incorporó, atento. Estrabón temblaba de excitación. Popea apretó su copa más de lo necesario. Marco Sempronio clavó los ojos en Diana y vio que las lágrimas habían reventado en sus pestañas, rodando por sus mejillas. El gladiador africano avanzó lentamente, anticipando su triunfo. La sangre de sus heridas ya se secaba y parecía más poderoso que nunca. El muchacho bárbaro jadeaba en el piso, con el torso bañado en sangre.

  • Te dije que disfrutaría esto – Reiteró Ulpio, sonriendo siniestramente – Esta noche me habré tragado el alma de un perro celta de Britania y la de un cachorro del norte del Rhin.

El gladiador africano levantó la espada…

Wolfgang cerró los ojos. Por su mente pasó la imagen de su padre, alegre, enseñándole a montar a campo abierto. Tenía nueve años de nuevo. Baldur y Plechelm lo animaban con chiflidos y gritos. El tío Walramm aplaudía, satisfecho; y su madre lo observaba sonriente a cierta distancia, haciendo pantalla con la mano sobre sus ojos. Tenía el pelo suelto y brillante bajo el sol.

Todos estaban muertos. Todos se habían marchado al Walhalla sin él y ahora estaba solo, en esa ciudad maligna y a punto de ser asesinado.

  • Envíalas, padre Odín… – Murmuró – Que las Valkirias vengan por mí…

Su madre lo esperaría en la puerta del salón sagrado. Su padre la acompañaría, usando su famoso yelmo con forma de cabeza de lobo.

  • Por eso te llamamos así – Le decía su madre – “Wolfgang”, la garra del lobo… Eso somos. Nuestra familia está atada a ellos.

Cuando ascendiera al Walhalla, abrirían los brazos para recibirlo y volvería a comer y a bromear con Baldur, Plechelm y el tío Walramm. Bebería con ellos hasta la eternidad.

Pero Diana… Diana también estaba en su cabeza. Su gesto atribulado y sus lágrimas lo habían impactado. Ella no tenía que ver con el Walhalla ni con sus recuerdos. Ella era parte del presente y de esos miserables que le habían quitado todo. Y aún así, sentía el impulso de tomar ese rostro entre sus manos y secar sus lágrimas con los pulgares.

Apretó el puño apoyado en el piso y sintió el dolor. Su palma sangraba. El trozo de algún material filoso le había hecho un corte en la mano… En medio del combate, Ulpio había derribado con su espada platos y costosas jarras de vidrio fenicio. Odín había puesto en su mano algo que podría cambiar las cosas. Odín le daba una oportunidad… “No vas a morir con la garganta cortada por otro esclavo aquí en Roma, muchacho. Vas a caer en batalla, con un hacha en la mano, antes de irte al Walhalla…” le había dicho Sieglind, justo antes de comenzar su entrenamiento sexual. “Podrá derribar al propio gigante Ymir, si sabe dominar sus habilidades”, había dicho su tío Walramm… “Rápido como un gato… Rápido como un gato…”

Antes de que la hoja de la espada de Ulpio bajara hasta cortar su cuello, Wolfgang se incorporó como un felino y hundió con todas sus fuerzas el trozo de vidrio en los testículos del guerrero africano. La sangre le salpicó la cara y el rugido de dolor estremeció a los asistentes. El gladiador retrocedió, tambaleante, con el fragmento transparente asomando de sus gónadas. Soltó la espada para llevarse instintivamente ambas manos a la zona y tratar de desprender el objeto maligno. Fue entonces cuando Wolfgang aspiró profundo, tratando de resistir el dolor de su herida y recogió ágilmente la gladius recién caída. Sin dudarlo, la empuñó en alto, como lo hacía su padre, y hundió la hoja completa en el tórax del nubio, hasta que la punta salió por su espalda.

El héroe de la arena romana se desplomó de espaldas sobre el piso de mármol policromado de la Domus Transitoria.

Los primeros instantes fueron de silencio y de sorpresa general. Nerón se quedó con la boca abierta y Popea, con los ojos desorbitados. Estrabón alzó sus pobladas cejas, conteniendo la respiración. Diana tembló durante unos momentos y luego sintió que se doblaban sus rodillas. Cayó en los brazos de Marco Sempronio Glauco, que la tomó por los hombros y la sentó en el diván.

  • Mira nada más, qué sorpresa resultó ser tu cachorro bárbaro, ¿Eh? Debí apostar por él, pero eso es algo que tú haces desde hace tiempo… – Le decía con sarcasmo. Se volvió luego hacia sus amigos y los demás invitados – ¡Gloria al nuevo campeón de Roma! ¡Se terminó el dominio de los hombres y los guerreros! ¡Ahora empieza el reinado de los mocosos salvajes que huelen a estiércol y a sudor de caballo! ¡SALVE, FEBO, CAMPEÓN DE ROMA!

  • ¡SALVE, FEBO, CAMPEÓN DE ROMA! – Respondieron algunos.

  • ¡¡SALVE, FEBO!! ¡¡SALVE, FEBO!! ¡¡SALVE, FEBO!! – Comenzaron los demás.

Wolfgang apretó los párpados por unos instantes. Había comprendido cada palabra, incluyendo la ironía. Sin pensarlo dos veces, se arrojó sobre el cadáver del nubio, aferró la misma verga que lo había empalado un rato atrás y la cercenó de un tajo con la espada que aún sostenía en su mano. Levantó el apéndice sangrante y se volvió hacia la mesa de Marco Sempronio Glauco, que dejó de vitorear para mirarlo sonriente y algo confundido. Acto seguido, el muchacho le arrojó el pene a la cara, salpicando a quienes lo rodeaban. Todos dieron un salto, asqueados. El órgano había caído sobre un plato.

  • ¡MI NOMBRE ES WOLFGANG, PERRO ROMANO! ¡NO ME LLAMO FEBO! – Rugió en correcto latín.

Luego de un silencio incómodo, la carcajada de Nerón resonó como el chillido de una hiena. Diana, recuperando el aliento, abrió los ojos. Fue entonces cuando Wolfgang sintió que todo el salón daba vueltas, que su boca se inundaba de un sabor metálico y que se desvanecía rápidamente. Se desplomó sobre el piso, soltando la espada. La Domina corrió hacia el muchacho y se puso de rodillas junto a su cuerpo inerte. Sostuvo su cara, examinándolo. La herida en el pecho aún manaba mucha sangre y se veía profunda y horriblemente dolorosa.

  • Un médico… – Balbuceó Diana para sí – Debo llevármelo…

Quinto Estrabón, aún tratando de cubrir con una capa su desnudez, se abalanzó sobre ella.

  • Ahora es mío, por orden del Emperador – Gruñó con un tono perverso y complacido – Recibirás el dinero que una vez te ofrecí y estúpidamente rechazaste. Me lo llevaré y lo penetraré hasta llenarlo con mi leche. Luego haré que lo despellejen lentamente ante mí, mientras hago que uno de mis esclavos devore mi sexo.

Diana giró hacia él y le clavó los ojos. Quinto Estrabón jamás había visto una mirada así en ninguna mujer que no fuera Agripina, la difunta madre de Nerón.

  • Tenía catorce años cuando asesiné a un hombre en mi propia noche de bodas… – Pronunció ella con las pupilas en llamas – Nadie jamás me culpó del hecho y lo haría mil veces, si es necesario. Si le tocas un pelo a este muchacho, no vivirás para ver otra noche, y te juro por Plutón y los demonios del averno que haré que mueras retorciéndote como un cerdo y escupiendo sangre negra por la boca, los ojos y el culo. No solo Nerón puede contratar a Locusta para envenenar con arte, maldito bastardo impotente, y puedo asegurarte que envidiarás la muerte del nubio si no renuncias ahora a tu lujuria por mi bárbaro…

Estrabón dio un paso atrás. Había oído el relato del esclavo muerto en la noche de bodas de Gneo Marcio. Ella era una niña y no titubeó en su propósito. Había escuchado, además, otras historias. Pero fue la mirada de Diana y el nombre de Locusta, la célebre envenenadora profesional de la familia Imperial, lo que lo hizo retroceder. Se decía que aquella mujer contaminó los setos que mataron a Claudio, el antiguo emperador. Diana era inteligente y sabría hacer las cosas bien. Fueron amigos en algún momento y siempre admiró sus capacidades. Sí, lo asesinaría sin remordimientos y de forma limpia y efectiva. Su garganta se secó inesperadamente.

Nerón había bajado del diván imperial para acercarse a examinar al vencedor que yacía sobre el piso del triclinio.

  • Debo decir que disfruté del combate – Admitió, observando al muchacho a través de su monóculo de esmeralda – Y el regalo que le dio a Sempronio Glauco me arrancó una carcajada – Se volvió hacia Marco, que no sonreía en lo más mínimo – Pero veo que es posible que el bárbaro no disfrute por mucho tiempo de su triunfo… ¿Lo dejarás morir o te lo llevarás para atender sus heridas, Quinto Estrabón?

Diana volvió a clavarle los ojos.

  • Divino César… Diana Marcia Vespia y yo somos amigos desde hace mucho… – Comenzó Lucio Quinto, vacilante – ¿Por qué querría arrebatarle un esclavo que, además, es bueno con la espada?

  • ¿Estás renunciando al bárbaro que querías que ejecutara? – Preguntó Nerón, confundido – Pensé que querías llevártelo a tu villa, vestirlo con un peplo de mujer y penetrarlo por el culo en las noches de verano – Rió – ¿Qué arranque emotivo es este? ¿Acaso me tomas el pelo?

  • Es amigo de Diana… Todos lo somos, desde la adolescencia – Interrumpió Popea, bajando del trono y aferrando suavemente la mano de Nerón – Estrabón siempre ha sido adorable. ¿Por qué no permitirle que restituya el muchacho a su dueña? Además, pagará el medio millón prometido a la ludus, como compensación por la muerte del nubio. ¿No es así, querido Lucio?

  • Dadlo por hecho, divina emperatriz – Se inclinó el aludido.

  • Adorado esposo, permitid que Diana de los Vespios se lleve al bárbaro. ¡Es posible que no sobreviva! Dejad que ella se encargue de él. Permitídselo, aunque solo sea para complacerme…

Lo miraba con sus ojos de gata en celo. Las mismas pupilas que lo emborracharon de lujuria aquella noche en que visitó a su amigo Otón y le presentaron a su bella esposa. Nerón era un joven emperador de 23 años y ella, una despampanante mujer, siete años mayor. Se sintió erecto durante toda la cena y luego, autorizado por el propio marido, se encerró en la alcoba matrimonial con la arrebatadora Popea, para alcanzar el Olimpo en una noche de sexo sin control. Al día siguiente estaba a su merced. Jamás le había podido negar nada, ni siquiera cuando ella, montándolo y con la verga imperial penetrando hasta el cuello del útero, le había murmurado al oído que debía asesinar a su propia madre, si quería gobernar como un verdadero emperador.

  • Si Estrabón está de acuerdo y se dispone a pagar… – Replicó el César, alzando los hombros – Y habrá que ver si Diana consigue salvarle la vida – Se volvió hacia la Domina – Si el bárbaro sobrevive, considera venderlo a una ludus. Tiene talento para ser gladiador, además de esa verga que vuelve loco a Lucio.

Se volvió para regresar a su trono. Tropezó con el cadáver de Ulpio.

  • ¿¿DÓNDE ESTÁN LOS ESCLAVOS DE LA LIMPIEZA?? – Bramó – ¡QUE SAQUEN ESTA PORQUERÍA DE MI SALÓN!

Diana llamó a Zenobia de inmediato, ordenándole que dispusiera de la litera cuanto antes, organizara a los esclavos, trajera a Helios para transportar a Wolfgang y enviara a alguien por su galeno personal.

  • ¡No me importa si está dormido o empalando en la cama a su mujer! – Advirtió severamente, refiriéndose al médico – ¡Que se presente en la casa Vespia ahora mismo…!

La jefa de los esclavos dio una mirada a Wolfgang, inconsciente, y se volvió hacia su ama.

  • El médico no hace visitas a esta hora, a menos que se trate de un miembro de la familia – Observó Zenobia – Atendía la fiebre de Sabina, de madrugada, pero no vendrá en la oscuridad por un esclavo…

  • ¡Que sea escoltado por una cuadrilla de mis guardias, entonces! – Cortó Diana, impaciente – Y dile que cobre los honorarios que le plazcan. Le serán proveídos. ¡Ahora vete y no te atrevas a acercarte a mí si no cumples mi orden!

Zenobia se incorporó y cruzó una mirada con Marco Sempronio Glauco. El hombre se acercó a Diana y la contempló por algunos instantes, mientras ella intentaba hacer reaccionar al muchacho, sosteniendo su cabeza y dándole pequeños golpecitos en las mejillas y el mentón. Murmuraba, atribulada, con un tono dulce que Marco jamás pensó oír.

  • Solo es un esclavo – Observó el hombre, con un tono levemente irritado – ¿Vas a llorar por un perro que muere en medio de una pelea por apuestas?

  • Sí. Y es mío… Es MI ESCLAVO – Puntualizó ella – Y hasta donde sé, no eres nadie para decirme por qué debo llorar, si se me da la gana.

Un minuto después, Helios y otro sirviente trasladaban al bárbaro inconsciente, seguidos por una preocupada Domina que se había vestido en pocos segundos. Marco permaneció inmóvil, con el ceño fruncido y la mirada sombría.

Wolfgang fue puesto en la litera junto con Diana. Esta vez Zenobia debía caminar. Llevaba una antorcha, al igual que el resto de la comitiva. Guardaba silencio, pensativa e inquieta. Conocía a la Domina mejor que nadie. Sabía interpretar cada uno de sus gestos. Observó a distancia sus caprichos y la apoyó en todas sus andanzas. Todo aquello que beneficiara a Diana Marcia Vespia era de su incumbencia. La protegería de lo que fuera y moriría por ella, si era necesario. Por eso, jamás vaciló al momento de contribuir con los planes de su adorada hija del corazón. Pero ahora temía… Temía, porque sabía bien que los sentimientos pueden ser más peligrosos que un enemigo armado o una amenaza de muerte. Las emociones eran una enfermedad que corroía poco a poco, un veneno que mataba con eficiencia, pero con lentitud, dulcemente. Una vez que la invadiera, ya no tendría control sobre sí misma y estaría lista para precipitarse al abismo y por voluntad propia. Ella lo sabía. Zenobia lo había padecido mucho tiempo atrás y eso solo le había traído desgracia.

Y ahora… Diana se inclinaba sobre un muchacho que le robaría el sueño y perturbaría su existencia. Dejaría de ser la mujer fuerte que era, perdería las riendas, la cordura y el control. Se volvería una mujer, una simple mujer enamorada y Zenobia maldijo a los dioses por ser la primera en percatarse de la tragedia que caería sobre ella.

El galeno se presentó al poco rato en la casa Vespia. Se veía despeinado y ojeroso. Acudió al llamado de la Domina, más por temor que por vocación, y preparó sus instrumentos para examinar a Wolfgang. De tanto en tanto observaba a la dama, impresionado por las manchas de sangre en su vestido dorado. Aparentemente, a la señora poco le importaba que una prenda tan costosa terminara arruinada de esa forma.

Pusieron al muchacho en su cama. La hemorragia se había detenido, pero la herida abierta resultaba impresionante. Diana se negó a salir de la habitación, mientras el médico limpiaba la enorme llaga y revisaba otras lastimaduras de distinta índole.

  • Es fuerte y se repondrá – Dictaminó – Su juventud ayudará. Pero existe el riesgo de infección, si la herida no se limpia adecuadamente. Usad miel, mi señora. Y os dejaré algunos emplastos y hierbas para preparar infusiones. Con ellas podréis purificar las magulladuras. Con respecto a lo otro que me consultasteis… – Su tono cambió – Su ano sanará rápidamente, aunque no garantizo que su espíritu se reponga tan pronto de la experiencia.

El galeno sonrió maliciosamente, pero una mirada fría de Diana le borró de inmediato el gesto alegre.

Fue recompensado generosamente y se marchó muy satisfecho. De las pocas ocasiones en que debió atender a algún esclavo, jamás había obtenido una ganancia tan cuantiosa. Los amos solo desembolsaban una buena suma cuando se trataba de un gladiador o de alguna concubina particularmente hermosa. Era primera vez que atender a un bárbaro del norte le reportaba tanto éxito.

Diana se sentó junto a la cama y acarició el pelo del muchacho dormido. Era suave, delgado y flexible. Brillaba como el oro bajo la luz de la lámpara. La Domina recordó sus ojos y su voz rota, acusándola. “Eres la peor de todos, Ubil Huora”. Algo sucedió entonces, algo que la conmovió profundamente. No tenía claro por qué, pero creyó entender lo que Wolfgang sentía. Creyó absorber su angustia y compartirla. También ella se había sentido así: atrapada, dolida, aplastada por la humillación. Había pasado tanto tiempo y su odio había borrado la tristeza, pero no las cicatrices. No quería que el muchacho la odiara como ella lo hacía cada día con Gneo Marcio. Y sí, también con su propio padre, por tratarla como un objeto de cambio. No quería lastimarlo. Ya no…

  • Cuídenlo bien e infórmenme cómo sigue, cada cuatro horas – Ordenó, antes de salir de la habitación.

El primer día, Wolfgang solo dormía. Los vendajes se cambiaban periódicamente y la Domina recibía los reportes adecuados. El segundo día, aún navegaba entre el sueño y la vigilia. Al tercero, Zenobia acudió a medianoche a la alcoba de su ama. Sabía que Diana odiaba que la despertasen, desde que era una niña. Aún así, tomó el riesgo y sacudió suavemente el hombro de la señora.

  • Tiene fiebre y muy alta – Anunció.

De manera sorprendente, Diana no reaccionó con irritación y se levantó enseguida.

Cuando descubrieron el vendaje, la Domina observó con horror que la herida supuraba, rodeada por la piel inflamada, roja y en llamas. Wolfgang respiraba con dificultad. La señora tocó su frente y notó que ardía.

  • Traigan al galeno… ¡AHORA!

Esta vez le ofreció una fortuna e incluso lo amenazó con acabar con su carrera profesional si el muchacho moría. En una época sin más implementos para frenar una infección que ciertas hierbas y la aplicación de miel en las llagas; el asunto se había vuelto crítico.

Luego de rascarse la cabeza por unos instantes, el médico habló.

  • Quizás debí cauterizarlo con un hierro al rojo vivo – Consideró – No pensé que la herida trajera complicaciones. Los esclavos, además, no son como cualquier ciudadano. Suelen sanar más rápido…

  • ¿¿Cómo?? – Lo enfrentó la Domina – ¿¿Acaso omitiste algo importante cuando lo examinaste por primera vez??

  • No creí que fuera necesaria la limpieza con fuego – Confesó.

Los ojos de Diana se volvieron feroces.

  • Escúchame bien – Amenazó – Si el germano muere, no solo dejarás de ejercer tu oficio, sino que me encargaré personalmente de que tu mujer y tus hijos se queden sin techo ni resguardo… Esparciré el rumor de que abres cadáveres para examinar los humores y hablaré con la propia emperatriz para que te arroje a los leones del circo por tus crímenes…

Las palabras fueron efectivas. En poco rato, Akeem había calentado una barra de hierro y la aferraba con un paño húmedo, por el extremo. El metal se había vuelto de un rojo brillante.

  • Ponla sobre la herida, a lo largo – Indicó el médico con voz algo trémula.

Al contacto con el metal ardiendo, Wolfgang dio un rugido, convulsionó por unos instantes y luego su cuerpo se relajó completamente. Diana, aterrada, no se atrevió a preguntar si seguía con vida. El galeno acercó uno de sus dedos a la nariz del muchacho.

  • Está respirando – Anunció con alivio – Ahora limpiaré y coseré la herida.

No era un cirujano de campaña, de modo que su experiencia suturando llagas no era muy amplia. Prefirió omitir esa información. El miedo a las amenazas de la Domina lo hicieron trabajar prolijamente y con rapidez. Una hora después, Wolfgang continuaba inconsciente, pero con la herida cerrada y con un vendaje limpio.

  • Debemos esperar – Señaló el médico – La fiebre debería bajar con las hierbas que os traje. Es necesario darle las infusiones y rogar a los dioses para que comience a sudar.

  • Ruega a los dioses para que así sea – Replicó Diana, oscuramente.

Cuando el galeno se marchó, Diana se sentó junto a la cama de Wolfgang.

  • Id a descansar – Recomendó Zenobia – Enviaré a unas esclavas para atenderlo.

Diana observó el rostro del muchacho, que parecía dormir apaciblemente.

  • Traigan un diván y pónganlo junto a su cama – Ordenó – Pasaré la noche aquí.

  • Pero, mi señora…

  • ¡Ahora!

Permaneció a su lado. Prácticamente no durmió y durante muchas horas, humedeció vendajes de algodón en agua fría y mojó con ellos la frente y las mejillas de Wolfgang. También, ayudada por Illithia, logró que tragara un poco de las infusiones que el médico había preparado previamente.

Pero la fiebre no cedía.

En un momento, el muchacho abrió lentamente los ojos y Diana vio que brillaban, vidriosos. No estaba segura de si podía verla, pero murmuraba algo, con los labios secos.

  • Estoy aquí… – Respondió ella, con suavidad.

Wolfgang comenzó a delirar. Mascullaba en su lengua, mientras jadeaba y movía la cabeza de un lado a otro. Diana reconoció su nombre en algunas frases imposibles de comprender. La Domina intentaba refrescar su frente, pero él apartaba su mano, inquieto. Finalmente le aferró la muñeca, sin volver de su delirio.

  • Muoter… Muoter… – Le susurraba.

Diana no durmió por más de veinticuatro horas. No se apartó del lado del bárbaro y apenas comió. Continuó con su tarea de mojar su frente y administrar cada tanto las infusiones del médico. Permaneció en su lugar con un tesón que Zenobia solo había visto al momento de planear sus venganzas y finalmente cedió al agotamiento, desplomándose dormida en el diván junto a la cama del muchacho.

Cuando Wolfgang abrió los ojos, sentía la garganta seca y el cráneo adolorido. Se movió y notó que las sábanas estaban empapadas. Había sudado profusamente, mojando hasta el colchón. Bajó los ojos y miró el vendaje en su pecho. Levantó la mano y examinó la tela que cubría el corte de su palma. Contrajo los músculos del esfínter. Aún había algo de dolor. Recordó todo: la humillación, el combate en el palacio de Nerón y luego, un largo silencio. Recordó a Diana junto a la cama, mojando su frente. Había soñado que su madre vigilaba su sueño y curaba sus heridas junto al fogón de la cabaña en el bosque. Había un perfume de rosas flotando en el aire…

Trató de incorporarse con dificultad. Bajó de la cama y caminó lentamente hacia la ventana. Era un hermoso día y los pájaros trinaban en el jardín. Luego giró y vio a Diana dormida en el diván junto a su lecho. Tenía el pelo suelto, el vestido arrugado y aún sostenía un vendaje húmedo en su mano. Se veía pálida y agotada. Estaba hermosa y vulnerable, muy diferente a la mujer arrogante que acostumbraba.

Wolfgang comprendió que lo había atendido. Ella lo cuidó, quién sabe por cuánto tiempo. Se acercó al diván y rozó la mejilla de la domina con sus dedos. Diana respiró profundo y abrió los ojos. El muchacho se enteró que la Domina también podía sonreír con dulzura.

La señora de la casa Vespia estaba exultante. Ordenó que le trajeran de comer: leche tibia con miel, fruta, sopa de la mejor carne. Agua fresca, para reponer el sudor perdido. Envió por el médico, quien suspiró aliviado. La herida sanaba y se veía limpia, en vías de cicatrización. Aunque el germano continuaba pálido, la alimentación adecuada y el descanso necesario lo repondrían en pocos días, señaló. Diana estaba tan satisfecha, que envío al galeno a casa con una pequeña fortuna.

Se sentó junto a la cama del muchacho, mientras este comía. Hablaba alegremente, comentando el impresionante combate. El bárbaro jamás la había visto de tan buen humor e incluso ella bromeó con seguir el consejo del César y venderlo a una ludus, pues tenía pasta de gladiador. Wolfgang la escuchaba en silencio.

  • Me entregaste a ese hombre oscuro – Dijo de pronto, con los ojos bajos y su brusco acento germano.

Diana sintió el nudo en la garganta. Frunció el ceño.

  • No debiste burlarte de mí mientras penetrabas a Popea – Sentenció, volviendo a su tono arrogante.

  • Te vengaste de mí e hiciste que trataran de matarme – Acusó Wolfgang esta vez.

  • Eres mi esclavo – Puntualizó Diana, irritada por el reclamo.

  • Y tú me cuidaste como a un hijo – Observó el muchacho – A un esclavo…

Se sintió incómoda y vulnerable. Se puso de pie.

  • Illithia te atenderá hasta que te recuperes – Anunció, escuetamente.

Y acto seguido, salió del cuarto para volver a su propia alcoba por primera vez, en dos días.

Esa noche, Zenobia le cepillaba el pelo con paciencia, mechón por mechón. Diana observaba su reflejo en el espejo de bronce. Llevaba un delgado vestido egipcio semitransparente. En el silencio de la noche, solo se oía el suave rasgueo de las agujas metálicas en las hebras azabache. Las pupilas de Diana estaban pensativas, incluso inquietas.

Zenobia detuvo el cepillado y la miró a los ojos, en el espejo.

  • Es solo un esclavo, Domina – Dijo de pronto.

  • ¿De qué estás hablando?

  • No permitáis que os perturbe de esta forma, os lo ruego – Pidió la esclava.

  • ¡No seas ridícula! – Rió Diana, comprendiendo que hablaba de Wolfgang – ¿Por qué podría perturbarme un simple mocoso?

  • Porque lo estáis y os atrapará si se lo permitís.

La despidió rápidamente y se preparó para dormir, aunque sabía que no sería fácil. Se recostó de boca sobre su cama de seda, derramando la cabellera espesa en su espalda y sus cojines bordados. Algunas horas después, recién concilió el sueño.

En la oscuridad, sintió la caricia de su propio cabello. Alguien apartaba los mechones de la piel de su espalda y lo acomodaban sobre su hombro. Seguía boca abajo y sintió temor. Trató de volverse, pero un susurro la calmó, obligándola a permanecer en esa posición.

  • Shhhht… Tranquila… – Oyó murmurar, con el duro acento inconfundible.

Diana comenzó a respirar profundamente. Las manos del muchacho tomaron el borde del vestido y lo subieron lentamente, muslos arriba… Más arriba… Hasta la cintura… Descubriendo las nalgas adorables que acarició con paciencia. Sintió el calor de una lengua húmeda sobre uno de sus glúteos y luego, el agradable dolor de una mordida suave.

  • Abre… – Ordenó él, acariciando la cara interna de los muslos.

Ella obedeció, como si él fuese su Domino, y le ofreció su vulva abierta en la oscuridad. Un dedo firme la penetró suavemente, abriendo los pliegues de los labios menores. Diana gimió. Ahora, el resto de los dedos acariciaba alrededor de la vagina y el pulgar, hábil, frotaba la entrada del ano.

La lubricación fue profusa e inmediata. En segundos, la mano del muchacho se embadurnó en una materia suave y viscosa, como cuando sumergía los dedos en un recipiente con miel. Acarició con paciencia y casi crueldad, pues aumentaba la ansiedad de la dama, haciendo que ondulara y gimiera con creciente desesperación.

Tocó intencionalmente la cabeza del clítoris, erecto y duro, provocando que ella diera un pequeño grito.

  • Por favor… – Suplicó Diana, relamiéndose.

Pero Wolfgang tomó con ambas manos sus caderas y la levantó, obligándola a apoyarse en las rodillas, aún apegando el torso en la cama. Ahora sus nalgas y su vulva estaban en alto, completamente expuestas. Los labios se habían inflamado y se abrían, hinchados y viscosos. El muchacho se inclinó y abrió la boca, para abarcar completamente aquella hendidura sublime. Diana jadeó y sintió la lengua penetrando profundo y moviéndose como una víbora contra los primeros centímetros de las paredes vaginales. El bárbaro separaba los labios al máximo, succionando y bebiendo glotonamente el licor que escurría entre los pliegues. La Domina gritaba, mientras él mamaba del mínimo apéndice del clítoris, inflamándolo y electrificando cada terminal nerviosa.

  • ¡Bárbaro maldito! – Gruñía ella – ¡Solo hazlo! ¡Penétrame de una vez!

No tenía intenciones de hacerlo rápidamente. A diferencia de lo que le dio a Popea, parecía que jugaría con el cuerpo de la Domina, hasta enloquecerla. Por ello, hundió el pulgar en la vagina, empapándolo de jugos espesos y luego, penetró con él la delicada abertura del culo. Diana se arqueó cuando sintió el dedo frotando los músculos del esfínter y la boca que continuaba, implacable, alimentándose de su sexo.

Sus piernas temblaban y el fluido vaginal escurría en hilos por entre sus muslos. Había comenzado a mojar las sábanas. Wolfgang continuaba succionando sin misericordia, mientras la Domina se estremecía. La entrada de la vagina parecía respirar, abriendo y cerrando los labios hambrientos. Cuando estaba a punto de estallar en un orgasmo brutal, el muchacho se apartó, obligándola a mover las caderas en círculos, buscando la boca ausente que la torturaba.

Wolfgang le permitió voltearse y ponerse de rodillas sobre el colchón, frente a él. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Ella jadeaba cuando él aferró sus pechos con ambas manos y pellizcó las puntas erizadas por sobre la delgada tela del vestido. Finalmente aferró el borde del escote y lo rasgó de un tirón, arrojando los despojos de la prenda fuera del lecho. Diana sentía sus tetas ardientes, hinchadas, inmensas. Le dolían los pezones, pero una oleada de placer la hizo gemir cuando él se inclinó para chuparlos. La boca hacía ruido y ella sintió que su vulva se deshacía en néctar. Ya no resistía.

La Domina lo empujó sobre la cama. Aún llevaba el vendaje de la herida y supo que debía ser cuidadosa. Diana acarició carició la piel del vientre, suave y flexible, besando y lamiendo uno por uno los músculos abdominales. Sintió que él se estremecía. Continuó por las líneas oblicuas, hasta el nacimiento del pene. Cuando el muchacho llegó a la casa Vespia, un adorable bosquecillo dorado crecía alrededor de su sexo. Ahora, bajo sus órdenes, el falo se erguía en una superficie lisa y fácil de acariciar.

Ah… Esa verga la enloquecía. La deseaba angustiosamente desde el día en que Illithia la ordeñó frente a ella y sus amigas, hasta hacerlo eyacular como un joven semental. Necesitaba acariciarla, morderla, tragar su néctar. La palpó, extasiada, amasando los abultados testículos, las venas que se marcaban sobre la piel del órgano, el prepucio elástico y el borde del glande, que ahora supuraba pequeñas gotas que lo humedecían.

  • El placer de los dioses – Murmuró, luego de besar la punta del bálano y degustar con su lengua el líquido que emergía de la abertura.

  • Cómelo – Susurró él, tomando su cabeza, como si ahora ella fuese la esclava.

Sintió el glande en el paladar, suave y resbaloso. El sabor del órgano le pareció exquisito y lo hundió en su boca, embriagada. Sus labios frotaban el prepucio, de arriba a abajo, estimulando cada nervio. Lo sentía firme, como una barra de hierro; y ardiente, como un animal furioso. De tanto en tanto le regalaba gotas de aquel rocío salvaje. Ella mordía suavemente el tronco, desde la cabeza hasta la raíz. Metió los testículos en su boca y los saboreó, como hacía con los higos africanos que le traían cada mes. Deslizó su lengua por la línea que los separaba y descendió hasta el perineo y la entrada del ano. Dio una lenta lamida. Wolfgang se estremeció y gimió de dolor. Aún sentía las secuelas del ataque del nubio en el triclinio de Nerón. Diana se sintió conmovida.

  • Perdóname… Jamás te tocará otro hombre, si no lo deseas – Prometió – Ahora solo sentirás placer de mi parte…

Recorrió el camino de vuelta al pene. Quería devorar cada parte de sus genitales, ansiosamente, como si se tratara de alguna de las frutas exóticas que le gustaba probar junto a la piscina.

Wolfgang gemía, sujetando su cabeza, y el sonido de la voz del muchacho hacía que el clítoris de la Domina palpitara. Esa voz masculina y juvenil la encendía, tanto como sus gestos de placer. Apartó la boca del falo enhiesto y, aturdida de deseo, frotó sus pechos contra el órgano. Aferró la verga y apretó el pezón contra la abertura del glande, como si quisiera penetrarlo. Trepó por su cuerpo, arrastrándose como una pantera, hasta llegar a su boca. Lo besó por primera vez y sintió la lengua del muchacho invadiéndola. Ambos respiraban rápidamente mientras devoraban al otro.

  • Ubil Huora… – Jadeó él, mordisqueando sus labios, mientras ella frotaba el prepucio, masturbándolo.

Diana se sentó sobre su vientre, mojándolo con sus fluidos. El falo se erguía como una estaca, pegado a sus nalgas. Lo acarició con una mano, apretándolo contra sus glúteos. Subía y bajaba, masajeando el órgano. Finalmente, elevó las caderas y permitió que el glande encontrara la entrada por sí solo. Dejó escapar un gemido cuando el pene abrió su carne, deslizándose poco a poco dentro de su vagina. Gruesa, repleta de sangre y ardiendo, la verga se incrustó en el sexo, abriéndose paso hasta el útero mismo.

La Domina arqueó su cuerpo, dejando caer la cabeza hacia atrás y derramando su cabellera sobre las piernas de Wolfgang. En esa posición le ofrecía los pechos y la magnífica cintura. Sus caderas trazaban círculos, disfrutando de la verga que palpitaba en su interior y provocando que Wolfgang se estremeciera, al sentir los músculos vaginales estrangulando su sexo. La señora de la casa Vespia se abandonó al placer, gimiendo como una puta.

Sin retirar el falo, Wolfgang rodó con ella hasta someterla bajo el peso de su cuerpo. Sujetó sus muñecas en cruz, mirándola a los ojos en la penumbra. Se meció dentro de ella despacio e intensamente, como la marea. La Domina palpó el contorno de la mandíbula, levemente áspero por la barba incipiente. Pequeñas agujitas doradas que recién comenzaban a emerger. Acarició el largo cuello, los hombros amplios, la musculatura felina y elástica. Disfrutó con sus manos de ese cuerpo adolescente que le proporcionaba placeres de hembra. Rodeó las nalgas con ambas manos y las apretó, fundiéndolo con su cuerpo.

El bárbaro se incorporó, sujetando los muslos de Diana y atrayéndola hacia él. Comenzó a bombearla cada vez más rápido. La fricción del pene contra los músculos vaginales era sublime. Era una verga deliciosa, ágil. La verga de un macho joven. Cuando Wolfgang nació, a miles de kilómetros de Roma, Diana ya había cumplido los dieciocho años. Tenía edad para ser su madre y esa perspectiva le encendía la sangre. Lo vería hacerse hombre y fortalecerse, mientras gozaba de su cuerpo cada noche, besando su torso adorable, lamiendo su magnífico sexo y sintiéndolo agonizar en el fondo de su vagina.

  • Más… Más profundo – Gemía ella – Te necesito dentro de mí…

Nidia lo preparó bien. El muchacho alternaba ritmo e intensidad. El primer orgasmo de Diana la hizo gritar y ondular con su pelvis. Aún así, él continuaba; electrificando su cuerpo y su clítoris sensible luego del éxtasis. Una leche espumosa escurrió entre ambos sexos, mojando los testículos de Wolfgang.

Y aún seguía empujando. Más y más intensamente. Los alaridos de placer se oían por toda la casa. La volteó ahora, obligándola a apoyarse en manos y rodillas. La penetró como a una gata en celo, sacudiendo todo su cuerpo. Los testículos golpeaban los labios, la verga ardía por la fricción y el glande besaba el cuello uterino. Un segundo orgasmo la invadió como el magma; pero esta vez entornó los ojos y se quedó sin aire, aturdida de tanto placer.

Pero el bárbaro no se detenía.

Seguía y seguía con su taladro despiadado, llevándola al éxtasis y haciéndola divisar su propia muerte.

El tercer orgasmo superó cualquier sensación que Diana hubiese experimentado en el sexo. Comenzó en lo profundo de su vagina, como un estallido; e irradió a través de cada nervio hacia el útero y la vulva misma. Los labios se contrajeron una y otra vez, el clítoris comenzó a palpitar como si tuviera vida propia. Y cuando Wolfgang retiró el pene para contemplar el efecto, un surtidor transparente reventó de la vagina, empapando las sábanas, el piso, un muro y gran parte del torso del bárbaro. El cuerpo de la Domina se retorcía y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era la perfección del placer. Una sensación que la conmovió a tal punto, que comenzó a sollozar.

Vulnerable como estaba y con el rostro húmedo de llanto, Diana sintió que el falo se hundía en su vagina una vez más y de un solo golpe. Todo su cuerpo estaba sensible y el estímulo brutal la hizo dar un grito. Fue entonces cuando el bárbaro comenzó a respirar cada vez más rápido y tensó todos los músculos. Maravillada, la Domina sintió el calor de cada chorro de semen que inundó como un bálsamo su matriz, mientras el muchacho daba un rugido de macho triunfante.

Luego de vaciarse en ella, Wolfgang se recostó a su lado, jadeante. Su abdomen brillaba de sudor y su cabello, húmedo, se veía algo más oscuro. La Domina se acurrucó a su lado, completamente embriagada por la experiencia. Recuperaron el aliento sin palabras y continuaron en silencio por largos minutos.

En algún momento, el muchacho rodeó su hombro con el brazo y ella le acarició el pecho.

  • A partir de mañana dormirás conmigo, en mi alcoba – Anunció.

El bárbaro no respondió.

  • Ningún hombre o mujer te tocará o disfrutará de tu cuerpo, a menos que lo desees y lo hayamos acordado – Continuó la señora.

No hubo respuesta.

  • Nadie volverá a humillarte como aquel día, en el palacio del César… Ahora comienza la época de tu placer y gozaremos juntos cada minuto, ¿Está claro? – Señaló la Domina, levantando los ojos.

Él asintió en silencio.

  • Y te quedarás conmigo para siempre, Wolfgang…

El muchacho abrió los ojos al máximo, impresionado. Ningún romano había pronunciado su nombre antes. No tenía identidad, pues no era nadie: un simple esclavo, poco más que un perro. Un objeto al que se le asigna un nombre a voluntad del amo. Ahora ella le devolvía aquello que su familia le regaló como parte de su alma. Lo pronunciaba mal, por supuesto, pero era su nombre. Tenía problemas con las consonantes, tanto como a él se le dificultaba enunciar las musicales sílabas del latín.

  • Y quiero que me hables de tu vida antes de llegar aquí. Quiero saber qué hacías, quién eras, qué amabas de tu pueblo. Quiero conocer todos tus detalles y no olvidarme de nada – Susurró ella, mirándolo a los ojos.

La tenía. Era suya. Loki había hecho su trabajo, envolviéndola en una red, como si fuera una mariposa a la que le succionaría la sangre. Se la había entregado. Su nombre, su verdadero nombre, ya estaba en su boca. Luego le inyectaría lentamente el veneno, hasta hacerla completamente dependiente. “…Haz que te desee más que a su vida y que los cuerpos de otros hombres le parezcan cadáveres… Conviértete en Loki y en un demonio…” Así sea, Sieglind. Haría que lo amara como seguramente esa mujer jamás lo hizo. Sí… Su falo era más fuerte que cualquier espada, porque le atravesaría a ella la piel y le robaría la sangre y el corazón.

Lentamente acercó su boca y besó la frente de la Domina. Ella se estremeció, sobrecogida por el gesto. Cerró los ojos y apretó su cuerpo contra el suyo.

Dos semanas más tarde, al caer la noche, Marco Sempronio Glauco se presentó en la casa Vespia. Zenobia lo recibió en el triclinio y le ofreció mulsum y dátiles confitados. Preguntó por la domina y la jefa de las esclavas respiró hondo.

  • Está en su alcoba, Domine – Respondió la mujer, con tono sombrío.

  • ¿A esta hora? ¿Y ya está dormida? – Rió Marco – Diana es un animal nocturno, como yo. Jamás se duerme antes de la medianoche. Vine a invitarla a un banquete en mi ínsula. Marcela y Calpurnia asistirán. Estrabón, por suerte, viajó a Pompeya.

  • Dudo que asista con vos, Domine – Señaló Zenobia.

Glauco borró su sonrisa y elevó una ceja.

  • ¿Acaso está con un hombre…? – Preguntó directamente.

  • Si queréis llamarlo así…

Marco Sempronio sintió la indignación en la boca del estómago.

  • ¿Está en la cama con el bárbaro? – Preguntó con firmeza.

Zenobia giró lentamente y caminó hasta la puerta. Desde allí hizo un suave ademán, invitándolo a seguirla. Caminaron en silencio por los pasillos de la casa Vespia. Se cruzaron con Illithia. La muchacha griega comenzó a informarle algo, pero la jefa de las esclavas la hizo callar con un dedo en la boca. Llegaron a las puertas de los aposentos principales. No había ruido. Solo silencio.

  • Lleva tres días en la alcoba – Informó la jefa de los esclavos – Traemos agua y comida, pero ha ordenado que nadie la perturbe.

Abrió una de las hojas de la puerta. La habitación tenía una luz tenue, rojiza, producto de las escasas lámparas encendidas. Sobre el lecho de seda, lino y cortinajes de púrpura, descansaban los amantes. Wolfgang, completamente desnudo y de boca sobre las sábanas. Diana, con el cabello suelto y la piel empapada de sudor, se acomodaba como una gata sobre su espalda. Ambos dormían, pero la domina elevó su pierna izquierda hasta enlazarla con una de las del bárbaro. Sin abrir los ojos, acarició la suave piel que cubría las costillas de Wolfgang. Casi ronroneaba, apretada contra su cuerpo.

Había tanta intimidad en la escena, que Marco sintió hasta vergüenza por la irrupción. Sin embargo, la primera sensación dio paso a una creciente ira, que terminó convertida en odio y unos celos ponzoñosos que le corroyeron hasta los intestinos. Llevaba veinte años durmiendo con aquella mujer, a escondidas, de todas las formas posibles. Aunque no se lo había comentado, tenía la sospecha de ser el padre de sus hijos, incluyendo el que perdió. Ninguna otra lo había hecho sentir tan intensamente y aún así, no le importaba compartirla con otros hombres o con el insípido de su tío. La había visto agonizar de placer bajo su cuerpo y, sin embargo, jamás la había sentido plena o dichosa, como en aquella cama, con el bárbaro. ¡Un bárbaro del norte! Un mocoso salvaje, un bruto de mierda, un perro miserable acostumbrado a comer carne cruda y a alimentarse de sus propios piojos. El mismo hijo de puta que le arrojó el miembro rebanado de un gladiador muerto. El mismo por el que Diana lloró, frente a todos los invitados de la Domus Transitoria.

Marco Sempronio Glauco cerró la puerta y bajó los ojos. Sentía la garganta seca. Apretó los puños, respirando con dificultad.

  • Lo sé – Dijo de pronto, Zenobia – Es necesario hacer algo…