5. ¡Vacaciones sorpresa!

Aprovechando que tengo vacaciones en el trabajo, Jorge decide darme una sorpresa. O una tras otra. ¿Sabéis de esas veces en las que las acciones de alguien no se corresponden con la impresión que tienes de él? Pues eso.

El día siguiente a aquella experiencia fue horrible. Jorge se fue y yo me quedé con la peor resaca de mi vida: temblores, náuseas y unos dolores musculares que me impedían moverme lo más mínimo. Aun así, había merecido la pena, razoné.

Marta, mi compañera de piso y de trabajo, llegó a casa el lunes un par de horas antes de nuestra hora de entrada.

“¿PERO QUÉ DEMONIOS HAS HECHO? Vaya carita que llevas, Ana…”

“Finde duro. No chilles.” Respondí en un susurro.

“Haz el favor de maquillarte esas ojeras mientras te preparo café. No puedes ir con esas pintas al trabajo.”

Obedecí, entre divertida y fastidiada. Me costó medio kilo de corrector disimular mi cara de oso panda, pero por no escucharla…

“Aquí tienes” me dijo, tendiéndome un tanque de café solo con una montaña de azúcar en el fondo. “Cuéntamelo todo y no te dejes detalle, porque, que yo sepa, cuando me fui no tenías plan”.

“No, no tenía” dije, sorbiendo agradecida aquel néctar de los dioses. “Pero me salió.”

“¿Con el chico este?”

“Claro. No tengo la cabeza como para andar zorreando más por ahí.”

“Pero si no habías hablado con él en no sé cuántos días, ¿no?”

“No, pero se lo eché en cara y se plantó aquí en casa para darme explicaciones.”

“Qué mono” respondió Marta, con una sonrisita.

“De mono, nada, niña; no te equivoques. No había tenido noticias de él porque la novia le ha mandado a paseo sin explicaciones y estaba muy ocupado rayándose la cabeza” respondí entre dientes.

“¡¿QUE TIENE NOVIA?!”

“¡Coño, Marta, no chilles, que no me he recuperado! Sí, tiene novia. Y por si no te acuerdas, yo también.”

“Siempre hay un roto para un descosido…” dijo con sorna. “Pero todo eso sigue sin explicar esas ojeras”

“Bebimos un poco, nos pusimos al día y follamos.”

“Y una mierda un poco. He visto la bolsa de la basura. Dos botellas de vino, tropocientas latas de cerveza y una de whisky: Anita, cielo, eso no es un poco. ¿Cómo se le podía levantar?”

“¡¡MARTA!!”

“Ni Marta, ni leches, no sé cómo no caísteis redondos.”

“Bueno, Jorge no es ningún santito…”

“… así que se puso del revés. ¿Acierto?”

“Sí.”

“Y por las ojeras que llevabas, tú también” Marta sabía que yo no había probado nada más allá de los porros hasta aquel momento.

“Sí”

“¿Y qué tal? Porque tuviste que acabar reventada…”

“Deseando repetir” contesté riéndome.

“Menuda pájara estás tú hecha, nos ha jodido… Ten cuidado, nena, que la coca es muy golosa, te lo digo yo.”

Tras aquella declaración sorprendente por parte de mi formalísima compañera, nos fuimos a trabajar. A mi cansancio y empanada mental de aquel lunes tan atípico se sumaron un par de situaciones tensas, en las que acabé recibiendo; a pesar de llevarme de propina un moratón enorme en un brazo, no fui la que se llevó la peor parte: a mi jefa le saltaron un implante dental de un golpe. Joder, putos lunes. Menos mal que solo me quedaba esa semana hasta las vacaciones.

Cuando llegamos a casa fui directa a la ducha. Necesitaba el agua caliente y música muy alta para borrar aquel día de mi cabeza.

Media hora después, relajada y con una sonrisa de oreja a oreja, salí al salón con mi pijama peludo.

“Buaaaah Martita hija, qué gozada de ducha”

“Este mes la factura la pagas tú, cabrona”

“Venga, no te enfades, vamos a ver la tele y a comer chocolate”

Nos acomodamos cada una en su sofá y nos dispusimos a ello. Mi móvil vibró: mensaje de Jorge.

“¿Qué haces enana?”

“En pijama, en el sofá, viendo la tele con mi compi”

“Qué bien vives”

“Lo mejor que puedo. ¿Y tú?”

“Pues pensando. ¿tienes planes para este finde?”

“Desde el viernes a las cinco estoy libre durante diez días”

“De puta madre. Tengo tarea para ti esta semana.”

“A ver…”

“Vas a lavar el coche, comprobar el aceite y la presión de las ruedas, y antes de salir el viernes a las 5 para acá vas a llenar el depósito. ¿Algún problema para eso?”

“Ninguno. ¿Qué tienes en mente?”

“Te vas a pegar las vacaciones de tu vida. Tú hazme caso”

“Ok”

Cuando levanté la vista del teléfono, Marta me miraba con una sonrisita.

“¿Era Jorge?”

“Sí”

“¿Qué te dice?”

“Que ponga el coche a punto, que el viernes nos vamos de vacaciones”

“¡Joder, qué suerte! Y yo trabajando toda la semana…”

“Ya te tocará, ya…”

Seguimos hablando toda la tarde mientras veíamos un programa chorra tras otro. La verdad es que mi compi me hacía bien. Y el día al final había mejorado.

El martes y el miércoles fueron bastante más relajados, sin nada reseñable, excepto la llegada de un pedido de Amazon que me hizo sonreír y que oculté en cuanto pude. Jorge y yo seguíamos hablando, pero se negaba a soltar prenda de a dónde pretendía llevarme. En realidad me daba igual, me fiaba de su criterio, pero por lo menos para hacer la maleta me habría gustado saberlo: estaba poniéndome nerviosa por momentos, no me gusta dejar las cosas pendientes hasta el último minuto… así que el jueves, cuando ya estábamos en casa, insistí.

“Vamos a ver, Jorgito, necesito hacer la maleta YA, si no me dices dónde vamos a ir no voy a saber qué tengo que meter”

“Dame un minuto”

Al cabo de unos segundos recibí una captura de pantalla de un pronóstico del tiempo, en la que se había esmerado en tachar absolutamente todo lo que me pudiera dar pistas de a dónde nos dirigíamos. El tío tenía sus recursos, está claro. Temperaturas bastante cálidas, sin mucha oscilación térmica, y no daban lluvias. Tenía pinta de lugar de costa, pero no me atrevía a asegurarlo.

“Esto ayuda en algo. ¿Algo que tenga que meter sí o sí?”

“Bikini, toalla, tacones, plancha de pelo y maquillaje. También ropa cómoda y calzado resistente. Y el vibrador y la máscara”

Pues parecía que había acertado, pero iba a necesitar ayuda.

“Perfecto. Te dejo, que tengo mucho que preparar”

“Luego hablamos, preciosa.”

“¡¡¡MARTAAAAAAAAAAAAAAAA!!!” Grité desde mi cuarto. “¡¡VEN AQUÍ QUE TE NECESITO!!”

Marta acudió rápida.

“¿Qué pasa?”

“Mira esto” dije, tendiéndola el teléfono con la imagen en pantalla. “Necesito que me ayudes a pensar qué echar en la maleta para diez días”.

“Me encanta, nena. Por fin voy a poder criticar tu ropa a gusto”

“Ni que no lo hicieras ya…” respondí.

Fue como si le hubiera tocado la lotería. Abrió el enorme armario (esa casa estaba muy bien amueblada) de par en par y se dedicó a sacar cada puñetera prenda de ropa sobre la cama.

“Esto no… ni de coña… para que vayas hecha una monja, tienes de todo, pero para ir bien… esto tampoco… Estos pantalones ¿por qué no los tiras de una vez? ¡si te están enormes!”

Cuando terminó el atento escrutinio de toda mi vestimenta, solo se habían salvado los levis, una camisa y un body extremadamente atrevido, con un escote hasta el ombligo, que solo había utilizado una vez. Con la ropa interior había tenido más suerte, menos mal.

“Con esto no tienes para diez días. Vámonos a la capital, son las seis y hasta las diez no cierran el centro comercial”

Asentí, temblando de miedo por mi tarjeta de crédito. Cuatro horas después estábamos en casa con una falda skater, un vestidito vaquero, otro de algodón, un par de monos estampados… la broma me había salido cara. Estaba agotada, pero satisfecha, llegar a acuerdos con Marta sobre moda era un triunfo, es mucho más exagerada que yo a la hora de vestir. Pero me vino bien su ayuda, tengo que reconocerlo.

Dejé que se duchara mientras preparaba un chocolate a la taza para cada una, y al salir nos lo tomamos en el sofá. Se la notaba contenta por mí. Esta chica es un amor.

Ella se acostó, y yo hice lo propio tras ducharme, depilarme y terminar de preparar mi equipaje. Menos mal que me había sacado de compras y llevaba semejante paliza… si no, no habría conseguido pegar ojo. Pero dormí de un tirón hasta la mañana siguiente.

El viernes me levanté con energía. Me arreglé, me maquillé y me dopé con mi dosis de cafeína habitual, metí la maleta en el audi y salimos pitando hacia el trabajo, que, por suerte, fue ligero. A la salida paré a llenar el depósito y salí pitando hacia casa de Jorge.

En hora y diez estaba en su puerta. Ni siquiera me hizo pasar: fue oír el coche, meter su maleta en el maletero y quitarme el puesto de conductora, sonriendo como un niño pequeño. La verdad es que era contagioso.

Tras algunas horas de camino en las que hablamos de todo y cantamos todas las canciones del pendrive que llevo en el coche, paramos a cenar. Con el estómago lleno, no tardé en quedarme dormida dios sabe cuánto tiempo, hasta que noté que aparcábamos en alguna parte y me desperté.

“Hemos llegado, pequeña” me dijo.

Abrí los ojos como pude y miré a mi alrededor. Estábamos aparcados en un recinto junto a un edificio de cuatro plantas, que se veía un poco anticuado pero muy bien cuidado. Solo con cruzar la calle se llegaba a la playa. Era noche cerrada, no se veía un alma, pero se oía el mar. Qué tranquilidad… no me esperaba esto de alguien como Jorge.

Cogimos las maletas y le seguí. Entramos en el edificio y subimos en el ascensor, y me guio hasta un apartamento bastante grande, recién remodelado, con cocina, baño, un dormitorio doble y una sala de estar, amueblado todo con colores blanco, azul y crema. Muy relajante.

“¿Dónde estamos?” pregunté.

“Bueno, este piso es mío. Ya te dije que me he metido mucho dinero por la nariz… pero creo que nunca ha salido el tema de la cantidad de pasta que mueve el tema de la droga.”

“Joder” respondí.

“Respecto al lugar… estamos en el Mediterráneo. ¿De verdad quieres saber más?”

Decidí que daba igual. Estaba muy cansada…

“Venga, vamos a dormir. Mañana quiero hacer algunas cosas contigo, tienes que coger fuerzas, y yo estoy reventado del viaje”

Agradecida, me lavé los dientes, me quité la ropa y me metí en la cama. Jorge me abrazó y no supe nada más.

Me despertó una luz dorada que bañaba la habitación y un olor intensísimo a café.

“¡¡Venga, dormilona, que hace un día de puta madre!!” oí a Jorge gritar desde la cocina.

Me encaminé hacia allí, despeinada y en ropa interior. Él me esperaba vestido, guapísimo con una camiseta azul eléctrico y unos vaqueros claros, y con unos cuantos cruasanes de chocolate y dos tazas de café sobre la mesa.

“Venga, so vaga, vamos, desayuna. Hoy nos vamos de excursión”

Mi estado mental era curioso: medio dormida, medio alucinada. De cualquier otra persona a lo mejor no me habría sorprendido tanto, pero ¿de Jorge? ¿prepararme el desayuno? ¿y el piso este? ¿qué coño…?

Desayunamos, en mi caso con avidez, prácticamente sin hablar. Noté los ojos de Jorge clavados en el hematoma de mi brazo, que seis días después seguía teniendo un color bastante desagradable.

“Vaya ostia llevas ahí, ¿no?”

“Ya sabes… mi trabajo a veces se complica. No es nada.”

“Vaya tela” respondió meneando la cabeza.

En cuanto terminé y haciendo caso a las órdenes de Jorge, fui a vestirme mientras él fregaba lo poco que habíamos manchado en el desayuno. Escogí un mono de color crudo, estampado con florecitas muy pequeñas, que me llegaba hasta medio muslo y permitía libertad de movimientos. Marta se había empeñado en prestarme un sombrero de ala corta del mismo tono, así que decidí usarlo también. Eso, una pequeña mochila de cuero y mis botas del mismo color compusieron mi atuendo del día. Me maquillé ligeramente, me hice una trenza y en menos de lo que he tardado en contarlo, estaba preparada.

Cuarenta minutos después estábamos aparcando mi coche en una zona totalmente despoblada en lo alto de un sendero de cabras que descendía entre maleza. Jorge cogió una mochila más grande que yo no había visto, echó a andar y yo fui detrás.

El camino era bastante abrupto, había bastante maleza, pero no era del todo incómodo. La temperatura comenzaba a ascender, pero ya lo preveía: la imagen que me había pasado Jorge delataba unas temperaturas anormalmente cálidas para esa época del año, sin ser del todo calurosas.

“¿Dónde estamos yendo?”

“Joder si eres ansiosa. ¡Si lo vas a ver cuando lleguemos!”

“Ya, bueno, pero…”

“No te lo voy a decir. Aguanta un poco”

Seguimos caminando, no sé cuánta distancia ni durante cuánto tiempo, porque me negué a mirarlo en el móvil, hasta que el sendero se niveló y dio paso a una playa diminuta, con el lecho de piedra, encajonada entre dos moles de roca y con el agua más tranquila que había visto yo en mi vida en el mar.

“QUÉ PASADA” dije, con los ojos como platos.

“Mola, ¿eh?” respondió con suficiencia. “Esto no lo conocen los guiris”

Me senté en una roca y me descalcé, me quité el sombrero y las gafas de sol. Y miré hacia Jorge.

“No me he traído bañador” dije, medio dudosa.

“No te va a hacer falta” respondió. Acto seguido, se descolgó la mochila del hombro y sacó una esterilla y una toalla enorme, que extendió sobre la parte más llana de la miniplaya. “He traído bocadillos y refrescos, pensé que sería buena idea comer aquí. Ah, también te he traído tu libro electrónico y gafas de bucear”

Yo alucinaba en colorines. En serio ¿quién era este tío y qué había hecho con el gilipollas soberbio de Jorge?

Mientras intentaba armonizar las impresiones anteriores y las actuales, Jorge se desnudó en dos patadas y salió medio corriendo hacia el mar, aunque frenó en cuanto el agua le llegó por los tobillos. Me pareció gracioso, así que le imité, cogí las gafas de bucear y yo sí que corrí, sin frenar, hasta meterme de cabeza en aquellas aguas transparentes para poder salpicarle.

“¡EH! Cabrona, que está fría, no me mojes.”

“Esto no es frío, tío, si vieras cómo está la piscina de mi pueblo alucinarías”

Viendo que se iba a enfadar, nadé un poco por la cala. Nunca me había bañado desnuda, era relajante, aunque me daba un poco de mal rollo ver a los pececitos nadando a mi alrededor estando tan desprotegida. El fondo era de piedra bastante lisa, erosionada, supongo, por las corrientes. Las partes con menos movimiento estaban cubiertas de un verdín con pinta de resbaladizo.

Aquello era la puta gloria.

Mientras nadaba mirando el fondo, extasiada, oí un chapoteo detrás de mí y me giré… demasiado tarde. Jorge me hundió la cabeza bajo el agua, y salí tosiendo, segundos más tarde, con la nariz escocida del agua del mar.

“Esto, por salpicarme.” Dijo mientras me apretaba contra él y me arrastraba hacia una parte donde ambos hiciéramos pie.

El agua estaba fresca, pero él no. Notar su calor en contraste con la frescura del agua fue… interesante, mis pezones dieron rápido testimonio de ello. Y era tan transparente que pude ver cómo su polla empezaba a desperezarse… con rapidez.

“¿Te ha gustado la excursión?”

“Por ahora, mucho” dije, con sinceridad.

“A mí también. Este es un sitio al que me suelo escapar solo, cuando necesito parar.” Comenzó a deslizar su mano derecha por mi cadera y por mi bajo vientre. “Me alegro de haberte traído”

“Y yo” dije al notar sus dedos abriéndose paso entre los pliegues de mi sexo.

Me atrajo más hacia sí mientras rozaba mi clítoris con una suavidad desacostumbrada, y me besó. El agua salada aportó un sabor distinto, y noté cómo oleadas de placer se extendían por mi cuerpo.

Rodeé su polla con mi mano y comencé a devolverle el favor a la misma velocidad torturadora. Era raro, era completamente distinto a las otras veces que habíamos quedado. No era explosivo. Y me encantaba, joder, estábamos desnudos, perdidos en dios sabe qué punto del Mediterráneo, sin un solo ruido aparte de las olas, gaviotas lejanas y nuestras respiraciones acompasadas, tocándonos y disfrutando de aquella paz inusitada…

Jorge hizo el beso más profundo, pero no varió el movimiento de su mano. Ni falta que hacía. Notaba el placer alcanzar cotas cada vez mayores con cada roce suave de las yemas de sus dedos, haciéndome sentir los huesos líquidos. Qué gustito… el orgasmo me sobrevino como la erupción de un volcán hawaiano, lento, pero inexorable, encogiéndome cada músculo del cuerpo en un gozo tremendo que culminó en una sonrisa de oreja a oreja.

“Te ha gustado, ¿eh?”

“Sí” dije sin dejar de sonreír.

“Vamos a la toalla”

Echó a nadar rápidamente, con bastante estilo. Yo, mala nadadora, le seguí a braza, más tranquila.

Cuando llegué a la toalla él seguía con una erección tremenda, desenvolviendo un bocadillo. La imagen resultaba cómica. Sonreí mientras hurgaba en su mochila y encontraba varios bocadillos más y un bote de crema solar. Dado el tono de piel de ambos, decidí que la crema era prioritaria.

“Ven aquí. Te vas a quemar”

Le unté los hombros y la espalda sin entretenerme demasiado, le pasé el bote y él hizo lo mismo. Acto seguido, pasamos a atacar los bocadillos, estaba muerta de hambre.

Lomo, queso de cabra, pimientos verdes y cebolla caramelizada. Paré de engullir porque aquello era digno de saborearse.

“¿Cuándo has hecho los bocatas?” tengo el sueño ligero, me extrañaba no haberme enterado de nada.

“He pedido un glovo.” Respondió divertido. “Si llego a hacerlos yo, no habríamos salido nunca”

Tras la comida, disfrutamos del sol. Jorge es más inquieto que yo, pasó la tarde yendo y viniendo, recogiendo piedras, nadando, mientras yo leía tirada en la toalla y le miraba de vez en cuando. Estaba relajada, y esa era una sensación desconocida para mí con aquella compañía. De hecho, me estaba extrañando bastante que no se hubiera tirado sobre mí en cuanto acabamos de comer, pero conociéndole, seguro que tenía otros planes en la cabeza. Si algo tengo claro es que no suele dejar las cosas al azar.

El sol comenzó a bajar y Jorge se acercó.

“Deberíamos irnos. Vístete, te toca conducir”

Le hice caso y volvimos al apartamento.