2 Destinataria equivocada.
¿Cómo te enteraste de la infidelidad de tu pareja? Relatos basados en hechos reales que fueron contados por sus propios protagonistas y tienen un denominador común: cómo se enteraron que su pareja les estaba siendo infiel.
Destinataria equivocada.
Carol, se tumbó en la cama y se tapó con la manta. Hacía ya un rato que se había tomado el paracetamol, pero todavía no le había hecho efecto. Tenía que haber optado por un ibuprofeno, que era más rápido y además antiinflamatorio, pensó aturdida aún por la fiebre.
Las articulaciones le dolían tanto o más que antes y la sensación de malestar no cedía, manteniéndola en un estado de postración. Cerró los ojos y trató de desconectar, hasta que la medicación comenzara a actuar. Notaba como le ardían las sienes, a la vez que le palpitaban cada vez con más intensidad. Pronto, se sincronizaron con los latidos del corazón, retumbando en su cabeza, en lo que tenía toda la pinta de convertirse en una jaqueca añadida al desastroso cuadro que presentaba. Cada tres o cuatro latidos, un estremecimiento la recorría. A pesar de estar ardiendo, sentía escalofríos.
De repente, notó una vibración. Era su móvil que estaba sobre la mesita de noche. Lo había puesto en silencio para que no molestara.
Los pesados de la oficina, seguro. Había llamado a primera hora para decir que no iba, pero casi fijo que tenían algún atranque. Decidió que si eran ellos no contestaría. Que se acostumbraran a que cuando enfermaba, no iba a estar pendiente del trabajo. Apenas se había dado de baja dos días en todo el año. Bastante menos que cualquiera de sus compañeros, a los que por cierto tenía que cubrir cuando no estaban. Ella podía hacer el trabajo de cualquiera, pero el suyo estaría esperándola, acumulado en su correo para cuándo volviera.
Con pesadez y un gran esfuerzo, abrió los ojos y alargó la mano hasta el aparato. Echó un vistazo rápido y vio que se trataba de su marido. Seguramente un WhatsApp para preguntarle como se encontraba.
Leyó de un tirón y no pareció comprender. Al principio, un amago de sonrisa asomó a sus labios. Germán siempre tan despistado. Se había equivocado y le había enviado un mensaje destinado a otro. Luego, entre brumas, con la cabeza aún embotada, tuvo una horrible sensación. Algo no estaba bien. De hecho nada bien.
Se incorporó sobre los codos y volvió a mirar el móvil que aún tenía en la mano.
- En un rato te veo en el hotel...
Volvió a leerlo, incrédula, una y otra vez...
A pesar del aturdimiento, ató cabos rápidamente. Su marido se había disculpado por no poder estar por la tarde con ella, cuidándola. Había intentado pedirla libre, pero tenía una reunión inaplazable.
- Volveré lo antes que pueda… le dijo
- Tranquilo cariño, estaré bien. No te preocupes.
Ese era el penúltimo mensaje del chat, justo antes del "te veo en el hotel".
Tranquilo cariño, no te preocupes ... Efectivamente su Germán no estaba nada preocupado, se había tomado el consejo muy al pie de la letra...
- Será cabrón...
Carol no supo si lo había dicho en alto o para ella misma. De repente, en un impulso incontrolable, lanzó el móvil contra la pared con todas sus fuerzas. Éste, impactó de pico, dando con una de sus esquinas y saltando rebotado hacia la derecha. Tras golpear en un mueble, pudo oír como rodaba por el suelo todavía en varios saltos más, ya fuera de su vista.
Con la mirada fija en la muesca que había dejado en el yeso de la pared, Carol sintió que la bilis le subía desde el estómago por la garganta.
- Será cabrón...
Esta vez el grito se oyó alto y claro... Seguido de otros dos lamentos más ininteligibles y prolongados, que acabaron en un sollozo.
Como si sus exiguas fuerzas la hubieran abandonado de repente, Carol se dejó caer de nuevo en la cama. Los latidos en las sienes se habían acentuado y al dolor de articulaciones, se sumó una serie de náuseas cada vez más fuertes. Un principio de vómito le subió por la garganta, agrio y ácido. Intentó incorporarse pero no pudo. Cuando le llegó la primera arcada, solo pudo girarse hacía un lado de la cama y vomitar sobre el suelo. La cabeza y el brazo izquierdo colgando, mientras un hilo de baba caía de sus labios y el estómago se le ponía del revés.
La presión en su cabeza se hizo insoportable. Haciendo acopio de las últimas energías que le quedaban, y tras constatar que no quedaba nada más que devolver, se volvió a poner boca arriba.
Luego, cayó en una especie de sopor inquieto. Como una pesadilla que sueñas despierta. Cómo esperando que sucediera algo.
Su vida se acaba de poner patas arriba....
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Carol giraba la cucharilla lentamente. Era la segunda tila que se tomaba.
Sentada en la mesa de la cocina, miraba hacia el vacío sin ver. Trataba de poner calma en su cuerpo y en su alma. La primera infusión había conseguido asentarle el estómago. El mareo y las ganas de vomitar habían remitido. Además, el paracetamol había hecho efecto y aunque todavía se notaba caliente, ya no tenía fiebre ni le dolía tanto el cuerpo.
Ahora, tocaba tratar de contener también el dolor del corazón.
Ella era una chica práctica y decidida. Nada propensa a perder los papeles, a ceder a la histeria o a darse pena a sí misma. Siempre intentaba ponerle lógica y razón a las cosas. No era de las que se quedaban esperando que las pillara en el tren.
Lo primero que pensó fue en llamar a Germán, pero su móvil había quedado deshecho. Luego decidió que el tiempo que tardara en llegar, lo emplearía en analizar con cabeza todo lo sucedido. Igual se estaba equivocando y lo mismo se trataba de un malentendido estúpido y terrible.
Por más vueltas que le dio el asunto, la cosa no le cuadraba. Su marido no se había comportado de forma extraña. La relación era buena y no había hecho nada fuera de lo común. Cuando decía que se quedaba en la oficina, ella le llamaba y estaba allí. Cuando llegaba tarde, siempre tenía una justificación lógica y avalada por terceras personas. Es cierto que la relación ya no tenía la pasión de cuando eran novios, y que el sexo se había resentido últimamente. No lo practicaban con la misma frecuencia ni intensidad. Pero por lo que sabía de sus amigos, nada que no pasara en otras parejas. Y él tampoco se había mostrado nunca enfadado o insatisfecho.
Le costaba creer que se hubiese echado un amante y ella no se hubiese dado cuenta de nada. Su marido era muy despistado y en algún momento tendría que haber metido la pata. Alguna ausencia sin justificar, algún perfume extraño, algún cambio de costumbres...
No, no se lo imaginaba poniéndole los cuernos. No era propio de su Germán. Tenía que haber una explicación, de manera que se concentró en el mensaje.
En un rato te veo en el hotel.
¿Podría ser cuestión de trabajo?
A veces, cuando se quedaba a hacer horas extras, solía tratarse de reuniones a las que asistían clientes y proveedores que venían de fuera. Pudiera ser que se acercara a recoger a alguno de ellos al hotel. Sí, eso tenía lógica y coincidía con el plan de trabajo que él le había comentado.
Sin duda debiera ser algo así. Quizás se estaba volviendo paranoica debido a lo mal que se encontraba. Estaba desconfiando de su pareja sin darle ni siquiera oportunidad de explicarse. Todo debía tener un sentido que a ella se le escapaba, pero que quedaría perfectamente claro cuando su marido entrara por la puerta y le diera las explicaciones pertinentes. Seguro que después se reirían juntos porque todo tendría una explicación lógica y sencilla.
Y así fueron pasando los minutos, lentos e interminables, de la última hora que aún tuvo que esperar Carol antes de que volviera Germán.
Un tintineo de llaves y el ruido de la puerta al abrirse la sacaron de su letargo.
Su marido entró sonriente. ¡Carajo, quizás demasiado sonriente! (pensó Carol).
La vio sentada en la mesa, agarrando aún la taza vacía de la infusión. El móvil al lado, con la pantalla destrozada. Su expresión varió de la preocupación, al ver el rostro serio de su mujer, a la curiosidad, por el teléfono descuajaringado.
- ¿Cómo te encuentras cariño? ¿Estas mejor?
Bien, lo primero es lo primero y él se había preocupado por su estado, antes de preguntar por el dichoso móvil y lo que le había pasado.
- ¿Dónde has estado? Preguntó ella a bocajarro.
La expresión de su marido cambió. Germán era despistado pero no tonto. Su mujer debía saber de sobra que había estado trabajando, si se lo preguntaba es que algo no iba bien.
Su mirada se posó de nuevo en el móvil. De repente pareció entender la relación entre la pregunta y el teléfono machacado. Su rostro se contrajo. Apenas un segundo. Pero para Carol no pasó en absoluto desapercibido. Conocía demasiado bien a su marido. Entonces lo supo. Sin tener que preguntar nada más. Sin lugar a dudas. Tuvo la certeza de que le acababa de ser infiel. Lo tuvo tan claro, cómo si ella misma también hubiera estado en esa habitación del hotel.
De nuevo, el nudo en la garganta. Un sollozo que creció en un par de segundos hasta que se articuló en un insulto...
- Cabrón, hijo de puta!!!!!
Esta vez fue la taza la que voló contra la pared, estallando en mil pedazos. Casi tantos como el corazón de Carol. Luego la cara enterrada entre las manos. Y más lágrimas.
Así un rato largo, hasta que notó la presencia de Germán a su lado.
Ora vez, la mente lógica y analítica se puso a funcionar. Como un mecanismo de defensa que trataba de mantenerla a flote en medio de la tempestad.
¿Qué es lo que venía ahora?
Sin duda un intento de justificarse. Trataría de mentir, de convencerla que se equivocaba. Posiblemente hasta tendría preparada una excusa en forma de historia. Quizás tratara de poner a prueba su inteligencia, con un relato más o menos creíble, que explicara el porqué de ese mensaje.
- Lo siento...
- ¿Cómo? ¿Cómo que lo sientes? Pedazo de idiota!!! Pero qué te has creído????
En ese momento se lo tomó casi como una ofensa. No se esperaba la rendición de Germán sin ni siquiera intentar pelear. La fría y desnuda confesión...
- Ni siquiera tratas de negarlo...
Carol, ella no significa nada para mí, ha sido una tontería. No sabes lo arrepentido que estoy. Soy un estúpido, un cabrón, todo lo que quieras llamarme. Pero por favor, escúchame, déjame que te explique. Se trata de una clienta que...
No quiero que me expliques nada; no quiero que me cuentes nada; no quiero que me hables; no quiero saberlo.
Pero tienes que escucharme, por favor, solo un momento.
¿Que tengo que escucharte? ¿Me pones condiciones encima? pero qué mierda te has creído…
- Carol…
Vete. Coge tus cosas y lárgate.
Cariño…
- Ahora no Germán. Coge tus cosas y vete o me voy yo. Aunque sea en pijama y con fiebre me voy a la calle. Y si salgo por esa puerta te aseguro que nunca más en la vida me vuelves a ver.
Germán contuvo el impulso de seguir hablando. Sabía que su mujer hablaba en serio. No era el momento. Cogió una bolsa de deporte y metió lo más imprescindible. Quiso interpretar que ella le había pedido tiempo. Si salgo por ahí no me vuelves a ver... Quizás era una forma de decirle que aún no había tomado la decisión.
Se quedó un momento de pie, frente a ella
Carolina no lo miró.
- Por favor, llámame aunque solo sea para decirme que estás bien. Hablaremos cuando te tranquilices. Solo te pido eso, Carol. Te mereces una explicación: déjame dártela y luego mándame hacer puñetas si quieres.
- Vete.
Germán se quedó quieto. No estaba dispuesto a irse sin una promesa. O al menos sin una esperanza.
Carol se la dio, consciente de que si no, no se marcharía.
- Mañana hablamos. Pero ahora vete de aquí, por favor.
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Carolina abrió los ojos 10 minutos antes de que sonara el despertador.
Se revolvió inquieta en la cama. Tras un par de minutos, volvió a comprobar el reloj. Sabía que ya no se iba a poder dormir. No con tan poco tiempo. Bostezó y se estirazó, haciendo crujir las articulaciones, agarrotadas tras un sueño inquieto. No recordaba que es lo que había soñado, pero tenía la vaga sensación de que no era algo agradable.
Tras pasar por el baño y lavarse la cara, se fue para la cocina a desayunar. Primero era cargar las pilas y despertarse del todo. Luego se vestiría para ir a trabajar, según la rutina que solía seguir.
Cuándo entró, dirigió los ojos a la mesa y como cada día, se encontró café ya hecho, un zumo exprimido de naranja, así como un par de rebanadas de pan de cereales, ya cortadas y listas para ponerlas en el tostador.
Pero algo más llamó su atención: una sola rosa roja, grande y con las hojas húmedas, reposaba sobre el blanco mantel, rompiendo la costumbre diaria.
Notó un cosquilleo en el vientre. Lo había olvidado. Miró hacia el calendario que tenían pegado en el frigorífico y comprobó que era 23 de septiembre.
Tras una leve vacilación, se sirvió un café solo con azúcar. No le gustaba caliente, le bastaba con que aún estuviera tibio. Metió el pan en el tostador y destapó su mermelada de moras favorita.
Daría buena cuenta de ellas después del café, para terminar tomándose el zumo de naranja. Pasados unos instantes empezó a oler a pan tostado. Ese olor le encantaba. Mientras terminaban de hacerse las tostadas, cogió la rosa y aspiró su aroma. Frotó los pétalos contra su nariz y también contra su cara, sintiendo una fresca caricia.
Así que hacía 3 años ya...
La mente analítica de Carol se puso a funcionar, tratando de sobreponerse como siempre, cuando los sentimientos la embargaban. Qué curioso era ese aniversario del que nunca hablaban, pero que siempre se celebraba de la misma manera: Germán dejándole una rosa y ella haciendo balance un año más de su relación. Siempre por separado.
Recordó aquella tarde que, enferma y agobiada, descubrió gracias a un error estúpido de su marido, que éste le era infiel. Lo tuvo una semana fuera de casa, sin contestar al teléfono ni a sus mensajes. 7 días es lo que tardó en decidir que escucharía su versión. 7 días anticipando todas sus excusas, todas sus respuestas y todas sus disculpas. Pensando en cómo reaccionaría a cada una de ellas.
Le había prometido que hablaría con él. Y por fin lo citó. Se sentaron en esa misma cocina, uno a cada lado de la mesa. Mirada dura a un lado y suplicante al otro.
Carolina no estaba dispuesta aguantar ni una sola mentira. A la primera gilipollez que le dijera Germán, lo ponía de patitas en la calle, esta vez, para siempre. Pero su marido no le dio nuevos motivos para seguir enfadada. Con la infidelidad era más que suficiente.
Le contó todo con pelos y señales. Una clienta a la que le había caído especialmente bien. Lo típico. Buen rollito, simpatía mutua y alguna insinuación por su parte que despertó en su marido, instintos que el matrimonio ya había apaciguado. Poco a poco, la cosa fue a más. Y él como un imbécil, acabó metiendo la pata.
Dos veces. Fueron solo dos veces, le juró. Y la última, con el remordimiento de saber que su mujer le esperaba enferma en casa. No, no pensaba contarle nada, admitió. Pero había tomado la decisión de no volver a verla. Ella no significaba nada para él. Nunca lo significó, pero una vez conseguido el sexo, resultaba aún más evidente. Una vez satisfecho el apetito y el orgullo de la conquista, el remordimiento se abría paso imparable.
Si algo conocía Carolina a su marido, era suficiente para saber que no mentía.
Había asumido su culpa. Si hubiese insinuado siquiera qué era porque Carolina lo tenía desatendido sexualmente, lo habría mandado a freír espárragos. No tuvo el mal gusto de hacer referencia a que los últimos tiempos follaban menos. Que estaba arrepentido, era algo que saltaba a la vista. Ella sabía que estaba desesperado. Lo conocía bien y sabía que la sola perspectiva de que lo suyo acabara, lo estaba descomponiendo por dentro.
Reconocimiento de culpa, arrepentimiento… solo quedaba ya, propósito de enmienda. Carol creía que había aprendido la lección, pero eso es algo que solo el tiempo diría. Igual que aquello que dependía de ella: ¿sería capaz de olvidar y perdonar? De olvidar, lo dudaba mucho. De perdonar, quizás.
Así que un 23 de diciembre le puso un mensaje al WhatsApp diciéndole que podía volver a casa. Desde entonces, esa fecha se había convertido en una especie de aniversario. Germán siempre le dejaba una rosa roja. No hablaban de ello, él se limitaba a dejarle esa flor, que en realidad, eran sus gracias por haberle permitido volver a su lado, y ella, se sentaba con un café en la mano frente a la rosa a hacer balance.
Lo cierto es que estaba bastante segura de que no había vuelto a jugársela. Por ahí se encontraba razonablemente tranquila. Él se había esforzado además, en disipar cualquier atisbo de duda, dejándole el correo y el móvil abiertos, así como dando explicaciones de cualquiera de sus movimientos hasta ponerse realmente pesado. A partir del año, ya le tuvo que decir Carol que se relajara, que ella tampoco era un policía, ni él estaba en libertad vigilada.
¿Había merecido la pena perdonarlo?: Carol trató de ver si su relación había cambiado. Como ya sabía, ese borrón no se le había olvidado. No existía tipex capaz de eliminarlo. Pero pasados los meses, supo que podría vivir con él. Respecto a su matrimonio, German se preocupaba más de ella. Estaba muy pendiente y trataba de demostrarle continuamente lo mucho que significaba para él. Supo que tenía que ganarse de nuevo su confianza y compensarla de alguna forma, y desde entonces, su esposa había sido la prioridad en su vida. Hasta llegar a ponerse a veces pesado …sonrió para sí Carol.
Incluso las relaciones sexuales habían mejorado. Tras un par de meses en dique seco, finalmente volvieron a hacerlo. Ella con ganas acumuladas, pero sin poner mucho sentimiento todavía. Solo era sexo. Su marido muy cortado, sin saber muy bien cómo debía comportarse para no enfadarla, ni cómo evitar que el fantasma del sexo con la otra apareciera de repente. Esas primeras veces “después de”, resultaron un poco frías. Pero luego llegó el empeño de German en demostrarle que seguía siendo la más atractiva para él. Las ganas de hacerse perdonar. Empleándose a fondo y poniendo un interés en hacerla gozar, mayor aun que el de antes. Esta mejora en el placer y en la sintonía en la cama, también desembocó en un aumento de la frecuencia. Carol estaba más dispuesta.
Realmente, parecía que esa infidelidad, aunque dolorosa e imborrable, había mejorado su vida de pareja. La relación se había reforzado y estaban más unidos que nunca. Carol desechó el pensamiento. Pareciera que hubiese sido algo bueno para ellos. Ojalá hubiesen sido conscientes de todo lo que tenían que hacer sin necesidad de pasar por ese mal trago. Sobre todo su marido.
En fin, la respuesta era que a pesar de todo, sí había merecido la pena perdonarlo.