3. El amante de la Domina. Ubil Huora

Wolfgang continúa en la casa de la hermosa Diana Marcia Vespia. Comenzará su entrenamiento en las artes de dar placer a una mujer. ¿Será más fuerte su lujuria o su orgullo guerrero, a la hora de enfrentar a la mujer que perturba su vida?

CAPÍTULO 4

UBIL HUORA

Wolfgang hablaba en su lengua, mientras se sumergía en la semiinconsciencia de la fiebre. La esclava que fue encargada de su cuidado no pudo informarle a su ama qué decía el muchacho cuando deliraba. Afortunadamente; o la señora se habría enterado de que su bárbaro se refería a ella como “ ubil huora ”, que se traducía al latín como “puta malvada”. Por suerte nadie hablaba alto germano en aquella casa.

Treinta latigazos lo habrían matado. Quince, lo postraron durante una semana. Durante los primeros dos días permaneció en la nebulosa del delirio: una mezcla de pesadillas en donde Lucio Quinto Estrabón se aparecía como una bestia carnicera y Diana se alzaba como una diosa perversa que pedía su sangre, solo con el brillo de sus ojos. Llamó a su madre, vio a sus hermanos entre sueños e incluso a su padre, con la línea roja que marcaba nítidamente el corte de la espada que lo decapitó. Ahí estaba, en la habitación romana en donde yacía: alto y rubio, como era en vida; con la espesa barba dorada y los ojos azules y hundidos, acusándolo.

-       Te convirtió en un animal – Murmuraba su padre, severamente – Ellos me hicieron esto – Enseñaba su cuello – quemaron el bosque y nos mataron a todos; pero tú solo puedes pensar en hundirte entre sus piernas… Te convirtió en un animal, Wolfgang… Eso es lo que eres ahora…

Cuando recuperó la consciencia, pensó y pensó. Quizás era mejor haber muerto en la batalla, en vez de que aquel soldado romano le perdonara la vida y se contentara con golpearle la cabeza con el pomo de su gladius . Habría sido mejor morir en la nieve y jamás haber llegado a esa ciudad maldita. No lo necesitaban en esa casa para convertirse en guardia o guerrero. La Domina ya había decidido cuál era su destino: sería su juguete, un objeto, poco más que basura. Por ello ordenó que lo encadenaran y que un grupo de mujeres lo tratara como a un semental. Por ello permitió que ese cerdo romano se atreviera a tocarlo, como si fuese una puta entrenada.

Lloró de ira en la oscuridad. Sabía que el asunto continuaría, una vez que recobrara la salud. Apretó los puños y cerró los ojos, tratando de concentrarse. Aún creía en los antiguos dioses de sus padres, cuyos símbolos pintaban en los escudos y tallaban en los mangos de sus espadas.

-       Poderoso Odín , padre de todo lo existente… Haz que mi padre y mi familia beban contigo en el salón de los escudos… Recíbelos en el eterno Walhalla – Rogaba, con lágrimas en los ojos – Que las valkirias guíen a mi madre… Sé que murió con la espada en la mano, tú la conoces… Loki , señor del engaño… Hazme fuerte, permíteme resistir y ayúdame con mi venganza…  Y Freija , hermosa señora del amor… No dejes que ella vuelva a seducirme. Aléjala de mí… Haz que su piel me parezca repugnante y que su cuerpo ya no aparezca en mis sueños, haciendo que me derrame…

Pero algunos dioses no escuchan. Freija era una de ellos.

A pesar de la fiebre inicial, Wolfgang se recuperó con bastante rapidez. Akeem se mostró impresionado cuando comprobó que las heridas de su espalda habían cicatrizado completamente. Apenas unas líneas rosadas delataban el castigo. Incluso, el egipcio bromeó, diciendo que la nariz de Quinto Estrabón lo había pasado bastante peor.

La servidumbre de la casa se impresionó por lo que Wolfgang había hecho. Nadie, jamás, osó levantar un dedo en contra de algún romano. Todos sabían que aquel atrevimiento terminaría con una mano amputada, en el mejor de los casos. Por ello, la misericordia de la señora hacia el bárbaro fue tema por varios días entre los esclavos.

-       Por mucho menos, la Domina habría ordenado que me abrieran la garganta – Comentó Helios, mientras compartía un cuerno de vino con Akeem.

-       Porque no eres el cachorro hermoso que guarda para su cama – Se burló el egipcio.

“El cachorro que guarda para su cama…”. Y Wolfgang había comenzado a entenderlo.

Llegó el verano y con él, un calor sofocante que el joven bárbaro no conocía. Roma se había convertido en un horno y las calles hervían con el olor de la carne descompuesta del mercado, de los vegetales podridos en las mesas de los pobres y del vino caldeado en las tabernas. El polvo caliente flotaba entre los adoquines, pegándose a los cuerpos sudorosos y malolientes. Diana pasaba las tardes en su frigidarium , disfrutando de la brisa que soplaba por las entradas estratégicas y de los finos hilos de agua que un surtidor arrojaba sobre su cuerpo, para refrescarla. Al cabo de un rato, sus delgadas ropas se pegaban a la piel, destacando más de lo que una mujer casada podía exhibir en público.

Pero para Diana, sus esclavos no eran “público”. Daba igual si la veían desnuda o fornicando con alguno de sus amantes. No tenía ningún reparo en pasear desnuda por el borde de su piscina privada, a la vista de sus guardias y de cualquiera de sus esclavos. Para ella eran parte del mobiliario y en el caso de Febo, su juguete predilecto y el más hermoso de los objetos de su casa.

Solo las familias más poderosas contaban con el grosero lujo de una piscina. Los costos de desviar el agua de los acueductos para usos particulares eran tan altos, que únicamente el César y algunos patricios disfrutaban de semejante privilegio. El grueso del pueblo asistía a los baños públicos; más ahora, con el calor que abrasaba la ciudad.

Obviamente, Diana Marcia Vespia poseía una alberca magnífica y enorme; al punto de que la propia Popea Sabina alabó la elegancia de las esculturas que bordeaban el agua y los mosaicos marinos que decoraban el fondo. Incluso, se decía que la divina esposa de Nerón ordenó replicarla en la Villa Imperial de Capri. La Domina del esclavo Febo pertenecía a una de las familias más antiguas y ricas del Imperio. Su marido, igualmente, había aportado lo suyo a su tesoro personal.

Una tarde del mes de la diosa Juno, cuando el sol brillaba de forma particularmente cruel, la señora de la casa Vespia nadaba perezosamente en su estanque propio, cruzando de lado a lado, sin ningún otro atuendo que la capa de rizos negros que caía sobre su cuerpo. Akeem esperaba al borde del agua, de pie, acompañado por Illithia. La dama se desplazó suavemente hacia la orilla y apoyó los brazos brillantes en el borde.

-       ¿Qué tienen para mí? – Preguntó con algo de hastío.

El egipcio tocó el brazo de la esclava griega, conminándola a hablar. Illithia dudó unos segundos.

-       Se ha derramado en algunas ocasiones mientras duerme, Domina – Señaló, sin mirar a su ama a los ojos – Y ha bebido cada noche las hierbas…

-       Ya sé que ha bebido cada noche las hierbas, eso no es ninguna novedad – Replicó la señora, algo irritada – Quiero saber si hay avances…

-       ¿Avances, mi señora…? – Balbuceó la chica.

-       Akeem, ¿Puedes explicarle a esta estúpida a qué me refiero? – Se dirigió al egipcio, con franca indignación.

-       La señora quiere saber si el bárbaro ha logrado controlar su descarga – Explicó el hombre, también molesto.

-       ¿Controlar su descarga? Pero, Domina… Os dije que sí ha descargado, pero en las sábanas de su cama – Se excusó la esclava, aún confundida.

-       Escúchame bien, griega, si no quieres que decida venderte a algún burdel miserable del puerto de Ostia – Amenazó la dama – Fui bastante clara cuando te dije que Febo requería de entrenamiento. Sabes bien que no es capaz de controlar sus explosiones. El día en que lo estimulaste, no aguantó lo suficiente. Tampoco la noche del banquete. ¿Qué has hecho para ayudarlo con eso?

-       Mi señora… Las hierbas. Creí que solo esperabais que se las proporcionara – Respondió Illithia, confundida – Pensé que no queríais que lo tocara ninguna de las esclavas de vuestra casa. Ahora, si lo ordenáis, puedo meterme en la cama del bárbaro y entrenarlo en el arte de…

La dama se enfureció.

-       ¡Por ningún motivo vas a fornicar con él! – Rugió – ¡Y ninguna de las rameras que holgazanean bajo mi techo! ¡Te autoricé a estimularlo el día en que presenté al bárbaro con mis invitadas, únicamente para comprobar si ya era un hombre!

-       ¿Y qué debo hacer, Domina? – Preguntó la griega, humildemente.

-       Recibirás ayuda – Respondió la dama, más serena – Entrenarán al bárbaro en el arte de la resistencia. Aprenderá a retardar el estallido con todos los medios que encuentren. Pueden usar la boca, las manos o cualquier parte del cuerpo o instrumento – Volvió a cambiar su semblante – Pero escúchame bien: ¡JAMÁS PENETRARÁ A NINGUNA!  Y si me entero que alguna de ustedes se atrevió a recibir su semilla en la boca o entre sus piernas, les juro que las marcaré a hierro candente y las venderé al primero que me ofrezca una miseria por ustedes. Cada vez que el bárbaro se derrame, recolectarán el néctar y me lo entregarán enseguida, ¿Entendido?

-       Sí, Domina – Replicó Illithia, retrocediendo.

La señora se volvió al egipcio.

-       Akeem, tú serás el encargado de vigilar que mis órdenes se cumplan. Zenobia te proveerá del personal necesario para que apoye a Illithia.

-       Como deseéis, mi señora.

Diana nadó de espaldas, exhibiendo sus apetitosos pezones.

-       Ahora, traigan a Febo ante mí – Ordenó, flotando dulcemente hacia el extremo de la piscina.

Trajeron a Wolfgang con celeridad. El muchacho había recuperado su gesto frío y amenazante de los primeros días en Roma. Diana supuso que se debía al episodio del banquete; pero lejos de enfurecerla, la ferocidad del chico le parecía estimulante.

De forma insolente, el bárbaro se cruzó de brazos y desvió la mirada. Diana rió.

-       ¿No vas a saludar a tu señora? – Preguntó, divertida.

No hubo respuesta. Los esclavos levantaron la vista, expectantes.

-       ¡La Domina te hizo una pregunta, bárbaro! – Rugió Akeem, en su cara.

Wolfgang se limitó a mirarlo y esbozar una leve sonrisa irónica.

-       ¿¿TE VOLVISTE SORDO, BASURA??

El egipcio le cogió la cara con los dedos, pero el bárbaro la apartó de un manotazo. Entonces, Akeem lo tomó de la túnica, levantándolo, pero el muchacho le dio un empujón. El gigante regresó con el puño en alto, listo para dar un golpe.

-       ¡BASTA! – Interrumpió la Domina, desde el agua.

-       Mi señora, si lo ordenáis, haré que este bárbaro infeliz reciba un castigo por su insolencia. Hace días que se muestra atrevido y ha perdido el respeto por sus superiores…

Wolfgang había entendido a grandes rasgos el comentario de Akeem. Se paró, desafiante, como si esperara valientemente un garrotazo o el golpe de una espada. Su actitud arrogante hizo que la Domina contrajera los músculos de su vagina y que sintiera que sus pezones se erizaban.

-       No, déjalo. Ya habrá tiempo para castigarlo como es debido – Indicó, sonriente, mientras nadaba hacia las escalinatas que ingresaban al agua.

El bárbaro siguió con ansiedad la trayectoria de la Domina.

Antes de salir de la piscina, la señora giró la cabeza hacia él, clavándole las pupilas oscuras. Entonces, emergió paulatinamente, haciendo que hilos de agua se deslizaran por su cuerpo. El muchacho contuvo la respiración. La dama estaba completamente desnuda y esta vez, a plena luz del día. Su piel era tersa, más oscura que la suya. El cabello era rizado y se extendía como un manto sobre la espalda, hasta morir a la altura de las nalgas. Los gloriosos pechos que había devorado con tanto ahínco aquella noche, ahora resplandecían con mil gotitas brillantes, como joyas. Más abajo, entre sus piernas, las delicadas líneas del pubis afeitado le recordaron las delicias que sus dedos tuvieron el privilegio de palpar.

Si el muchacho hubiese conocido a los dioses de Roma, habría imaginado a Venus en su espléndida desnudez. No halló ninguna comparación posible entre sus propias divinidades guerreras. No había en su pueblo tal despliegue de belleza o una imagen de semejante lujuria. Apretó los puños, derrotado. Freija le había fallado. La diosa germana del amor jamás le quitaría el deseo que lo consumía, cada vez que estaba en presencia de aquella mujer.

Los esclavos corrieron para instalar un toldo dorado y un diván para que la dama descansara luego de su baño. Con la vista baja, evitando mirar directamente el cuerpo de Diana, prepararon una mesa con vino y frutas frescas, además de depositar una finísima tela transparente sobre la piel empapada de su ama. Ella se reclinó perezosamente, mientras dos muchachas acomodaban sus interminables cabellos y una tercera, procedía a aliviarla con un abanico de plumas de mango largo.

Era tan hermosa, que podría dudarse que fuera real. Wolfgang murmuró una maldición, apretando los ojos, como si esperara que el deseo lo abandonara si evitaba mirarla.

-       Ven aquí – Le ordenó ella con una voz sedosa poco habitual.

El muchacho permaneció en su sitio, tratando de resistir. Akeem le aferró el brazo.

-       ¡La Domina te ordenó que te acercaras! – Rugió el egipcio.

-       Déjalo, Akeem. Sé que me comprende.

Volvió a mirar al bárbaro a los ojos, fijamente. Wolfgang sintió que comenzaría a jadear en cualquier momento.

-       Ven – Repitió, con los ojos clavados en las pupilas del chico y extendiendo levemente el brazo, atrayéndolo – Acércate a mí.

Esta vez, Wolfgang dio un paso hacia ella. Luego dos. Se detuvo a casi dos metros del diván, tratando de desviar los ojos de ese cuerpo húmedo, apenas cubierto por un velo que se pegaba a la piel. La dama se sentó, haciendo que la tela cayera. Ahora los pechos aparecieron con toda su magnificencia, prácticamente al alcance de sus manos. Diana adivinó que el muchacho resistía el impulso de arrojarse sobre ellos, para volver a mamar sus pezones, como aquella noche.

-       Quítate la túnica – Ordenó, luego de beber lentamente de una copa de bronce.

Sin dejar de mirarla a los ojos y como un autómata, Wolfgang obedeció, arrancándose la ropa por la cabeza. El taparrabos de lino apenas lograba cubrir el órgano ya pleno de sangre.

La Domina contempló complacida aquel cuerpo. Había visto potencial en las líneas hermosas y casi andróginas que comprobó aquella tarde, en que desnudaron al muchacho frente a Marcela y Calpurnia. Sin embargo, ahora podía intuirse la belleza de un torso de hombre: los hombros anchos, la cintura estrecha, las líneas del abdomen, la musculatura definida de brazos y piernas. El rostro seguía siendo fresco y adolescente, con un aire casi de inocencia, a pesar del ceño fruncido y la actitud huraña; pero ya se percibía al hombre que se formaba en cada impulso de la sangre y en el palpitar de ese sexo magnífico y bien plantado.

-       Quítate todo – Ordenó ahora, extendiendo fugazmente el índice hacia su pelvis.

El muchacho dudó y miró a su alrededor. Había por lo menos diez esclavos junto a la piscina, entre sirvientas, guardias, Illithia y Akeem.

-       ¡Quítate todo, Febo! – Repitió la dama, sin perder la paciencia – Déjame verte…

“¡Maldita sea!”, pensó el muchacho. Sabía que su cuerpo lo había traicionado una vez más. Aún así, se quitó la última prenda y reveló lo que la Domina ya sabía: su espléndido falo nuevamente le regalaba la erección más perfecta que ninguno de los presentes hubiera visto.

-       He visto a bárbaros del norte desnudos en el mercado de esclavos – Comentó Helios a Akeem, entre dientes – Y normalmente no están tan bien armados. ¡Pero mira a este hijo de puta…! Apenas es un mocoso y ya parece un potro de Hispania.

-       La señora no lo habría comprado si no lo pareciera, ¿No crees? – Rió el egipcio, por lo bajo.

Murmullos y risitas entre las esclavas presentes. Una mirada severa de la dama las hizo callar enseguida. Wolfgang permanecía rígido, tratando de conservar su dignidad, a pesar de la exuberante exposición de su masculinidad.

-       Acércate más – Ordenó Diana, extendiendo su brazo y abriendo la mano, con la palma hacia arriba.

Dos pasos y estaba a su alcance. El muchacho respiraba profundo, procurando serenarse. Era imposible, con esas pupilas de azabache prendidas de las suyas y aquellos pezones frutales, duros como rocas, al alcance de su boca.

Diana alargó la mano, hasta sostener ambos testículos. Sin dejar de mirarlo a los ojos, sopesó los órganos, acariciándolos con pericia. Apretó con suavidad el escroto, deslizando los dedos hacia el perineo, palpando la zona previa a la abertura anal. Presionó levemente, provocando un breve gemido del muchacho. Ella sonrió complacida, palpando de vuelta hacia la verga.

“Magnífico”, pensó la Domina, acariciando lentamente el pene más apetitoso que jamás cayó en sus manos. Ni su marido ni ninguno de sus amantes le ofreció tal despliegue de hermosura. El largo era imponente; el grosor, inquietante. Las venas en relieve le otorgaban una sensualidad viril insoportable. Al descorrer la delicada piel del prepucio, se revelaba la deliciosa fruta del glande: redondo, rojizo, suave y delicadamente bañado en gotas de rocío. Con razón el cerdo de Quinto Estrabón no pudo resistirse a la belleza de ese cuerpo, a la perfección de ese falo. Y como un jabalí hambriento, había profanado las delicias divinas que el muchacho poseía.

No. Febo era suyo. Diana Marcia Vespia no permitiría que nadie más se atreviera a mancillar tal magnificencia con sus manos inmundas o sus cuerpos corruptos. Cada palmo de esa piel dorada era de su propiedad y tenía la certeza de que los dioses hicieron nacer a ese muchacho tan lejos, en los fríos bosques del norte del Rhin, únicamente para traerlo hasta su cama, como una ofrenda, para su placer.

Wolfgang temblaba. Temía estallar, si el contacto continuaba. Pero en ese momento, la dama se retrajo.

-       Entra al agua – Ordenó de pronto – Quiero que nades para mí.

El bárbaro comprendió “agua” y “nadar”. Sabía que todo lo que salía de los labios de la señora eran órdenes; por lo que, con algo de confusión, bajó las escalinatas y se sumergió en la piscina.

Su pelo dorado se oscurecía con el agua. El chico era hábil y daba potentes brazadas, cruzando los largos metros de aquel estanque de mármol. Se había entrenado en ríos caudalosos y en extensos y fríos lagos. El agua de la piscina le pareció templada, muy diferente al entorno en donde ejercitó su cuerpo, compitiendo contra sus hermanos y explorando en las profundidades.

Mientras la dama lo contemplaba complacida, un segundo diván fue instalado frente al suyo, bajo el toldo de oro.

Wolfgang regresó a la orilla y la Domina le ordenó salir. Comprobó, satisfecha, que la prueba del agua fría no había hecho mella en su erección; pues el falo continuaba magníficamente rígido cuando emergió de la piscina. Con un gesto, le indicó que se sentara en el diván.

-       Veremos si eres fuerte, Febo – Explicó la dama, con una sonrisa misteriosa – Y si has aprendido algo en estos días.

El chico creyó comprender.

-       ¡Helios! – Llamó la Domina.

El guardia se acercó a ella, despojándose de sus armas. Tenía cerca de treinta años y era alto, fornido y de pelo castaño y ensortijado. Poseía unos ojos felinos de color verde mar y ese rostro clásico que los artistas tallaban en las rocas. No necesitó de ninguna instrucción y rápidamente se puso de rodillas, frente al lecho en el que reposaba el cuerpo desnudo de su señora. Por su parte, dos esclavas flanquearon a la dama, aguardando la señal. El muchacho estaba tan expectante y absorto, que no se percató que Illithia se había plantado a su derecha.

-       Que no deje de mirar, Akeem – Ordenó la Domina, revolviéndose en su diván y apartando el velo transparente que la cubría parcialmente.

-       Así será, mi señora – Acató el egipcio, ubicándose a espaldas del bárbaro.

¿Qué ocurría? Wolfgang se sentía ansioso. La sangre fluía furiosa por cada vena y arteria de su sexo.

Diana Marcia Vespia se acomodó, cerrando los ojos y respirando profundamente. Recogió los brazos, dejándolos reposar por sobre su cabeza, en la superficie de los cojines de seda. Sus pechos se levantaron, como si los ofreciera. Cada esclava a su lado acercó el rostro y comenzó a lamer los pezones de su ama. Acariciaban las tetas, amasándolas al unísono, succionando las puntas y dándoles leves mordidas a las areolas.

Wolfgang observaba la escena con la boca abierta.

En ese momento, Helios tomó las rodillas de la dama y las separó con deliberada lentitud. Desde su ángulo, el bárbaro podía contemplar con nitidez cada detalle de aquella vulva abierta, como una granada madura. Lo que había palpado aquella noche se le ofrecía en todo su esplendor: el monte de venus abultado y suave, el botón del clítoris asomando entre un suave capuchón de piel que se abría lentamente, la hendidura inflamada, cercada por labios que se hinchaban como pétalos mojados por la lluvia. Entre los pliegues rojizos, un lento y espeso néctar bajaba desde el clítoris hasta el ano. Esa miel divina que escurrió en su lengua aquella noche de fiebre, brillaba ahora a la luz del sol, generosa e inagotable.

Entonces, los dedos de Helios entraron en escena. El pulgar, primero, presionando el clítoris en círculos. Sin saber por qué, el muchacho sintió una oleada de indignación. Él mismo había tocado esa carne sublime y se había alimentado del néctar final. Ahora, un guardia griego palpaba la maravillosa piel de ese sexo que se abría y respiraba, como una magnífica fiera que desfallece de hambre.

La dama advirtió que los ojos del bárbaro se clavaban en el volcán entre sus muslos.

-       Ahora, Illithia… – Ordenó, reclinando la cabeza para disfrutar de las bocas que chupaban sus pezones y de los dedos que manipulaban su clítoris.

La esclava se puso de rodillas frente a Wolfgang. El muchacho seguía tan absorto, que solo reaccionó cuando sintió que su verga era constreñida entre dos bloques de carne. Bajó los ojos y, sobresaltado, se percató que Illithia emparedaba entre sus enormes pechos el pene que casi le explotaba por la violenta erección.

-       Tranquilo – Murmuró la chica, sonriente, mientras masturbaba hábilmente al joven bárbaro con sus ubres descomunales – Solo mira a la Domina… Mantén tus ojos sobre ella…

Akeem se inclinó sobre el oído de Wolfgang.

-       Resiste, bárbaro... Aguanta cuanto puedas. No debes explotar antes que ella, ¿Entendiste? – El egipcio aferró su hombro – ¡No debes derramarte primero!

Más que un instructivo, era una amenaza; pero no era fácil resistir, con el espectáculo de la Domina a un metro de distancia y el contacto de Illithia y sus descomunales tetas.

Helios ahora hundía profundamente el dedo medio en el ano de la Domina. La penetraba con precisión, conocía su oficio. Ella se arqueó, gimiendo, mientras las bocas de ambas esclavas no dejaban de engullir sus pezones y la lengua del griego ahora jugueteaba sobre su clítoris inflamado. Wolfgang podía ver cómo la vagina se abría, supurando el líquido cristalino, y los labios se separaban para recibir la boca que absorbía con apetito.

-       Resiste… Resiste – Repetía Akeem.

Wolfgang no comprendía por qué debía aguantar, pero sospechó que sería castigado si no lo conseguía. Por su parte, Illithia no ayudaba demasiado a su resistencia, lamiendo su glande cada vez que emergía por encima de sus pechos.

El guardia ahora frotaba el clítoris con los dedos, mientras la lengua pugnaba por entrar en la abertura anal. Diana se había recostado completamente en el diván y sus caderas ondulaban en el aire, fuera del lecho y sujetas por los brazos de Helios. El griego se había deslizado por debajo de la dama, sentado en el piso de mármol y mirando de frente al muchacho. Sostenía los muslos de la Domina, mientras su boca tragaba los fluidos espesos que escurrían entre las carnes, empapando las ingles y la seda del lecho improvisado.

-       ¡Quiero verlo! – Gritó la señora, moviendo su pelvis en círculos.

Illithia giró un poco para que la dama no perdiera detalle. Diana pudo ver el glande a punto de explotar, asomando una y otra vez entre las tetas de la griega. Febo se reclinaba levemente hacia atrás, respirando con rapidez y con los ojos fijos en la vulva supurante, torturada por una frenética lengua.

Miró a los ojos de la Domina y supo que ella también le ordenaba que resistiera. Era más que un mandato. Era una súplica. Sin entender por qué, sintió que debía obedecerla.

-       Respira profundo – Murmuró ella, casi inaudible – Respira una y otra vez.

Creyó comprender. Abrió la boca y aspiró. Apretó los ojos, tratando de desviar su mente de aquel momento y lugar. Pero Akeem sujetó su cabeza con violencia y lo obligó a voltear hacia la dama.

-       ¡MÍRALA, BÁRBARO! – Ordenó el egipcio – ¡MÍRALA BIEN!

Pero era imposible controlar su cuerpo ante una visión como esa. Aquella diosa siniestra le ofrecía una imagen tan perversa de lo que era su sexualidad, que resultaba una tarea titánica controlar el impulso animal de expulsar el magma que reventaba sus testículos. Tenía diecisiete años, estaba sano y si en aquella época se hubieran conocido las hormonas, habría sido fácil de comprender la naturaleza de ese fuego oscuro que nacía desde sus entrañas.

Y justamente fueron aquellas hormonas las que volvieron a traicionar a Wolfgang, quien no pudo obedecer las órdenes de la Domina.

Antes de que ella alcanzara el éxtasis, el joven bárbaro lanzó un rugido y su glande expulsó un surtidor de leche espesa en la cara y las tetas de Illithia. Aún aletargado por el placer, Wolfgang sintió el golpe sobre su cara.

-       ¡ESTÚPIDO! ¡FALTABA TAN POCO! – Gruñó Akeem, luego de abofetearlo.

Y así era. El cuerpo de la Domina comenzó a sacudirse levemente. Sus caderas se estremecieron y los muslos temblaron entre los dedos de Helios. El griego apartó su boca justo en el momento en que la vulva parecía latir y contraerse sobre sí misma, mientras la dama aullaba de placer incontenible. El clítoris palpitaba con rapidez y de la vagina escaparon varios chorros de un líquido ligero, como el que el bárbaro había bebido con avidez, aquella noche ardiente.

Las esclavas retrocedieron, mientras la dama reposaba, luego de su orgasmo. Todos permanecieron inmóviles, atentos a las próximas instrucciones. Tanto la Domina como el muchacho jadeaban. Diana abrió los ojos y levantó una mano.

-       Illithia, acércate – Ordenó con languidez.

La esclava obedeció, acercándose al diván. Aún llevaba los pechos descubiertos y salpicados de semen.

-       De rodillas – Precisó la Domina.

Nuevamente fue acatada. La muchacha se puso de rodillas, con los ojos bajos. La Domina se acercó a ella y procedió a lamer lentamente aquellas enormes tetas, hasta recoger todo el esperma que escurría por la piel. Luego, continuó con las mejillas. La esclava jadeaba.

Wolfgang contuvo la respiración. La Domina se relamía con los ojos cerrados.

-       Haces bien – Susurró la Domina, acariciando la barbilla de la chica – Aprendiste que ese néctar no te pertenece.

Diana Marcia Vespia se incorporó, envolviéndose nuevamente en su velo transparente. Antes de salir, se detuvo junto al diván en donde su bárbaro aún se recuperaba de la experiencia. El muchacho la miró fijamente.

- Ubil Huora – Murmuró el chico, con ojos feroces.

“Ubil Huora”, repitió Diana en su cabeza. ¿Qué significado tenía? Por el gesto de Febo, nada bueno. Una insolencia o algún insulto en su lengua. Averiguaría de qué se trataba, cuando surgiera la oportunidad. Por lo pronto, era necesario castigar al muchacho por haber fallado. No accedería a su cama hasta que estuviese listo.

-       Cinco latigazos serán suficientes esta vez, Akeem – Ordenó – Pero con cuidado. No quiero que estropeen su piel.

Antes de que abandonara la piscina, Helios cortó su paso.

-       Domina, espero haberos complacido – Señaló el guardia griego, con los ojos bajos.

-       Lo hiciste bien – Concedió la dama – Tu fama es justificada. Calpurnia y Marcela te han elogiado.

-       Con gusto complaceré a quienes me indiquéis, hermosa Domina – Agregó el hombre – Pero ahora solicito que dispongáis de algún alivio para mi cuerpo.

El griego apartó sus ropas y enseñó su propio falo, rojo y congestionado por la erección prolongada.

-       Entiendo… – Replicó la dama, contemplando el órgano con indiferencia – Puedes vaciarte en Illithia, si lo deseas – Volteó hacia la muchacha – Tú, ven aquí y levanta tu peplo. De rodillas sobre el lecho.

Se marchó, sin comprobar si sus instrucciones habían sido oídas.

Dócilmente, Illithia apoyó las rodillas sobre el diván y se sujetó con ambas manos, como una gata en celo. Levantó su vestido, hasta exhibir dos nalgas tan impresionantes como sus legendarias tetas. Helios se abalanzó sobre ella, apoyó su glande en la vulva y luego aferró ambos pechos con más violencia que técnica. Comenzó a penetrarla con la brutalidad de un toro que se aparea. Mientras el coito sucedía, otras esclavas recogían las copas, las frutas y desarmaban el toldo dorado que daba sombra a los amantes.

Wolfgang los observaba boquiabierto. Illithia lo miró, sonriendo, mientras entornaba los ojos y lanzaba pequeños gritos. Las manos de Helios apretaban sus tetas como garras, amasando salvajemente y pellizcando los desmesurados pezones. El hombre gruñía, aumentando la velocidad de sus arremetidas, hasta que finalmente dio un bramido y se detuvo paulatinamente, luego de algunas contracciones.

Antes de bajar el peplo de la muchacha, le dio una sonora palmada en las nalgas. Se retiró, acomodando sus ropas y silbando alegremente.

Illithia se cerró el vestido y volvió a sonreírle a Wolfgang. Tomó las prendas del muchacho y se las arrojó, sacándolo de su ensoñación.

-       Aprende rápido, Febo – Recomendó la chica, luego de acariciar su mejilla – Y podrás disfrutar de los placeres de esta casa.

Esta vez, los latigazos fueron suaves. Tal como indicó la Domina, dedicaron cuidados especiales a la piel del bárbaro, prescindiendo de la fusta empapada en aceite. Esta vez, utilizaron una correa más delgada y con cierta flexibilidad, de las que se utilizaban para castigar a las esclavas más jóvenes o para los momentos de íntimo y violento placer en la cama.

Si bien, la severidad del castigo varió para él, algunas cosas definitivamente cambiaron su rutina.

Unos días después de su intensa experiencia en la piscina, una mujer misteriosa visitó la casa Vespia. Se entrevistó con la Domina a solas y luego se marchó discretamente. Zenobia se acercó a su ama, una vez que la desconocida salió del domus .

-       ¿Creéis que será útil, Domina? – Preguntó la esclava.

-       Dicen que es mejor que la ramera de Mesalina y es famosa entre los miembros del senado. Oí que Séneca le pagó una fortuna para que lo acompañara una semana a su villa de Capri – Señaló la señora, mientras dos de sus esclavas le aplicaban un masaje con aceite de rosas – Así que más vale que haga honor a su reputación, pues me costó una cantidad considerable.

-       ¿Por qué abrís vuestras puertas a una mujer como ella? No es honorable permitirle a alguien así el ingreso a esta casa – Opinó Zenobia, sacudiendo la cabeza.

-       Es la mejor prostituta de la ciudad y habla la lengua del muchacho. Hasta ahora ninguno de los imbéciles que trabajan para mí han sido capaces de instruirlo como es debido – Se quejó la dama.

Zenobia sintió la acusación. Tragó saliva, antes de hablar.

-       Hubo avances, Diana – Replicó con suavidad – Faltó poco para que lo lograra en la piscina y vos misma asegurasteis que pudo daros placer cuando visitasteis su cuarto…

-       Fueron sus dedos y su boca, Zenobia – Discutió la dama – Es cierto que el chico tiene talento con sus manos, pero otra cosa es su resistencia cuando llegue el momento. No quiero que, estando dentro de mí, vacíe sus testículos y su falo languidezca, antes de mi propio placer. No he invertido tanto dinero en ese muchacho para que me decepcione de esa manera.

Efectivamente. Nidia era la más famosa de las meretrices de Roma y, probablemente, su nombre era conocido en el resto del Imperio. Alguna vez fue una cautiva germana, una bárbara, al igual que Wolfgang. Como él, era prácticamente una niña cuando llegó a la ciudad, sucia y desgreñada, para ser vendida en el mercado de esclavos. Su piel lechosa, sus enormes ojos celestes y la abundante cabellera platinada, hicieron que Cayo Séptimo Léntulo, el dueño de los mejores burdeles de las siete colinas, se fijara en ella. El hombre era hábil y de inmediato olió el negocio. La chica no estaba hecha para los sucios cubículos en donde los soldados penetraban a putas desnutridas y enfermas. Esa muchacha debía ser entrenada para placeres más costosos, pagados por quienes tuvieran los medios para hacerlo.

Una vez terminado su arduo entrenamiento, la adolescente fue llevada a la cama de su primer cliente: un prominente senador que ya pasaba los sesenta años. La muchacha lo montó con tal vigor, que los esclavos debieron socorrerlo para que no muriera de un infarto, producto del insoportable placer.

Muchos años habían pasado desde su estreno. Nidia, la germana, se había convertido en una hermosa mujer con recursos propios y una frialdad que la hacían excelente negociante. Sabía que Diana Marcia Vespia contaba con el dinero suficiente para pagar sus exclusivos servicios, cualquiera que estos fueran. Conocía bien el tenor de las diversiones de las damas como ella, así que se presentó en su casa, esperando lo que fuera. Su sorpresa fue mayúscula cuando la encomienda de la señora consistía en entrenar a un muchacho de su propia raza, en las artes de dar placer a una mujer.

-       Tendré que tocarlo – Advirtió a la Domina.

La meretriz aún conservaba el acento duro de los germanos que hablaban en latín.

-       Podrás hacerlo. Todo está permitido, salvo que te penetre o que su néctar entre por cualquier orificio de tu cuerpo – Indicó Diana, severamente – Si el muchacho estalla, recolectarás el producto y me lo entregarás de inmediato.

Nidia asintió.

-       Necesitaré de más personal…

-       Te será proveído – Aseguró la señora.

-       No os resultará barato…

-       Lo sé y estoy dispuesta a pagarte – La dama abrió un pequeño cofre que descansaba sobre la mesa baja. Dentro, brillaron las monedas de oro – Y habrá más al final del proceso, cuando me entregues a un amante capaz de hacer gemir como una puta a la propia Venus.

Nidia, la germana, sonrió. Era un excelente negocio. Miró fijamente a la Domina y comprendió que se trataba de una mujer insatisfecha. Seguramente había abierto las piernas a hombres por docenas, quizás a la mitad de los machos elegibles de Roma; pero su cuerpo necesitaba más y sin duda, temblaba por los potenciales placeres que un simple muchacho bárbaro podría darle. Intuyó que la barrera del idioma impidió que el chico siguiera las instrucciones adecuadas.

-       Visitaré vuestra casa tres noches por semana – Señaló, haciendo que la esclava que la acompañaba guardara prestamente el cofre de dinero – Tengo bastante trabajo en los días alternos.

De forma muy profesional, Nidia cumplió su palabra y se presentó la noche del día de Marte. Bajó de su litera con total discreción y con el rostro debidamente cubierto por un velo. Fue inmediatamente conducida al cuarto de Wolfgang, quien dormía serenamente, sin sospechar las transacciones que se habían hecho en favor de su entrenamiento.

La meretriz abrió la puerta sin anunciarse y entró en la habitación, acompañada por Zenobia, Illithia, Akeem y otras tres esclavas.

Wolfgang se sentó, sobresaltado.

-       ¿Qué pasa? – Preguntó, restregándose los ojos.

Nidia lo ignoró. Miró a su alrededor con algo de disgusto.

-       El lugar no es apropiado. Necesitamos más luz y ventilación. ¿Hay otro sitio? – Consultó a Zenobia.

-       Así es. Acompañadme.

El muchacho fue arrancado de la cama y empujado a través de los pasillos de la casa. No comprendía, pero su corazón comenzó a latir como cuando despertó en la jaula de los soldados romanos o fue subido a golpes a la tarima de la subasta de esclavos.

Esta vez el salón era amplio, iluminado por varias lámparas y con una enorme salida al jardín que rodeaba la piscina. El bárbaro miró a los presentes, inquieto, sin comprender nada. La mujer se retiró el velo y descubrió su cabeza hasta los hombros. Era muy atractiva.

-       Cuando tenía tu edad, mi nombre era Sieglind – Habló la desconocida, en alto germano – Pero los romanos me llaman Nidia hace más años de los que recuerdo.

El chico abrió los ojos, impactado. Hacía tanto tiempo que no oía una palabra en su propia lengua, que lanzó una carcajada y tuvo que frenar el impulso de arrojarse sobre aquella mujer para abrazarla.

-       ¡Yo soy Wolfgang, hijo de Hagen y Gudrun, de la aldea del lago! – Casi gritó, eufórico, enseñándose el pecho – ¡Más allá del río, en donde el bosque se junta con…!

-       Da igual el nombre que llevabas cuando vivías al norte del Rhin – Cortó la mujer, severamente – Tu ama dispuso que te llamas Febo y así te nombraré de ahora en adelante.

Wolfgang borró su sonrisa de inmediato.

-       Estoy aquí para entrenarte – Anunció Nidia, sin más prólogos – Y espero que respondas a mis instrucciones, por tu propio bien. Imagino que tienes claro que para los romanos, la vida de un esclavo depende de su humor o de los beneficios que les reportan; así que, “Wolfgang, hijo de Hagen y Gudrun, de la aldea del lago”, si eres inteligente sabrás cuál es tu lugar y te esforzarás por cumplir con las expectativas.

El bárbaro frunció el ceño.

-       ¿Entrenarme para qué? – Preguntó, desafiante.

-       ¡Para complacer en la cama a la Domina de esta casa, por supuesto! – Respondió sin rodeos – ¡Para darle placer de la forma que ella disponga! ¿O creías que te alimentaba y vestía con esas bonitas ropas, porque te quiere de mascota?

Wolfgang parpadeó. En el fondo, siempre lo supo. Siempre tuvo claro que era un esclavo en aquella casa, aunque tratado de forma diferente. No se le pedía que trabajara con las manos y en las únicas ocasiones en que la Domina reparó en él, fue para desnudarlo, humillarlo y torturarlo hasta hacerlo eyacular. Era el juguete principal de la señora, tal como las esclavas que lamían sus pezones o el guardia que palpaba su clítoris.

-       ¡No voy a acostarme con esa ramera! – Gruñó Wolfgang – ¡No voy a complacer a esa ubil huora !

Los presentes no comprendían lo que el muchacho decía, pero el tono sonaba amenazante. Akeem se lanzó sobre él. Nidia levantó una mano, pidiéndole calma.

-       Escúchame bien – Comenzó ella, dando un paso hacia él, con los ojos brillantes, aún en Alto Germano – Me trajeron aquí hace mucho tiempo, tal como te ocurrió a ti, y tuve que soportar bastante más que ser alimentado y tratado como un príncipe, solo para divertir a una mujer hermosa. Sabía que si me negaba, me cortarían la garganta y jamás me reuniría con los espíritus sagrados de mis padres. ¿Qué hice? Sobreviví y no les di la oportunidad de arrojar mi cadáver al Tíber, como el de tantos otros esclavos… ¿Sabes quién soy ahora? Una mujer rica y estoy aquí para continuar enriqueciéndome. Yo te convertiré en el mejor amante que esa ubil huora ha tenido entre las piernas y tú sobrevivirás para largarte un día de esta ciudad de mierda y regresar a tu aldea del lago. No vas a morir con la garganta cortada por otro esclavo aquí en Roma, muchacho. Vas a caer en batalla, con un hacha en la mano, antes de irte al Walhalla, ¿Entendiste?

Wolfgang la miró en silencio. Los ojos de la mujer eran brillantes y profundos. Había una larga y compleja historia en ellos y el muchacho supo que tenía razón. Su peor derrota sería morir en esas tierras y jamás regresar a su bosque y a su gente.

Asintió con los ojos bajos.

-       Muy bien, Febo. Ahora desnúdate – Ordenó la mujer, esta vez en latín – Quiero ver qué tienes para ofrecer.

En el muro del salón de entrenamiento destacaba la cabeza tallada de Medusa, la más famosa de las Gorgonas. El rostro de ojos vacíos contemplaba el recinto desde cualquier ángulo, rodeado por multitud de víboras que ondulaban a lo largo de la pared. Los labios carnosos se abrían en una mueca de piedra y, dentro de la boca, unos ojos oscuros observaban discretamente. Diana había hecho instalar aquellos miradores secretos en puntos estratégicos de su casa y ahora espiaba el entrenamiento de su bárbaro, desde la habitación contigua.

Nidia, la meretriz, llevaba algunos meses educando a Wolfgang. El muchacho pasó de la indignación y el rechazo, a establecer cierta complicidad con su maestra. Comprendió la importancia de seguir sus instrucciones y, tal como ella le indicó, decidió disfrutar de cada ejercicio.

Wolfgang entendió que el arte del placer era más complejo de lo que imaginaba. Aprendió a palpar con distintos grados de intensidad: delicadamente, para erizar la piel y provocar ansiedad; firmemente, para estimular los nervios adecuados y bruscamente, para detonar el placer más intenso. Comprendió que en cada encuentro había fases y procesos, por lo que apresurar el clímax no tenía sentido.

-       Suave, lentamente – Instruía Nidia, mientras Wolfgang se concentraba en los cuerpos de tres núbiles esclavas – Concéntrate, las tres deben disfrutarlo…

El joven bárbaro permanecía recostado en un amplio diván, mientras una muchacha morena mecía las caderas, sentada sobre su boca. Wolfgang movía la lengua con destreza, estimulando los labios y el pequeño clítoris que asomaba, púrpura y rígido. La chica gemía profundamente con los ojos cerrados, ondulando con lentitud. Por su parte, dos esclavas más abrieron sus piernas y el germano les frotaba las vulvas con cada mano, al unísono. El aire estaba lleno de gemidos y jadeos femeninos. Como siempre, Akeem vigilaba a cierta distancia, pugnando por mantener la calma ante una escena semejante.

-       Lo importante es que sientas su placer – Explicaba Nidia, paseando alrededor de los cuerpos enlazados – Interpreta las señales: su respiración, la forma como se mueven… Todo es información, ¿Lo entiendes? Sabrás en qué momento están más vulnerables y cómo puedes enloquecerlas. Incluso la humedad entre sus piernas te dirá qué debes hacer.

La esclava que disfrutaba de la boca de Wolfgang comenzó a gemir más alto. Masajeaba sus pequeños pechos con ambas manos, mientras sus caderas hacían movimientos más veloces.

-       Tu tarea de hoy será darles placer a todas, pero sin explotar con el tuyo – Ordenó Nidia – No importa cuánto lo desees o de qué forma te enloquezcan. Debes respirar como te enseñé, sin perder el ritmo de lo que haces.

Wolfgang entendió perfectamente. Llevaba meses absorbiendo las instrucciones de su maestra; aprendiendo con diligencia y recordando cada uno de sus comentarios.

-       Eso es… Sin detenerte. Lame, palpa, acaricia…

Desde la boca de Medusa Diana contemplaba la escena con fascinación. Sin darse cuenta, se llevó las manos a los pechos y comenzó a acariciarlos lentamente.

Las esclavas prácticamente aullaban. Los dedos de Wolfgang emitían sonidos lúbricos, como si jugara con ellos en un charco. Al mismo tiempo su barbilla brillaba, bañada en espeso lubricante.

-       Lo haces muy bien – Concedió la maestra – Pero… ¿Qué pasaría si añadimos dificultad al desafío?

Nidia se inclinó sobre el cuerpo de Wolfgang y aferró el órgano que permanecía rígido y trémulo, durante toda la operación. Sus dedos acariciaron la verga con maestría, haciendo que el muchacho se estremeciera.

-       Respira como te enseñé – Indicó ella con suavidad – Profundo y rítmicamente. No importa lo que yo haga, no dejes de concentrarte.

Los dedos subían y bajaban por el pene, desde el glande a los testículos. Con el pulgar, frotaba la cabeza, esparciendo las gotitas que asomaban por la minúscula abertura y luego descorrían con suavidad el flexible prepucio. Wolfgang comenzó a gemir.

-       Tranquilo… Solo respira – Continuaba ella, acariciando con la otra mano los testículos al rojo vivo.

La boca de Nidia se abrió por completo y engulló lentamente el falo, bajando centímetro a centímetro, hasta sentir el glande contra la garganta. Su técnica era magistral. Su fama muy bien ganada se debía, en parte, por su habilidad de tragar las vergas más descomunales, hasta posar los labios sobre los testículos. Fue ampliamente alabada por el propio Nerón cuando, en cierta ocasión, fue la única capaz de devorar el aterrador pene de un gladiador africano, famoso por hacer sangrar a cuanta mujer accedía que la penetrase.

-       Continúa, no te detengas – Ordenó la célebre meretriz, luego de retirar el falo con la misma parsimonia con que lo engulló.

Continuó masturbándolo. Wolfgang respiraba rítmicamente, con todos sus sentidos concentrados en su resistencia y en los cuerpos que se retorcían entre sus dedos y sobre su boca. Las esclavas daban alaridos y la famosa meretriz comprendió que el muchacho probablemente tendría éxito.

-       Lo hará bien – Pensó Nidia – Aprenderá las artes y le dará a ella lo que quiere. La encadenará a su cama con algo más fuerte que el hierro y la sucia romana no será capaz de alcanzar el placer con nadie más.

En su punto de espionaje y con ambos pechos descubiertos, Diana frotaba su propia vulva, deseando al muchacho con desesperación. Zenobia se acercó a ella, pero se detuvo al verla en tal estado de éxtasis. Tal como había predicho, pensó, la señora perdía paulatinamente el control de su cuerpo por culpa de aquel bárbaro adolescente. Prefirió no interrumpirla, antes de que se produjera el desenlace conocido.

-       Excelente, Febo – Susurraba Nidia, alternando palabras y lamidas en el glande – Falta poco… Resiste un poco más.

La meretriz había hablado con Diana hacía un par de días.

-       El muchacho progresa – Informó – Ya casi es capaz de retardar el éxtasis a voluntad. Si todo marcha como he previsto, tendréis a un amante que podrá daros placer, incluso durante varias horas. Su poder de recuperación es impresionante, así que lo tendréis listo para una nueva cópula, apenas concluya la anterior.

-       ¿Y en cuanto al arte previo? – Preguntó la Domina.

-       Os entregaré a un maestro. Nadie como él os proporcionará orgasmos más perfectos, ya sea con su lengua o con sus dedos – Indicó Nidia – El bárbaro posee un talento natural para estas cosas y tuviste la suerte de que fuese bien dotado. Un falo como ese no se encuentra fácilmente en cualquier rincón del imperio.

Diana sonrió con sumo placer.

-       Así es. Su verga es un regalo de los dioses – Concedió con muy buen humor – Y ya que no podrás comprobarlo, puedo asegurarte que su esperma es un néctar divino. Suave, dulce y del espesor más delicioso.

-       No lo dudo…

Y así era. La pasión de Diana por el semen del bárbaro obligaba a Nidia a recogerlo en una copa, luego de cada lección. La recibía de sus manos y lo degustaba enseguida, como si se tratara de la única bebida que calmara una sed implacable.

“Ubil Huora”, se repetía Nidia, una y otra vez. La mejor definición para aquella romana que era capaz de esclavizar de ese modo a un muchacho que apenas se abría a la vida.

-       Ya casi – Advertía Nidia, sin dejar de acariciar el pene y alargando la otra mano para recoger una copa de vidrio – Un poco más…

Wolfgang lamía con frenesí y penetraba en profundidad con los dedos embadurnados. Las esclavas, al borde del paroxismo, lanzaron gritos desgarradores, mientras se sacudían por causa de los violentos orgasmos. La chica principal dio un alarido, mientras de su vulva escapaba un torrente que empapó la cara de Wolfgang y gran parte de su cuello.

-       ¡Ahora! – Ordenó Nidia.

El bárbaro se arqueó con un profundo gemido, mientras su bálano expulsaba chorros de líquido semitransparente que Nidia recogió hábilmente en la copa.

La meretriz se puso de pie, complacida, sosteniendo el recipiente del néctar que esperaba la señora; mientras los cuatro cuerpos sudorosos jadeaban al unísono, agotados y satisfechos.

-       Está listo – Anunció Nidia, con total aplomo, mientras le entregaba a la señora de la casa Vespia la copa con la semilla de Wolfgang – Podréis disponer de él ahora mismo, si lo deseáis.

Diana sintió que sus pezones se contraían y que su clítoris comenzaba a latir.

-       ¿Estás segura de tus palabras? – Preguntó, ansiosa – Recuerda que recibirás la segunda mitad de tu paga, una vez que me sienta satisfecha.

-       No existe una mujer que no se sienta satisfecha con lo que el muchacho es capaz de hacer. Os aseguro que tendréis en vuestras manos al amante que esperabais – Enfatizó.

Diana cerró los ojos y sorbió lentamente un poco del contenido de la copa. ¡Ah, el semen fresco y joven de aquel muchacho delicioso! Había esperado lo suficiente y por fin podría disfrutarlo como deseaba. Valió la pena cada moneda que gastó y la paciencia de invertir en su cuerpo y sus talentos.

La señora se puso de pie. Se veía alegre y hasta generosa.

-       Has hecho un buen trabajo y ahora que tu labor ha terminado, puedes probar lo que antes te estuvo prohibido – Extendió la copa hacia la meretriz.

La mujer la recibió con los ojos fijos en los de la Domina. Lentamente se llevó el vaso a la boca y sorbió con calma. Sí… Su sabor era fresco y se percibía el vigor juvenil. Era apenas un muchacho, un niño que quería convertirse en guerrero y que habría preferido morir antes de acabar como esclavo sexual de aquella puta maligna. Nidia recordó a un chico muy parecido a Wolfgang, que la acompañaba a recoger setos en los bosques cuando Sieglind aún no cumplía quince años. El muchacho la besó por primera vez y le prometió hablar con su padre y armar con sus propias manos la cabaña en donde vivirían, una vez casados. Los romanos le arrancaron las entrañas frente sus ojos, antes de que tres soldados la violaran y la subieran inconsciente a una jaula, para llevársela para siempre de sus tierras.

-       Es verdad, Domina. Delicioso… – Respondió con voz impasible, devolviendo la copa de cristal.

Diana sonrió.

-       Lo es – Corroboró la señora, profundamente satisfecha – Y, Nidia, quiero preguntarte algo. Tú hablas esa desagradable lengua de los germanos… ¿Qué significa “Ubil Huora”? Febo murmuró algo así, hace algún tiempo.

-       Significa “hermosa” y “divina” – Mintió la meretriz.

La Domina volvió a sonreír.

-       Por supuesto – Replicó con orgullo.

Nidia, la más famosa meretriz de Roma, había terminado su trabajo. Envuelta en el velo, tal como el primer día, caminaba hacia la puerta principal, acompañada por su esclava y custodiada por dos de los guardias de la casa Vespia. Poco antes de alcanzar el último pasillo, Febo, el hermoso esclavo que había entrenado, se plantó frente a ella.

-       Que tengas buena vida, Sieglind – Se despidió Wolfgang.

Quizás era la última vez que podría dirigirse a alguien en su propia lengua.

Sieglind, la germana, tomó los brazos del muchacho y acercó su boca a su oído.

-       ¿Quieres vengarte, Wolfgang? – Preguntó en Alto Germano – Está en tus manos y en el falo que los dioses pusieron entre tus piernas. Átala a ti, enloquécela. Haz que te desee más que a su vida y que los cuerpos de otros hombres le parezcan cadáveres. Encadénala al placer que le darás e intoxícala con las armas que Freija te ha dado. Conviértete en Loki y en un demonio. Haz que llore a gritos, añorando tu cuerpo y tu semen; y cuando termines con ella, que pida la muerte, antes de prescindir del placer de tu sexo.

Wolfgang no volvió a ver a su maestra, pero desde entonces repitió cada noche sus palabras antes de dormirse, como una plegaria.