4 El amante de la Domina. El tiempo del placer.

Terminado su entrenamiento en el arte del sexo, Wolfgang se prepara para la primera noche en que deberá darle placer a su ama. ¿Seguirá los consejos de Sieglind o será más fuerte su orgullo guerrero?

CAPÍTULO 4

EL TIEMPO DEL PLACER

Diana, la esposa del tribuno en Judea Gneo Marcio Vespio, se levantó de muy buen humor. Consideraba que la inversión que había hecho en el entrenamiento de su esclavo más reciente, había sido más que justificada. A la mañana siguiente de haber concluido las clases de Nidia, la meretriz, la señora de la casa Vespia despertó cerca del mediodía, tomó un largo baño con hojas de menta y romero y luego permitió que las esclavas la vistieran y enjoyaran, sin que estallara de ira contra ninguna, como era usual por las mañanas.

No quería apresurar las cosas. Tal como Nidia le indicó, el bárbaro estaba listo para ella, incluso en el instante en que la prostituta germana abandonó la casa. Diana pensó que habría sido de una vulgaridad imperdonable llamarlo aquella misma noche, como si fuera esa lujuriosa y estúpida de Livia Publia Severa.

Era mejor esperar. Después de todo, el muchacho no iría a ninguna parte.

Zenobia la acompañaba en silencio, mientras las esclavas le acomodaban el chitón de seda sobre los hombros. Hacía tiempo que no la veía tan dichosa. La conocía desde que era una niña y comprendía que, desde que se casó, hubo muy pocas ocasiones en que la percibió definitivamente contenta.

La jefa de las esclavas llegó a trabajar a la casa del general Lucio Sabino Fausto, el padre de Diana, cuando era una adolescente. Nació esclava y pasó a manos de la familia Fausta por medio de la herencia de un anciano tío que legó viñedos, villas, tierras, oro y ejércitos de esclavos a su sobrino predilecto. Diana era la única hija, luego de tres varones mayores. Tal como ocurre en esos casos, la niña fue tratada con todos los mimos posibles y, naturalmente, creció cruel y caprichosa. Zenobia la acompañaba desde entonces. Se volvió su confidente y la tapadera de todas sus faltas. La pequeña Diana llenaba de orgullo a Zenobia. Era la belleza de la familia y la alegría de su padre. La esclava la amaba como si fuera su propia hija, a pesar de los constantes berrinches de la chica y de los usuales castigos físicos que recibía por su causa, si se hallaba de mal humor.

Diana tenía catorce años cuando un hombre visitó la casa de la familia Fausta. El visitante andaba por los veinticinco y, además de ser aceptablemente guapo, poseía cierta gallardía y elegancia que lo hacían llamativo en los círculos patricios. Pertenecía a una familia prominente y contaba con la riqueza y las propiedades necesarias para estos casos. Su futuro militar era prometedor. El general Sabino Fausto se puso de pie y estrechó alegremente los antebrazos de Gneo Marcio Vespio.

Envió por su hija. La chica apareció con la cara arrebolada, pues jugaba en el jardín con uno de sus hermanos.

-       Es muy hermosa – Comentó Marcio Vespio – ¿Ya sangra?

-       Desde hace dos primaveras – Confirmó el general Sabino – Y mirad qué caderas, como las de su madre. Mi mujer me dio tres varones y a esta belleza, como mi única hija. Los dioses se llevaron a mi esposa prematuramente, pues nunca gozó de buena salud. En cambio, Diana siempre ha sido fuerte y saludable, desde que la partera la puso en mis brazos. Engendrará. Contaréis con un heredero en corto tiempo, dadlo por hecho.

-       Excelente…

Diana miraba a ambos hombres, confundida.

-       Él es Gneo Marcio Vespio, hija mía. Es un hombre honorable y ha pedido tu mano en matrimonio. Te casarás en el mes de Maia y adoptarás su nombre, como es la costumbre – Anunció el general – Que los dioses te honren con hijos varones lo antes posible y que cuides del fuego de su hogar por muchos años.

-       Pero, padre, no lo conozco – Protestó la niña.

Su padre frunció el ceño; sin embargo, Gneo Marcio lanzó una carcajada.

-       Yo sí te conozco, preciosa Diana. Te vi durante la carrera de cuadrigas, hace un mes. Supe que eras hija del famoso general Sabino Fausto, quien solo ha dado honor a nuestro Imperio, y decidí que serías la que cuidara de mi hogar y que pariera a mis hijos – Comunicó el pretendiente y acto seguido, le entregó una costosa sortija de oro y esmeraldas.

A Diana siempre le gustaron los poemas de amor y el teatro con abundancia de romance. Fantaseaba con personajes como Eneas y se palpaba los pechos en la soledad de su cama, imaginando al héroe besando a Dido desnuda. Como era aún una chiquilla, idealizó a ese hombre que la cortejaba con tanta amabilidad y parecía atento y elegante. Se emocionó ante la cercanía de su boda y decidió escribirle una carta para expresarle toda aquella pasión que la hacía anhelar el día de los ritos. La terminó una noche y la dobló primorosamente.

-       Se la llevaré – Anunció a Zenobia, muy ufana.

-       Si gustáis, la entregaré mañana a primera hora – Ofreció su esclava y confidente.

-       Debo ser yo quien la ponga en sus manos – Discutió Diana.

-       Entonces os acompañaré, luego del desayuno…

-       No. La entregaré ahora mismo – Dictaminó la muchacha, poniéndose de pie con aplomo.

-       ¡Ya está oscuro, es peligroso! – Advirtió Zenobia, alarmada – ¿Qué dirá vuestro padre?

-       Nada. Que fui a la casa de mi prometido para decirle lo que siento. ¿Tiene algo de malo? – Desafiaba la chica, con soberbia – Y por lo demás, no tiene por qué saberlo. Acostumbra dormir apenas oscurece y no lo despertaría ni la entrada triunfal de Marco Vinicio en persona. Si no quieres que te azote, prepararás la litera pequeña y coordinarás para que un par de esclavos nos acompañen.

Faltaban dos horas para la medianoche, cuando Diana Sabina Fausta se presentó en la puerta de la casa de Marcio Vespio, su prometido. El novio, impresionado, la hizo pasar; pero ordenó que los esclavos aguardaran en el patio. Zenobia fue enviada a la cocina, en donde se le ofreció un refrigerio tardío. La esclava se sentía inquieta.

Gneo Marcio Vespio condujo a su futura esposa a un íntimo salón, en cuyos muros brillaban mosaicos de colores, bajo la luz de las antorchas.

-       Es una sorpresa verte aquí y a esta hora, querida – Comentó Gneo Marcio, luego de ofrecerle una copa de mulsum .

Diana la recibió orgullosa. Su padre aún no le permitía beber, ni siquiera vino con miel.

-       He traído un regalo para ti – Soltó la chica, sonriente, luego de darle un sorbo a su copa.

-       ¿Un regalo? Qué interesante…

El señor de la casa Vespia tomó la carta. La niña la había doblado delicadamente y lacado con el sello de la familia Fausta, luego de sacarlo a escondidas del despacho del general. Gneo Marcio sonrió y comenzó a leer la bella caligrafía. Las líneas estaban cargadas de metáforas melosas.

Entretanto, Diana echaba una mirada a la decoración del salón. Representaba a figuras humanas y otras tantas antropomórficas. Mientras su prometido leía, ella contemplaba los mosaicos de los muros. En uno de ellos se distinguía la figura de un hombre fornido, como un gladiador, pero que contaba sobre los hombros con una monstruosa cabeza de toro. Sometía a una figura femenina, una muchacha, a quien penetraba por detrás con un pene desmesurado, mientras sujetaba brutalmente sus brazos por la espalda. En otra, un grupo de mujeres desnudas eran golpeadas por un gigantesco cíclope, mientras se sentaban en los falos desproporcionados de sátiros recostados en línea. La sangre que manaba de sus vulvas se veía sumamente realista, gracias a los mosaicos de vivo color rojo.

Todos los muros del salón narraban escenas semejantes.

Diana sintió que su corazón latía con violencia y sin tener muy claro por qué, tuvo miedo. Apartó la vista de los murales y se encontró con los ojos oscuros de Gneo Marcio. Había terminado de leer su carta.

-       Eres una niñita apasionada, ¿Lo sabías? – Comentó él, arrojando la carta sobre una pequeña mesa – Te creía solo hermosa, lo admito, pero no pensé que tenías otras cualidades. Me sorprendes…

Avanzó lentamente hacia ella. Diana retrocedió por instinto.

-       Espero que la carta haya sido de tu gusto – Balbuceó, insegura.

-       No soy particularmente aficionado a la poesía, así que no creo apreciar como se debe las palabras que escribiste – Señaló él, muy cerca de ella.

-       Escribiré algo mejor la próxima vez – Replicó la niña, con voz temblorosa.

Chocó con una mesa a sus espaldas. Ya no tenía espacio para alejarse.

-       ¿La próxima vez? – Preguntó Gneo Marcio con voz sugerente – ¿Planeas venir a mi casa cada noche?

Diana no respondió. El hombre la había acorralado y ahora pegaba el cuerpo contra el suyo.

-       Puedes venir todas las noches, si quieres – Susurró él con voz lasciva – Pero no traigas cartas con versos empalagosos. Ya te lo dije: no soy un hombre que aprecia las palabras. Lo mío son las acciones… Y si hablamos de apreciar, creo que disfrutaré más de otras cualidades que provengan de mi novia…

La chica percibió el bulto de los genitales de Marcio, presionando con fuerza a la altura de su vientre. Una mano repentina aferró uno de sus pechos y comenzó a palparlo toscamente.

-       Por favor, no… – Murmuró Diana, asustada.

-       ¿No es lo que querías? – Susurró él, antes de comenzar a besarla.

Una lengua enorme, que a Diana le pareció un tentáculo, se hundió en su boca. Por su parte, dos manos le abrieron el peplo, haciendo saltar los broches que lo sostenían en los hombros. El vestido cayó hasta la cintura y Gneo Marcio contempló un par de pechos adorables, erguidos, aún en desarrollo. La niña temblaba, llena de vergüenza. Ningún hombre había visto sus senos antes y se sintió sucia y vulnerable.

-       Exquisita… Encantadora… – Siseaba Marcio, mientras masajeaba aquellas tetas virginales y probaba la resistencia de las puntas, pellizcándolas hasta causarle dolor a la muchacha.

El hombre se arrojó sobre los pezones y comenzó a chuparlos groseramente, dando lametazos sin orden y derramando saliva por los contornos. A Diana se le antojó un animal hambriento que sorbe la sangre de una presa muerta. Lejos de excitarla, esa boca burda convirtió su miedo en indignación. Cuando sintió una mano bajo su vestido, hurgando entre sus piernas, estalló.

-       ¡SUÉLTAME! – Rugió, dando un empujón a Marcio y cortando el silencio del cuarto con una rotunda bofetada.

Diana recogió rápidamente su vestido y se cubrió el pecho. El hombre retrocedió un paso, sosteniendo su mejilla y mirando a la chiquilla insolente con una mezcla de sorpresa e ira.

-       ¿¿Vienes a mi casa en medio de la noche, te ofreces como una prostituta y luego te finges una virgen vestal?? – Reclamó con tono airado – ¿Quién te crees que soy, mocosa descarada? ¿Acaso piensas que estoy para tus juegos infantiles y tus cartas fastidiosas?

Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas

-       ¡No vine aquí a ofrecerme! – Gimió con la voz rota – ¡Vine a decirte lo que sentía por ti!

-       ¿Lo que sentías por mí? – Marcio Gneo lanzó una carcajada – ¿Crees que eso es relevante? Tu padre necesita el nombre de mi familia y ustedes poseen tierras y propiedades que me serán útiles. ¡Eso es lo único que importa! No necesité de frases con azúcar para entender que vienes de una familia adecuada y que estás en edad para que te embarace y empieces a parir herederos que lleven el nomen del clan Marcio. Así que no necesito tus empalagos ni que sientas nada por mí. VINISTE DE NOCHE, CON UN VESTIDO QUE TRANSPARENTA TUS PEZONES Y NO AGUANTARÉ QUE UNA MUJER, NI SIQUIERA LA QUE SERÁ MI ESPOSA, SE ATREVA A GOLPEARME EN MI PROPIA CASA…

Sus ojos eran feroces. Diana comenzó a temblar.

-       ¡LICINIO! – Gritó Gnaeo Marcio. Un esclavo joven y robusto apareció enseguida. Seguramente aguardaba en la puerta – ¡Quítale el vestido a esta puta! ¡Le enseñaremos el respeto que le debe a su marido!

Diana lo vio abalanzándose sobre ella y trató de defenderse a bofetones. No tuvieron el menor efecto, pues en un instante, el esclavo había desgarrado su peplo y la sujetaba desnuda, inmovilizando sus brazos.

-       Mira esto… – Comentó lujuriosamente Gneo Marcio, inclinándose a la altura del pubis – Qué cosita tan deliciosa…

Licinio sujetaba el cuerpo de Diana con los brazos bajos las axilas, mientras el señor de la casa abría las piernas de la muchacha. El pubis era en verdad virginal y de bordes finos y apretados, como los pétalos de un botón de rosa. Gneo Marcio levantó ambos muslos y los apoyó en sus hombros. Esta vez, aquella lengua húmeda como un tentáculo comenzó a pugnar por abrir el sexo y penetrar en la abertura.

A pesar de su ira y del terror de ser reducida como un cordero que espera el cuchillo, Diana sintió el aire frío en su vulva. Había comenzado a lubricar. El hombre rió con sorna al comprobar que los labios se separaban y que emergía la cabecita del clítoris, brillante de fluidos.

-       ¡Pero mira cómo te mojas, pequeña ramera sinvergüenza! – Festinó Gneo Marcio con una carcajada – Deberé tener cuidado, pues no me caso con una doncella, sino con una puta de la colina vaticana.

Hundió un poco los dedos en la vagina que ahora comenzaba a palpitar. Diana dio un grito de dolor: el canal era considerablemente estrecho y se había topado con la delicada membrana del himen. Aún así, el hombre manipuló la vulva, frotando con cierta brutalidad, hasta que hilos viscosos comenzaron a caer sobre el piso de mármol. Por su parte, el esclavo Licinio amasaba las pequeñas tetas, aumentando el tamaño de los pezones y convirtiéndolos en rocas.

Gneo Marcio apretó el clítoris con sus labios y aplicó su lengua, serpenteando alrededor. Diana soltó un hondo gemido. Contrajo los músculos de su vulva. Se odió profundamente, pues de pronto la atormentaba un apetito insoportable por sentir que algo grueso y brutal se arrastrara entre las paredes de su vagina. Movió la pelvis en el aire y se relamió. Nunca antes había experimentado algo así.

-       Ya estás lista, putita – Bufó el hombre, sonriendo triunfante – Ponla en el suelo, Licinio, como una perra en celo. Eso es lo que es…

Obligaron a Diana a apoyarse sobre manos y rodillas. Antes de que reaccionara, Gneo Marcio había apoyado el glande en la entrada de la vagina. Presionó un poco. La chica lanzó un grito y contrajo los músculos del canal. El hombre le aferró la cabellera y jaló con fuerza, desatando algunos rizos y obligándola a arquearse.

-       ¡Relájate, perra, si no quieres que te duela! – Amenazó el futuro esposo – Vas a sentir lo que es un hombre de verdad. Esta noche voy a preñarte, como es debido…

Gneo Marcio aferró las caderas anchas que el general Sabino Fausto había presumido y empujó salvajemente su verga dentro de Diana. La muchacha lanzó un alarido que hasta Zenobia pudo oír claramente. El falo abrió las carnes como un hierro candente y desgarró el himen, sin ninguna piedad. Las piernas de la chica temblaban, mientras finas estrías de sangre comenzaron a escurrir por las comisuras de su sexo empalado. El hombre, satisfecho, golpeó las nalgas de su prometida.

-       Te vas a acordar de esto cada día, pequeña Diana…

Y sujetando cada lado de las caderas, Gneo Marcio comenzó a embestir a la que sería su esposa en pocos meses. Con cada golpe podía oírse el sonido de la piel empapada, el contacto brutal de la carne en un medio viscoso. Los testículos del hombre chocaban una y otra vez con los labios que ardían ante la sorpresa de un estímulo hasta entonces desconocido. Diana entrecerró los ojos, concentrándose en aquella sensación que pasó de un dolor quemante a una molestia; y finalmente, a un creciente y lúbrico gozo. Las paredes de su vagina eran frotadas por aquel órgano enhiesto y rígido; y a pesar de que la hacía sangrar, un placer inesperado subía y subía en su agudeza, partiendo desde lo profundo de su sexo y extendiéndose hasta el resto de su cuerpo.

-       ¡Licinio! – Jadeó Gneo, resoplando como un animal.

El esclavo se quitó la túnica corta y el subligar que cubría sus genitales. En instantes, Diana tuvo enfrente al primer falo que veía tan de cerca.

Una vez, cuando tenía diez años, Diana se escondió junto a Calpurnia para espiar a uno de los esclavos de las caballerizas del padre de su amiga. El joven se había desnudado y se daba un baño, vaciando baldes de agua fría sobre su cuerpo. Tenía una hermosa verga y de tamaño más que aceptable, pero en aquella ocasión descansaba sobre el escroto, en reposo.

-       Vi como se la acariciaba una de las esclavas de la cocina – Comentó Calpurnia, riendo bajo – Creció hasta este tamaño – Señaló una distancia impactante entre sus dedos – Luego, ella se la metió a la boca.

-       ¡Qué asco! ¿Y él se enojó? – Quiso saber Diana.

-       Para nada. Comenzó a gemir con los ojos cerrados y parecía que le gustaba…

-       ¿Y qué pasó después?

-       No lo sé. Tuve que irme. Pero algún día sabré de qué se trata…

-       ¿Serías capaz de meterte esa cosa en la boca? – Preguntó Diana, impresionada.

-       ¿Y por qué no? Se veía divertido.

Esta vez, Diana tenía un órgano completamente erecto, frente a frente; pero era imposible reparar en detalles, pues todo su cuerpo era sacudido por las embestidas de Gneo Marcio, quien parecía querer incrustar su falo en el útero de la muchacha.

Antes de que Diana alcanzara a razonar qué sucedería a continuación, el esclavo la obligó a levantar el rostro, la sujetó del cabello, le abrió la boca sin miramientos y le hundió la verga hasta la garganta. Impactada, Diana se dio cuenta de que era fornicada bestialmente a dos frentes y que su cuerpo se había convertido en un simple instrumento para el placer de dos hombres.

Odió a Gneo Marcio Vespio por tratarla como a una puta o un objeto para su disfrute. Lo odió por burlarse de su dulce carta y por hacerla sentir estúpida y un simple envase para criar hijos. Odió a Licinio, por creer que tenía el derecho de meter en la boca de una patricia de noble cuna, aquel apéndice repleto de sangre y que ahora supuraba contra su garganta. Y por sobretodo, se odió a sí misma, porque a pesar de su orgullo fatalmente herido, su cuerpo respondía con traición, haciéndola gozar de esa verga que la penetraba sin piedad y de la otra, que profanaba su paladar, como si fuera una vulgar esclava de la cocina.

Pero Marcio Vespio no era un gran amante, de modo que cuando el disfrute de la muchacha comenzaba a despegar, el hombre se estremeció con los espasmos del placer y Diana sintió el líquido caliente inyectándose en su matriz. Por su parte, el esclavo también se contrajo y repletó la boca de Diana con el mismo brebaje espeso.

Como si hubiese estado sujeta por ambos falos, cuando los órganos se apartaron de su cuerpo, la chica perdió las fuerzas y se desplomó de lado sobre el piso. Temblaba. De su boca escurrían hilos de esperma y estrías de semen se deslizaban desde su vulva hasta los muslos. Su vagina, sin embargo, palpitaba y ardía; pues su deseo aún no había sido satisfecho.

-       Dejaré que reposes por un rato – Advirtió Gneo Marcio Vespio, casi con indiferencia – Luego, ordenaré que unas esclavas te bañen y te lleven a una habitación, para que descanses. Enviaré un mensaje a la casa de tu padre…

Con total desparpajo, ambos hombres recogieron sus ropas y abandonaron el salón, dejándola desnuda y tendida, supurando semen y con las ansias vivas entre las piernas.

-       ¡Hijo de puta, perro sin corazón! – Murmuró Diana, con la voz rota. Las lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas – ¡Maldito infeliz! ¡Demonio miserable!

Se llevó los dedos al monte de venus y tocó los labios de su vagina. Sintió dolor y a la vez, el apetito creciente que dos desgraciados fueron incapaces de satisfacer. No comprendía bien qué deseaba, pero sus dedos se toparon con el clítoris aún erecto y los labios al rojo vivo. Palpó en círculos y sus dedos se empaparon con los restos de semen y los fluidos que aún manaban de sus profundidades. El clítoris reaccionó enseguida.

-       ¡Que los dioses te maldigan, Gneo Marcio Vespio! – Jadeó, frotando su vulva con violencia – Que tu falo se seque y no seas capaz de darle placer a ninguna mujer, jamás…

Los dedos se movían frenéticos. Recostada en el mármol, levantaba las caderas, con las piernas abiertas, mientras las yemas hacían movimientos circulares contra los labios y la pepita que latía en forma creciente. Diana gemía y sentía que el deseo la atormentaba como la muerte misma. No sabía qué buscaba, no sabía bien qué quería, pero su instinto le decía que debía frotar y frotar, hasta que su cuerpo le indicara que ya era suficiente.

Y así fue. Algo agudo y terrible se gestaba en el centro de su clítoris e irradiaba desde lo profundo de su sexo maltratado. De su garganta salían gemidos inevitables y los jadeos eran cada vez más urgentes. Sintió que aquello crecía y crecía, como el magma, haciendo que todo su cuerpo se contrajera en lapsos cada vez más rápidos; hasta que por fin estalló, provocando que toda su vulva ondulara como una flor acuática y, en medio de un placer insoportable, se derramara en un torrente de jugos vaginales.

Había experimentado su primer orgasmo.

Con los ojos cerrados y el cuerpo sudoroso, respiró profundo, hasta que un hondo letargo la adormeció. Recordó cierta ocasión en que el mayor de sus hermanos visitó la casa Fausta, acompañado por su reciente esposa, cuando Diana aún era una niña. Se quedaron en el cuarto contiguo al suyo. De noche oyó voces y pegó la oreja al muro. Ambos gemían y escuchó con claridad la voz de su cuñada, pidiendo más. ¿Qué hacían? ¿Qué quería ella? Por la mañana, intercambiaban miradas cómplices y risitas maliciosas. Sea lo que fuere que haya sucedido la noche anterior, fue satisfactorio para ambos.

Entonces lo comprendió todo: Gneo Marcio debía proporcionarle ese placer y había sido un fracaso. Seguramente la llevaría a la cama para repetir una y otra vez aquella rutina. Periódicamente abriría sus piernas y ella recibiría ese cilindro de carne, hasta que él se estremeciera y la colmara de aquel líquido pegajoso. Una y otra vez la molestaría para ejecutar el acto de apareamiento; y cuando él se durmiera, en la oscuridad, ella palparía su sexo hasta alcanzar el goce que ese pobre diablo era incapaz de otorgar.

Se incorporó y secó sus lágrimas con el dorso de las manos. No lloraría más por aquella violación grotesca y la humillación de someterla a un esclavo desconocido. No volvería a sufrir por culpa de un hombre y su venganza sería perfecta: buscaría el placer cómo y con quien ella quisiera. Burlaría al pelele miserable de su marido, evolucionando el arte del gozo y se deleitaría con los cuerpos y las formas más refinadas de practicar aquellos actos. Encontraría la perfección del amor con alguien más y el triste necio de su esposo jamás sabría que no es capaz de complacer a una mujer, ni aunque naciera dos veces.

Zenobia entró al salón de los mosaicos y la vio aún en el piso, apretando los restos del vestido contra su cuerpo. Comprendió todo. Cayó de rodillas y rompió a llorar, mientras la abrazaba.

-       ¡Le diremos a vuestro padre ahora mismo! – Aseguró.

-       No…

-       ¡Pero debe saberlo! – Discutió Zenobia – ¡Debe romper el compromiso cuanto antes!

-       ¡Te dije que no!

La esclava la miró espantada y confundida. Los ojos de Diana se volvieron crueles y fríos.

-       Gneo Marcio Vespio es un hombre rico y el vínculo con él favorece a mi familia – Afirmó Diana – No le diremos una palabra a mi padre y me casaré con él, como estaba previsto.

-       ¿Pero cómo podréis vivir con un hombre que os ha hecho esto? – Reclamó Zenobia, horrorizada – ¿Podréis amar a alguien así?

-       Nadie habla de amor. Este hombre me dará los lujos que exijo y los beneficios que mi padre espera.

-       ¡Vos sois Diana Sabina Fausta! – Exclamó la esclava – ¿Dónde quedará vuestra dignidad?

Diana la miró con los ojos centelleantes.

-       Me la pagará día a día, mientras me acuesto con todo aquel que yo elija. Voy a satisfacer todos mis deseos a partir de ahora y haré lo que sea necesario para asegurar mi libertad y hacer lo que se me dé la gana – Su voz era segura y casi perversa – Y un día, te lo juro, lo miraré a los ojos y sabré que ha vivido una existencia más humillante que el hecho de llenar a una muchacha con su semilla y dejarla tirada en el piso de su salón.

Se casaron en el mes de Maia, dos meses después, como estaba previsto. El padre de Diana agradeció a los dioses en secreto, pues al recibir el mensaje de Gneo Marcio Vespio, indicándole que su hija pasaría la noche en su casa, adivinó enseguida que la novia había sido desflorada. “Ella es la única culpable”, se dijo el general. “Ninguna doncella decente puede presentarse en la puerta de un hombre y esperar que él la trate como a una virgen del templo de Vesta. Si Marcio intentó algo, ella se lo buscó. Por suerte, se trata de un patricio que honra sus promesas y no ha decidido romper con el compromiso”.

A pesar de los eventuales contratiempos, los ritos se concretaron. Diana apareció en la ceremonia, ataviada con una túnica blanca y el clásico nudus herculeus ciñendo su cintura, para que Gneo Marcio Vespio lo desatara en la noche de bodas. Los recién casados compartieron el Pan Sagrado frente al sacerdote de Júpiter y luego de una fiesta descomunal en la casa Fausta (A la que asistió incluso el Emperador), se armó la farsa del rapto por parte del novio y algunos de sus amigos. Como era tradición, Diana entró a los aposentos de su flamante marido para ser – supuestamente – desflorada. Y tal como imaginó, el sexo resultó ser un fiasco. La noche de los esponsales acabó con Gneo Marcio Vespio roncando en posición fetal, mientras su bella esposa se deslizaba fuera de la habitación en medio de la oscuridad.

Diana se desplazó velozmente por los pasillos de la casa Vespia, hasta alcanzar los cuartos de los esclavos. Susurró un nombre varias veces y el aludido apareció luego de algunos segundos, confundido y somnoliento.

-       ¡Domina! – Exclamó Licinio en voz baja.

Pero la joven señora de la casa no respondió. Tomó su mano y lo atrajo rápidamente hacia la cocina. Allí volteó y se despojó de la fina bata que la cubría del cuello a los pies. El esclavo tragó saliva al contemplar nuevamente el hermoso cuerpo desnudo de la esposa adolescente.

-       Tómame, Licinio – Murmuró ella con voz seductora – No he podido dejar de pensar en ti, desde que me diste tanto placer. Tómame esta noche… ¡Necesito un hombre de verdad!

-       Domina, estáis casada con mi amo…

Diana tomó las manos del esclavo y las llevó a sus pechos. Licinio sintió la carne tibia y la erección fue inmediata.

-       Te necesito dentro de mí – Rogó ella con tono lascivo – Hunde tu exquisita verga en mi sexo… yace entre mis piernas… Necesito que me inundes con tu semilla… Dame lo que mi esposo no puede entregarme…

La señora se sentó sobre la mesa principal de la cocina, apoyándose con los brazos extendidos. Acto seguido, abrió las piernas al máximo, ofreciéndole al esclavo una vulva perfecta y empapada. Sin quitarse la ropa, el muchacho se arrojó sobre ella y la penetró hasta que sus testículos se apretaron contra los labios.

Ambos ahogaban sus gemidos. Mientras Licinio empujaba dentro del sexo de Diana, ella respiraba profundo, buscando detonar el placer que había conseguido antes con sus dedos. La mesa se sacudía y la señora temió que alguien más despertara y la sorprendiera desnuda y empalada por el falo de un esclavo.

-       ¡Más rápido!… ¡Más profundo! – Murmuró ella en el oído del muchacho, luego de morder su oreja.

Licinio obedeció y ahora bombeaba la vagina de Diana como si quisiera taladrarla. Ella comenzó a gemir cada vez más rápido, hasta que finalmente explotó en un orgasmo mucho más que aceptable. Segundos después, Licinio derramaba chorros de esperma caliente en el cuello uterino de su ama.

Ambos permanecieron jadeantes y abrazados.

-       Quédate así, no te salgas – Ordenó Diana.

El muchacho obedeció, mientras su sexo se reblandecía poco a poco dentro de ella.

Fue entonces cuando Diana alargó la mano por sobre la mesa, tanteando, hasta que alcanzó el cuchillo que se utilizaba para desgarrar la carne y que había notado al momento de ingresar en la cocina. Sin ningún tipo de titubeo lo aferró por el mango, y lo hundió por completo en la espalda del esclavo, sin darle tiempo ni para dar un grito de dolor.

Fue Diana la que lanzó un alarido. Recogió sus ropas y esperó. En cuestión de segundos apareció la mitad de los esclavos de la casa, además de Zenobia – que había acompañado a su ama, como parte de su dote – y su reciente marido. Gneo Marcio entró a la habitación algo irritado, dispuesto a reclamarle a su esposa por aquel escándalo nocturno. En ese momento vio el cadáver de Licinio en el suelo y un lago de sangre que hizo retroceder a los presentes.

-       ¡INTENTÓ VIOLARME! – Chilló Diana, al borde del ataque de histeria – ¡VINE POR AGUA Y EL INFELIZ ME ARRANCÓ LA ROPA Y SE ARROJÓ SOBRE MÍ! ¡LOS DIOSES QUISIERON QUE HALLARA UN CUCHILLO Y PUDIERA DEFENDERME!

-       ¿Licinio intentó violarte? Me cuesta creerlo – Replicó Gneo Marcio, algo incrédulo – Y no comprendo por qué viniste a la cocina por agua, si en los aposentos nos dejaron el mejor vino de Salerno…

-       ¿DUDAS DE LA PALABRA DE TU ESPOSA? – Gritó Diana, profundamente ofendida – ¡NO ACOSTUMBRO BEBER MÁS QUE AGUA POR LA NOCHE! ¡TE DIGO QUE VINE A LA COCINA Y ESTA BESTIA ME ATACÓ Y ME EMPUJÓ SOBRE LA MESA! ¡¡ARROJA SU CUERPO AL TÍBER O DALO DE COMER A LAS AVES DE LAS AFUERAS DE ROMA!! ¡Y SI NO ME CREES, ENTONCES ME MARCHARÉ A LA CASA DE MI PADRE Y NO VOLVERÁS A VERME LA CARA!

El cuerpo de Licinio fue retirado de inmediato. Mortificado, Gneo Marcio Vespio encargó para su esposa un pesado collar que había pertenecido a la reina de Persia. Como ella continuaba molesta, el esposo prometió que compraría una villa junto al mar, para disfrutar de la brisa mediterránea en los tórridos meses del verano.

El cambio de actitud de su marido había sido impactante. La trató como a una ramera de burdel barato aquella noche en el salón de los mosaicos; pero luego de la muerte de Licinio, le ofrecía toda clase de mimos, como si ella fuese la hija del César. ¿Acaso Marcio se sentía culpable? Esa noche le permitió al esclavo que tocara a la que sería su esposa. Le ordenó arrancarle la ropa, lo dejó palpar sus pechos y fornicar su boca hasta descargar su semen en ella. Al autorizarlo para tales actos, ¿No lo habría animado a tratar de ultrajarla? Una cosa muy diferente es servirse de un esclavo para que le ayude a joder a una mujer. Otra, que el muy hijo de puta intente penetrarla, arriesgando un embarazo y la inmundicia de un linaje indeseable.

Gneo Marcio Vespio se sintió responsable por los hechos y concibió una ternura que no imaginaba por su joven esposa. Y sí: llegó a amarla como no pensó que ocurriría. Por su parte, Diana comprendió que, a pesar de su aparente brutalidad, su marido era un completo idiota y fácil de manipular.

Tres meses después los esclavos de la casa aún murmuraban sobre el incidente de la cocina. Muchos eran amigos de Licinio y todos concordaron en que el esclavo no era tan estúpido como para intentar algo osado con la esposa de su amo. Además, dos testigos aseguraron que oyeron un susurro femenino llamando al fallecido en la noche en cuestión.

Como fuere, solo se trataba de un esclavo y a nadie le importaba demasiado si vivía o moría. Mucho menos a una familia brutalmente rica, como la de la casa Vespia.

Diana pasaba las tardes en el jardín, invadida por un sopor desconocido y pidiendo frutas con avidez. Cuando las náuseas convirtieron sus mañanas en un infierno, Zenobia comprendió que algo sucedía.

-       ¿Hace cuánto que no sangráis? – Preguntó seriamente

Diana le respondió. Zenobia levantó las cejas.

-       Me ocuparé de llamar al galeno – Anunció la esclava – Estáis embarazada…

-       Lo que me faltaba… – Suspiró Diana, con más hastío que otra cosa.

Zenobia la observó con severidad.

-       ¿De quién es? – Disparó sin rodeos. En su calidad de confidente podía plantear preguntas atrevidas – Puede ser de vuestro esposo… O del esclavo Licinio…

-       O de Marco Sempronio Glauco, el sobrino de Marcio… – Indicó Diana, sonriendo perversamente.

El joven había estado de visita unos días en la casa Vespia y acostumbraba pasear por los jardines a medianoche. Tuvo la fortuna de toparse con la señora de la casa, con quien intercambiaba miradas libidinosas cada vez que se encontraban.

-       Hay más de un candidato – Señaló Diana, bostezando.

-       ¡Pero debéis saber quién es el padre! – Exclamó Zenobia.

-       ¿Acaso importa? ¿Cambiará en algo mi situación? – Replicó Diana, irritada – Seguiré siendo la esposa de ese imbécil y me hincharé como una rana de pantano. Al cabo de unos meses arrojaré al mundo a una criatura por la que no siento ningún interés y seguramente el mundo esperará que me dedique a criarla según su rango y su apellido. Da igual si es hijo de un esclavo o de quien sea. El resultado será el mismo.

Gneo Marcio Vespio estaba tan eufórico por la noticia de su primer hijo, que le ofreció a su esposa lo que ella pidiese.

-       Derrumba el salón de los mosaicos – Exigió ella – Y quiero que construyas una piscina enorme, rodeada de esculturas y decorados marinos.

-       Pero ese salón lo construyó mi padre – Protestó Marcio, apesadumbrado – Y sobre la piscina… Diana, es costoso… ¡Los constructores! ¡El desvío de los acueductos! ¡El mantenimiento!

-       Ofreciste lo que yo deseara y ya te lo dije…

-       Y si quieres una piscina, ¿Tiene que ubicarse en el lugar del salón?

-       He sido clara. Derrumba ese salón y dame lo que te pido. ¿O quieres que la frustración merme mi salud y ponga en peligro a tu hijo?

Las obras de construcción partieron enseguida. Los mosaicos ya habían sido arrancados y gran parte de las piedras derribadas, cuando Diana sintió los dolores del parto. Su padre tenía razón y su excelente salud le permitió dar a luz con maravillosa facilidad. Así llegó al mundo Sabina Marcia Vespia, una mañana del mes del divino Augusto.

La Domina pidió que le trajeran a la niña y apartó la seda que la envolvía para examinar su cara. Se preguntó si tendría los ojos pardos de Licinio… O el cabello ensortijado de Marco Sempronio Glauco… O la cara de imbécil de su marido. Poco le importaba. Pidió que una nodriza se hiciera cargo y a partir de ese día, dedicó poca atención a la pequeña. La vio crecer con más indiferencia que apego y tampoco sufriría demasiado cuando Sabina se casó a los dieciocho años de edad con Flavio Servilio Plauto, un político de promisorio porvenir, y se marchó a vivir a Neápolis, dos veranos antes de la llegada de Wolfgang a la casa Vespia.

Diana concibió un segundo hijo al año siguiente del nacimiento de Sabina, pero el parto fue tan difícil, que acabó con la vida del recién nacido y provocó que el galeno advirtiera, lleno de pesar, que probablemente ya no habría más embarazos. Lejos de sentirse acongojada, Diana suspiró. No era nada agradable llevar un crío dentro y arrojarlo al mundo en medio de dolores y litros de sangre. Ahora podría fornicar a su placer, sin los inconvenientes que usualmente acarrea. Mientras Gneo Marcio se lamentaba, su esposa se alegró en secreto. No quería más hijos, ni de su marido ni de nadie.

La Domina era una mujer hábil y de aguda inteligencia. Poseía la astucia y el encanto necesario para mover los hilos en las direcciones que quisiese. Habló con las personas adecuadas, durmió con los políticos precisos. Hizo lo que hacía falta, hasta que consiguió que Gneo Marcio Vespio fuera nombrado tribuno, por el senado en pleno. Tribuno… Qué honor. ¡Y en Judea! Un gran desafío.  Marcio era un titán con la espada, un militar respetado y alabado en todo el imperio. Pero fue incapaz de intuir las maquinaciones de su esposa para enviarlo lo más lejos posible y a miles de kilómetros de distancia.

Cuando Wolfgang arribó a Roma, Diana llevaba dos décadas gobernando a su antojo la casa Vespia. Tal como se propuso, gozaba de una libertad que pocas mujeres podían presumir en la capital o en todo el Imperio. Cada vez que nadaba en su piscina, recordaba que allí había sido violada bajo el decorado lascivo del salón de los mosaicos. Allí había sido inicialmente profanada y allí había decidido el rumbo de su vida. Tomó las riendas en ausencia de su marido y estaba dispuesta a alcanzar lo que se propuso en esa misma casa, hacía más de veinte años: encontraría la perfección del placer y lo disfrutaría hasta que el éxtasis la llevara hasta su propia muerte.

La Domina se preparaba para visitar la casa de Marcela Domitia Apia, una de sus amigas de infancia. Cubierta de joyas y ataviada como una reina, subió a su litera, custodiada por sus guardias. Dio órdenes precisas, antes de salir de la casa Vespia.

-       Preparen a Febo. Lo quiero en mis aposentos esta noche…

Cuando Wolfgang escuchó que invertirían toda la tarde en acicalar su cuerpo, supo que el día había llegado: el propósito de su entrenamiento y el punto de partida para aquello que Sieglind le había susurrado al oído. Sin embargo, sintió miedo. Después de todo, era solo un muchacho y no estaba habituado a las maquinaciones que eran comunes en los círculos en donde Diana se movía.

Recibió un prolongado y meticuloso baño. Una de las esclavas derramaba flores de lavanda, camomila, pétalos de rosas y hojas de romero sobre el agua tibia. Una segunda, masajeaba el cabello de Wolfgang con aceites perfumados, traídos desde Siria. Frotaron su cuerpo, rodeando intencionalmente la zona genital. Reían con malicia, mientras contemplaban aquel falo que más de alguna deseaba, pero que sabían reservado únicamente para la Domina de la casa. Cuando estuvo perfectamente aseado, el joven bárbaro fue pacientemente secado con toallas de algodón. Wolfgang recordó cuando su padre y sus hermanos desollaban y limpiaban conejos, antes de ponerlos a girar sobre el fuego.

Illithia apareció con un pequeño frasco de vidrio. El esclavo favorito de la Domina aguardaba de pie y con el cabello húmedo aún. Ya no le importaba que lo vieran desnudo. La señora se había encargado de exhibirlo de todas las formas posibles, de modo que permanecer expuesto a la vista de una cuadrilla de mujeres, se había vuelto casi rutinario.

-       Eres hermoso, Febo – Comentó Illithia, sonriendo, luego de contemplarlo por algunos instantes – Con razón ella se ha encaprichado contigo.

El bárbaro comprendió sus palabras, pero no respondió. Era capaz de entender conversaciones, aunque armar respuestas coherentes aún eran un desafío. Temía olvidar su propia lengua, ahora que el latín resonaba en sus oídos todo el día. Ojalá hubiese hablado otra vez con Sieglind, pero sabía que era imposible.

Illithia quitó el corcho del frasquito que traía. El aroma herbal llenó el aire.

-       Se lo trajeron de Alejandría – Anunció, levantándolo un poco. El vidrio brillaba con reflejos verdes – Pagó por él una fortuna. Dicen que convierte a los hombres en minotauros y hace que las mujeres alcancen el Olimpo en cada coito…

La griega alargó la mano hacia Wolfgang. Acarició lentamente los testículos y la verga en reposo. El muchacho se tensó.

-       Cuando niña, era esclava en una granja – Comenzó a narrar, descorriendo suavemente el prepucio. El pene comenzaba a llenarse de sangre – Me golpeaban y el amo me violaba desde que tenía ocho años. Era un ebrio asqueroso que perdió sus propiedades y acabó muerto en una riña de taberna. Los dioses le dieron su merecido. Me llevaron al mercado de esclavos y allí me vio el Domino Marcio. En realidad, vio estas… – Sonrió, tomando ambos pechos y sacudiéndolos un poco – Y me trajo a su casa. ¡Pasaba la tarde chupándolas y pidiéndome que lo tocara! A la Domina no le importaba. Ahora dispongo de tres comidas al día, tengo buena ropa y no me golpean demasiado – El glande había aparecido. La respiración de Wolfgang se había hecho algo más rápida – Tengo un lugar en esta casa…

La joven derramó unas gotas del misterioso aceite egipcio en sus palmas. Luego, comenzó a masajear con él los testículos y el pene de Wolfgang, hasta dejarlo erecto y brillante.

-       ¿Arde? Yo diría que te gusta… ¡Ah, lo tienes tan bonito...! Dan ganas de comerlo a mordidas.

Las manos aceitaban hábilmente las bolas. Hacía tiempo que el vello dorado se afeitaba prolijamente, como era la costumbre y los deseos de la Domina.

-       Los dioses me dieron tetas para volver locos a los hombres – Continuó, esparciendo la esencia sobre el glande, con ambos pulgares. Wolfgang jadeó – Tus dioses te dieron esto – Se detuvo, aferrando el tronco del falo – Y si eres sabio, lo usarás en tu beneficio – Se inclinó, dándole una lenta lamida en la cabeza. Sonrió – ¡Y además, sabe delicioso…! También podrás volverla loca, como yo lo hice con mi amo.

Metió la cabeza del pene en su boca. En ese momento, Zenobia entró al cuarto de baño.

-       ¡Illithia! ¡Qué estás haciendo!

La griega dio un salto y las demás esclavas retrocedieron.

-       ¡Hago lo que la Domina me ordenó! – Se excusó, enseñando el frasco.

-       ¡Te dijo que prepararas con eso al esclavo, no que te echaras su bálano en la boca! – Le dio una bofetada – ¡Perra! ¡Lo miras todo el día como una puta y lo quieres entre las piernas! ¡Sabes bien que no te pertenece! ¡Ve a los establos a revolcarte con otro!

-       ¡La Domina dijo que podíamos usar las manos o la boca, siempre y cuando no probáramos su semilla! – Alegó Illithia, algo desafiante.

La jefa de las esclavas le aferró el brazo.

-       ¡Mientras lo entrenaban para ella, no cuando lo preparan para sus aposentos!

La soltó, procurando serenarse.

-       No seas estúpida, muchacha. No puedes tocar a este bárbaro, a menos que ella te lo ordene. No te busques azotes – Luego se volvió hacia las demás – Y esto también va para ustedes. Sé que algunas ayudaron con el entrenamiento de Febo, pero evítense problemas. Aléjense de él.

Asintieron, mirando a Wolfgang de reojo. El bárbaro había comprendido toda la situación.

La Domina regresó con la puesta de sol. Tomó un baño caliente y permitió que la vistieran sin ninguna prisa. Zenobia entró al aposento mientras su ama se abrochaba frente al espejo, el collar persa que Gneo Marcio le había regalado hacía muchos años. La esclava se inclinó en su hombro.

-       Todo está listo – Anunció – Cuando lo dispongáis, ordenaré que sirvan…

El corazón de Diana latía con fuerza. Dentro de poco se cumpliría un año de la llegada de Wolfgang a la casa Vespia. Ya era hora…

-       Preparen la mesa ahora mismo – Respondió con firmeza – Y luego, tráiganlo ante mí.

Se había improvisado un banquete en los aposentos de la Domina. Sobre una mesa dorada había pasteles de trigo bañados en miel, lenguas de flamenco acompañadas de vegetales, liebre hervida en leche y condimentada con especias, pato horneado con pasta de almendras y frutas apiladas en torres multicolores. La vajilla de oro contenía el apreciado vino de Salerno y la novedad de la temporada: sorbete dulce con nieve traída de los Alpes, el postre recién estrenado en la mesa del Emperador y ahora servido para un simple esclavo y su ama.

Akeem y Helios escoltaron a Wolfgang hasta las habitaciones de la Domina. Zenobia insistió en que se quedaría en el cuarto, pero la dama desechó la idea.

-       ¿Qué podría pasar? Te llamaré por la mañana, si te necesito – Indicó – Ahora déjenme y no quiero interrupciones.

Diana contempló a Wolfgang. Habían hecho buen trabajo: el muchacho se veía espléndido. Traía una túnica corta de seda púrpura e hilos de plata, sandalias decoradas, brazaletes de oro y amatistas; y sobre la frente, un delgado cintillo dorado, a la moda griega. Realmente parecía la representación viva de algún Dios joven y hermoso. La Domina sonrió y alargó su mano.

-       Por favor, entra. Puedes sentarte – Indicó suavemente, girando el brazo hacia una silla etrusca con un cojín bordado.

La señora lucía particularmente hermosa. Se había recogido el cabello en un peinado alto con una diadema de piedras preciosas y traía un vestido azul con estratégicos pliegues que lucían sus curvas de hembra. El collar de la reina de Persia ocupaba gran parte del pecho. El corazón de Wolfgang se escapaba e ignoró la orden de la dama, a pesar de haberla comprendido.

-       Siéntate, Febo – Ordenó ella con mayor firmeza.

El muchacho obedeció, aunque permaneció en silencio y con la vista baja. Luego de incómodos instantes, la señora levantó un pequeño plato hacia él.

-       Prueba estos higos africanos. Úntalos en miel – Sugirió.

El chico alargó lentamente la mano y tomó una fruta. La mojó levemente en un recipiente metálico y le dio una mordida. Masticaba en silencio, aún sin mirarla.

-       Deliciosos, ¿Verdad? – Preguntó ella – Me traen un pequeño cargamento cada mes. Es uno de mis vicios. Ahora prueba el vino.

Tomó una copa dorada y la extendió hacia Wolfgang. Él levantó la vista hacia ella. La dama lo observó, inmóvil.

-       Juro por los dioses que tus ojos son más azules que la Bahía de Neápolis – Declaró suavemente – Podría perderme en ellos un día de estos…

Esta vez Wolfgang no comprendió del todo, pero recibió la copa y dio un tímido sorbo. ¿Qué pretendía ella? A estas alturas ya sabía cuál era su función en aquella casa. Lo prepararon para llevarla a la cama y dejarla satisfecha. ¿A qué venía esa cena lujosa y los modales amables, como si él fuera uno de esos asquerosos romanos que invita a su mesa? En su cabeza había una lucha despiadada entre el odio por todo lo que proviniera de aquella mujer y la tensión que hacía que su sexo se mantuviera alerta.

-       Espero que aprendas a hablar nuestra lengua pronto – Señaló ella, arrancando un grano de uva – Siento que estoy cenando con una hermosa bestia que no es capaz de participar en una conversación civilizada…

-       ¿Quieres dormir con bestias? – Se oyó decir Wolfgang.

El acento duro y la informalidad insolente, sorprendieron a la señora. Era la primera vez que el muchacho interactuaba en latín con ella, usando más de dos palabras.  Pasado el asombro por oírlo hablar en la lengua del Imperio, la Domina sopesó el mensaje.

-       ¿Tú que crees? – Preguntó, seductora.

-       ¿Importa qué cree un bárbaro? – Replicó él, algo desafiante.

Diana comprendió que el muchacho se mostraba atrevido. Sus pezones se erizaron.

-       Veo que quieres ir al grano, Febo. Entonces así será – Comenzó la dama – Estás aquí para darme placer. Con ese fin te entrenó Nidia y por eso te he alimentado y mantenido en mi casa. Esta noche vas a hacer lo que yo desee y si eres fiel y obediente, obtendrás todos los privilegios y beneficios de mi parte.

-       Como caballo que hace hijos a yegua… – Señaló él con un gesto hosco, que a Diana le recordó el de un niño lleno de frustración.

Lanzó una carcajada, casi enternecida.

-       Si quieres verlo así, está bien. Aunque sin la parte de los hijos, te lo aseguro…

Wolfgang asintió, con los ojos fijos en ella.

-       ¿¿Entonces para qué esto?? – Preguntó el muchacho.

Y acto seguido dio un manotazo que lanzó lejos las copas de vino. Diana abrió los ojos, impresionada.

-       O esto… – Volcó la torre de frutas, las que rodaron por la habitación – O esto… – El pato con pasta de almendras se desplomó sobre el piso de mármol.

-       ¡Detente! – Ordenó Diana, casi paralizada por la sorpresa.

-       ¡O ESTO! – Las bandejas de oro se estrellaron estrepitosamente contra el piso y la nieve del sorbete salpicó los pies de la Domina.

-       ¡TE DIJE QUE BASTA! – La señora se puso de pie – ¡HELIOS! ¡AKEEM!

La puerta se abrió de golpe y ambos entraron. Junto a ellos estaba Zenobia. Vieron el desastre de la cena y luego, al bárbaro de pie frente a la señora. No comprendían nada.

-       ¡LLÉVENSE A ESTE ANIMAL Y DENLE DIEZ AZOTES POR SU INSOLENCIA! – Rugió la dama, temblando de ira y frustración – ¡NO VOLVERÁ A ENTRAR A MIS APOSENTOS HASTA QUE SEA DOMADO, A PUNTA DE LÁTIGO SI ES NECESARIO!

Con los brazos sujetos por la espalda, Wolfgang lanzó en alto germano una extensa respuesta que se adivinaba repleta de insultos. La Domina reconoció el “ubil huora” entre tanto sonido gutural.

-       ¿Y luego de este escándalo descarado me tratas de “hermosa” y “divina”? ¡Ya sé qué eso significa tu “ubil huora”, o como sea! – Señaló ella, cruzándose de brazos, triunfante – ¡No creas que voy a perdonarte por tus halagos!

Wolfgang lanzó una carcajada, de la forma más impertinente; como jamás se había reído un muchacho en su propia cara.

-       “Ubil huora” es “Puta maligna” – Explicó él con un gesto desvergonzado.

¡Esa perra de Nidia! Se sintió como una estúpida ¡Y frente a un mocoso infeliz con edad para ser su hijo! Había invertido una fortuna en él… Se había enemistado con Quinto Estrabón por su culpa… ¿Y tenía el descaro de armar ese escándalo solo para evitarla?

Helios y Akeem ya lo arrastraban hacia la puerta.

-       ¡ALTO! – Gritó la Domina.

Ambos hombres se detuvieron. Zenobia miró a Diana, expectante.

-       ¡QUÍTENLE TODO! – Ordenó – ¡HÁGANLO AHORA Y SUJÉTENLO SOBRE LA CAMA!

-       ¡No! ¡No! – Wolfgang se retorcía, furioso – ¡Puta maligna!

Cuando Akeem arrojó la túnica púrpura al piso y le arrancó el subligar que le cubría los genitales, Diana sonrió, satisfecha.

-       Me tratas de puta y te comportas como un niño berrinchudo; pero estás erecto, como un toro de Creta – Tomó ambos broches que sujetaban su vestido en los hombros y los abrió. La tela cayó hasta sus tobillos, dejándola únicamente con sus joyas

Helios aferró las muñecas del muchacho, apretándolas contra la seda del colchón. Por su parte, Akeem sostenía firmemente los tobillos. El bárbaro se encabritaba, arqueando su espalda, mientras la Domina trepaba lentamente a la cama.

-       No estás en posición de decidir nada en esta casa – Sentenció, mientras lo montaba con calma – No eres nada más que mi posesión y mi esclavo, para hacer contigo lo que yo quiera, ¿Entendiste?

El chico rugía con los dientes apretados. Sin embargo, su verga parecía una enorme estaca, apuntando hacia el cielo decorado con motivos helénicos.

-       ¡Sujétenlo bien! – Ordenó ella.

…Y descendió, hasta que los labios de su vulva tocaron el glande.

Al fin. Disfrutaría de su cuerpo como quisiera. La Domina movía las caderas, acariciando la cabeza del falo con contornos de la hendidura. Se apoyó sobre él, aplastándolo contra el vientre de Wolfgang. Se meció adelante y atrás, frotando el tronco del pene con los labios abiertos. Adelante y atrás… Adelante y atrás… El muchacho comenzó a jadear. Diana sintió cómo su sexo empezaba a lubricar en abundancia. Deslizaba su pelvis hasta el glande y luego retrocedía hasta los testículos. Akeem, desde su posición, podía apreciar las magníficas nalgas de su ama y la delicada abertura del culo. Sintió su propia erección inmediata. Por su parte, Helios contemplaba el magnífico cuerpo de la señora, además de la visión lúbrica del falo del bárbaro, brillando por los jugos de esa vulva sublime que lo frotaba con insistencia.

-       Te resistes, pero tu sexo está duro, como hierro de Esmirna – Murmuró ella, jadeante.

Wolfgang apretó los ojos, embriagado. Durante el banquete, su primera reacción fue de rechazo. Banal, estúpido. Quería mostrarse desafiante y solo resultó una fanfarronada sin sentido. Ahora, ella lo poseería por completo y lo peor: su cuerpo lo traicionaría una y otra vez. “ Átala a ti, enloquécela ”, había dicho Nidia… Esa sería su venganza. “ Encadénala al placer que le darás e intoxícala con las armas que Freija te ha dado ” …Las armas que los dioses le dieron: su verga, su cuerpo, su talento para dar placer y resistir…

Diana posó sus manos sobre el pecho de Wolfgang, liso y dorado. Ante ella, dos ojos fieros y adolescentes. Su cuerpo retrocedió y el pene del muchacho saltó, listo para la batalla.

-       Eres mío, bárbaro miserable… – Susurró ella, apoyando la entrada de la vulva en el glande empapado.

…Y la Domina descendió, centímetro a centímetro. Con los ojos cerrados, disfrutaba de esa verga enhiesta, degustando con las ávidas paredes de la vagina, el contorno y el grosor de aquel órgano magnífico. Los músculos se contraían, absorbiendo como una boca que, insaciable, no dejaba de tragar.

Wolfgang lanzaba profundos gemidos. Más de una vez había sentido una boca encerrando su falo, incluyendo la del cerdo repulsivo de Estrabón. Pero era la primera vez que penetraba el sexo de una mujer y una hembra como Diana sabía cómo estimularlo. Ondulaba, como una diosa perversa, masajeando con las profundidades de su vagina la piel del prepucio y las venas rígidas que rodeaban aquella verga que reventaba en sangre caliente.

Diana cabalgaba sobre él. Era su potrillo torpe, su bestia exótica. Con la cabeza hacia atrás y la espalda en arco, saltaba una y otra vez sobre el sexo del muchacho, empapando los testículos con sus fluidos abundantes. Todo era gemidos, jadeos y ese aroma animal de sexos en cópula.

Zenobia, como siempre, observaba serena y en silencio a unos metros de la cama.

De pronto, Wolfgang comenzó a jadear más rápido. Su pecho y mejillas enrojecieron y la vena yugular se marcó claramente en su cuello.

-       ¡NO TE ATREVAS! – Amenazó la Domina, con los ojos en llamas.

El bárbaro apretó los dientes.

-       ¡NOOO! – Gritó Diana.

Pero en ese momento, el bárbaro abrió la boca, como si le faltara el aire, y lanzó un gemido final, mientras Diana sentía el golpe de cada chorro de semen caliente en lo profundo de su vagina.

Jadeante, el muchacho dejó de resistir y relajó brazos y piernas. La Domina, indignada, temblaba de frustración. Comenzó a abofetearlo, aún sobre él, enfurecida.

-       ¡IMBÉCIL! ¡PAGUÉ UNA FORTUNA POR TU ENTRENAMIENTO! – Vociferaba, sin dejar de golpearlo – ¡HARÉ QUE DESPELLEJEN TU ESPALDA A PUNTA DE LATIGAZOS! ¡MALDITO ANIMAL INSERVIBLE! ¡BÁRBARO INMUNDO Y MISERABLE!

Lo desmontó. Alzó un brazo, irritadísima.

-       ¡SAQUEN A ESTA BASURA DE MI VISTA Y DENLE LO QUE MERECE! – Rugió, fuera de sí – ¡DENLE TREINTA LATIGAZOS Y SI SOBREVIVE, LLÉVENLO MAÑANA AL MERCADO Y VÉNDANLO A CUALQUIERA!

La Domina les dio la espalda, recogiendo su vestido y componiendo su cabello. Akeem aferró el brazo del chico. Wolfgang volteó para ver a Diana. Se habían soltado varios rizos de su cabello y caían en su espalda. Sus nalgas, redondas y apetitosas, brillaban de sudor.

-       Muévete – Ordenó el egipcio.

Nadie supo explicar bien qué sucedió entonces. Helios dijo que de pronto vio a Wolfgang dándole un empujón a Akeem y corriendo hacia la señora. El egipcio; que sintió que el muchacho se escabullía como un pez entre sus dedos. Zenobia; que el bárbaro giró tan rápido como un destello y era imposible detenerlo. El punto es que Febo, el esclavo germano de Diana Marcia Vespia, tomó por asalto a su ama, la arrojó de boca sobre la cama, separó sus piernas, abrió sus nalgas y hundió su verga, nuevamente erecta, en el orificio anal de la señora.

Nidia tenía razón. El poder de recuperación de Wolfgang era casi milagroso, así como la potencia de ese falo que abría las carnes sin piedad alguna. Diana dio un grito desgarrador cuando sintió el órgano completo empalándole hasta las entrañas. Helios y Akeem se arrojaron sobre Wolfgang.

-       ¡DÉJENLO! – Los detuvo Zenobia.

Nadie mejor que la jefa de los esclavos conocía a su señora y sabía identificar un grito de auténtico placer.

El muchacho aferraba las caderas y empujaba como un animal. Sin lubricación previa, sin dilatación, el acto fue verdaderamente bestial. Diana trataba de incorporarse sobre sus codos, con su cuerpo completamente sacudido por las embestidas del muchacho que ahora rugía, incrustándose en lo profundo de la Domina. La haría sangrar. El órgano le proporcionaba dolor y placer en dosis semejantes, pero era incapaz de alzar la voz para detener al macho furioso que chocaba sus testículos una y otra vez contra sus nalgas abiertas.

Helios y Akeem miraban la escena con la boca abierta. Jamás pensaron que ese mocoso germano, por quien no apostarían ni medio sextercio, procedería cual gladiador borracho y empalaría a la Domina, como a cualquier puta del mercado. El caso es que la señora gemía como una, con los ojos entornados y relamiéndose, embriagada por el placer absoluto.

La fricción de la verga de Wolfgang contra el esfínter le provocaba oleadas de goce indescriptible. Todo su cuerpo se estremecía, mientras el falo continuaba con su taladro implacable, pugnando por ensartar las entrañas. El muchacho aferró sus caderas y la jaló hacia él, haciendo que la señora apoyara ambas piernas en el piso, nalgas en alto y pechos aplastados contra la cama.

El asalto parecía interminable. Diana daba tales gritos, que las esclavas se acercaron a la habitación, para saber qué pasaba. Toda la casa se enteró que Febo, el germano, le daba a la Domina lo que ella esperaba al momento de contratar los servicios educativos de la más famosa de las putas romanas.

El asunto se hizo insostenible. Las piernas de la Domina comenzaron a temblar, sus alaridos se hicieron aún más agudos y entonces, Wolfgang retiró la verga del cuerpo de su ama. El orgasmo de Diana fue tan violento, que su cuerpo completo convulsionó una y otra vez, mientras un torrente de líquido transparente se derramaba como una cascada desde lo profundo de su vagina. Solo entonces, Wolfgang inspiró como Nidia le había enseñado, y arrojó varios chorros de esperma que salpicaron las nalgas de la señora.

Diana cayó de boca sobre su cama, jadeante. En sus glúteos, brillaba el semen espeso que escurría lentamente hacia las sábanas. Cerró los ojos, profundamente afectada por ese placer animal que no había conseguido jamás, ni siquiera cuando en cierta ocasión pagó por acostarse con el gladiador más famoso de la temporada. Wolfgang, por su parte, permanecía de pie, con el glande goteando y los ojos cargados de odio.

“Conviértete en Loki y en un demonio. Haz que llore a gritos, añorando tu cuerpo y tu semen; y cuando termines con ella, que pida la muerte, antes de prescindir del placer de tu sexo…”

Se reclinó sobre ella, acercando su boca a su oído.

-       ¿Esto es lo que querías, Ubil Huora ? – Preguntó en perfecto latín.