5. El amante de la Domina. Roma Perversum

Luego de llevar por primera vez a la Domina al éxtasis, el esclavo bárbaro se enfrentará al mayor de los desafíos: asistir a un banquete en el palacio del Emperador, el corazón de los vicios. "Receperint Romam perversum" (Bienvenidos a la Roma perversa)

CAPÍTULO 5

RECEPERINT ROMAM PERVERSUM

Esa noche no pudo dormir. Luego de su estreno en la cama de la Domina, fue llevado inmediatamente a su cuarto. Diana aún yacía sobre las sábanas, jadeante e incapaz de levantarse o dar alguna orden. Zenobia fue quien dispuso que el muchacho fuera retirado de inmediato y que se presentara un equipo de esclavas para atender a la señora.

En la oscuridad, Wolfgang reflexionaba. Era la primera vez que hacía el amor con una mujer, a pesar de las diversas experiencias que acompañaron su entrenamiento con Sieglind. Al principio, cuando Diana lo invitó a sentarse en el banquete, se dejó dominar por el rencor y se mostró agresivo y desafiante. Si la Domina no hubiese decidido someterlo sobre su cama, se habría ganado una paliza. Y probablemente estaría muerto o vendido a quién sabe quién, de no haberla tomado como lo hizo.

¿En qué estaba pensando? El bárbaro se desconocía. Había gozado de forma indescriptible cuando Diana decidió cabalgarlo. Ella lo hizo de forma ruin, humillándolo y obligándolo a aceptar su papel como esclavo y simple objeto de su propiedad. Aún así, el placer fue sublime. De solo recordarla meciéndose sobre su sexo, volvía a sentir la sangre llenando las venas de su verga. Pero luego… Ni siquiera lo pensó. No hubo un razonamiento o una reflexión que lo impulsara a hacer lo que hizo. Simplemente sucedió, como si una fuerza incontrolable lo empujara a tomar a esa mujer de aquella forma. ¿Por qué lo hizo? La Domina pudo ordenar perfectamente que le cortaran la garganta fácilmente.

Y lo que le dijo al oído… ¿Acaso Loki oyó su plegaria y se había apoderado de su cuerpo? ¿A eso se refería Sieglind, cuando lo aconsejó?

No sabía qué esperar. La Domina quizás se enfureció por la forma como se arrojó sobre ella. Tal vez por la mañana decidiera azotarlo o venderlo. Nunca se sabía cómo reaccionaría aquella mujer. Lo había visto golpeando a las esclavas por nada. No lograba comprenderla y aún así, provocaba que la deseara más y más.

Cerró los ojos, recordando las sensaciones que le provocó su cuerpo, mientras la penetraba como un sátiro: los poderosos músculos del esfínter estrangulando su verga, la piel sudorosa de sus nalgas perfectas, el quiebre de la cintura, su cabello negro y alborotado, sus gemidos de hembra en celo…

Se llevó una mano a los genitales y comenzó a acariciar nuevamente su sexo erecto.

Los esclavos de la casa Vespia despertaron agitados. Los chismes corrían de boca en boca, comentando por lo bajo que el muchacho bárbaro había destrozado el culo de la Domina, dejándola en tal estado de sopor orgásmico, que fue incapaz de levantarse de la cama. Helios y Akeem se encargaron de hacer las narraciones más sabrosas. Las esclavas los rodeaban, riendo con malicia y dándose codazos. Illithia escuchaba con los brazos cruzados.

-       Ojalá no se canse pronto de él, como sucede con los niños mimados y sus juguetes preferidos – Comentó con cierto desdén.

Cuando Wolfgang apareció en la cocina para desayunar, todas las mujeres lo observaron con sumo interés.

-       ¿Cómo durmió nuestro semental del Rhin? – Bromeó Akeem, dándole palmadas en el hombro.

El muchacho no respondió, pero sintió que sus mejillas ardían. Comió su cuenco de polenta en silencio y con los ojos bajos, a pesar de las chanzas y comentarios subidos de tono que resonaron durante todo el desayuno. Al terminar, recogió su plato y se puso de pie. Helios se lo arrebató de las manos.

-       No, por favor… No te desgastes con esto, Febo – Señaló con una sonrisa irónica – Conserva tus energías para esta noche…

Wolfgang lo miró fijamente y salió de la cocina. Para su desgracia, ya era capaz de comprender todas las conversaciones y no tenía ganas de hablar de lo sucedido con nadie.

No exageraban. Diana no se levantó a la mañana siguiente. Estaba tan impactada por la intensa experiencia sexual de la noche anterior, que despidió a sus esclavas y permaneció tendida entre sus sábanas de seda, pensando. Zenobia le llevó algo de comer. Depositó una bandeja sobre la misma mesa que Wolfgang había desbaratado. Esperó en silencio. Su ama permanecía con la mirada suspendida en algún lugar de la habitación, ausente.

-       He traído vuestras frutas favoritas y las aceitunas griegas que os gustan – Anunció la jefa de las esclavas – ¿Tomaréis vuestro baño con hojas de camomila?

La Domina no respondió. Zenobia esperó, cautelosamente.

-       Si preferís, retiraré vuestra comida y regresaré más tarde – Indicó, acercándose a la mesa.

Diana volteó hacia ella.

-       Zenobia, ¿Crees que es posible descubrir el placer verdadero luego de veinte años de practicar el sexo? – Preguntó de pronto.

-        No lo sé, mi señora…

-       Ese muchacho bárbaro… Febo – Comenzó, con la vista nuevamente al frente – Lo compré porque era hermoso. Es cierto que estaba sucio, como un animal salvaje; pero siempre me intrigaron los bárbaros. Y había algo realmente bello en ese chico que miraba alrededor con tanto odio. Había otros adolescentes germanos como él a la venta, pero era el único que se veía insolente. ¿Son humanos? ¿Los dioses les dieron raciocinio, como a nosotros? ¿Sentirán de igual forma? O solo son esas bestias que pelean en medio de gritos y hachazos, como contaba mi padre…

-       No lo sé, Domina…

Volvió a mirar a su leal jefa de las esclavas.

-       Pero lo viste anoche – Replicó la señora – Antes se comportó de forma arrogante. ¡Es un atrevido y responde con ingenio! – Sonrió – Me odia y me desea al mismo tiempo, eso puedo verlo. Pero luego… Cuando se arrojó sobre mí y me penetró… Zenobia, no estaba preparada para eso. Sabía que podría disfrutar del cuerpo de ese muchacho germano, pero de pronto, ese mismo salvaje, ese bruto del norte del Rhin, es el único hombre que ha logrado satisfacerme por completo. ¡Y es casi un mocoso! Creí que moriría de placer con su falo en mis entrañas…

-       Entonces debéis sentiros complacida, Domina. Lo que os prometió aquella meretriz, bien valió lo que pagasteis – Concluyó Zenobia.

-       Es más que eso, Zenobia… He dormido con muchos hombres, empezando por el inútil de Gneo Marcio. He cometido toda clase de actos y has sido testigo de ellos. He sentido placer, he disfrutado de esos cuerpos, tanto de hombres como de mujeres… Pero nunca, jamás, creí que divisaría mi propia muerte en medio de un orgasmo – Reflexionó Diana, algo inquieta.

-       En ese caso, debéis alegraros. El objeto de vuestro goce vive en esta casa. Os pertenece y cumplirá lo que le ordenéis…

-       ¿Y si solo soy capaz de conseguir ese placer extraordinario con ese muchacho únicamente? – Preguntó, clavándole los ojos – ¿Y si ya no soy capaz de sentirme satisfecha con nada que no lo incluya?

Zenobia se acercó y se sentó en el borde de la cama.

-       Domina – Replicó, suavemente – Vos sois Diana Marcia Vespia, la más hermosa de todas. Os desean todos los hombres y estarán dispuestos a complaceros como vos lo deseéis…

-       Ya no soy una muchacha, Zenobia. Sabes bien que ya cumplí los treinta y cinco. Sabina podría convertirme en abuela cualquier día de estos – Se lamentó, recostándose nuevamente entre sus cojines.

-       Eso no importa. Seguís siendo la belleza de Roma que vuelve locos a los hombres. ¿Vais a perturbar vuestra mente por un mocoso que cambió la voz hace dos o tres veranos? – Tomó las manos de su ama – Gozad del cuerpo de ese bárbaro como gustéis, pero no olvidéis quién sois. Y por supuesto, no dejéis de hacer vuestra vida por pensamientos sin sentido.

Diana escuchó a su confidente y pidió la bandeja de frutas. Se levantó, como siempre, y salió al jardín. A pesar de que Wolfgang se mantuvo expectante durante todo el día, la Domina no requirió de su presencia ni esa, ni ninguna de las siguientes noches de la semana.

Las esclavas preparaban un vestido dorado y bordado con hilos de plata. La seda para su confección había llegado desde los confines de oriente, por medio de caravanas que arriesgaban la vida cruzando desiertos y pasos montañosos plagados de bandidos. Gneo Marcio Vespio compró un cargamento y lo envió a Roma, directamente desde Judea, únicamente para complacer los caprichos de su esposa. Séneca, el antiguo maestro del Emperador, había pregonado en contra de la inmoralidad y decadencia de las sedas, pues transparentaba vergonzosamente el cuerpo de las mujeres, incluso de las casadas. Pero aquello le importaba muy poco a Diana Marcia Vespia. Disfrutaría del placer de usar aquella tela flexible y brillante, aunque solo fuera para indignar al viejo filósofo.

-       Un hipócrita – Comentó a Marco Sempronio Glauco, una tarde en que el hombre la visitó – Pregona moralidad y paga para llevarse a Capri a prostitutas de lujo. Oí que ofreció una gran cantidad de caballos de pura sangre a Petronio, únicamente para comprar a una esclava por la que sentía lujuria.

-       Pero es una de las mentes más sabias del Palatino, querida Diana – Discutía el hombre, reclinado a su lado.

Diana conoció a Marco cuando él había cumplido los diecisiete años y ella, recién casada, aún no llegaba a los quince. Jamás se lo comentó, pero se trataba de uno de los posibles padres de su hija Sabina. Llevaban muchos años manteniendo una relación extraña, basada en la amistad y el sexo clandestino, sin sentimentalismos. Sempronio Glauco era el único hijo de la hermana mayor de Gneo Marcio y en muchos aspectos, se trataba de un hombre que representaba los ideales romanos: un político inteligente, refinado, inmensamente rico y notablemente atractivo.

El vestido de seda dorado descansaba sobre la cama de Diana para ser usado aquella noche, en un banquete que ofrecía el Emperador en el propio Palatino. Glauco se había adelantado para buscar a la Domina Vespia y asistir juntos al evento. Ambos bebían junto a la fuente del jardín, acompañados por la silenciosa Zenobia.

-       ¿Te quedarás junto a mí cuando comience la orgía? – Pidió Marco, besando los nudillos de la dama.

-       He oído que te has aficionado a fornicar con Livia Publia Severa al final de las fiestas – Replicó ella, retirando la mano y recogiendo una copa – Has caído bajo, querido Marco.

-       ¡Una vez! – Él se incorporó, riendo – Seguro Marcela o Calpurnia trajeron los chismes a tus oídos. ¡Quiénes más!

-       ¿Entonces es cierto?

-       ¡Ya sabes cómo son las orgías! – Discutió Marco, echándose una aceituna a la boca – E incluso tus propias amigas, finas y casadas, se revolcaron con dos de tus robustos esclavos. ¿Cuál es el problema?

-       Ninguno…

-       ¿Ya ves? … Entonces, preciosa Diana Marcia – Volvió a inclinarse hacia ella – ¿Llevarás a alguno de tus esclavos al banquete? ¿O esclava…? Esa bonita, puede ser, la que tiene tetas como de diosa babilónica…

-       Solo a mis guardias, Zenobia y un esclavo en particular – Anunció serenamente – …A Febo.

-       ¿Estás hablando de ese esclavo rubio que causó el escándalo en tu fiesta y casi le voló la nariz a Lucio Quinto Estrabón? ¿¿Estás loca??

-       El mismo – Afirmó la dama – ¿Hay algún problema con eso?

-       ¡Pero Estrabón también irá al banquete! – Advirtió Glauco.

-       ¿Y qué? Seguramente estará buscando muchachos egipcios para penetrar con su triste y reseco falo. Febo estará conmigo y no permitiré que ponga sus dedos grasientos sobre su cuerpo – Sostuvo la Domina, con firmeza.

-       Diana, no provoques a Estrabón. Es un tipo de cuidado y realmente se sintió traicionado cuando te negaste a ejecutar al bárbaro por su ataque – Anotó Marco – Lo he oído comentando el hecho y diciendo que te arrancará al muchacho como sea, solo para despellejarlo vivo mientras le hunde el falo hasta las entrañas. Con esas palabras…

-       Lo único que podría despellejar son los jabalíes trufados que se traga por montones… ¡Cerdo despreciable! – Replicó Diana – Y seré yo quien le arranque esa mísera verga, antes de que se atreva a acercarse a Febo…

Marco Sempronio Glauco contempló unos segundos a la Domina de la casa Vespia. La conocía bien y la suficiente cantidad de años como para que sus palabras le llamaran la atención.

-       Sé que te permites jugar a veces con tus esclavos – Señaló él – Lo sé y también lo hago. De vez en cuando elijo a una de las mías para llevarme a la cama. Es bueno para la salud, según mi galeno. Pero jamás te había visto tan empecinada con alguno en particular. ¿Qué hizo ese cachorrito germano como para llamar tu atención? ¿Fue por la golpiza que le dio a Quinto Estrabón? ¿…O fue ese falo memorable que exhibió durante la dramatización?

Sonreía irónicamente.

-       Nada en particular. Solo no soporto que Quinto se sienta con algún derecho sobre mi casa y mis sirvientes – Replicó ella, evitando mirarlo a los ojos.

-       ¿Y yo, tengo algún derecho sobre tu casa y su Domina? – Preguntó Marco.

Había deslizado la mano bajo los pliegues del peplo de Diana, recorriendo la piel de la pantorrilla y los muslos. Ella lo miró a los ojos, sin acusar interés. El hombre levantó la tela del vestido y hundió el rostro entre las piernas de la dama, pues sabía que no encontraría prendas interiores. Mordió el monte de Venus y bajó, buscando el clítoris con una lengua impertinente. Diana se reclinó, cerrando los ojos, pero unos instantes después los abrió. Sostuvo la cabeza de Marco por sobre el vestido.

-       Basta, por favor – Cortó ella – Debo prepararme para el banquete…

Glauco levantó el peplo, saliendo de su guarida.

-       No nos tomará mucho tiempo – Protestó él, volviendo a alzar la tela.

-       ¡Dije que no quería hacerlo, Marco! – Reiteró la dama, procurando suavizar su tono – Dejemos bríos para esta noche.

-       Jamás te ha faltado bríos a cualquier hora del día – Discutió él.

-       Pero hoy esos son mis deseos – Concluyó la Domina, poniéndose de pie.

-       …O la falta de ellos – Replicó Glauco.

Diana lo miró a los ojos durante unos segundos.

-       Si te sobra paciencia para esperar mientras me preparo para el banquete del Palatino, puedes hacerlo en el salón principal o pedir que alguna de mis esclavas te dé un masaje con aceites perfumados en el unctuarium – Ofreció Diana – Ordenaré que envíen a Illithia. Desnuda, si lo prefieres…

-       Suena agradable – Concedió Glauco.

-       Que así sea, entonces. Haré los arreglos.

La Domina salió del salón. Antes de que la jefa de las esclavas siguiera a su ama, Marco Sempronio la detuvo.

-       Zenobia, quiero preguntarte algo…

-       Lo que gustéis, Domino – Respondió la esclava, con los ojos bajos.

-       Ese bárbaro, el germano adolescente que golpeó a Quinto Estrabón el día del banquete… ¿Ha estado en la cama de tu señora? – Preguntó Glauco, directamente.

La jefa de las esclavas dudó unos instantes.

-       Eso es algo que podéis preguntarle a mi Domina – Respondió escuetamente la mujer.

Dicho esto, se inclinó respetuosamente antes de retirarse del salón. Marco Sempronio Glauco se cruzó de brazos, sonriendo de lado.

Ya tenía su respuesta.

Cuando le informaron a Wolfgang que acompañaría a la Domina a un banquete esa misma noche, el corazón comenzó a latirle con fuerza. No había salido de la casa Vespia ni pisado las calles de Roma desde que lo trajeron del mercado de esclavos, muchos meses atrás. Aunque resultara tentador, cualquier intención de escape sería un suicidio, dada la constante vigilancia y su desconocimiento de los rincones de la ciudad. Además, no era estúpido y sabía que el norte del río Rhin quedaba a cientos, quizás miles de kilómetros de distancia. No llegaría vivo como un esclavo prófugo, sin salvoconductos, provisiones o algún caballo. Aún así, de algún modo le alegraba respirar un poco de aire fuera de los muros de aquella Domus, aunque fuese en las estrechas y malolientes calles de la ciudad.

Ya familiarizado con ciertos hábitos, se preparó para el baño caliente. Fue al unctuarium a buscar algunas toallas de algodón, pero algo lo detuvo de golpe. Retrocedió, ubicándose a un costado del umbral de la puerta. Dentro de la habitación, y sobre uno de los divanes, Illithia montaba al romano que visitaba la casa. Wolfgang se asomó levemente para contemplar la escena.

Marco Sempronio Glauco permanecía sentado y sujetaba a la esclava griega sobre sus rodillas, completamente desnuda. La muchacha le daba la espalda al hombre, manteniendo las piernas abiertas, mientras él la penetraba cadenciosamente. Las manos del romano acariciaban los pechos abundantes, concentrándose en los pezones, mientras ella subía y bajaba sobre el falo que se curvaba para hundirse una y otra vez en su carne. Parecía que Marco deslizaba el cuerpo de la chica a lo largo de su bálano, cuya uretra inflamada por la excitación frotaba el clítoris una y otra vez. Los testículos, perfectamente depilados, brillaban, empapados por los jugos que la vagina escurría generosamente.

Los amantes gemían al unísono, casi de forma perezosa. Wolfgang los observó en silencio, sintiendo la garganta seca y el sexo tenso.

-       Sé que estás ahí… – Dijo Illithia de pronto, entre jadeos.

El muchacho se sobresaltó. Escapó rápidamente por el pasillo.

-       ¿Quién era? – Preguntó Sempronio Glauco, luego de un profundo gemido.

-       Febo… El germano…

Los dedos de la mano derecha de Marco bajaron ahora hasta el clítoris. Comenzaron a pulsarlo, como si tañeran delicadamente una cítara.

-       ¿Ese bárbaro está enamorado de ti en secreto? – Preguntó él, frotando con más fuerza. Illithia dio un breve grito – ¿Te visita en tu cama?

La conversación sucedía en medio de jadeos, el sonido de los cuerpos húmedos apareándose y el aroma penetrante a sexo.

-       La Domina no lo permite… – Replicó ella, ondulando con sus caderas.

Sempronio sonrió, con los ojos cerrados.

-       ¿Diana no permite que sus esclavos forniquen? – Ahora se levantó y obligó a Illithia a apoyarse con rodillas y manos en el diván, mientras continuó con la penetración, dando embestidas cortas y profundas – Tu ama tiene bastantes reglas moralistas en esta casa…

Las tetas de Illithia se balanceaban pesadamente con cada golpe del cuerpo de Marco.

-       Mi señora… Lo quiere para ella… – Respondió la griega, con los ojos entornados.

-       ¿Y él ya la ha penetrado? – Preguntó el romano.

Illithia comenzó a gemir más alto y cada vez más rápido. Sus caderas serpenteaban, al mismo tiempo que Marco Sempronio inyectaba una buena cantidad de semen en la profundidad vaginal. Luego de la eyaculación, el hombre se reclinó en el diván, para recuperar el aliento. Illithia se incorporó, recogiendo su peplo.

-       Te hice una pregunta – Insistió Glauco, aún jadeante – ¿El bárbaro ya ha penetrado a Diana?

La chica dudó. No sabía si era prudente darle tanta información a aquel noble. Después de todo, era cercano a la señora de la casa.

-       Tranquila, no le diré nada que te perjudique – La calmó el hombre, acariciando un muslo de Illithia – Solo se trata de curiosidad.

-       Ocurrió hace casi dos semanas – Soltó Illithia – La Domina estaba furiosa

-       ¿Y eso por qué?

-       Mi señora pagó mucho dinero a una famosa prostituta para que adiestrara a Febo. Su nombre era Nidia.

-       ¿Adiestrarlo en qué? – Preguntó el romano.

-       En las artes de la cama – Respondió Illithia – La señora quiere que Febo le dé placer. Esa es su función. Pero el germano estalló antes de tiempo, mientras ella lo montaba, y la Domina enloqueció de ira. Amenazó con azotarlo y si sobrevivía, con venderlo al día siguiente.

-       Pero veo que el bárbaro sigue ahí – Observó Glauco – ¿Diana lo perdonó?

-       Cuando la Domina pronunció su amenaza – Continuó la muchacha griega – Febo se lanzó sobre ella y la penetró por detrás. Los que estaban allí contaron que mi señora se retorcía como la mejor de las rameras que se ofrecen en el Foro. ¡Gritaba! – Sonrió – Y que cuando terminó, cayó de boca sobre la cama, salpicada por la leche del germano. No se levantó hasta la tarde siguiente. Todos dicen que fue tanto el placer que sintió, que no pudo recuperar sus fuerzas hasta muchas horas después.

Marco Sempronio Glauco la observó con el ceño fruncido.

-       ¿Me vas a decir que ese mocoso salvaje de los bosques del Rhin hizo que Diana Marcia Vespia gritara como una puta y que eso es lo que ella buscaba? – Planteó, incrédulo.

-       Así es, mi señor. Todos en la casa pudimos oírla.

-       Vi el falo del muchacho. Por los dioses, admito que era impresionante… – Comentó Glauco.

-       ¡Lo es! – Corroboró Illithia, con una risita pícara.

-       Pero una verga como la de Príapo no es suficiente para enloquecer a una mujer como Diana. Ella busca placeres más refinados – Opinó.

-       Al parecer, mi señora cree otra cosa – Rebatió Illithia, vistiéndose nuevamente – ¿Tomaréis un baño, Domine? Puedo indicar que os atiendan…

Glauco alzó una ceja, pensando.

-       Sí. Envía a unas cuantas esclavas. Me gustan las hojas de menta en el agua… ¡Ah! ¡Illithia! – Llamó Marco. La esclava se volvió – Llama a Otón, mi esclavo personal. Dile que debe llevar un mensaje.

Aún era de día cuando Diana Marcia Vespia y Marco Sempronio Glauco partieron rumbo a la Domus Transitoria , como llamaban al palacio del Emperador. Cada cual traía su litera, custodiados por sus respectivos guardias y los esclavos pedisequi , que acompañaban a sus señores a pie. El séquito incluía a Wolfgang.

A pesar de ser un simple esclavo, el bárbaro iba vestido para la ocasión, con una túnica clara con pliegues estratégicamente arreglados, sandalias de cuero fino y brazaletes orientales en los antebrazos. Cualquiera que lo viese en la calle lo tomaría por un joven patricio, aunque sus rasgos nórdicos podrían delatarlo. Llevaba, además, el medallón al cuello que indicaba: “Tene me ne fugia et revoca me dominum meum Vespium in Carinis” (Retenedme para que no escape, y devolvedme a mi dueño, Vespio, en el barrio de las Carenas).

Wolfgang abría los ojos, aturdido por tantos estímulos. Un gentío monumental se movía por las calles estrechas: vendedores, soldados, esclavos, niños sucios que corrían entre los puestos del mercado, comerciantes de todas las razas y hablando todas las lenguas posibles. Había multitud de colores, aromas, hedores, sonidos y apariencias. El palanquín de Diana Marcia Vespia apenas avanzaba con su cortejo entre la multitud. El germano se detuvo varias veces, embelesado con algún malabarista de esquina, con la profusión de telas en los puestos y la cantidad de abalorios y chucherías que se intercambiaban entre gritos de vendedores y cacareos de gallinas en oferta. Tres muchachas que compraban joyas de latón y piedras de río se volvieron para mirarlo. Le sonrieron coquetamente.

-       ¡Camina, bárbaro! – Gruñía Helios, de tanto en tanto, mientras le daba empujones.

Diana observaba discretamente al esclavo Febo detrás del cortinaje semitransparente de su litera. Unos metros más atrás, y desde su propio palanquín, Marco Sempronio Glauco también vigilaba.

Avanzaron por algunas clivus , las calles empinadas, hasta encontrarse con la Vía Sacra que recorría el Foro. Wolfgang levantó la cabeza para admirar las enormes columnas de los edificios gubernamentales. Sorprendido, contempló el perfecto empedrado bajo sus pies y la majestuosidad de la Rostra , en donde los políticos solían dirigirse al pueblo.

Se sentía impactado, no podía evitarlo. Jamás pensó que los humanos fueran capaces de construir algo semejante. Habituado a vivir en una aldea de una sola callejuela, con cabañas construidas de barro, paja y madera; no concebía hasta ese momento la grandiosidad de la piedra a una escala tan brutal. En su mundo, el bosque era lo majestuoso. En el mundo romano, la ciudad era la que dominaba a la naturaleza de una forma abrumadora.

Desde su litera, Diana sonrió enternecida al contemplar a Wolfgang girando con la boca abierta, intimidado por las altas columnas del templo de Cástor y Pólux.

-       Es un animalito curioso – Comentó a Zenobia, la única esclava autorizada para compartir su litera – Lleva demasiado tiempo encerrado en mi ínsula.

-       Como debe ser, Domina – Replicó su confidente – Cuando se suelta la cadena de un animal, huye o ataca.

Se acercaban al palacio del Emperador, la imponente Domus Transitoria , el imponente palacio de Nerón, emplazado entre dos de las siete colinas. Ejércitos de guardias se movían, recibiendo y guiando a los invitados. Las literas desfilaban una tras otra, dejando en la puerta a los más encumbrados patricios de la ciudad. Wolfgang estaba en el centro de Roma; y Roma, era el centro del mundo. Atontado por el esplendor de los trajes de los recién llegados y la majestuosidad del edificio, el muchacho debió ser reprendido varias veces por Helios.

Al llegar a la puerta principal, Marco Sempronio descendió de su palanquín y rápidamente se ubicó frente al de Diana. Extendió la mano para ayudarla a salir. Cuando emergió, todos los presentes voltearon a mirarla. Zenobia no exageraba. No existía un banquete en donde Diana no cortara respiraciones o causara erecciones masivas. Soberbia, subió con gracia las escalinatas de mármol para ingresar al palacio.

-       Debemos seguirla, rápido – Ordenó Helios, dándole a Wolfgang un pequeño golpe de puño en la espalda.

Los invitados ingresaban lentamente, en medio del bullicio de las conversaciones y la música que parecía provenir de todos lados. Una hermosa mujer, elegantemente ataviada, interceptó a Diana. La seguía una corte de sirvientas vestidas a la usanza egipcia.

-       Salud, Domina Diana Marcia de los Vespios – Pronunció la mujer, inclinándose – Sed bienvenida a la Domus Transitoria . La divina emperatriz os espera en sus aposentos, antes del banquete.

-       Entonces iremos con la divina Popea – Señaló Diana, agitando un abanico de plumas tornasoladas.

-       ¿Ella es mujer del César? – Preguntó Wolfgang a Helios, en voz baja. Estaba impresionado por el brillo de su atuendo.

-       Es Actea, idiota. La antigua amante del emperador. No vuelvas a decir eso o la emperatriz ordenará que nos corten la cabeza – Advirtió el guardia griego con un gruñido.

De modo que el César mantenía en su casa a su esposa y a su antigua amante. El bárbaro trató de imaginar la cara de su madre, al momento de oír a su padre sugiriendo semejante arreglo de convivencia. El bárbaro sonrió.

Marco Sempronio Glauco se acercó al oído de Diana, antes de que partiera a las habitaciones de la Emperatriz.

-       Cuidado con lo que desea Popea, querida. Jamás llama a nadie por nada – Susurró.

-       Somos amigas… – Rebatió Diana.

Glauco lanzó una breve carcajada.

-       Popea no tiene amigas…

La Emperatriz había jugado un papel importante en la designación de Gneo Marcio como tribuno en Judea. Claro que era su amiga…

Zenobia y Wolfgang siguieron a su ama por los pasillos de mármol policromado. Por entre las columnas se contemplaban jardines aún más grandes que los de la familia Vespia. Al centro, el famoso Ninfeo: la famosa fuente con esculturas que representaban a ninfas que danzaban entre surtidores.

Wolfgang bajó la cabeza.

-       ¿Cómo podríamos ganarle a un pueblo que hace estas cosas? – Pensó, mientras avanzaba.

Actea descorrió el cortinaje de seda.

-       Mi camino concluye aquí – Señaló la antigua amante de Nerón, cabizbaja – La emperatriz os espera.

Diana entró, sin darle siquiera una mirada de despedida.

La habitación estaba repleta de objetos dorados y resplandecientes. Por todos lados brillaba la seda, la plata y los espejos pulidos. En medio del aposento y descansando sobre un enorme diván, se encontraba Popea Augusta Sabina, la hermosa emperatriz por la que Nerón había asesinado a su propia madre, para convertirla en reina. Tenía un rostro pálido de ojos grandes y labios carnosos, pintados de granate. Llevaba un peinado exageradamente alto y cubierto con polvos de oro y piedras preciosas. Traía joyas en su cuello, brazos y en cada dedo de las manos que sostenían las cadenas de dos chitas jóvenes que reposaban a sus pies. Bajo el vestido de seda púrpura, se adivinaba un cuerpo magnífico.

Wolfgang comprendió que Diana competía con la belleza de aquella mujer, por lo que seguramente sería muy cuidadosa en su trato, para no incitar rivalidades.

La Domina de la casa Vespia se inclinó levemente.

-       Divina Popea, los dioses te premian con salud y hermosura, como siempre – Saludó Diana, con un tono que Wolfgang jamás le había oído.

La Emperatriz alargó la mano hacia la Domina Vespia.

-       Deja las formalidades, Diana querida. ¡Somos amigas! Me complace verte una vez más en mi casa. Ven. Siéntate un momento junto a mí, antes de que empiece el banquete…

La Augusta señaló una silla etrusca a un lado de su diván. Diana se sentó con algo de tensión, por la peligrosa proximidad de los felinos de la Emperatriz.

-       Dime, querida. ¿Has traído al esclavo que golpeó a Lucio Quinto Estrabón? – Disparó la divina reina de Roma con una sonrisa pícara – Dicen que era bello como Adonis y dotado, como Príapo.

Los músculos del rostro de Diana se congelaron. Lentamente dibujó una forzada sonrisa.

-       Sí, me acompaña hoy…

La Emperatriz se incorporó un poco para observar a los acompañantes de la domina Vespia. Adivinó enseguida y dio a Wolfgang una mirada de pies a cabeza.

-       Muchacho – Ordenó la divina, sin esperar la autorización de Diana – Acércate…

Wolfgang volteó hacia su ama. La Domina asintió con suavidad, aunque apretaba los puños. El bárbaro avanzó lentamente hacia la Emperatriz. Tenía los ojos marrones y de un brillo extraordinario. En su rostro había arrogancia y una malicia que no había percibido de igual forma en los gestos de Diana. El muchacho bárbaro comprendió que se trataba de una mujer aún más poderosa que su Domina.

-       Me enteré que ofrecieron medio millón de sextercios por ti – Comentó alegremente – ¿Los vales?

-       No lo sé, Domina – Respondió Wolfgang con su duro acento germano.

-       “Divina Augusta”. Tu Domina soy yo – Corrigió Diana.

-       Divina… Augusta…

Uno de los chitas gruñó, sobresaltando al muchacho. Popea sonrió, como si el asunto le resultara enternecedor.

-       ¿Por qué no me muestras lo que enloqueció a nuestro querido Lucio Estrabón? – Pidió, acariciando la cabeza del felino – Se habló de tus virtudes en varios banquetes… ¿De verdad eres el dorado dios Febo, hecho hombre?

Wolfgang giró hacia Diana. Los ojos de la dama se habían vuelto fríos. El muchacho comprendió que la situación no le parecía nada agradable. Ahora le tocaba a ella sentirse incómoda. El germano disimuló una sonrisa.

Se arrancó la túnica de un tirón, así como el subligar que oficiaba de ropa interior. El pene estaba en reposo y aún así resultaba impresionante. La divina alargó la mano para examinarlo, como quien revisa una fruta antes de comprarla.

-       Hermoso, realmente – Opinó la Emperatriz – E imagino que debe ser una delicia contemplar cómo se llena de sangre.

Sopesaba los testículos. La verga comenzaba a reaccionar. Wolfgang, inevitablemente, volteó para mirar a Diana.

-       ¡Mira, qué exquisitez! – Exclamó Popea, manipulando el órgano con cuidado – Ahora entiendo por qué Estrabón se descontroló de esa forma. E imagino que sabes usarlo bien…

La Emperatriz giró hacia la Domina.

-       Diana, debes darme los datos que manejas al momento de comprar a tus esclavos. Últimamente me han traído solo despojos… A excepción de un par de muchachos de Creta y una chica de Galia, que parece hija de Neptuno. Actea es una idiota y no hace bien su trabajo – Se quejó la mujer de Nerón – Había oído que los germanos eran realmente hermosos debajo de esa inmundicia que les gusta tanto. Y no eran vanas palabras…

-       Cuando gustes puedo ayudarte con la compra de tus esclavos. Conozco a los mejores proveedores – Replicó Diana, haciendo un gesto a Wolfgang para que volviera a vestirse.

-       O también puedes invitarme una tarde a tu casa. Disfruto de tu compañía y de tu piscina con mosaicos marinos. Y por lo que veo, tu domus se ha vuelto muy interesante – Giró hacia el muchacho, que había recogido su túnica – No te vistas, Febo. Tengo una idea mejor – Se volvió hacia la Domina, nuevamente – Imagino que no tendrás ninguna objeción si tu esclavo me acompaña hoy, ¿Verdad?

Diana la miró fijamente a los ojos y luego los clavó en Wolfgang. Respiró hondo antes de hablar.

-       Ninguna, divina Augusta.

-       No te preocupes, querida. Te lo devolveré sin ningún daño – Replicó alegremente.

La Emperatriz dio una palmada y varias esclavas se presentaron en el acto.

-       Preparen al bárbaro y traigan la cadena de oro. Ya saben qué hacer – Ordenó.

Wolfgang desapareció con las sirvientas detrás de un pesado cortinaje. La Emperatriz se incorporó, aferró las cadenas que sujetaban a sus mascotas y sonrió, satisfecha.

-       Es hora del banquete. El emperador espera a sus invitados. Me uniré a ustedes dentro de poco – Anunció.

Salió de la habitación. Zenobia se acercó a su Domina y le aferró el brazo.

-       No pasará nada – Trató de apaciguarla.

-       Por supuesto que no – Corroboró Diana.

Pero había furia y zozobra en sus ojos.

Caían pétalos de rosas entre las columnas de pórfido y las pilastras de mármol policromado. El ejército de invitados aguardaba en el enorme Triclinio del Palacio, junto a las mesas repletas de copas y jarrones de oro, rebosantes de vino de Salerno. Diana se abanicaba en compañía de Marco Sempronio. No sonreía. A cierta distancia, un hombre la observaba atentamente. Era Lucio Quinto Estrabón. Diana lo saludó con una leve inclinación de su cabeza. Él le respondió. La Domina notó que el puente de su nariz estaba levemente torcido.

-       Regresaste cabizbaja de tu entrevista con la Emperatriz – Comentó Glauco – ¿Ocurrió algo malo entre tu “amiga” y tú?

-       Nada malo. ¿Qué podría ocurrir? – Respondió la dama, apartando los ojos de Quinto Estrabón.

-       No lo sé, lo digo por tu gesto… – Marco miró a su alrededor – Vi a Zenobia entre las columnas. ¿Qué pasó con tu cachorro germano?

-       No está aquí…

-       Ya veo…

El bullicio de las charlas se detuvo cuando las trompetas sonaron con la fanfarria que anunciaba la entrada del amo del Imperio. Todos los invitados se inclinaron ante la llegada de Nerón Claudio César Augusto Germánico, el divino Emperador, azote de los partos y – según su opinión – el artista más sublime que había nacido bajo los cielos de Roma. Se trataba de un hombre joven que aún no llegaba a los treinta, de ensortijado pelo castaño y la característica barba cobriza de los Claudios creciendo alrededor de su rostro.

Alguna vez, cuando asumió el trono en su adolescencia, Nerón fue un joven atlético. Años de banquetes, alcohol y vicios habían convertido a un muchacho fresco y apuesto en un hombre decadente y tendiente a la obesidad. Su cabeza llevaba una corona de oro con la forma de hojas de olivo y su traje emulaba el atuendo de algún gobernante oriental: sedas de colores chillones y profusión de hilos de oro y plata. Lo acompañaban algunos nobles e intelectuales como Séneca y Petronio. Detrás de él, Tigelino, el comandante de la Guardia Pretoriana, sus guardaespaldas imperiales.

El emperador se dejó caer pesadamente en su diván. Luego de los saludos, comenzó la música y los invitados se sentaron.

-       No veo a Popea – Observó Marco Sempronio, venenosamente.

Diana no respondió.

Una nueva fanfarria anunció la llegada de la segunda en importancia en la Domus Transitoria .

-       ¡LA DIVINA EMPERATRIZ, POPEA AUGUSTA SABINA! – Anunció el nomenclator

Diana levantó los ojos. En ese momento, la bella esposa del Emperador ingresaba al salón con su corte de esclavas y doncellas. Como siempre, fue recibida con exclamaciones y frases aduladoras. Avanzó hacia su diván, ufana y resplandeciente, llevando una cadena dorada prendida a un brazalete en su muñeca. Esta vez no traía chitas atados a ella, sino a un adolescente desnudo y con el cuerpo pintado con polvos de oro y reflejos bruñidos. Llevaba guirnaldas de plata adornando su cabeza y un maquillaje oscuro alrededor de los ojos, destacando el azul brillante de sus pupilas. Un rumor se levantó entre todos los invitados. Diana contuvo el aliento, tratando de dominar su indignación. Giró hacia Estrabón y notó que el hombre casi temblaba, contemplando al muchacho.

El emperador se incorporó y acercó una esmeralda tallada a su ojo derecho. Examinó atentamente a la mascota de su esposa.

-       ¿Qué es esto, divina mía? – Preguntó, intrigado – ¿Qué has traído a mi banquete? ¿Acaso las bestias que ordené para ti a mis mercaderes de África ya no te complacen?

-       Por supuesto que me complacen, César Augusto – Respondió seductoramente la emperatriz – Ahora comen y descansan en mis aposentos. Permitidme este capricho, Domine. Como tu esposa y la madre de Roma, era necesario que un dios me acompañara a tu fiesta. He traído a Febo, el dios del Sol. El mismo que castigó a Quinto Estrabón por su blasfemia, en la casa de Diana Marcia Vespia.

Conocedor del chisme, Nerón aplaudió, soltando una estridente carcajada.

-       ¿Dónde está Lucio? – Preguntó, echando una mirada a su alrededor – Allá está… ¡Quinto Estrabón! – Gritó. La música se detuvo de inmediato y todos los invitados guardaron silencio – ¡Mi esposa lleva prendido a su muñeca al dios al que le robaste el néctar y decidió vengarse, obsequiándote la nariz de Polifemo!

Carcajada general. Todos rieron, menos Diana y el aludido.

-       Así veo, divino César – Respondió el hombre, con una forzada sonrisa.

-       Y por supuesto, la hermosa Diana de los Vespios… – Agregó Nerón, girando hacia la Domina – No necesito de tu permiso para cortarte la garganta al propio Febo, si hace algo indebido en mi casa. Imagino que lo sabes – Advirtió festivamente.

-       Vuestra voluntad es ley, divino César – Replicó la dama Vespia, con los ojos bajos.

La dama estaba consciente de que cualquier paso en falso le costaría la vida al esclavo bárbaro. Por ahora se sentaba a los pies de Popea, procurando mantenerse sereno, a pesar de la humillante situación y de la argolla dorada que lo estrangulaba y lo unía a la cadena de la emperatriz. Pero si cedía a la tentación de reaccionar como lo hizo en el banquete al que asistió Lucio Quinto, no pasaría de esa noche.

Estrabón también lo observaba con insistencia.

Comenzó el banquete. Un batallón de esclavos se encargaba de traer los manjares desde las cocinas imperiales: brillantes jabalíes rellenos de codornices que, a su vez, se habían atiborrado con pasta de castañas; ensaladas de todos los colores, acompañando vulvas de cochinilla en salsa de eneldo; faisanes en actitud de vuelo, adornados con cebollas caramelizadas y pasteles con miel; cerebros de halcón con chícharos; ostras y mejillones con queso fundido; esturiones horneados con nueces y erizos de mar; decenas de pavos reales con la cola desplegada y descansando sobre vegetales; talones de camello con especias y hasta una avestruz africana llevando un huevo en el pico, el reciente nuevo manjar de los cocineros del Palatino.

-       En tiempos de Calígula se sirvió en uno de sus banquetes un extraño elefante lanudo que encontraron congelado en las montañas de tierras bárbaras. ¡Era gigantesco! – Señaló Marco Sempronio Glauco, luego de masticar un trozo de vulva de cochinilla – Murieron muchos hombres para traerlo a Roma sin derretir el hielo. Sus cocineros vaciaron sus antiguas vísceras y en su lugar pusieron a decenas de novillos asados, que a su vez estaban repletos de faisanes rellenos con ciruelas. Mi abuelo estuvo en aquella fiesta y se lo contó a mi padre.

Pero Diana no se sentía de humor para anécdotas de antiguos emperadores. Bebía una copa tras otra, sin dejar de observar a Febo. Vio que la Emperatriz había dispuesto un plato para él y una copa rebosante de vino. El muchacho miraba a su alrededor, confuso y nervioso. Se había apoderado del velo que alguna dama había olvidado y se cubría con él los genitales. Popea parecía haberse desentendido de él, aunque de vez en cuando jalaba la cadena, apretándole el cuello.

-       No pierdas los estribos aquí – Pensó Diana, con el corazón agitado – Nadie perdonará tu vida si lo haces.

Un grupo de bailarinas sirias danzaba en el centro del salón, acompañadas por cornos, címbalos, liras y cítaras. Por supuesto, solo llevaban joyas sobre sus cuerpos desnudos. Wolfgang pensó en la obsesión de los romanos por desnudarse; algo impensado en sus tierras frías, en donde cubrirse el cuerpo con pieles resultaba indispensable. Una pareja de niños desnudos, de unos diez años, cubiertos de escarcha de plata y disfrazados con alas de plumas de cisne, correteaban entre las mesas, emulando a pequeños dioses. Pasaron junto a Wolfgang, quien comprendió que eran parte de la decoración y probablemente, esclavos como él.

Levantó la vista y se encontró con los ojos de Diana. No podía descifrar lo que decían, pero intuyó alguna advertencia. En ese momento se distrajo con la entrada de dos tipos enormes y escasamente vestidos con taparrabos de cuero y piel. Llevaban espadas cortas y una pieza metálica que cubría uno de sus hombros y parte del brazo, con placas articuladas. Uno de ellos era africano y su piel era mucho más oscura que la de Akeem. El otro, pelirrojo y con gran parte de la cabeza rapada y cubierta con tatuajes. Oyó que se trataba de dos de los más famosos gladiadores de esa temporada: un nubio y un celta de Britania. Solo el Emperador podía permitirse el lujo de pagar por la muerte de uno de ellos, como espectáculo para sus invitados.

-       ¡SALVETE, CAESAR! ¡EUNTIBUS MORITURI TE SALUTANT! – Clamaron ambos guerreros al unísono, chocando el mango de sus espadas contra el pecho.

Nerón movió levemente su mano y el combate comenzó. Ambos guerreros se estudiaban, rodeándose como animales salvajes. De vez en cuando intentaban golpes, probando los reflejos de su contrincante. El nubio avanzó rápidamente e intentó concluir con rapidez, buscando un costado del cuerpo del celta. El pelirrojo lo esquivó y lanzó un golpe con su hoja, que hizo saltar un chorro de sangre del antebrazo del gladiador africano. Los espectadores exclamaron.  Sin prestar atención al profundo corte, el guerrero moreno se arrojó sobre el celta, ejecutando varios movimientos con la espada. El pelirrojo los bloqueaba a duras penas, tratando de no retroceder.

Wolfgang los observaba con la boca abierta. Había visto docenas de peleas con armas cortantes: entre borrachos, entre amantes despechados y en batalla contra los invasores romanos. Pero era la primera vez que veía a dos hombres combatiendo a muerte solo para divertir a un montón de asistentes a una fiesta, mientras tragaban montañas de comida y se embriagaban con litros de vino.

La cadena dorada se tensó y la Emperatriz lo jaló hacia ella. Su cabeza se estrelló contra el muslo de la mujer. Sintió la caricia de los dedos sobre su rostro.

-       Tuviste suerte – Pronunció con suavidad – Con tu estatura y ese cuerpo, bien pudiste ir a parar a una ludus . Te entrenarían para pelear en la arena como gladiador y morir desangrado, para la diversión de Roma. Con ese falo y esa cara preciosa salvaste tu vida, por ahora…

Diana no podía probar bocado ni despegar los ojos de Popea y el bárbaro. A su lado, Marco Sempronio Glauco reía y hacía apuestas con otros nobles de los divanes contiguos.

El brazo del africano se había convertido en un manantial de sangre. La herida era profunda, pero el guerrero se mantenía alerta, como una pantera. El celta alzaba los brazos, riendo y anticipando su triunfo. Se distrajo por un instante y el nubio casi lo atravesó con un movimiento ingenioso. La hoja cercenó la piel del abdomen y le arrancó un trozo de piel, revelando parte de la musculatura interna. Algunas mujeres dieron gritos.

-       ¡Rifaremos al vencedor! – Anunció Nerón, mientras aplaudía – ¡El que gane, fornicará con el gladiador que sobreviva, sea hombre o mujer!

De alguna forma, Wolfgang quería que el celta venciera. Le recordaba a su tío Walramm. También era un guerrero feroz y tatuado, predispuesto a la risa. Lo llevaba sobre sus hombros cuando era pequeño y le enseñaba el arte de combatir con un hacha. En los veranos entrenaba a sus hermanos en el bosque. Las largas horas de sudor y de golpes terminaban con un alegre chapuzón en las frías aguas del lago.

-       Se puede tener una vida de mierda, Wolfgang – Le decía – Pero la risa es tu única amiga. Si dejas de reír, estarás listo para la muerte.

El tío Walramm había dejado de reír, peleando junto a su padre contra los romanos, cuando él aún era un niño.

El nubio era un experto en el uso de la espada y no en vano, su nombre se había vuelto una leyenda en toda Roma. Astutamente, le dio al celta la falsa idea de que mantenía una ventaja; pero no hizo otra cosa que cansarlo y llevarlo a su desgracia. Aprovechando un golpe profundo que el britano equivocó, el africano dio un giro y la hoja de su gladius cortó el aire y las arterias del cuello de su contrincante. Por unos instantes, el celta permaneció inmóvil, con la sonrisa congelada en su rostro y los chorros de sangre saltando rítmicamente de la grotesca herida en su garganta. Finalmente, cayó de rodillas y se desplomó pesadamente a los pies de Wolfgang, salpicando las piernas del muchacho y el fino vestido púrpura de la Emperatriz.

Popea se incorporó, asqueada. Nerón se retorcía de risa.

-       ¡Saquen el cadáver de esa bestia! ¡Tenía que morir justo aquí! – Chillaba, furiosa.

El guerrero británico aún se estremecía, mientras el charco de sangre avanzaba rápidamente sobre el piso de mármol. El muchacho germano observó cómo se apagaban sus ojos, hasta que las pupilas se dilataron completamente y su mirada se volvió helada, como el cristal.

-       Murió muy lejos de su tierra – Pensó.

El nubio vencedor dio un rugido y alzó ambas manos, agitando su espada empapada en la sangre del celta. La herida en su brazo parecía una boca abierta, pero al gladiador parecía no importarle. Continuaba exhibiendo su triunfo y la salvación de su propia vida. Wolfgang pensó que sobrevivir de ese modo resultaba más honorable que penetrar a una mujer poderosa, según su capricho.

Un tirón de la cadena lo hizo volverse. La emperatriz se retiraba del salón para quitarse el vestido contaminado y, seguramente, tirarlo como desperdicio. Las bolsas de sextercios pasaban de mano en mano, pagando las apuestas. Los esclavos arrastraron el cadáver del guerrero derrotado, mientras los nobles perdían interés y volvían a reír, en plena borrachera. Una cuadrilla de sirvientes se apresuró a fregar la sangre del piso.

Lo último que Wolfgang alcanzó a ver, antes de que Popea lo jalara fuera del triclinio , fue al Emperador metiendo una pluma de pavorreal en su garganta y vomitando dentro de la vasija de oro que un esclavo sostenía.

En sus aposentos, la Emperatriz descansaba en una bañera de agua perfumada, asistida por su corte de esclavas. Había ordenado que el vestido de púrpura e hilos de oro fuera quemado inmediatamente, mientras su cuerpo se purificaba con aguas especialmente traídas desde los Alpes. Detrás de una espesa cortina semitransparente, Wolfgang aguardaba en silencio, aún sosteniendo el velo que cubría sus genitales.

-       ¿Enviaron por ella? – Oyó decir a Popea.

-       Se dirige a vuestros aposentos, divina Augusta.

-       Excelente. Hagan pasar al bárbaro – Ordenó la Emperatriz, poniéndose de pie.

Wolfgang avanzó hasta las habitaciones de la mujer del Emperador, justo cuando Popea abría los brazos para que dos de sus esclavas la secaran. Su cuerpo era blanco y terso. Los sirvientes de la Casa Vespia comentaban que la divina emperatriz se bañaba a diario en la leche de trescientas burras para mantener la belleza de su piel. El bárbaro bajó los ojos, abrumado por la desnudez de la mujer.

En ese momento, Diana Marcia Vespia ingresó, escoltada por Zenobia y dos de las esclavas de la Domus Transitoria . Miró a Wolfgang y luego a la Emperatriz.

-       Me llamaste, Divina Augusta – Se inclinó levemente la Domina.

-       Sí, te llamé. Sé que casi comienza la orgía, pero necesitaba hablar contigo, Diana Marcia Vespia.

-       Te escucho, Emperatriz.

Popea se envolvió con un velo que transparentaba su desnudez. Wolfgang continuaba con los ojos bajos. La mujer de Nerón caminó lentamente hacia el muchacho y acarició su barbilla.

-       Me enteré que le pagaste una fortuna a Nidia, la meretriz, para que entrenara a este bárbaro – Disparó – ¿Es así?

Diana le dio una rápida mirada a Zenobia.

-       Recibió algunas lecciones – Respondió la Domina, escuetamente.

-       Eres muy inteligente, Diana. Siempre te he admirado – Replicó la Emperatriz – No solo compraste a un germano delicioso, sino que lo preparaste para ti con una experta en el tema. Ambas sabemos que son escasos los hombres hábiles en el arte de la cama… Y aquí, entre nosotras, enviaría por Nidia para que también le diera unas cuantas lecciones al Divino Emperador.

Lanzó una carcajada. Diana intentó reír con ella.

-       Si lo deseas, puedo poner a Nidia en contacto con tus esclavos – Ofreció Diana.

-       No, no es necesario – Popea levantó una palma – No quiero que una meretriz ponga los pies en la Domus Transitoria , por muy famosa que sea… ¡Los dioses no lo permitan! …Solo quiero comprobar si los talentos de esa mujer fueron bien asimilados por este salvaje del norte del Rhin…

Diana sintió que su columna vertebral se congelaba.

-       Entonces, te refieres a… – Balbuceó

-       Me entendiste bien, Diana – Interrumpió Popea, dejando caer el velo y recostándose completamente desnuda sobre la seda de un diván – Quiero fornicar con tu bárbaro germano. ¿Darás tú la orden o puedo hacerlo yo?

Wolfgang le lanzó una mirada a su ama. La Domina contuvo la respiración por unos instantes.

-       Divina Augusta… En el triclinio todos te esperan. Los invitados… El Emperador – Intentó persuadirla.

-       No tengo que darle explicaciones a los nobles que asistieron al banquete. Estoy en mi casa y puedo retirarme cuando lo desee – Señaló Popea, secamente.

-       Pero al César no le agradará saber que su divina esposa fornica con un esclavo bárbaro – Se atrevió a advertir la Domina.

-       El divino César no tiene por qué enterarse de lo que ocurrirá en esta habitación, así como el Senado de Roma, o el propio Gneo Marcio Vespio, no deberían saber jamás que te ayudé con mis influencias y mis contactos para que enviaras a tu marido al último rincón del Imperio – Cortó la Emperatriz – No olvides que la libertad de la que gozas se debe a que yo ayudé a librarte de tu esposo.

¡Perra! Le debía ese favor. Cuando aceptó ayudarla con el nombramiento de Gneo Marcio, pensó que se trataba del apoyo de una amiga. Calpurnia, Marcela, Popea y Diana habían compartido confidencias desde la adolescencia. Y ahora, esa víbora lechosa utilizaba aquella deuda para obligarla a entregarle a Febo. Maldito escorpión… Marco habló con sensatez. Popea Sabina no tenía amigas.

Diana casi temblaba de ira. Wolfgang miró sus ojos y comprendió lo que ocurría. En la casa Vespia, la palabra de la Domina era ley. Podía disponer de su cuerpo y derramar su sangre, si así lo deseaba. Pero en aquel gigantesco palacio, la mujer que lo había aprisionado con la cadena dorada, era quien daba las órdenes. En esos aposentos, la dama Vespia debía bajar la cabeza y obedecer. El bárbaro sonrió levemente. Les había dado placer a muchas esclavas mientras Sieglind lo entrenaba. ¿Qué más daba otro cuerpo, así fuera la mujer del Emperador? Lo haría por el simple gozo de ver en lo ojos de Diana la furia de comprobar que no era realmente su dueña y que su falo podría, perfectamente, hacer disfrutar a otra mujer.

-       Te repito, Diana: ¿Darás la orden tú o puedo hacerlo yo? – Reiteró la Emperatriz, con una mirada gélida.

-       Vuestro soy, divina – Replicó Wolfgang, antes de que Diana respondiera.

Y arrojó a un lado el velo que hasta entonces apretaba contra sus genitales.

Popea sonrió y se recostó en el diván, separando sus piernas. Su vulva era de un rosa brillante y con los labios carnosos. Wolfgang se puso de rodillas en una posición que le permitía mirar a Diana a los ojos. Apoyó su boca en la entrada de la vagina y extendió la lengua, rozando el clítoris. Popea gimió, mientras la Domina Vespia respiraba con dificultad, procurando contenerse.

-       Demuéstrame qué te enseñaron, lobo del Rhin – Jadeó la Emperatriz, pero en ese momento, Wolfgang comenzó a succionar ruidosamente los labios mayores, arrancándole un grito.

-       ¡Hijo de puta! – Pensó Diana – …Lo hace como cuando bebió de mi sexo en la oscuridad de su habitación.

El bárbaro había sido, efectivamente, bien entrenado. Mamaba de la pepita del placer hasta hincharlo como un minúsculo glande, mientras su lengua estimulaba los bordes, haciendo que la divina Augusta lubricara generosamente. El sonido de la boca del bárbaro chupando el sexo de la Emperatriz parecía retumbar en los oídos de Diana, quien se sintió tentada de abandonar los aposentos en ese instante.

Zenobia tomó su brazo con fuerza.

-       Ella quiere que permanezcáis en la habitación. No la provoquéis… Por favor, dominad vuestra ira – Murmuró la esclava junto a su oído.

Mientras absorbía los jugos de la mujer del César, Wolfgang miraba a Diana a los ojos. Era un asunto personal. Ese mocoso infeliz la desafiaba y se burlaba de ella, diciéndole con esas pupilas insolentes que podía darle placer a quien se le antojara. Creía, el muy atrevido, que había invertido tanto oro para que él usara su lengua y su verga a voluntad. Si Diana hubiera podido, habría cogido una navaja para rebanarle el falo y gritarle a la cara que el órgano cercenado le pertenecía, así como cada gota de su sangre. Y sí, estaba tan enfurecida, que se sentía capaz de devorar ese pene a mordidas, hasta verlo morir desangrado como castigo por su insolencia.

El sexo de Popea supuraba jugos espesos. La Emperatriz gemía, mientras el muchacho continuaba lamiendo hábilmente aquella vulva poderosa que había enloquecido a Nerón, al punto de aceptar asesinar a Agripina, su propia madre, con quien fornicaba incestuosamente desde que era un niño.

Wolfgang se incorporó. Untó los dedos en los abundantes fluidos de la entrepierna imperial y luego mojó con ellos los pezones. Se inclinó para chuparlos, mientras la mujer se arqueaba, ebria de deseo. Con los dedos, dirigió su falo erecto hacia la entrada vaginal y, clavándole los ojos a su Domina indignada, penetró de golpe a la Emperatriz hasta apretar sus gónadas contra los labios mayores.

-       Hazlo, bárbaro maldito – Gemía Popea – Hunde ese falo divino en mi cuerpo…

Aferró las caderas y comenzó a bombearla. Cada embestida era brutal y profunda. Cada golpe, húmedo. Una y otra vez se oía el azote implacable de los testículos y la fricción de la verga contra las paredes vaginales. Las nalgas del muchacho se contraían con cada impulso, brillantes de sudor. Gruñía, mientras empalaba ese cuerpo que se retorcía. Popea jadeaba, fascinada por sentir dentro de su sexo una verga de proporciones extraordinarias, por disfrutar de la energía inagotable de un hermoso efebo y por el placer prohibido de aparearse con un salvaje del norte helado, un germano que prácticamente era un animal.

Wolfgang, por su parte, solo se masturbaba con el cuerpo de la Emperatriz. Lo hacía vengativamente, pues sabía que cada grito que Popea emitía, era un latigazo en el orgullo de Diana. Por eso la miraba a los ojos mientras penetraba a otra mujer, sintiendo que por fin le daba el trato humillante que ella le proporcionó, desde el momento en que lo obligó a desvestirse en el salón de la casa Vespia. ¿Lo entrenó bien? ¿Le pagó a Sieglind para convertirlo en una maquinaria de placer? Excelente… Ahora era otra la que gozaba de su cuerpo bien educado.

Popea anunció su orgasmo, temblando y dando cortos alaridos. Wolfgang aumentó la velocidad de sus embestidas, a medida que los gritos se intensificaban. Completamente dominada por el éxtasis, la Divina echó la cabeza hacia atrás con los ojos entornados. El muchacho se detuvo, sonriendo, mientras su verga sentía cada espasmo profundo del clímax de la Emperatriz. Entonces, arrancó el órgano del sexo aún palpitante y lo masajeó con frenesí. Los chorros de semen hirviendo saltaron sobre el vientre, las tetas y el rostro de la Divina.

Wolfgang retrocedió, haciendo una leve inclinación y permaneció de pie, con el rostro impávido, mientras su falo aún goteaba.

La Emperatriz reposaba, jadeante, mientras recogía con la yema de los dedos el esperma que escurría por su cuerpo. Lo llevó a su lengua para degustarlo lentamente.

-       El bárbaro valía cada sextercio que pagaste por su entrenamiento – Señaló Popea, perezosamente – Y creo que visitaré tu domus con más frecuencia a partir de hoy.

-       Me alegra que te haya complacido, divina Augusta – Replicó Diana, procurando serenar su voz – Y, por supuesto, siempre serás bienvenida en mi casa.

-       Agradezco tu hospitalidad y que hayas sido tan generosa de prestarme a tu salvaje hoy – La Emperatriz se incorporó – ¡Pero no quiero privarte de la diversión de esta noche! Puedes volver al banquete, por supuesto… Veré que mis esclavas aseen al bárbaro y lo enviaré al triclinium en media hora. Yo también regresaré pronto, antes de que el César reclame mi presencia.

-       Volveré humildemente a la fiesta, divina Emperatriz – Se despidió Diana.

Antes de salir, miró al bárbaro por última vez a los ojos.

Wolfgang cruzaba los pasillos de la Domus Transitoria , de regreso al salón de la fiesta. Llevaba nuevamente la túnica clara y los brazaletes dorados sobre la piel bronceada de los antebrazos. Era escoltado por dos de los guardias de Popea. Mucho antes de llegar pudo oír el murmullo de la orgía. Se detuvo por unos segundos, impactado por el coro de voces que reían, gemían y gritaban.

-       ¿Qué es una “orgía”? – Se preguntó.

Lo supiera o no, debía regresar y presentarse con los otros esclavos. Los guardias lo apresuraron con un empujón.

La música continuaba llenando cada rincón del salón y los pétalos de rosa se precipitaban desde el techo decorado con motivos griegos. Wolfgang se frenó, aturdido por lo que veía: sobre las mesas y en el piso de mármol policromado, decenas de cuerpos desnudos se retorcían como un solo organismo lúbrico. Vio a un hombre recostado, mamando las tetas de una mujer que era penetrada por detrás, como una perra en celo. Mientras chupaba aquellos pezones, empalaba el sexo de otra dama que saltaba sobre su verga y cuyos pechos eran amasados por las manos de otros amantes que rodeaban la escena.

Una muchacha de unos diecisiete años ofrecía una adorable y virginal vulva a un senador que pasaba de los sesenta y cinco. El hombre chupaba ansioso, derramando saliva alrededor de los labios. Mientras el anciano se deleitaba con el sabor fresco de los jugos de la chica, una esclava nubia le devoraba el falo y los testículos. Debajo del cuerpo de la africana, otro hombre le lamía el enorme clítoris de color púrpura oscuro.

Cada cuerpo tenía multitud de manos, órganos, bocas y lenguas alrededor. Cada falo era rápidamente devorado por labios hambrientos o vulvas desesperadas. Los dientes mordían testículos, glandes, pezones y clítoris. Los dedos buscaban ansiosamente hasta encontrar vaginas profundas que palpar, anos que se abrían y cerraban, esperando ser penetrados; y prepucios que descorrer, para revelar bálanos húmedos y angustiados por ser chupados hasta el delirio.

Wolfgang reconoció sobre el piso a Calpurnia y Marcela, las amigas de Diana, con las piernas entrelazadas y frotando mutuamente sus vulvas, empapando el mármol con líquidos supurantes. Dos hombres les llenaban la boca con falos enormes, mientras amasaban las tetas de ambas. Por su parte, otros dos se masturbaban sobre sus cuerpos, empapándolas de semen caliente.

A cierta distancia, el emperador se reclinaba sobre su trono, mientras dos de las sirias que danzaron en el banquete se peleaban por tragar la verga imperial. Mientras una de ellas lamía el tronco del falo, la otra mordisqueaba los testículos. Nerón bebía con los ojos entrecerrados, acariciando la cabeza de ambas muchachas, como si premiara las habilidades de dos mascotas inteligentes. A su lado, permanecía el gladiador nubio que había rematado al celta en el combate del banquete. Estaba desnudo y exhibía un pene monstruoso, oscuro y de glande púrpura, que goteaba de tanto en tanto. Wolfgang comprendió que el guerrero africano no estaba autorizado para fornicar con nadie y que seguramente el César lo torturaba, obligándolo a contemplar la orgía sin que ningún cuerpo aliviara la excitación que lo atormentaba. Un par de escalones más abajo, retozaba la pareja de niños disfrazados con alas. La niña manipulaba el pequeño pene y las bolitas lampiñas del niño, haciendo que este se estremeciera. Por su parte, el chico frotaba el minúsculo clítoris de su compañera, arrancándole agudos gritos y carcajadas.

Junto a las cortinas, y sentado sobre uno de los divanes, Lucio Quinto Estrabón penetraba a un esclavo no mayor que Wolfgang, que se sentaba sobre su verga, dándole la espalda. El muchacho era moreno, de hermosas facciones, y con una verga gruesa que se sacudía con cada salto. Sus gemidos eran casi alaridos. Otro hombre se puso de rodillas y trató de meter en su boca aquel falo que se negaba a permanecer inmóvil. A los pies del que se afanaba por devorar el pene escurridizo, otra mujer separaba sus nalgas con los dedos para lamerle el ano. Vio a dos esclavas que trajeron a una cabra con los cuernos adornados con joyas y cintas. Una dama, que aún llevaba una tiara dorada sobre la cabeza, se recostó sobre el piso y abrió sus piernas. Las sirvientas derramaron miel tibia entre los labios vaginales. La mujer se estremeció y gemía como una prostituta, cuando la cabra comenzó a lamerle la vulva. Las esclavas se inclinaron para chupar los pezones de su ama.

El aroma penetrante a fluidos, semen y sudor flotaba como incienso por todo el salón. Por su parte, los gritos y los gemidos se habían convertido en una especie de zumbido. La multitud de cuerpos fornicando resultaba confuso y hacía difícil reconocer quién era noble o quién era esclavo. En el contexto de la orgía daba igual el estatus social, pues solo había órganos, solo había sexos, bocas, penes, vaginas abiertas y culos dispuestos.

Wolfgang levantó los ojos y divisó a Zenobia a cierta distancia, de pie y con el gesto impasible; como si asistiera a una simple reunión de amigos.

A pocos metros, encontró a Diana.

La Domina se mecía sobre el cuerpo de Marco Sempronio Glauco, cabalgando sobre su sexo. Movía las caderas adelante y atrás, mientras el hombre amasaba sus gloriosas tetas y frotaba sus pezones. Le murmuraba obscenidades. Wolfgang sintió que la sangre se desplazaba rápidamente por sus arterias y llenaba los conductos que recorrían su verga. La erección fue brutal e incluso dolorosa. Diana alzó la mirada y lo vio frente a ella. Le clavó los ojos con insistencia, adivinando el falo torturado bajo la túnica.

-       Ven aquí y siéntate sobre su boca – Ordenó la Domina a una jovencísima esclava que aguardaba, desnuda, junto a su diván.

La muchacha obedeció y se sentó en la cara de Glauco, quien abrió la boca para recibir los jugos de aquella vulva entreabierta. Diana aferró la nuca de la chica y la atrajo. Comenzó a besarla, mientras miraba fijamente al bárbaro. Otro hombre se acercó y se inclinó para acariciar las nalgas de Diana. Separó los glúteos y comenzó a lamer alternadamente el ano de la dama y los testículos de Marco Sempronio.

La Domina apartó la boca de la muchacha, que alargó la lengua, buscando sus labios.

-       Hazlo. Penétrame – Ordenó Diana al hombre que mordía ahora su nalga derecha.

El hombre se incorporó y sujetó las caderas de Diana, acomodando su verga para la operación. La Domina se estremeció cuando sintió cada centímetro de carne penetrándole el culo y avanzando hasta sus entrañas. Por otro lado, su vagina palpitaba, atiborrada por el falo ardiente de Sempronio Glauco, quien sentía con claridad el contorno del otro órgano, a través de la delgada membrana que separaba el canal de la vagina y del ano. Sus tetas eran acariciadas por la esclava que llenaba la boca y la barbilla de Marco con un líquido lechoso.

Diana no dejaba de mirar a Wolfgang. De hecho, eran esos ojos azules y sorprendidos los que le erizaban los pezones; no las manos de la muchacha. Era el gesto de asombro del bárbaro el que hacía que su vagina palpitara y su ano se dilatara; no las vergas de ambos hombres que luchaban por apoderarse de su piel y de su cuerpo. Era la furia no saciada de haber visto al muchacho dándole placer a Popea, lo que hacía que su sexo se estremeciera. Y ese ánimo de venganza la mantenía al borde del orgasmo, consciente de que no alcanzaría el éxtasis, sin tener el rostro del muchacho frente a sus ojos.

La esclava lanzó un grito y se estremeció sobre el rostro de Glauco. Por su parte, Diana alcanzó el orgasmo, mientras ambos hombres le llenaban el útero y las entrañas con chorros de semen caliente. Cuando la dama se separó de sus tres amantes, dos mujeres se inclinaron para lamer los hilos de esperma que escurrían de su vagina y su ano. La Domina se recostó y permitió que ambas lenguas le limpiaran la leche.

De pronto, Nerón levantó un brazo.

-       ¡AMIGOS MÍOS, ES HORA DE HACER UN ANUNCIO! – Vociferó.

Los músicos se detuvieron y las parejas calmaron paulatinamente su frenesí. Los que fornicaban, se detuvieron, aunque muchas vergas permanecieron dentro de las vaginas, los anos e incluso las bocas.

-       ¡ES HORA DE ANUNCIAR QUIÉN HA GANADO EL PRIVILEGIO DE FORNICAR CON “ULPIO, EL AZOTE DE ÁFRICA”! – Advirtió el César – LA VERGA DEL GLADIADOR MÁS FAMOSO DE MI IMPERIO SERÁ PARA QUIEN SEA ELEGIDO POR LOS DIOSES Y SU DIVINO EMPERADOR.

Los invitados aclamaron el anuncio. Acto seguido, Nerón dio una palmada. Uno de los esclavos se acercó con un ánfora de plata. El Emperador hundió una mano en ella y sacó un pequeño trozo de papel. Las esclavas continuaban lamiendo su pene.

-       HE AQUÍ EL NOMBRE DE QUIEN HA ELEGIDO LA DIOSA FORTUNA – Señaló el Emperador, abriendo el papel – ACÁ ESTÁ: ¡“DIANA MARCIA VESPIA”!

Gritos, aplausos y comentarios frustrados. La Domina se incorporó en el diván. El gladiador africano sonrió y su pene se estremeció, erecto y curvo.

-       Ven aquí y reclama tu premio, querida Diana de los Vespios – Invitó el Emperador, con tono lascivo.

La dama se puso de pie, con algunos rizos sueltos, desprendiéndose del peinado. Sonreía perversamente.

-       Os agradezco el privilegio, Divino César, pero quiero haceros una pregunta – Replicó la Domina.

-       La que quieras. Esta noche, los hados te favorecen – Respondió Nerón.

-       Habiendo sido bendecida por la fortuna y los dioses, y elegida por tu mano imperial, ¿Puedo ceder mi premio a alguien más? – Consultó Diana, dando un paso hacia el trono.

El Emperador se rascó lentamente la barba cobriza, reflexionando.

-       Es tu derecho, ciertamente – Concedió, encogiéndose de hombros – ¿A quién quieres concederle tu premio y tu fortuna? ¿En qué carnes quieres que la verga de Ulpio halle consuelo?

Diana se volvió hacia Wolfgang con los ojos fieros, como puñales. Luego, giró hacia el Emperador, maligna, bella y desnuda como estaba.

-       En las de mi esclavo Febo, el germano – Respondió – Deseo que el gladiador lo penetre…