2. El amante de la Domina. El domus de Diana

El muchacho bárbaro es prisionero en la casa de una poderosa y bella Domina romana. Conocerá los oscuros placeres del Imperio, comprendiendo que su odio es tan grande como el deseo que lo atormenta.

CAPÍTULO 2

EL DOMUS DE DIANA

Durante muchas semanas, el muchacho bárbaro fue alimentado con cuidado, según las instrucciones de la señora de la casa. Lo alojaron en una habitación austera, pero amplia, y las esclavas le proporcionaron carnes asadas, vegetales frescos, legumbres y vino de la mejor calidad, como si se tratara de un invitado de honor en la casa Vespia. Algo más relajado, el chico accedió a entrar por su voluntad en la tina de aguas perfumadas. Apreció las bondades del baño y del placer de sentirse limpio. Sin embargo, no permitió que la navaja tocara su melena de oro. Se contentó con mantener su cabello aseado y atado en la nuca, como acostumbraban los hombres de su tribu. El único indicio de que no era un huésped en esa casa, consistía en que la puerta de su cuarto permanecía cerrada durante la noche, impidiéndole escapar, como pretendía en los primeros días de su cautiverio.

Los días pasaban y el muchacho comenzó a entender palabras sueltas en el idioma musical de los romanos. Tantas vocales, tantas sílabas... Le parecían extrañas, pero fascinantes. Comprendía vocablos simples para denominar los objetos cotidianos y los nombres de los esclavos de la villa. Así entendió que Zenobia era quien mandaba entre la numerosa servidumbre y que su collar distintivo le daba poder sobre todos, incluyéndolo a él. Entendió que Atia era quien organizaba la cocina y disponía las bandejas con los manjares que le servían, como si no se tratara de un cautivo, sino de un príncipe. Aprendió que Helios comandaba a los guardias de la casa y se encargaba de la protección y el transporte de la señora. Y, por supuesto, le quedó perfectamente claro que Akeem lo entrenaría a diario en las artes de la lucha cuerpo a cuerpo, para desarrollar sus músculos y evitar que la comida abundante terminara convirtiéndolo en una vaca de engorda.

Akeem era egipcio. Se trataba de un sujeto aún más alto que el propio cachorro bárbaro, con la piel oscura de quienes descienden de nubios y los ojos negros delineados, según las costumbres de su tierra. Aceitaba todo su cuerpo antes del adiestramiento, hasta dejar cada músculo perfectamente definido. Aparecía en el patio, con el torso resplandeciente, para el deleite y las miradas lascivas de las esclavas de la casa.

Cada mañana, Akeem lo llevaba el patio de la servidumbre, para prepararlo. Lo provocaba con golpecitos rápidos, pero dolorosos; hasta que el muchacho reaccionaba como un gato furioso y arremetía sin orden ni estrategia. Siempre acababa sometido bajo los brazos o las rodillas de su maestro, ante las carcajadas de los sirvientes de la villa.

  • No piensas, bárbaro. Atacas como un animal – Le comentaba Akeem, en su idioma natal.

El gigante solía bromear con él en su lengua. Así, lentamente, el muchacho fue capaz de comprender los rudimentos del latín y frases básicas en egipcio.

Todos se referían a él como "el bárbaro" o "el cachorro dorado". Cuando trató de hacerles pronunciar su verdadero nombre, nadie fue capaz de reproducir esos graciosos y duros sonidos; así que desistieron de sus intentos.

Poco a poco, el muchacho perdió el miedo. Estaba confundido. No entendía cuál era su papel en aquella casa, en donde todos trabajaban de sol a sol, mientras él tomaba baños perfumados, entrenaba como un guerrero y comía como el jefe de su tribu. ¿Acaso los romanos no eran tan despiadados como pensaba? Había visto lo que hicieron en su aldea. Conocía las historias. ¿Su pueblo no hacía, acaso, lo mismo? Saqueaban, destripaban a sus enemigos, arrasaban con los villorrios romanos que tomaban de noche, por sorpresa. Eran las leyes de la guerra. No había discusión en ello. Él era un esclavo, sin duda. En cada brazo, llevaba los brazaletes característicos de su condición; pero no había sido tratado como tal. Al menos, no como él concebía la esclavitud de un prisionero de batalla.

Y estaba ella... La veía eventualmente, subiendo a su litera; o de lejos, abanicándose descuidadamente, mientras paseaba por sus enormes jardines. Desde aquel día vergonzoso, en que lo vio derramándose en los pechos de Illitia, la Domina no le había echado más que una ojeada, como si careciera de interés para ella. Sin embargo, el chico era lo suficientemente inteligente como para comprender que recibía cuidados especiales, por órdenes de la Domina de la villa.

Cada vez que recordaba ese día, en que fue exhibido desnudo frente a las tres romanas y expulsó su semilla ante los ojos ardientes de la hermosa señora; sentía que su sexo nuevamente palpitaba y que el deseo le quemaba las entrañas.

Una noche, Akeem se presentó en su cuarto, trayendo con él a Illithia, quien llevaba una pequeña jarra de arcilla en las manos. La esclava griega se topaba con él frecuentemente y solía mirarlo con malicia, soltando risitas ocultas o abiertas carcajadas, si la acompañaban sus amigas. El muchacho se sonrojaba y bajaba los ojos. Se trataba de la primera mujer que probaba su sexo y la actitud desenfadada de la chica, acababa cohibiéndolo. El egipcio notó la incomodidad del bárbaro y soltó una risotada.

  • Empezarás a beber esto cada noche, antes de dormir – Anunció Akeem en latín, recibiendo la jarra de las manos de Illithia y sirviendo un líquido verdoso en una copa de madera.

  • ¿Qué es? – Preguntó el chico, algo inquieto.

Ya era capaz de responder con frases simples. Comprendía más de lo que podía hablar. Recibió la copa y olió el contenido. Se sentía agradable.

  • Hierbas. Son órdenes de la señora – Replicó Akeem.

  • ¿Por qué hierbas darme? – Insistió el muchacho.

Illithia sonrió ante el error gramatical de la frase.

  • Lo sabrás cuando sea tiempo – Replicó Akeem.

Accedió a beberla. El brebaje tenía un sabor intenso, pero grato. Cuando devolvió la copa vacía, el egipcio y la esclava griega intercambiaron miradas. Sin decir palabra, se marcharon. El muchacho reflexionó unos instantes.

  • Quizás quiere que me convierta en uno de sus guardias, como Helios. Necesita que alguien la proteja cuando sale. Dicen que Roma es tan grande como un bosque helado y que en sus calles hay cosas más peligrosas que las manadas de lobos que acechan las aldeas – Pensó, con algo de orgullo al creer que la dama de la casa había visto potencial guerrero en él.

Sintió un agradable sopor y se recostó en el blando colchón que habían dispuesto para él. Concentró la vista en la llama de una vela moribunda y permitió que el cansancio se posara en sus ojos y en sus miembros. Un sueño dulce lo aturdió, hasta sumergirlo en la oscuridad.

No sintió el sonido de la puerta. A pesar de que la vela había muerto hacía mucho, la luz de la luna se colaba por los barrotes etruscos de la ventana, permitiendo que la habitación quedara en la penumbra. Luego de un rato, sus ojos se acostumbrarían. Sin embargo, en esos primeros momentos, el chico no supo quién había entrado en su alcoba. Apenas veía la silueta de alguien que avanzaba lentamente hasta su cama. Llevaba un velo espeso que cubría todo su cuerpo. El muchacho reconoció el perfume y supo que se trataba de una mujer. De esa mujer...

  • Cachorro bárbaro... – Murmuró ella.

El corazón del chico le estallaba. Se sentó en la cama, expectante y ansioso.

Luego, la mujer descubrió lentamente su rostro. El muchacho apenas distinguía las bellas facciones, pero no le cabía duda de que se trataba de la Domina.

  • Diana... – Susurró él, temblando.

Ya conocía su nombre.

Ella no respondió, pero se despojó grácilmente de sus ropas etéreas. Como si fuera bruma, la tela cayó a sus pies, descubriendo el cuerpo que al muchacho le pareció el de una diosa.

¡Ah, los rizos oscuros que caían en su espalda...! La piel era delicada; el cuello, altivo. Los pechos eran perfectos, cónicos y erguidos, terminados en deliciosos y oscuros pezones, como dulces de castañas. El quiebre exquisito de la cintura destacaba entre las caderas anchas y el maravilloso vientre dominado por el ombligo, como una isla entre esas dunas morenas. Abajo, más abajo, la delicia ensortijada del sexo.

La mujer avanzó hacia él, hasta quedar bajo el halo de la luna. Los detalles de su cuerpo ahora eran diáfanos. De pie junto a la cama del muchacho, permanecía inmóvil. Ni un metro, siquiera, los separaba. Paralizado, el joven bárbaro comenzó a jadear.

  • Cierra los ojos – Musitó ella.

Comprendió las palabras y obedeció. Fue entonces cuando sintió los dedos de la mujer, tomando suavemente sus muñecas y levantándolas hacia ella. Abrió los párpados.

  • ¡¡CIERRA LOS OJOS!! – Ordenó ella, con dureza.

Lo hizo, amedrentado por su voz. Entonces, la dama dirigió las manos del muchacho y las posó sobre sus pechos.

  • Tócalos... – Indicó ella, con la voz suavizada.

No necesitaba darle esa orden. El chico abrió las manos y comenzó a acariciarlos. Al principio, los amasaba delicadamente, sopesando, evaluando qué le estaba permitido. Luego, sus dedos necesitaron palpar cada palmo de piel, apretando, juntando ambos pechos y pellizcando las rígidas puntas. Sin que ella le diera otra instrucción, se incorporó para poner ambas tetas en su boca. Comenzó a chupar los pezones, como si esperara que un surtidor de leche manara de esos senos divinos. Gemía como un niño mientras succionaba y percibió en la respiración de la mujer, que lo disfrutaba.

Ella se permitió amamantarlo bajo la luz de la luna, mientras se oía el canto de los grillos, sus jadeos de hembra y el sonido hambriento de la boca del cachorro, absorbiendo los pezones como si quisiera dejarlos en carne viva.

La dama tomó la mano derecha del chico y la llevó hasta su ombligo, invitándolo a proseguir más al sur. Él continuaba devorando sus pechos, cuando palpó la blanda viscosidad del sexo.

  • Siente... – Ordenó ella, guiando los dedos del muchacho entre los labios de su sexo.

La hendidura se abría al contacto de las yemas, empapada y en llamas. Los pliegues se habían inflamado y el capullo del clítoris palpitaba, erecto y duro, como la miniatura de una verga que arde. El muchacho pensó en su propio pene, rígido y furioso bajo su taparrabos; con el glande supurando gotas de apetito.

Los dedos del bárbaro se deslizaron por el canal resbaloso, acariciando desde la pepita del placer, hasta la abertura del ano. Regresaron al punto de partida, palpando en círculos, separando los labios y untándose con una miel espesa y fragante.

  • Adentro, profundo... – Susurró ella, con la voz jadeante.

Los dedos hallaron la entrada: una boquita hambrienta y fogosa, que se abría y cerraba, como si quisiera devorar sus falanges. Probó con un dedo... Con dos... Con tres... Ella gemía más alto. La boca del muchacho seguía prendida de las tetas, con los pezones pegados a su lengua.

  • ¡MÁS! – Rugió ella, moviendo las caderas en círculos.

El muchacho había introducido cuatro dedos en esa vulva insaciable que, al parecer, quería absorber toda su mano. Finalmente la penetró con el pulgar, el único que faltaba. Ella rugía de placer, mientras el chico pugnaba por empujar hasta la muñeca y, dentro de la vagina, movía los dedos, estimulando las mullidas paredes de carne.

En medio de la fiebre, ella comenzó a temblar. Su cuerpo se estremecía, mientras el bárbaro continuaba devorando sus tetas y hundiendo su mano en su sexo.

  • ¡¡Viene...!! ¡¡Viene...!! – Gritó ella, retorciéndose.

"¿Quién?", pensó el muchacho, pero no alcanzó a elucubrar, pues ella lanzó un alarido que la hizo arquearse. El bárbaro percibió las contracciones dentro del sexo de la dama: exquisitos espasmos que parecían acariciar sus dedos, con rítmicos latidos. La mujer apartó la cabeza del chico, desprendiéndolo de sus pechos y lo empujó hacia abajo.

  • Bebe – Ordenó, mientras lo ubicaba entre sus piernas.

La dama tomó, nuevamente, la muñeca del muchacho, esta vez para arrancar la mano que seguía empalando su vulva.

Entonces, un surtidor de néctar se derramó en la cara del chico. Instintivamente, abrió la boca para recibir esa miel viscosa que caía en lentos hilos sobre su lengua. Apegó la boca a la fuente de tanta delicia y chupó, glotón, como cuando era niño y sus hermanos hallaban una colmena para compartir la miel, en medio del bosque. Lamió y disfrutó a tal punto de esa ambrosía, que sintió que su verga hinchada ya no soportaba un placer tan sublime. Finalmente, el glande explotó en semen ardiente que se derramó en la cama y el cuerpo de la dama.

El placer lo aturdió. Cayó de espaldas sobre la cama, respirando por la boca y procurando calmarse. Unos instantes después, abrió los ojos, lánguido y satisfecho. Estaba seguro de que la Domina se había recostado a su lado, tan agitada como él. Pero no era así.

No había nadie en la habitación.

No había indicios de ella.

Ni siquiera halló el velo a los pies de su cama.

Se incorporó de un salto y registró la puerta. Continuaba cerrada por fuera. ¿Era ella tan veloz, que rápidamente se alejó y salió sin dejar rastros? ¿En qué momento, si él apenas había cerrado los párpados unos segundos...?

Los párpados... Se sentía invadido por un sopor extraño que ahora parecía adormecerle las piernas. Bajó los ojos y lanzó una exclamación. Su sexo continuaba erecto, acechante, como si estuviera listo para el combate. ¿Cómo era posible, si había vaciado sus testículos unos minutos antes? Palpó las sábanas. Seguían húmedas y pegajosas. Efectivamente, había eyaculado. ¿Pero estaba ella presente?

Sintió escalofríos. ¿Lo había soñado? ¿La Domina jamás estuvo en su cuarto y solo lo había imaginado, mientras dormía? Se sentía tan real: su piel, la consistencia de sus pechos... El sabor de sus pezones... La textura de su sexo empapado... Cada sensación fue tan clara, tan nítida, que juraría que había tocado a la mujer romana, tal como había deseado desesperadamente desde que la vio por primera vez. Recordó cuando sus hermanos hablaron con los dioses, luego de beber el brebaje ritual de los viejos adivinos, en la ceremonia de volverse hombres. Todo era real, todo había sucedido... Y sin embargo, parecía un sueño...

¡El brebaje! ¿Acaso eran las hierbas que Akeem le hizo tragar, antes de dormirse? ¿En eso consistiría esa bebida? ¿Una poción maligna que lo hacía soñar con ella, sentirla y derramarse sin control? ¿Y por qué querría Akeem que cada noche se intoxicara con aquella ponzoña? ¿Qué importancia tenía?

¡Su aroma! ¡Esa fragancia salvaje de su sexo! Seguramente seguía en su mano... Apretó los dedos contra su nariz, aspirando profundo. El olor continuaba allí, intenso, embriagante. Entonces no fue un sueño, se dijo. Fue real. ELLA ESTUVO EN SU CUARTO. ELLA LE PERMITIÓ TOCARLA E INCLUSO LE DIO PLACER.

Volvió a mirar su verga y aún seguía erecta. Se doblaba levemente hacia arriba y temblaba, como un animal nervioso. La palpó despacio, como si la calmara. Lentamente, la sangre abandonó las arterias del falo, hasta dejarlo en reposo, un buen rato después. Al ver que el pene descansaba sobre su escroto, el muchacho cerró los ojos y volvió a dormirse.

Bebió la pócima de hierbas cada noche, por mucho tiempo. Continuó alimentándose como un rey y entrenando con el egipcio, en los patios de la villa. ¿Imaginaría su familia cómo era su nueva vida? ¿Creerían, acaso, que seguía con vida?

La dama no volvió a aparecer en su habitación. La vio de nuevo, incluso de cerca, mientras ella descansaba en el salón principal y Akeem lo llevó a su presencia. El egipcio se detuvo frente a ella y luego de inclinarse con el puño contra el pecho, habló, sin mirarla a los ojos.

  • Salve, Domina Marcia. He traído al muchacho, como lo pedisteis – Anunció.

El chico bárbaro entendió que se trataba de un saludo y que hablaban de él. Luego de un codazo de Akeem en sus costillas, imitó su reverencia y también se llevó la mano empuñada al pecho. A un costado de su ama, Zenobia observaba impasible.

  • ¿Lo han alimentado y entrenado como pedí? – Preguntó ella, reclinada en su diván.

  • A diario, Domina. También se le han suministrado las hierbas que ordenasteis.

  • Excelente. Dile que se incorpore – Ordenó ella, bebiendo un trago de un vaso de cristal verdoso.

El egipcio le hizo un gesto con la mano y el chico se paró derecho, pero inseguro.

La dama lo observó atentamente. El corazón del bárbaro nuevamente latía con rapidez. A sus espaldas, el sol entraba a raudales por entre las columnas del peristilo, haciendo que un halo dorado rodeara el cuerpo del muchacho. La señora suspiró.

  • ¿Ya dijo cuál era su nombre? – Preguntó de pronto.

  • Lo hizo, Domina. Pero ninguno de nosotros pudo pronunciarlo – Respondió Akeem.

La mujer lo miró nuevamente a los ojos. Las pupilas eran oscuras, brillantes, pero frías.

  • Tu nombre... – Dijo ella, en latín, con los ojos clavados en los suyos.

Claramente esperaba que comprendiera. Si no lo hacía, posiblemente castigaría a Akeem y a quienes estaban a su cargo. Por fortuna, el muchacho entendió.

- Wolfgang ... – Respondió, con cierto aplomo.

La mujer soltó una carcajada cristalina.

  • ¡Eso suena como un gruñido! – Exclamó, con excelente humor – ¡No intentaré, siquiera, pronunciarlo! En mi casa, nadie lleva nombres que suenen como los rugidos de una bestia. Akeem conservó el suyo, porque perteneció a una familia importante de Alejandría. Pero tú eres solo un bárbaro del norte y no saldrá de mis labios ese desagradable sonido cuando requiera de tu presencia. A partir de ahora serás Phoebus , como el sol. Así te diremos: Febo, el dorado. Será el primer paso para que abandones tus costumbres animalescas...

  • Febo, ese es tu nombre en esta casa – Señaló Akeem al muchacho – Febo, ¿Entendiste? FE-BO...

El chico comprendió. Le habían robado hasta su nombre.

  • ¿Qué edad tienes, Febo? – Quiso saber la dama.

Vaciló. Por la entonación, parecía una pregunta; pero no estaba seguro del significado.

  • ¿Cuántos años? ¿Cuántos años tienes? – Agregó Akeem con un nuevo codazo en las costillas.

Sobresaltado, el muchacho creyó comprender.

  • Diecisiete... tiempo de nieve... invierno pasó... Dieciocho, otro invierno... – Balbuceó – Abriendo las manos para indicar sus diez dedos y luego, otros siete.

  • Creo que dice que cumplirá dieciocho años el próximo invierno, Domina – Aclaró el egipcio.

Había comprado al muchacho en octubre, antes de las primeras nevadas. Tenía razón cuando lo evaluó frente a Marcela y Calpurnia. Solo tenía dieciséis cuando Illithia lo hizo derramar su semilla. Había cumplido un año más de vida en su casa. Aún era casi un niño y le faltaba mucho por aprender.

La Domina bostezó y se puso de pie. Akeem repitió el gesto inicial de saludo.

  • Has hecho un buen trabajo, Akeem – Reconoció la dama. El egipcio enfatizó aún más su reverencia – Y ahora, por favor, córtenle esa melena. Ha vivido el tiempo suficiente con el aspecto monstruoso de su pueblo.

La mujer pasó junto al muchacho. El borde del vestido acarició la pierna del bárbaro y al aspirar, percibió nuevamente su perfume. No cabía duda. Era ella la que visitó su cuarto la primera noche en que bebió la pócima de hierbas. ¿Por qué, entonces, ahora parecía aburrida en su presencia? ¿Acaso...?

De pronto, el bárbaro tuvo una ocurrencia. ¿No sería una esclava la que entró a su alcoba? Quizás usaba el mismo perfume de la Domina. Tal vez ella misma ordenó que lo usara. No era Illithia, lo sabía bien, los pechos eran diferentes... ¿Qué necesidad tenía la señora de entrar a escondidas a su cuarto, cuando era su ama y podía disponer fácilmente de él, cuando quisiera?

En verdad era un esclavo, pensó. Un objeto de aquella mujer. ¿Qué pasaría cuando se hartara de él?

Se preparaba un banquete en la villa de la Domina. Uno pequeño, según oyó en la cocina. Por fortuna, no se trataba de una fiesta como la que se organizó para celebrar el anterior solsticio de verano, en donde se presentó hasta la mujer del emperador y gran parte del senado de Roma. Ese día se sirvieron manjares para más de quinientos invitados y la orgía posterior a la cena duró hasta que salió el sol. Illithia recordó que también se ofreció un espectáculo soberbio, en el que dos gladiadores lucharon a muerte para abrir el apetito de los comensales.

Esta vez se trataba de una reunión más discreta: Capurnia, Marcela, sus maridos, algunos cercanos. Era gracioso que las mejores amigas de la Domina asistieran con sus esposos a la casa en donde fornicaban regularmente con Helios y Akeem, los esclavos favoritos de aquellas damas. Sin embargo, ambos eran romanos de gran renombre y ostentaban la vejez necesaria para no darse cuenta de lo que sus mujeres hacían en cada visita a la casa de la virtuosa Diana Marcia Vespia. El marido de Calpurnia cumpliría setenta y seis en otoño y el de Marcela, ya había completado setenta y nueve primaveras.

Para aquella noche, se dispuso que todos los esclavos se vistieran con sus mejores trajes. A la Domina le gustaba presumir la calidad de su familia y sus nuevas adquisiciones. Por ello, el bárbaro (O Febo, como lo llamaban todos en la casa), había sido especialmente engalanado para la ocasión. Le pusieron una túnica azul, de origen griego, lo suficientemente corta para presumir sus muslos. Del mismo modo, la señora exigió que adornaran sus antebrazos con esclavas doradas, ahora que tenía los músculos adecuados para lucirlas. Luego de un baño adecuado, por fin habían recortado su melena y llevaba un apropiado corte de romano bien nacido.

Los invitados aparecieron. Aparte de Marcela, Capurnia y sus seniles esposos, había un par de elegantes damas de cierta edad y dos senadores. A poco de comenzar la cena, aparecieron otros dos hombres: Lucio Quinto Estrabón y Marco Sempronio Glauco. El primero tenía unos cuarenta años, parecía muy rico y era el hombre más obeso que el bárbaro había visto en su vida. Llevaba ropas ostentosas y una peluca de rizos empolvados con oro. El segundo, era más joven: alto, robusto y de rostro moreno y apuesto. También parecía un aristócrata.

Al terminar la comida, Lucio Quinto reparó en el bárbaro. Se acercó al oído de Diana, que bebía reclinada a su lado.

  • ¿Quién es el chico rubio de la túnica azul? – Preguntó lascivamente – Lo he observado durante toda la noche.

  • Un bárbaro del norte. Le llamamos Febo – Respondió la dama.

  • ¿Cuánto pides por él? – Inquirió el hombre, guiñándole un ojo.

La Domina sonrió

  • ¿Acaso no tienes suficientes esclavos hermosos para penetrar en tu villa de Capri, querido Lucio? – Acarició su antebrazo – Tengo planes para ese muchacho, querido. No está en venta.

  • ¡Qué egoísta, hermosa Diana! – Rió el hombre, intentando acomodarse en el diván, de acuerdo a lo que su obesidad le permitía – Te acuestas con los hombres más atractivos de Roma, mientras tu marido lidia con repugnantes hebreos en Judea... ¿Qué necesidad hay de negarle un simple bárbaro adolescente a tu mejor amigo?

  • Tal como tu esposa recupera su salud en Pompeya, mientras disfrutas lamiendo los glandes de tus esclavos en el campo... – Recalcó ella – Ambos tenemos nuestras necesidades, querido Lucio.

El atractivo Marco Sempronio Glauco se acercó al otro costado de la señora.

  • Es por eso que estoy aquí, bellísima Diana Marcia Vespia. Siempre me han preocupado tus necesidades – Tomó una de las manos de la dama y la llevó a su boca. El beso en el dorso fue más largo de lo necesario.

  • Siempre me complacen tus visitas, Marco – Replicó ella, seductoramente – Pero no quisiera ofender a mi querido Lucio – Se volvió ahora hacia el gordo – Caro mío. En este momento no puedo venderte a mi esclavo bárbaro, pero sí puedo deleitarte con un espectáculo digno de los dioses.

  • ¿A qué te refieres?

  • Me refiero a que he preparado algo para ti, estimado Lucio – Se puso de pie e hizo una señal a Akeem, para que se acercara.

  • Decidme, Domina – Susurró el egipcio, servicial.

  • ¿Le dieron a Febo la infusión de hierbas? – Preguntó la dama en voz baja.

  • Como cada noche, mi señora.

Luego de un gesto de complacencia, la Domina se dirigió a los presentes.

  • Queridos amigos: como siempre, es un placer recibiros en mi casa. Hoy quiero regalarles un pequeño espectáculo para su diversión y especialmente para el gozo de mi querido amigo Lucio Quinto Estrabón – Tomó la mano del gordo y todos alzaron sus copas, celebrando la iniciativa.

Luego, la dama levantó la mirada hacia Helios y los guardias, apostados a un lado del peristilo. A una señal, apresaron al muchacho bárbaro, el que se retorcía, aterrado y furioso. En unos cuantos movimientos, el chico estaba encadenado de manos y pies a un pilar, completamente expuesto a las miradas de los invitados.

  • Febo, el hermoso Dios del sol, acosaba constantemente a las ninfas de los bosques – Comenzó a narrar Diana, como si se tratara de una fábula mitológica – Cansadas de sus galanteos, las bellas hijas de la tierra consiguieron apresarlo y encadenarlo a un árbol del jardín de las Hespérides...

En ese momento, cinco de las esclavas más hermosas de la casa Vespia entraron a escena. Todas iban desnudas, con los cuerpos salpicados de polvo de plata y adornadas con pequeñas guirnaldas de hiedra y de flores. Los pezones iban teñidos de granate y llevaban el pubis perfectamente afeitado. Una nubia de piel de ébano, tres morenas de Tracia y una pelirroja de Galia rodearon al muchacho bárbaro, danzando al ritmo del arpa y la cítara de músicos que aparecieron repentinamente en el salón.

  • ¡Magníficas! – Exclamó el marido de Marcela, relamiéndose de lujuria.

  • ¡Y qué precioso Febo! – Completó Marcela, dándole una mirada cómplice a Diana y Calpurnia.

El muchacho jalaba de los grilletes, furioso y humillado. Ya había sido expuesto ante los ojos de las mujeres que levantaban las copas y le lanzaban miradas lascivas; pero otra cosa era exhibirlo delante de aquellos bastardos romanos, borrachos y lujuriosos. Rugía, mientras trataba de liberar sus muñecas y tobillos.

  • Llegó la hora de que las ninfas torturen al astuto Febo y que roben la sagrada esencia de los dioses – Anunció solemnemente la señora, alzando un brazo – ¡Música! ¡Más alto!

Las esclavas danzaban alrededor del bárbaro. Una cayó de rodillas y arqueó su espalda, exhibiendo sus pechos y ondulando los brazos. Las otras se movían hábilmente, al son de la música, acercándose paulatinamente al muchacho encadenado.

Lo rodearon. Dos de ellas acariciaban sus brazos y su rostro. Otras dos, sus largas piernas. La otra, frotaba su torso y su cuello tenso. Diez manos recorrían el cuerpo del chico por sobre la túnica, deteniéndose a la altura de los genitales y marcando la forma creciente bajo la tela. La más alta, la africana, se ubicó frente a él y frotó sus pechos contra su torso. Enseguida bajó hasta quedar de rodillas frente al muchacho, lista para morder el bulto que aún ocultaba la túnica. La posición permitió que los invitados disfrutaran de una vista privilegiada del cuerpo de la nubia: la redondez oscura de las nalgas, el apretado orificio del culo y los labios púrpura y brillantes de su sexo.

  • Sublime... – Susurró Marco Sempronio Glauco, respirando algo más rápido.

Dos de las tracias abrieron al unísono los broches que sostenían la túnica en los hombros del muchacho. La seda cayó a sus pies, exhibiendo el cuerpo dorado del bárbaro cautivo. Aún llevaba, sin embargo, los genitales cubiertos.

  • ¿Qué hiciste con él? – Murmuró Calpurnia al oído de Diana – Tenía un cuerpo adolescente cuando lo vimos con tu esclava. ¡Ahora mira esa musculatura maravillosa! ¡Un poco más y parecerá un gladiador!

  • He hecho que lo entrenen – Replicó la Domina, complacida – Y no solo su cuerpo ha evolucionado...

En ese momento, la pelirroja se disponía a descubrir el sexo del Febo encadenado. Con sensual lentitud, descorrió el taparrabos y la verga saltó fuera de su prisión: espléndida, rígida y con el glande perfectamente expuesto. La punta brillaba y goteaba en forma deliciosa. Una exclamación de asombro recorrió a los presentes. El tamaño del falo era impresionante y la belleza de ese cuerpo, conmovedora. Diana observó de reojo a Lucio Quinto Estrabón y notó que el hombre había hundido los dedos entre los pliegues de su túnica.

  • El muy cerdo se masturba en mi mesa – Pensó, sonriendo.

El bárbaro jadeaba, aún retorciéndose para librarse de sus cadenas. Sus intentos por huir eran reales, pero su cuerpo lo traicionaba con una erección monstruosa y el ardor que provocaba que sus bolas se inflamaran, repletas de esperma. Una de las tracias se había puesto de rodillas y comenzó a lamer los testículos. La nubia había aferrado la verga para acariciarla lentamente. Otra de las ninfas lamía frenéticamente las tetillas del muchacho. La gala pelirroja y la quinta ninfa se habían recostado a los pies del dios improvisado, para lamerse mutuamente los pezones. Finalmente, cada una se apoderó de una de las piernas del muchacho y se masturbaban exquisitamente, frotando sus vulvas contra las pantorrillas del bárbaro, hasta dejarlas brillantes de fluidos.

Los invitados tragaban saliva, atontados de deseo. La escena realmente era impactante. Una exhibición brutal de cuerpos hermosos y de lujuria sin límites. Uno de los invitados a la cena había abierto el escote de su mujer y ahora manoseaba sus pezones, excitado por lo que veía. Calpurnia se relamía los labios y deseaba montar a su marido, a pesar de que difícilmente conseguiría la erección necesaria. Marco Sempronio Glauco alargó la mano y comenzó a acariciar las nalgas de Diana, bajo su túnica. La miró, suplicante. Ella sintió los dedos del hombre, pero mantuvo la vista clavada en el cuerpo del bárbaro y en el sudor que comenzaba a perlarle la piel.

Lucio Quinto Estrabón, borracho de deseo, se puso de pie. Tambaleante, se dirigió hacia los improvisados actores. Apartó a las ninfas a empujones y se desplomó sobre sus obesas rodillas, frente al bárbaro. Ciego de lujuria, introdujo la verga del muchacho en su boca y comenzó a chuparla frenéticamente. El chico rugió de furia y se retorció con todas sus fuerzas; pero el hombre no oía. Se había aferrado al cuerpo del germano como si tuviera garras y succionaba como la más experta de las putas romanas. De su boca de cerdo caían hilos de baba, mientras gemía, devorando aquel falo sublime. El público aullaba, las ninfas fornicaban entre ellas a los pies del supuesto dios y el bárbaro trataba de soportar la horrible humillación y al mismo tiempo, el deseo insoportable que le quemaba hasta los huesos.

  • ¡Odín, padre de todo, no dejes que esto ocurra! – Murmuró, al borde del llanto – ¡No permitas que esto ocurra...!

Pero una cosa era el orgullo y la consciencia de Wolfgang; y lo otro, el deseo que le recorría la sangre.

Ella lo había iniciado. Ella había puesto esa lujuria en su carne y ahora se complacía humillándolo de esa forma. El odio original emergió nuevamente. Los odiaba. Odiaba a esos romanos repulsivos y abyectos, como aquel día en que tomó un hacha, dispuesto a cortar gargantas antes de morir. Odió a los esclavos de la villa, a los invitados del banquete y a esa mujer que lo había enloquecido hasta el punto de no tener control sobre su cuerpo.

Wolfgang arqueó su columna y lanzó un alarido profundo. Los invitados contuvieron la respiración. El torso del muchacho se contrajo varias veces. Lucio Quinto Estrabón retrocedió y se desplomó a un lado, con los ojos entrecerrados de placer y relamiendo el semen espeso que ahora escurría por su barbilla. Una mancha en su túnica acusaba su propia eyaculación.

  • ¡Repugnante! – Pensó Diana, asqueada por la profanación que había presenciado.

No había planeado ese final. Solo quería ofrecerle a Quinto Estrabón el espectáculo inalcanzable del cuerpo de su bárbaro del norte. No esperaba que corrompiera su sexo de esa forma, como una babosa reptando por una rosa.

Los invitados aplaudieron efusivamente.

  • ¡Magnífico, espléndido, Diana!

  • ¡Digno de las fiestas del Emperador! ¡Sublime!

  • ¡Por todos los dioses, qué espectáculo!

Las ninfas se incorporaron y saludaron con sendas reverencias, antes de salir del salón dando brincos. Ayudado por dos esclavos, Lucio Quinto Estrabón se había puesto de pie. Se limpiaba las comisuras de la boca con un pañuelo de lino.

  • El esperma de ese muchacho es ambrosía de las Hespérides – Murmuró roncamente – Te doy medio millón de sextercios por él, Diana. Lo necesito.

La Domina levantó los ojos hacia el bárbaro. Se encontró con un rostro feroz y envenenado de odio. Las pupilas azules centelleaban.

  • Ya te dije que no está en venta, Lucio.

  • Ramera perversa – Gruñó el hombre, apretando la muñeca de la dama – Lo ofreces de esta forma, para luego negarlo. ¿Lo gozas en tu cama todas las noches o te excita ver cómo le chupan la verga tus esclavos?

  • Lo que decida en el momento – Respondió ella, librando su muñeca de los dedos grasientos – Es mío y haré lo que quiera con él.

Los invitados perdieron interés y se enfrascaron en afectada conversación. Diana se volvió hacia los guardias.

  • Liberen al germano y llévenlo a su cuarto – Ordenó.

Le quitaron los grilletes y volvieron a ponerle la túnica.

  • Camina – Indicó Akeem, mientras lo empujaba suavemente – Lo hiciste bien.

Lucio Quinto Estrabón reía ruidosamente, celebrado por dos de sus amigos. La ira subió desde el estómago del muchacho germano, hasta alojarse en su garganta. Apretó los ojos por unos instantes y cerró los puños.

  • ¡Te dije que te muevas! – Ordenó Akeem, ya irritado.

Los invitados no alcanzaron a reaccionar. Ni siquiera los guardias. Inesperadamente, el bárbaro apartó a Akeem y giró para trepar de un salto en la mesa. Corrió como un gato sobre ella, pateando copas y jofainas, hasta arrojarse sobre Quinto Estrabón, derribándolo sobre un diván. Comenzó a darle golpes de puños en la cara, ferozmente. El hombre agitó los brazos, tratando de defenderse, pero era inútil. El muchacho era ahora un animal salvaje dispuesto a destrozarle el rostro.

  • ¡¡HIJO DE PERRA!! ¡CERDO MISERABLE! – Rugía Wolfgang, en su propia lengua.

Gritos de mujeres, órdenes furiosas. Antes de que los guardias lograran arrancar al bárbaro furioso del cuerpo del obeso Estrabón, la nariz del invitado sangraba profusamente y con el puente torcido.

  • ¡Llévenselo! ¡Ahora! – Gritó la Domina, haciéndole gestos a Helios para que el procedimiento ocurriera lo más pronto posible.

Dos esclavas se acercaron a Lucio Quinto Estrabón, ofreciéndole ayuda. El hombre se incorporó con dificultad.

  • ¡¡DEMANDO QUE ESE BÁRBARO SEA DEGOLLADO AHORA MISMO!! – Rugió, aleteando con indignación – ¡Ese hijo de puta me rompió la nariz!

  • Pagaré los gastos de tu médico, Lucio – Anunció la Domina, procurando sonar serena – Y enviaré a tu casa dos esclavas hispanas que te complacerán. Si lo prefieres, ordenaré que compren en el mercado a algún muchacho de tu preferencia. Solo debes indicar el precio.

  • No me interesan los esclavos que me ofrezcas, ¡Quiero ver la sangre de ese mocoso del Rhin, ahora! – Chilló el agraviado – ¡Demando que lo ejecutes por su ultraje!

  • Esta es mi domus y yo dispongo los castigos de mis sirvientes – Replicó Diana, con voz firme – No tienes derecho a demandar cosa alguna en la casa Vespia. Ahora, si lo deseas, mis esclavos te acompañarán a tu hogar y veré que mi galeno personal te visite esta misma noche.

No fue fácil apaciguar la furia del invitado. Por suerte, Marco Sempronio Glauco consiguió calmarlo y lo convenció de abandonar la casa. El resto de los asistentes se retiró de forma prudente, apenas ocurrió el lamentable incidente.

  • No olvidaré este día, Diana Marcia Vespia – Advirtió Quinto Estrabón antes de irse, mientras sostenía un trozo de lino contra su nariz sangrante – Cada vez que ese esclavo respire, estará insultándome.

  • Es casi un niño, Lucio – Apaciguó la Domina – No puedes culpar a un animal encerrado por reaccionar de esa forma. ¿No sabes lo que significa para un guerrero germano que un hombre, un romano, lo toque como lo hiciste? Excusa al muchacho por su violencia y permíteme corregirlo como es debido. Te aseguro que no seré indulgente...

  • Lo que quería era la sangre de su garganta salpicando el mármol de tus salones, Diana. Le negaste a un amigo ese deseo. No volverás a verme en tu casa – Advirtió el hombre, antes de girar para retirarse con suma irritación.

Marco Sempronio Glauco se volvió hacia la dama y encogió los hombros.

  • A mí sí volverás a verme en tu casa, bella Diana, si me lo permites.

La Domina sonrió sin demasiado entusiasmo.

Una hora después, Wolfgang había recibido quince latigazos y descansaba de boca y desnudo sobre su cama. Inicialmente, la Domina ordenó que fueran treinta; pero a la mitad de la dosis interrumpió el castigo, deteniendo el brazo de Helios en alto. La espalda del muchacho brillaba por los surcos ensangrentados y podía oírse que gemía con cada respiración. Cuando soltaron sus muñecas, cayó de rodillas y necesitó de la ayuda de dos esclavos para ser trasladado a su cuarto. Atia fue la encargada de limpiar las heridas con miel y vendarlas apropiadamente.

La Domina observó al bárbaro furtivamente, desde la puerta. Luego, ordenó que fuese encerrado y que un guardia se apostara junto al umbral.

  • Lucio Quinto Estrabón es un enemigo de cuidado, mi señora – Advirtió Zenobia, suavemente, mientras su ama se retiraba las joyas frente a un espejo de bronce – Quizás habría sido buena idea venderle al muchacho o ejecutarlo, como él demandó.

  • No tiene ningún derecho de decirme lo que debo hacer con los esclavos de mi casa – Replicó la Domina, arrancándose un arete con violencia – Mi marido está lejos y haré lo que me plazca. Se equivoca si cree que podrá amedrentarme porque tiene el dinero para comprar todos los efebos del Imperio.

  • ¡Pero el bárbaro le rompió la nariz, Domina! – Advirtió la esclava, dando un paso hacia ella – Fue un agravio importante y pronto se sabrá hasta en el Palatino. Sois una mujer y las noticias corren rápido...

  • Él es quien perderá el favor de la familia de su esposa, si insiste en ventilar que fue golpeado por un esclavo a quien le mamó la verga como una vulgar prostituta – Respondió la Domina, con una sonrisa irónica – Lucio Quinto Estrabón despilfarra un dinero que no es suyo. Si sus andanzas llegan a Pompeya, se convertirá en el mayor perjudicado.

Zenobia asintió y guardó silencio por unos minutos. Dos esclavas deshicieron el peinado de la dama y retiraron el pesado vestido enjoyado. Desnuda, como estaba, caminó hacia la habitación siguiente y bajó las escalinatas de una pequeña piscina caldeada. Se sentó con cuidado, disfrutando del agua caliente y el perfume de las flores que sus esclavas desparramaban sobre la superficie. Dejó caer los párpados, suspirando profundamente.

  • Tened cuidado, mi señora – Advirtió de pronto la jefa de las esclavas.

  • Ya te dije que Estrabón no será un problema – Respondió la dama, sin abrir los ojos.

  • No me refiero a él, sino al bárbaro.

  • ¿Crees que podría atacarme? – Preguntó la Domina, sonriendo.

  • No. Pero podríais perder el control por su causa.

Diana abrió los ojos y se incorporó.

  • Lo compré con un objetivo y eso está claro. Lo prepararán para mí y esperaré a que crezca. Te lo he dicho: no está listo para darle placer a una mujer. ¿Parezco descontrolada, acaso? – Contraatacó, algo irritada.

Las esclavas que preparaban el baño se miraron entre sí y retrocedieron lentamente, hasta abandonar el cuarto de baño.

  • Decís eso, pero no queréis esperar. Visitasteis su cuarto y permitiste que os tocara. Os entregasteis a él como una novia que no desea aguardar su noche de bodas, en la oscuridad, sin testigos – Acusó Zenobia, acercándose al borde del agua – Sois la señora de esta casa y cada esclavo os complacerá sin cuestionamiento, pero cuando estáis cerca de él, vuestros pechos se erizan y el sexo se os humedece. No controláis vuestras reacciones y lo deseáis como una adolescente...

  • Lo compré para mi placer. ¡Por supuesto que debe humedecerme! – Rugió la señora.

  • Pero un día será él quien os tenga para su placer. Puedo verlo con claridad...

  • ¡Basta! – Se puso de pie, con el cuerpo humeante – ¡Retírate y ordena que me dejen sola! No deseo continuar hablando de este tema... ¡Y te prohíbo retomarlo si yo no lo dispongo!

La esclava la observó unos instantes y luego se inclinó solemnemente.

  • Como ordenéis, Domina.

Se retiró en silencio.

¿Quién se habrá creído? Era una atrevida. ¿Pensaba, acaso, que por ser la jefa de los esclavos tenía el derecho de cuestionarla o hablarle con tanto desparpajo? ¿¿Que él la tendría para su placer?? ¿¿Que no controlaba sus actos o lo que sentía?? ¡Estupideces!

Cerró los ojos y acomodó la cabeza en el borde de la piscina. Movió lentamente los brazos, disfrutando del vapor y el sonido cristalino de las aguas agitadas. Pensó en Febo, el bárbaro del norte, herido y humillado en su cama. Antes que cortarle la garganta al muchacho, habría decapitado a Lucio Quinto Estrabón apenas osó arrojarse sobre el chico para devorarle el sexo. Cerdo repugnante... ¡Gusano repelente! ¿Quién se cree para probar ese glande sublime, palpar ese cuerpo dorado y sentir en el paladar el néctar de los dioses?

Recordó a Wolfgang con los brazos encadenados y los tobillos sujetos por grilletes, desnudo y vulnerable, serpenteando para liberarse, mientras su magnífica verga temblaba, espléndidamente erecta. La cabeza se había enrojecido e inflamado, como una cereza desmesurada y de la abertura caían, como gotas de rocío, las primeras muestras de su lujuria desatada. Se veía hermoso, como Adonis. Adorable, como el sol mismo. Sí, sus órganos sexuales eran un regalo que los dioses le habían dado para que ella, Diana Marcia Vespia, disfrutara de los placeres divinos. Lo prepararía hasta volverlo un hombre y convertirlo en el más perfecto de los amantes. Alcanzaría la gloria con ese muchacho en su cama y agonizaría de placer sobre su sexo, hasta que el amanecer la sorprendiera llorando de éxtasis.

Sin darse cuenta, había deslizado una mano bajo el agua y frotaba lánguidamente el clítoris erecto entre sus piernas.