1950
Entonces Ed cayó en la cuenta. Hacía un año justo que se conocían. Un año justo desde que el muchacho apareciera en el umbral de su casa, sujetándose el vientre perforado, empapado en algo bermellón que él, del shock, no acertaba a identificar.
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Serían algo más de las cuatro de la madrugada cuando Ed cerró por fin la puerta de casa a sus espaldas. De pie en el recibidor se desprendió de sus cosas, que dejó tiradas de cualquier manera, e hizo rodar los hombros con un gruñido quedo. Los años no pasaban en vano para nadie, y como él no era una excepción, cada día se hacía más viejo y más quejica.
Ed dirigía una compañía de teatro cutre en Manhattan. Lo malo de ser cutre en Broadway es que uno acaba resultando irremediablemente el punto de comparación todos, un ejemplo gráfico de lo que no se debe hacer si se quiere triunfar en el show business ; algo que al final te acaba hundiendo más y más, hasta que acabas representando Fausto en un callejón oscuro, con un perro labrador haciendo de Mefistófeles y robándote el protagonismo.
Claro que no siempre había sido así. Como en todos los sueños fallidos, al principio todo se remitía a la luz, los estrenos, actores decentes. Un éxito dulce y traicionero que luego se chafó. Sin más. Quizá las caprichosas modas, o un crítico desquiciado; Ed no lo sabía ni quería saberlo, pero al final había tenido que conformarse con terminar sus días como dramaturgo en el Off-Broadway lidiando con estrellonas de ego histriónico (eso sí, acorde con sus actuaciones).
Bueno o malo, el teatro daba mucho trabajo y él volvía siempre molido a casa. Ed llevaba tiempo replanteándose si era eso lo que quería hacer hasta el fin de sus días, pero aquel era un interrogante sin respuesta. De momento, prefería aguantar el tirón, al menos hasta que tuviera al chaval en casa.
Suspiró.
Al fondo del pasillo vio un borrón blanco moviéndose nerviosamente ante el dormitorio de su inquilino y emitiendo un sonido horrible, como de violín desafinado. Cuando él se acercó, el borrón se transformó en una bola de pelo erizado y aquel lamento en un resoplido. Ed sintió el deseo casi físico de pegarle una patada, pero se contuvo. Adrien se disgustaría si lo hiciera, de modo que se limitó a espachurrarlo un poco contra la pared con el pie para poder abrir la puerta sin que se colara en la habitación, complaciéndose simplemente con escuchar las protestas del bicho y sentir el golpeteo inútil de sus garras en el pantalón.
La habitación estaba en penumbra. En realidad sólo era un habitáculo minúsculo en el que Ed había metido de alguna manera una cama y una especie de cómoda que había pertenecido a su abuela y que cubría parcialmente la ventana, de forma que no se podía ver desde fuera lo que ocurría dentro, pero permitía el paso de algo de luz. Los cientos de bombillitas del reclamo del teatro de enfrente, sin duda más afortunado que la compañía de Ed, irradiaban un brillo que conseguía filtrarse en la habitación para incidir en el cabello dorado del inquilino, acurrucado en ése momento en el revoltijo de sábanas.
-Hola, criatura.
Adrien lo miró a través de un velo de oscuras pestañas. Sonreía.
Entonces Ed cayó en la cuenta. Hacía un año justo que se conocían. Un año justo desde que el muchacho apareciera en el umbral de su casa, sujetándose el vientre perforado, empapado en algo bermellón que él, del shock, no acertaba a identificar. Adrien se había desplomado sobre su felpudo entre gemidos. Ed se lo quedó mirando, agilipollado perdido. Tenía la clase de belleza andrógina de algunos modelos renacentistas; pequeño, esbelto como un junco y de rasgos afilados.
-Por favor… por favor, déjame esconderme aquí –sollozaba una y otra vez, como una especie de mantra-. Quieren… Ellos…
Ed lo arrastró dentro antes de que la criatura se le muriera en la puerta. El chico tenía suerte de ser mono; de haber sido un borracho cualquiera lo habrían encontrado a la mañana siguiente con la cara incrustada en la puerta, más tieso que la mojama.
El caso es que Ed se encargó de curarle las heridas y de instalarlo torpemente en el sofá. Aunque no hizo ninguna pregunta, Adrien le contó su vida con pelos y señales, intercalando muy de vez en cuando mensajes subliminales acerca de la imperiosa necesidad de que lo dejara esconderse en su piso. Una historia de locos.
-Ya sé que es raro –farfulló cuando el silencio de Ed se hizo revelador-, pero…
-Déjalo –replicó él. Estaba cansado y aturdido-. Puedes quedarte hasta que estés bien. Luego te irás. Aquí no hay sitio para nadie más, y yo ya tengo mis propios problemas, ¿entiendes?
Adrien lo miró como si hubiera matado a su canario.
-No puedes hacerme eso –gimoteó-. Si salgo a la calle me encontrarán.
Ed lo miró. Craso error. Los ojillos azules de la criatura le traspasaron el alma y la torturaron sin piedad. Resopló. Lo último que quería era meterse en asuntos turbios de otros, pero… Llevaba tanto tiempo sólo que…
-Ah, joder, está bien. No, no te pongas tan contento. Si vives bajo mi techo, tendrás que someterte a mi ley –Adrien asintió, muy serio-. Someterte por completo.
Otro de los errores que Ed cometió aquella noche fue dar por hecho que su nuevo compañero de piso no captaría la indirecta. Él hizo un amago de sonrisa apenas perceptible, exactamente igual al que lucía esa noche, un año después, y selló el contrato verbal:
-Por supuesto.
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¡Hola y gracias mil por leerme!
En primer lugar, pido disculpas por la brevedad del relato y la carencia absoluta y lapidaria de sexo. No sé, quería hacer primero una especie de introducción, presentar bien a los personajes y tal, pero los exámenes me tienen sin vida. Les aseguro que él próximo será más decente.
Cualquier comentario, crítica o aportación será recibida con los brazos abiertos :3