16 de marzo xiv

Las dos amantes desean regresar con las amazonas, en el camino se encuentran con bruto que pasara con ellas a hora que este ha confirmado que siguen vivas?

El 16 de marzo

Linda Crist

La posada estaba en calma, pues la lluvia constante no invitaba a los clientes de costumbre a salir de sus casas. Cyrene estaba sentada a una mesa con sus hijas, disfrutando de la rara oportunidad de poder quedarse sentada y gozar de una comida caliente en lugar de tener que correr de un lado a otro para dar de comer a su posada normalmente llena.

—Bueno, ¿cuándo os vais a trasladar a la aldea amazónica?

—Pronto —replicó Xena, dejando caer un pegote de mantequilla en una patata asada y aplastándola con el tenedor.

—Esta mañana hemos recibido un mensaje con una paloma mensajera —añadió Gabrielle—. Chilapa quiere que vayamos pronto, porque todavía tiene retenidos a los cuatro soldados que nos atacaron en el camino cerca de la fortaleza romana. Han comenzado el juicio de los dos maleantes que me atacaron y recibieron mi declaración hace unos días. Creen que van a acabar deprisa, puesto que es mi palabra como reina contra la de esos dos. No tienen nada que hacer.

—Sí, los habrán sentenciado para cuando lleguemos allí —la guerrera posó una mano en la pierna de su compañera, apretándosela para reconfortarla.

—Xena, Gabrielle —la posadera miró a las dos mujeres más jóvenes a los ojos—. Ya sé que las amazonas os necesitan, pero no veáis cómo os voy a echar de menos.

—No te preocupes, madre, la aldea no está tan lejos. Vendremos a menudo de visita. Y tú puedes venir a visitarnos. Eres mujer y a las mujeres se les permite alojarse en la aldea, si se aprueba. Deja a Toris a cargo de la posada y ven a vernos siempre que quieras —Xena le dio unas palmaditas a su madre en la mano.

—Sí y dado que eres prácticamente una segunda madre para mí, no habrá problema para que se apruebe tu estancia —sonrió Gabrielle.

—Vaya, qué te parece. La verdad es que nunca he tratado con amazonas. ¿Són tan liberales como se dice?

—Probablemente más —rió la guerrera por lo bajo—. No te preocupes, madre, nos aseguraremos de que todo el mundo se porte como es debido si vienes a vernos.

—Oh, venga, podría ser una experiencia educativa para mí, cielo. Nunca se sabe. No creas que no pienso en esas cosas. ¿Cómo crees que te tuve?

A Xena se le nubló la expresión. Me tuviste cuando el dios de la guerra decidió engañarte y violarte. Soy el producto de lo que podría considerarse como una violación, si nos vamos a poner técnicos. Dioses, ¿cómo voy a mantenérselo oculto?

—Xena, ¿a qué viene esa cara tan larga? —la posadera tenía la frente fruncida de preocupación mientras observaba a su alta hija.

—Oh, nada. Lo siento —la guerrera notó unos pequeños dedos bárdicos que le acariciaban tranquilizadores la parte baja de la espalda—. Creo que yo también voy a echarte de menos, madre —Xena consiguió sonreír al tiempo que su madre le estrechaba la mano.

La puerta principal se abrió de golpe con una ráfaga de viento y lluvia que se coló por ella, seguida de Toris, que estaba helado y muy mojado.

—Hola, señoras, caray, vaya frío que hace. Parece que el viejo invierno no ha terminado con nosotros todavía.

—Toris, cielo, cuelga ese manto mojado y ven a sentarte junto al fuego antes de que te pongas malo —dijo la posadera, preocupada por su hijo mayor.

El hombre alto obedeció y no tardó en encontrarse con un tazón de estofado de venado caliente entre las manos.

—Madre, he vendido toda la lana.

—¿Toda? Cielo, eso es estupendo.

—¿A que no sabes cuánto he conseguido?

—¿Cuánto?

—Mil dinares.

—¿Mil? —Cyrene no se lo podía creer. Ella misma había llevado la lana al mercado el año anterior y había vuelto a casa con tan sólo seiscientos dinares.

—Sí. Al parecer, cuando el ejército romano se dispersó, empezaron a saquear y robaron muchas ovejas que aún no habían sido esquiladas. Eso ha subido el precio de la lana.

—Bueno, supongo que eso es de lo poco bueno que ha salido de todo este desorden —la posadera frunció los labios pensativa.

—Ah, hermana —Toris se volvió a la guerrera, bebiendo un poco del estofado caliente—. No te vas a creer los rumores que circulan sobre ti. He tenido que taparme la cabeza casi todo el tiempo para que nadie me reconociera.

—¿Qué clase de rumores? —Xena se echó hacia atrás y se cruzó de brazos en un gesto inconsciente de defensa.

—Pues veamos. En primer lugar, parece que casi todo el mundo sabe que te crucificaron, pero está claro que las amazonas de Gabrielle han mantenido en secreto tu regreso a la vida. Nadie sabe qué ha sido de tu cuerpo. Algunos parecen creer que has vuelto a la vida y estás en las colinas organizando otro ejército, aprovechando el caos para intentar conquistar Grecia de nuevo.

—¿Qué más? —dijo la guerrera en tono apacible y pausado.

—Ah, y otros creen que tu alma se ha unido al alma de César y que los dos os habéis hecho aliados en el mundo subterráneo y os habéis lanzado a la destrucción.

—Sigue —en tono divertido.

—Falta lo mejor. Lo mejor es que te has hecho inmortal y vuelves a ser la protegida de Ares y estás aprendiendo a ser la primera diosa de la guerra. Eso sí que me hizo gracia. Sin ánimo de ofender, hermana, pero imagínate, tú una diosa. Qué imaginación tiene la gente para pensar una cosa así.

—Sí. Es tronchante —esta vez no había rastro de humor en el tono de la guerrera.

—Mm, Xena... —la bardo percibió el estado de ánimo de su compañera—. ¿Qué tal si vamos a ver cómo están los corderos nuevos? Ya sabes... para asegurarnos de que todo va bien.

Gabrielle le puso la mano en el hombro a la guerrera y Xena se relajó, se miró el regazo un momento y luego levantó la vista y sonrió a su compañera.

—Buena idea, amor. Venga, vamos. Gracias por la cena, madre, estaba riquísima.

—Ha sido un placer, cielo —una vez más, Cyrene tuvo la extraña sensación de que a su hija le pasaba algo.

La guerrera se levantó, arrastrando a la bardo con ella, y fue a las perchas donde colgaban sus mantos. Cogió el manto de la chica más joven y la ayudó a ponérselo, atando bien los cordones bajo la barbilla de la bardo. Luego se puso su propio manto largo y pesado, abrió la puerta y salió a la noche.

Gabrielle la siguió inmediatamente, cerrando la puerta. Cruzaron el cenagoso patio hasta el granero en silencio. La bardo levantó la vista hacia el cielo oscuro. No había nada de luz, salvo un pálido resplandor que salía por las ventanas de la posada, pues el cielo estaba totalmente cubierto de densas nubes cargadas de lluvia. Se detuvo un momento y echó la cabeza hacia atrás, sintiendo la lluvia fría que le daba en la cara.

—Eh, ¿qué haces? —la guerrera se paró y se dio la vuelta.

—Recordar que estoy viva.

—Ah.

—Y que pase lo que pase o a lo que me tenga que enfrentar, se me ha dado el profundo don de tener una segunda oportunidad de vivir.

—Creo que a mí se me olvida a veces —Xena agachó la cabeza.

La bardo se acercó a su amante y le puso la mano debajo de la barbilla, obligando a su amante a subir la cabeza hasta que ella también sintió las abundantes gotas de lluvia resbalándole por la piel.

—¿Sientes eso, Xena? Es parte de la fuerza de la vida. No siempre agradecemos la lluvia, pero sin ella estaríamos muertos. No todo puede ser siempre sol y calor, ¿verdad?

—Verdad.

—Venga, amor, vamos al granero —Gabrielle tiró del brazo de la guerrera, pasando con ella por la gran puerta para refugiarse del viento. La bardo se apresuró a encender un farol que colgaba de la pared y que bañó de un cálido resplandor la paja dorada que cubría el suelo del granero.

Xena arrastró los pies hasta la casilla donde estaban la oveja y los gemelos y se sentó en el blando nido, cogiendo al cordero negro y meciéndolo en sus brazos, frotando la mejilla en la nudosa lana. Gabrielle se puso detrás de su amante, apoyada en la pared de la casilla, y tiró de la guerrera para que se apoyara en su pecho. La bardo rodeó con los brazos los de la guerrera, que a su vez rodeaban al cordero.

—Gabrielle... ya sé que tengo suerte. Ya sé que la vida es un don que no se puede tomar a la ligera. Es que no sé cuánto tiempo más voy a poder ocultarle a madre este secreto. Y aún no estoy preparada para decirle que el dios de la guerra es mi padre. Es demasiado.

—Bueno, amor... —la bardo recorrió distraída con el pulgar la piel suave de un antebrazo, siguiendo el contorno de una pequeña cicatriz causada por un cuchillo—. Vas a tener que disimular un poco mejor tus emociones. Normalmente se te da muy bien, pero por alguna razón ésta no la disimulas muy bien.

—Ya lo sé. Es que cuando se trata de gente a la que quiero, me cuesta mucho más. Gabrielle, ¿te das cuenta de que soy una semidiosa? Vamos, hombre, ¿yo? Es rarísimo.

—Lo he estado pensando, Xena. Hércules es un semidiós y es una de las personas más nobles que conocemos. Muchos de los dioses que hemos conocido, Ares, Afrodita, Strife, Hades, aún a riesgo de que me oigan y sufra su cólera, son unos farsantes. Son egoístas y mezquinos y no parece que hagan gran cosa por ayudar a la humanidad, salvo tal vez Afrodita. A lo mejor es el elemento humano, el elemento mortal mezclado con la divinidad, lo que crea una fuerza realmente poderosa.

—A lo mejor —la guerrera tenía la mirada pensativa.

—En cualquier caso, ya sabíamos que tenías unas habilidades asombrosas, ¿verdad?

—Bueno...

—Venga, Xena, no hay mucha gente que pueda hacer las cosas que tú haces. A veces te juro que es como si volaras. Es pasmoso verlo. Tiene sentido que seas en parte diosa. Así se entiende mejor. ¿No crees?

—Gabrielle, nunca le he contado esto a nadie. Cuando era muy pequeña soñaba que un hombre moreno y con barba se colaba por mi ventana por la noche y me subía a su espalda y nos íbamos a volar por el campo, mezclándonos con las estrellas y jugando con las nubes. Volábamos hasta casi el amanecer y a veces sólo me sujetaba de la mano y yo también podía volar.

—Caray, qué sueño tan genial.

—Ahora no tengo tan claro que fuese un sueño. Me resultaba muy real. Nunca supe cómo regresaba a la posada, sólo que acababa despertándome en mi cama con el olor del desayuno que se estaba haciendo. Normalmente estaba muy cansada pero muy contenta después de esas noches.

—¿Crees que Ares venía a visitarte esas noches?

—Tal vez. No recuerdo bien la cara de aquel hombre. Dejó de visitarme cuando tenía unos once veranos. En aquella época fue cuando empecé a notar lo fuerte y rápida que era. Y ya era lo bastante mayor como para haber sabido probablemente si aquello era real y no un sueño.

—A lo mejor Ares tiene un lado paternal. ¿Tú crees que tiene más hijos?

—No lo sé.

La guerrera se quedó muy pensativa y Gabrielle la estrechó en un abrazo cálido y reconfortante del que Xena esperaba no escapar jamás.

—Xena, vamos a dormir aquí esta noche. Está agradable con todo el calor que despiden los animales. Ya estamos secas. No tiene sentido volver a mojarnos sólo para volver a la posada.

—Buena idea, amor. Me apetece acurrucarme un rato contigo en el heno.

La guerrera dejó con cuidado al cordero al lado de su madre y se levantó. Cogió un par de mantas de caballo limpias de un estante y las extendió en una casilla vacía llena de heno fresco y aromático. Después de arrodillarse y dejarlo todo bien arreglado, volvió con la bardo, que observaba en silencio, y se agachó, levantando a Gabrielle en brazos y trasladándola a la cómoda cama. Depositó a su amante con cuidado encima de las mantas y luego se acurrucó a su lado.

—Gabrielle, te necesito. Nunca pensé que me permitiría necesitar a alguien y mucho menos que se lo diría. A veces me da miedo. Me conoces tan bien. La mayoría de las veces ni siquiera tengo que decir nada y tú pareces saber sin más lo que pienso y siento. Pero no siempre me parece que yo haga lo mismo contigo. Lamento no poder estar siempre a tu lado como lo estás tú conmigo —Xena acarició ligeramente el corto pelo rubio y se pegó a la bardo, suspirando por el cálido contacto.

—Xena, claro que estás a mi lado. Las personas necesitan cosas distintas. Tú haces que me sienta a salvo. Y querida. Y que tengo un lugar en el mundo. Que tengo un propósito. Tú me inspiras para que dé lo mejor de mí. Y claro que me conoces. ¿Qué más da que no puedas leer mis pensamientos y sentimientos? ¿Por qué tendrías que hacerlo? Soy bardo, ¿recuerdas? ¿Cuántas veces has tenido que esperar más de unos minutos para saber exactamente lo que pienso y siento? —la bardo se volvió entre sus brazos, entrelazando sus piernas con las de la guerrera, acariciando con la nariz la fuerte clavícula y mordisqueando la piel salada.

—Comprendido, bardo mía —Xena se rió por lo bajo y luego se le cortó la respiración cuando los labios de la bardo capturaron la piel sensible, provocándola y causándole pequeños escalofríos que le corrían por la espalda.

Intercambiaron dulces besos y sus manos exploraron un poco hasta que las dos reconocieron que estaban muy cansadas. Gabrielle se puso boca abajo y Xena se colocó en su postura preferida, con la mejilla apoyada en la espalda de la bardo y un largo brazo sobre la muchacha más menuda, cubriendo el brazo extendido de la bardo. La bardo echó la segunda manta por encima de ellas y las dos no tardaron en quedarse profundamente dormidas, rodeadas de los ruidos de los animales que roncaban apaciblemente.

El dios de la guerra salió de las sombras y se quedó de pie cerca de las amantes dormidas. Se agachó y puso una mano suavemente sobre la cabeza de la guerrera. No, Xena, no tengo más hijos. Tú eres la única. Qué rica eras cuando volábamos juntos, toda maravillada. Entonces no me odiabas. Me llamabas el hombre de la noche. Ares miró a su hija un buen rato con melancolía y luego desapareció haciendo un gesto silencioso con el brazo.

Un ojo azul se abrió despacio y examinó el granero antes de volver a cerrarse. Me ha parecido sentir su presencia. Y se volvió a quedar dormida.

—Vamos, Gabrielle, concéntrate y atácame otra vez.

La bardo sujetó con firmeza la vara y rodeó a la guerrera, con una expresión intensa que le creaba un surco de concentración entre los ojos verdes. Se abalanzó, equilibrando el peso en la pierna que tenía colocada delante, y blandió la vara trazando un arco de lado, penetrando casi las defensas de Xena.

—Muy bien, casi me das —la guerrera sonrió y se apartó un largo mechón de la cara.

Habían decidido que en cuanto Gabrielle pudiera usar el brazo lo suficiente para defenderse, emprenderían el viaje a la aldea amazónica. La bardo había hecho fielmente los ejercicios que le había enseñado Xena y, aparte de una larga cicatriz en la parte interna del antebrazo, apenas notaba la diferencia entre los dos brazos, al menos cuando se trataba de actividades que requerían el uso de los dos.

Habían pasado ya casi dos lunas desde la crucifixión y la primavera estaba en pleno apogeo. Las dos mujeres estaban deseosas de emprender la siguiente fase de su vida. Este entrenamiento con varas se desarrollaba tras dos semanas de ejercicios diarios con la vara y la espada y un puñado de aldeanos se había reunido para mirar. Se había corrido la noticia de que se podía ver a la guerrera y a la bardo entrenando juntas todas las tardes después de comer y los vecinos curiosos acudían a verlas por muchas razones. Algunos simplemente estaban pasmados por las habilidades que tenían las dos, pues era raro ver luchar a unas mujeres. Otros recordaban a la Xena oscura y querían verla en acción. Algunos jóvenes venían sólo para ver a dos mujeres ligeras de ropa acaloradas y sudorosas.

El fuerte choque de las varas al detener los golpes resonaba por el patio delantero de la posada. Xena y Gabrielle habían adquirido un ritmo, guiado tanto por el instinto como por el pensamiento consciente. Gabrielle volvió a atacar, dando la impresión de que hacía el mismo movimiento que casi había funcionado antes, pero en el último segundo se dejó caer sobre una rodilla e invirtió la dirección del ataque, pillando desprevenida a la guerrera, lo cual obligó a la mujer alta a saltar por encima de la vara cuando la tuvo a la altura de las espinillas. Xena se tambaleó hacia atrás, pero cambió el peso rápidamente, convirtiendo lo que casi era una caída en una voltereta hacia atrás. Aterrizó limpiamente sobre los pies y sonrió.

—Oye, si hubiera sido prácticamente cualquier otra persona, me habrías pillado.

—Creía que ya te tenía pillada —la bardo sonrió con malicia.

—Oh, sí, ya lo creo —la guerrera se acercó a su amante y le revolvió el pelo sudoroso—. Creo que esta noche podemos recoger las cosas y partir para la aldea amazónica mañana por la mañana. Si se mantiene el buen tiempo, llegaremos dentro de un par de días.

—Estupendo. Tengo ganas de instalarme.

Recogieron las diversas armas esparcidas por allí y se encaminaron a la posada. Los desilusionados aldeanos regresaron a sus tareas, al ver que el entretenimiento se había terminado por última vez.

—Oye, Gabrielle —un adolescente se acercó antes de que las mujeres pudieran entrar por la puerta principal.

—Sí —la bardo se volvió y sonrió—. Hola, Naman, ¿cómo estás?

—Bien. ¿Vas a contar historias esta noche?

Gabrielle frunció los labios y miró a su compañera.

—¿Vamos a tener tiempo, con todo lo que hay que recoger?

Xena asintió y sonrió.

—Sí —la bardo sabía que Naman estaba quedado con ella. Era algo dulce e inocente y por eso toleraba sus atenciones.

—Ah. Bien. Voy a correr la noticia. Mucha gente querrá venir a oírte por última vez antes de que te vayas. Hasta esta noche, entonces.

—Hasta luego, Naman.

El joven sonrió de oreja a oreja y se sonrojó antes de darse la vuelta y salir corriendo hacia los demás aldeanos que se alejaban.

Las dos mujeres pasaron el resto de la tarde metiendo cosas en las alforjas y decidiendo cuáles iban a dejar en la posada y cuáles se iban a llevar. Xena había conseguido leer casi todos los pergaminos que estaban guardados en la posada, de modo que Gabrielle decidió dejarlos allí. A la guerrera le esperaban muchos más en la aldea amazónica, pues parecía que habían visitado más a las amazonas que Anfípolis en los últimos cuatro años. Cada vez que visitaban cualquiera de los dos lugares, la bardo había dejado más pergaminos para que se los guardaran.

—Oh, mira, Xena. ¿Te acuerdas de esto? —la bardo le enseñó una larga falda marrón muy estropeada y una blusa azul desgastada.

—Sí. ¿Cómo podría olvidarlo? No es por ofender, Gabrielle, pero me alegré un montón cuando cambiaste esa ropa por la falda más corta y el corpiño verde.

—Seguro que sí —la bardo miró a su compañera con picardía.

—Eh, que no me refiero a eso —dijo Xena con un ceño de broma—. Bueno, no del todo —una sonrisa—. La verdad es que ese atuendo no me parecía muy apropiado para viajar. Esa falda larga siempre se enganchaba en las cosas y la blusa azul me parecía que te daba demasiado calor. Todo ello daba la impresión de hacerte más lenta. No te daba libertad de movimientos. Y sí, ya lo creo que me gustaba lo que se veía con la ropa más ligera.

La bardo se volvió hacia el cajón de la cómoda.

—Oye, ¿y esto cómo ha acabado aquí? —se volvió y mostró una camisola rosa—. Y está limpio. La última vez que lo vi estaba todo sucio y se lo había puesto Joxer. Creía que lo había tirado.

—Mm... yo... pues...

—Desembucha, princesa guerrera.

—No sabía que tenías eso hasta que se lo diste a Joxer para que se tapara. Me lo quedé. No sé por qué. Supongo que me preguntaba cómo te quedaría.

—Ah, conque sí, ¿eh?

—Sí.

—Lo siento, cariño, pero no me apetece ponérmelo después de haber sido usado por Joxer. Lamento muchísimo que muriera, Xena, pero no tengo la menor gana de ponerme algo usado por él. ¿Sabes a qué me refiero?

—Tienes razón, bardo mía. No lo había pensado. También podría crearme a mí unas imágenes bastante espeluznantes, ahora que lo dices.

—Mm, sí. Podría echar a perder las cosas en pleno tug-tug.

Las dos mujeres se echaron a reír y luego se volvieron a sus correspondientes cómodas, seleccionando ropa y otros objetos pequeños que se querían llevar.

—Xena, ¿pensaste en ello esa noche cuando las dos ya estábamos normales?

—¿Te refieres a estar contigo?

—Sí. ¿Recuerdas cuando te cogí la mano?

—Ésa fue una de las primeras veces que nos cogimos de la mano mientras dormíamos, Gabrielle. Nunca olvidaré esa noche.

—¿Pero pensaste en algo más?

—Sí. Ya sabía que sentía algo por ti, algo muy fuerte. Más fuerte que esa leve curiosidad que tenía cuando empezamos a viajar juntas. Eran sentimientos muy concretos y específicos. Me cogiste la mano y una parte de mí sólo quería acercarse y besarte. Estuve a punto de hacerlo, pero no sabía cómo ibas a reaccionar. Tenía miedo de echar a perder lo que ya teníamos.

—Te habría devuelto el beso.

—¿En serio?

—Yo también pensé en ello esa noche, Xena. Incluso me desperté por la noche y me quedé un rato mirándote mientras dormías. Parecías tan feliz y contenta. ¿Sabías que intenté soltarte la mano y no me dejaste?

—No. Mm... ¿por qué querías soltarme la mano?

—Quería tocarte los labios, pero habría sido incómodo sin poder apoyarme en ese brazo.

—Uuy. Lo siento. Parece que mi subconsciente nos detuvo un año más, ¿eh?

—Eso parece. No sé qué habría pasado esa noche si hubiera tenido las manos libres para tocarte. Es posible que muchas cosas hubieran sido distintas.

—Supongo que nunca lo sabremos, ¿verdad?

—Supongo que no.

—¿Gabrielle?

—¿Sí?

—Me alegro de que por fin nos decidiéramos.

—Yo también.

Cyrene había preparado un auténtico banquete para despedir a sus hijas, asegurándose de que incluía todos los platos preferidos de Xena y Gabrielle. Abrió un pequeño barril de oporto de primera para la guerrera e hizo varias hogazas de pan de nueces fresco para la bardo. Al principio las dos mujeres comieron con apetito, bajaron el ritmo al repetir y sólo Gabrielle consiguió acabar con una tercera ración de estofado de venado y una tercera rebanada de pan de nueces. Por fin, la bardo se dio unas palmaditas en la tripa con satisfacción y suspiró encantada.

—Espero no quedarme dormida en medio de una historia. No recuerdo la última vez que me sentí así de llena.

La guerrera miró a su compañera con cierta tristeza, contenta de ver que la muchacha podía disfrutar de una comida tan buena. Gabrielle había perdido peso en las primeras semanas tras el ataque de los maleantes y Xena se había preocupado mucho y había intentado que la bardo comiera más. No tenía por qué preocuparse. Al poco, Gabrielle ya estaba comiendo con su habitual entusiasmo y había recuperado el peso perdido, así como el color sonrosado de las mejillas.

La bardo se levantó y le apretó a Xena el hombro un momento.

—Empieza el espectáculo —fue a la parte delantera de la sala y se subió a la caja que le había dado Cyrene para que todo el mundo pudiera ver a la menuda muchacha. Contó tres de sus historias habituales de aventuras, una sobre Hércules y dos sobre Xena.

Gabrielle hizo una pausa, bebió un trago de cerveza que le ofrecían, se alisó la falda roja y carraspeó. Sus ojos adquirieron un brillo levemente luminoso. Echó una mirada a su amante y empezó a hablar.

—Ésta es la historia de una señora de la guerra muy valiente. Esta señora de la guerra había sido muy malvada, pero un día decidió dejar de hacer daño a la gente y dedicarse a ayudar a la gente en todas partes. Esta señora de la guerra también se ganó el corazón de una joven aldeana. Se enamoraron y juntas viajaron por las tierras...

La bardo pasó a contar a la gente de Anfípolis los numerosos actos de bondad realizados por Xena. Nada heroico. Nada extraordinario. Las cosas pequeñas que había hecho la guerrera. Cuidar de los heridos y enfermos. Ayudar a los granjeros con los cultivos y el ganado. Encontrar un hogar para los huérfanos. Retirar desprendimientos de rocas.

Xena sólo podía mirar a su compañera, con el corazón tan lleno de amor que creía que le iba a estallar. Sabía perfectamente lo que intentaba hacer la bardo. Crear una buena imagen de ella ante las personas que más habían sufrido a causa de su lado oscuro. Hacerles ver que había cambiado. Cuando Gabrielle terminó, la sala se quedó en silencio total. Al ver que la historia había acabado, muchos de los aldeanos se levantaron y se dispusieron a volver a casa, pero no sin antes estrecharles la mano a la guerrera y la bardo y desearles toscamente a las dos buena suerte en sus viajes.

Varias de estas personas rodeaban a Xena y Gabrielle aprovechó la oportunidad para escabullirse a su habitación. Tenía que hacer una cosa. Miró por encima del hombro y, tras asegurarse de que la guerrera no se había dado cuenta de que se había ido, cerró la puerta en silencio y avanzó por el pasillo.

La sala principal de la posada empezó a vaciarse y Xena bebió los últimos tragos de su jarra de oporto, escuchando las despedidas de los últimos rezagados. Se levantó y miró un momento a su alrededor. En su cara se reflejó el desconcierto.

—Madre, ¿has visto dónde ha ido Gabrielle?

—Creo que ha ido a vuestra habitación, cielo. Al menos hace un rato la vi entrar en el pasillo. ¿Se encuentra bien?

—Que yo sepa. Mm, madre, ¿te importa que me vaya a la cama? Estoy muy cansada. Te ayudaré a recoger el resto de las cosas mañana por la mañana antes de que nos vayamos.

—Ve con ella, Xena. No te preocupes por todo esto.

—Se me ve el plumero, ¿eh?

—Perfectamente.

—No me puedo creer que haya hecho eso. Que haya dicho esas cosas.

—Está enamorada de ti, Xena. Cómo me alegro de que esté en tu vida.

—Y yo. Buenas noches, madre. Gracias.

—Buenas noches, cielo.

La guerrera se dirigió rápidamente a su habitación. Abrió la puerta y se detuvo en seco, con la boca abierta. La habitación estaba iluminada por la suave luz de las velas, pero sus ojos estaban clavados en la cama. Donde estaba la bardo echada de lado, con la cabeza apoyada en el codo.

—Sé que he dicho que no me iba a poner esa cosa rosa. ¿Te parece bien esto?

La bardo llevaba una camisola de seda verde esmeralda. Era larga, pero abierta por un lado, lo cual revelaba la mayor parte de una pierna bien torneada. Se sujetaba con unos tirantes muy finos en los hombros y tenía un escote que le llegaba hasta casi el ombligo.

—Xena. ¿Tesoro? Xena, respira.

La guerrera tomó aire con fuerza.

—Peee... Qu... ¿De dónde has sacado eso? —Xena recuperó la voz y consiguió levantar la barbilla del suelo y evitar babear.

—De la India. Lo he estado reservando para una ocasión especial. He decidido que nuestra última noche en Anfípolis es suficientemente especial.

—¿Eres mi regalo de despedida? —Xena tenía los ojos relucientes y parecía una niña que hubiera recibido su primer caballito.

Gabrielle sonrió e hizo un gesto con el dedo, llamando a la guerrera.

De un solo movimiento, Xena se quitó la túnica que llevaba y aterrizó limpiamente al lado de la bardo. Pasó una mano por la suave seda que cubría el costado de la bardo, recreándose en la sensación de la textura de la rica tela en la mano callosa. Se acercó y besó a su amante, al tiempo que apartaba despacio un fino tirante verde. Xena suspiró profundamente y olisqueó el cuello de la bardo, aspirando el aroma del aceite exótico que la bardo también había comprado en la India.

—Por los dioses, qué bien hueles —la guerrera empezó a besuquear y mordisquear la garganta de su amante, contenta al notar que a la bardo se le empezaba a entrecortar la respiración—. El mejor regalo que me han hecho nunca —ronroneó Xena—. Creo que me lo voy a quedar.

Poco antes del amanecer Xena se despertó. Parpadeó unas cuantas veces, bajó la mirada y sonrió. La guerrera estaba echada boca arriba y lo único que veía de su amante dormida era la cabeza, que descansaba en el estómago de Xena, con la mejilla suavemente plantada encima del ombligo de la guerrera. El resto de la bardo estaba tapado por las mantas, pero Xena notaba los brazos de Gabrielle, que rodeaban las caderas de Xena, y su esbelto cuerpo, que estaba boca abajo, firmemente acurrucado entre las largas piernas de la guerrera. Xena sonrió un momento por el agradabilísimo recuerdo de la noche anterior y de cómo había acabado la bardo en su actual posición.

—Eh, dormilona, despierta —la guerrera pasó los dedos por el corto pelo rubio y la bardo se fue despertando despacio. Alzó la cabeza y los ojos verdes se abrieron y levantaron la mirada. Gabrielle sonrió a su amante con timidez y bajó la cara, besando a Xena en el estómago y bajando poco a poco.

—Mmmmm... ¿uno más para el camino, Gabrielle? —los músculos del estómago de la guerrera se agitaron bajo la piel tensa, reaccionando a los ligeros besos.

—Uno. O dos. Ya veremos —la bardo se detuvo un momento, levantando la mirada con una sonrisa traviesa en la cara.

Xena apoyó las manos en los hombros de su amante y cerró los ojos, regodeándose en la sensación.

Una marca más tarde, la guerrera y la bardo entraron en la sala principal de la posada, cargadas con sus alforjas, las dos vestidas con armadura. Xena le había hecho a su amante una túnica de cuero ligera de color caoba oscuro y una pieza superior de cuero más grueso que se ponía por encima y protegía el pecho y la espalda de la bardo. No era ni por asomo tan pesada como la armadura más intrincada de la guerrera, pero le quedaba perfecta. La única parte metálica de la armadura de Gabrielle era una cota de malla finísima que le caía por los hombros y la parte superior de los brazos. Entre la cota de malla y la piel de la bardo había otra capa de cuero suave y blando, para evitar que se le clavara el metal.

La guerrera también le había hecho a Gabrielle una vaina para la espada de Ephiny que era más ligera y más eficaz que la que había usado la regente fallecida. A la bardo le resultaba más cómodo desenvainar la espada desde el costado en lugar de la espalda, como hacía Xena, de modo que la nueva vaina descansaba cómodamente contra su cadera izquierda para poder acceder a ella con facilidad.

Mientras se recuperaba de la herida en el brazo, Gabrielle había investigado el pajar del granero y había descubierto un depósito de armas viejas de Xena, la mayoría en buen estado y tan sólo necesitadas de limpieza. Entre la mezcla de espadas, mazas, puñales y ballestas, la bardo descubrió un par de sais. Tras insistir mucho, convenció a la guerrera para que le enseñara a usarlos. Sorprendentemente, Gabrielle demostró tener una clara habilidad con estas antiguas armas y acabó siendo una experta con ellas. Ahora las llevaba sujetas con unas tiras a la parte externa de las botas.

Cuando se acostumbró a la idea, a Xena acabó por gustarle que la bardo usara los sais. Las armas eran mucho más manejables que una espada para una persona baja y se podían usar para defenderse sin matar. Pero de ser necesario, se les podía dar la vuelta para usarlas como un puñal. Además, hacía años que la guerrera no las usaba y había disfrutado volviendo a entrenar con ellas.

Decidieron desayunar por el camino y Cyrene les hizo bollos rellenos de fruta y nueces para el viaje, así como varios otros paquetes de cosas buenas que abastecerían de comida a las dos mujeres durante por lo menos dos días. La posadera estaba ahora en el porche observando mientras Xena se ocupaba de los dos caballos, enderezando las sillas y ajustando las cinchas aquí y allá. Por fin se volvió y miró a su madre.

—Yo... nunca había pasado tanto tiempo aquí desde lo de Cortese... Mm... yo... gracias, madre. Por acogernos. Te voy a echar de menos.

—Xena, aquí siempre tendrás un hogar y una habitación —la posadera avanzó y levantó los brazos, echándoselos a su hija alrededor del cuello. Luego se volvió hacia la bardo, posando una mano en la delicada mejilla—. Y tú también, Gabrielle. Lo digo en serio. Ahora también eres mi hija. Lo mismo se aplica a ti.

—Gracias, mamá. Por cuidar de mí, de nosotras —la bardo abrazó estrechamente a la madre de su amante.

—¿Estás lista? —Xena ladeó la cabeza ligeramente, mirando a la bardo.

—Sí. Vámonos ya.

La guerrera ayudó a su compañera a montar en Estrella y luego montó ágilmente en Argo, deslizando las botas en los estribos y disfrutando de la familiar sensación del caballo de guerra debajo de ella. Arreó a la yegua dorada con las rodillas y cruzaron el patio hacia el camino principal, con Estrella detrás. Al acercarse al primer puesto de guardia, Toris bajó de un salto y se apoyó en un árbol.

—Adiós, hermana, Gabrielle. Cuidaos la una a la otra. No tardéis mucho en volver.

—No, hermano. Y tú cuida de madre.

Doblaron un recodo del camino y de repente Anfípolis desapareció de su vista. Xena se quedó un momento mirando hacia atrás y luego se volvió, observando a su compañera.

—Te lo juro, Gabrielle, llevas más armas que yo. Gabrielle, la bardo guerrera.

—Sí. Supongo que todavía no he decidido cuáles me gustan más. Creo que siempre llevaré la vara. Pero los sais me gustan mucho. Puede que acabe guardando el puñal y la espada.

—Puede que sea buena idea. No conviene que lleves tanto peso encima.

—Ah, mira quién fue a hablar. La última vez que conté, Xena, llevabas el chakram, la espada, el látigo, la daga de pecho y un puñal en cada bota. ¿Y no tienes un arco y flechas metidos en alguna de esas alforjas? Y también has guardado ahí tu vara desmontada.

—Sí, sí. Vale. Me has pillado. Supongo que gano en el total de armas.

—Bueno, espero que nadie nos ataque, con lo bien armadas que estamos entre las dos.

—Sí, pero no lo olvides. Cuando coges un arma, automáticamente te conviertes en un blanco. Y dado que llevamos un pequeño arsenal, algunas personas podrían considerarnos una amenaza.

—Supongo que tienes razón, Xena. Pero con todo lo que ha pasado, me siento mucho más segura con este pequeño arsenal.

—Y yo.

Siguieron adelante en agradable silencio hasta que el sol estuvo en lo alto. Era un día perfecto para viajar. Unas nubes esponjosas se perseguían por el cielo y soplaba una ligera brisa, que impedía que hiciera demasiado calor. De vez en cuando se veían pequeños animales del bosque, en su mayoría madres con sus crías detrás. Dentro de otra luna sería el solsticio de verano.

—¿Quieres parar y estirar las piernas? —la guerrera miró a la bardo.

Como respuesta, el estómago de Gabrielle rugió con fuerza.

—Sí. Y comer.

Sacaron a los caballos del camino y se refugiaron a la sombra de un grupo de sauces. Las dos amantes se miraron, recordando con melancolía los Campos Elíseos, y luego sonrieron. Sin decir palabra, Xena se bajó de Argo de un salto y cogió uno de los paquetes de su madre de una alforja. Ayudó a desmontar a la bardo y la llevó de la mano hasta uno de los árboles. La guerrera se sentó apoyando la espalda en el árbol y tiró de Gabrielle para que se apoyara en ella, con la espalda de la bardo en su pecho. Xena suspiró y levantó las rodillas, rodeando la cintura de su compañera con los brazos y apoyando la mejilla en la suave cabeza rubia.

—Dioses, cómo te quiero —la guerrera estrechó más fuerte a la muchacha más joven contra ella—. Ojalá pudiéramos quedarnos aquí sentadas para siempre.

—Xena, ¿estás preparada para esto? ¿Para vivir en la aldea amazónica?

—Creo que sí. Llevo más de quince años sin parar, Gabrielle. Eso es mucho tiempo sin saber dónde vas a dormir cada noche. De dónde vas a sacar tu próxima comida. En qué ciudad te vas a despertar. Nunca pensé que volvería a tener un hogar. O que querría asentarme. Hasta ahora.

—Pero las amazonas. Xena, sé que a veces te sacan de quicio.

—Cierto. Pero si voy a echar raíces no se me ocurre un sitio mejor. Piénsalo, Gabrielle. En la aldea amazónica nadie va a mirar dos veces a una mujer que se pasea vestida de cuero y armadura y lleva armas. En muchos sentidos, encajo allí mejor que en ningún otro sitio.

—Oh, podrían mirarte dos veces, Xena. Se me ocurren más de unas cuantas amazonas a las que les encantaría... mm... conocer más íntimamente tus atributos.

—Ah, conque sí, ¿eh?

—Venga, Xena. Tienes que haberte dado cuenta de cómo te miran algunas. Eres una belleza. Y fuerte. Y peligrosa. Eres una fantasía amazónica hecha carne.

—Gabrielle, tú eres la única fantasía amazónica que tengo la menor intención de dejar que se acerque a mis atributos.

—Bien —la bardo se volvió y se encontró con unos hambrientos labios de guerrera a meros centímetros de los suyos.

—Además —los labios de Xena acariciaron suavemente los de la bardo varias veces—, vivir en la aldea amazónica tiene una ventaja inmensa.

—¿Y cuál es?

—Que no tengo que ocultar lo que siento por ti. Allí aceptarán nuestra relación sin planteárselo siquiera.

Los besos se hicieron más prolongados y la guerrera estaba en plena exploración de un cuello bárdico cuando de repente se detuvo y se quedó rígida.

—Xena, ¿qué ocurre?

—Shhh —susurró la guerrera—. En los árboles detrás de mí. ¿Ves algo?

Gabrielle atisbó por encima de un fuerte hombro, guiñando los ojos.

—No... Espera. Tal vez un destello ligerísimo de sol. Como si se reflejara en algo metálico. No estoy segura.

La guerrera ladeó la cabeza, escuchando atentamente, al tiempo que bajaba despacio la mano hacia el chakram.

—Son cuatro. Con espadas desenvainadas. Baja las manos y coge los sais. Me voy a levantar y quiero que te pongas detrás de mí.

Xena se levantó y giró en redondo, colocando el cuerpo entre la bardo y la línea de árboles.

—Sé que estáis ahí. Salid —con tono firme. Exigente.

Un soldado romano se adelantó, flanqueado por tres guardias. Pero no era un soldado cualquiera.

—Hola, Bruto. Me preguntaba cuándo aparecerías —la guerrera notó que el pequeño cuerpo que tenía detrás se ponía tenso y se puso la mano a la espalda, haciéndole una señal a la bardo para que no se preocupara.

—Xena. No sé cómo ni por qué estáis vivas, pero me imaginé que debíais de estarlo. Envié a una unidad de la guardia a recuperar vuestros cuerpos y nunca volvieron. Mandé otra unidad en busca de la primera y descubrí que tu armadura y tu túnica de cuero habían desaparecido de la fortaleza. Otras señales me llevaron a pensar que habíais vuelto. Luego envié a un soldado disfrazado a Anfípolis y me confirmó que Gabrielle y tú estabais allí.

—Ya pensé yo que harías algo así. Sabía que estaba allí. Quería que te dijera que estaba viva, así que lo dejé en paz.

—¿Cómo lo sabías?

—Se olvidó de cambiarse las sandalias del ejército romano.

—Ah.

—¿Xena...? —empezó a hablar la bardo.

—Lo siento, Gabrielle. No te lo dije porque no quería preocuparte. Además, no tenemos nada que temer de Bruto, ¿verdad?

—Verdad —el romano bajó la espada, la envainó e hizo un gesto a los otros soldados para que hicieran lo mismo. Xena apartó la mano del chakram y se cruzó de brazos. La bardo siguió su ejemplo y se metió de nuevo los sais en las botas y luego asumió una postura parecida a la de su compañera.

—No has venido a matarme otra vez. Así que habla.

—Xena, lo primero de todo, quiero pedirte disculpas.

—Bruto, no puedes imaginarte siquiera lo inadecuada que es la palabra "disculpa" para lo que nos hiciste.

—Xena, fue César. Yo sólo cumplía órdenes.

—Fuiste un cobarde y un ciego, Bruto.

—Vale. Me lo merezco. Pero gracias a ti, me di cuenta de lo que estaba ocurriendo a tiempo de detener a César antes de que se proclamara emperador.

—Sí. Pero no a tiempo de impedir que yo viera cómo daban una paliza, torturaban y crucificaban a mi compañera. ¿Tienes idea de lo que se siente al ver a la persona que más quieres en el mundo maltratada como la maltrataron a ella y no poder hacer nada para evitarlo? No hay nada que puedas decir o hacer para que alguna vez te perdone por ello.

—Xena, no espero que me perdones. No me lo merezco.

—¿Entonces qué es lo que esperas? —una valiente bardo dio un paso al frente, clavando los ojos verdes en los del romano, que bajó la mirada, incapaz de hacerles frente.

—Gabrielle. Lo siento. Si hubiera sabido lo que tenía planeado hacer, te habría dejado marchar. Lo siento muchísimo.

—¿Qué quieres, Bruto? —la voz de la bardo era casi tan grave y firme como la de su compañera.

—La verdad es que he venido para verte a ti.

—¿A mí? ¿Por qué a mí?

—Antes de que ocurriera todo esto, propusiste un tratado entre las amazonas y el imperio romano. He venido para volver a negociar ese tratado. Quiero cumplir la palabra que te di.

Gabrielle lo miró un momento en silencio.

—Vale. Eso es hasta medio decente por tu parte. Pero esta vez habrá una serie de estipulaciones adicionales.

—Pero...

—Y no son negociables.

—¿Qué estipulaciones?

—Esta vez no va a ser un tratado sólo con las amazonas, Bruto. También será un tratado con Anfípolis y Potedaia.

—Pero...

—Ya la has oído, Bruto —intervino la guerrera—. No es negociable.

—Así es —la bardo puso la mano en el hombro de su compañera—. O tratas con las tres entidades o no hay tratado.

—Pero tú no tienes autoridad para representar a Potedaia y Anfípolis.

—Tal vez no. Pero conozco bien a las personas que la tienen. Y puedo ponerme en contacto con ellas y hacer que se reúnan con nosotros en un abrir y cerrar de ojos.

—Vale —asintió Bruto.

—Escribiré los detalles y en el solsticio, vuelve. También llamaré a los representantes de Potedaia y Anfípolis. Nos reuniremos en la sala del consejo de la aldea amazónica para finalizarlo todo —Gabrielle echó ligeramente la barbilla hacia delante.

—Pues muy bien.

—Y Bruto, nada de trucos. Como traigas más soldados de los que tienes ahora mismo, no respondo de nada. Una vez te salvé ese pellejo miserable y tú me devolviste el favor permitiendo que me mataran. Puede que no me apetezca tanto volver a salvarte. Una vez entres en territorio amazónico, tendrás una escolta completa de amazonas hasta que llegues a mi alojamiento, ¿te enteras? —la inflexible bardo notó que una gran mano de guerrera se cerraba sobre la suya, que tenía apoyada en el hombro de Xena.

—Me entero. Nos veremos en el solsticio, Gabrielle —Bruto dio media vuelta y volvió a desaparecer entre los árboles, seguido de su unidad de guardia.

La bardo se sintió mareada de repente y le fallaron las rodillas y se encontró atrapada en unos fuertes brazos.

—Eh. ¿Estás bien?

—Sí —dijo Gabrielle con voz temblorosa.

—¿Estás segura?

—Sí. Jo. Qué raro volver a verlo. Y lo que acaba de pasar.

—Qué orgullosa estoy de ti, bardo mía. Se me olvida lo fuerte y serena que eres. Ha sido una negociación increíble, amor. Muy valiente.

—Gracias, Xena.

—De nada.

—¿Xena?

—¿Mmm?

—¿Podemos comer ya? Me muero de hambre.

La guerrera se rió con ganas.

—Vamos, amor, te voy a dar de comer con mis propias manos.

El sol se estaba poniendo y la brisa había cesado. Entre los árboles se oían los primeros sonidos de las aves nocturnas y los grillos. Xena y Gabrielle habían hecho mucho camino y llegarían a territorio amazónico al anochecer del día siguiente si las cosas continuaban como hasta ahora. Después de que Bruto se marchara, habían compartido un almuerzo rápido y no habían parado de cabalgar desde entonces. La bardo suspiró y se movió un poco, alzándose ligeramente de la silla.

—¿Dolorida, amor?

—Sí. Hacía tiempo que no cabalgábamos un día entero. Mañana lo voy a pagar.

—Tal vez no. Si eres muy buena, puede que me anime a darte un masaje.

—¿Un masaje de verdad, Xena, o un preludio estilo princesa guerrera para otras actividades?

La guerrera hizo un puchero, sacando un poco el labio inferior.

—¿Es que no te gustan las otras actividades?

—Pues claro —Gabrielle echó una mirada coqueta a su amante—. Pero necesito el masaje de verdad.

—Vale, te lo prometo. Un masaje de verdad.

—¿Y en qué consiste eso de ser "muy buena"?

—Mmm... Veamos. ¿Podrías hacer unos de esos buñuelitos de manzana? Creo que madre nos ha dado manzanas secas.

—Xena, por ti, tesoro, los haría sin la promesa de un masaje.

La guerrera sonrió y movió a Argo más cerca de Estrella, capturando la mano de su compañera.

—Me vas a acostumbrar mal.

—Como si tú no me dieras todos los caprichos.

—Vamos a buscar un sitio para acampar.

Xena observó la línea de árboles.

—Me parece recordar un sitio bien protegido y con un pequeño arroyo como a un cuarto de marca de aquí —la guerrera azuzó ligeramente a Argo, soltando la mano de su amante y dirigiéndose hacia los árboles. Gabrielle y Estrella la siguieron de cerca y se abrieron paso entre los árboles, alejándose del camino. La bardo se agachó para evitar las ramas bajas y se sintió aliviada cuando por fin llegaron a un pequeño claro. Xena tenía razón. Los árboles eran tan densos alrededor del claro que éste ni siquiera se veía hasta que se estaba directamente dentro de él.

—Perfecto —la guerrera miró a su alrededor asintiendo con aprobación—. Gabrielle, ¿qué tal si preparas el campamento mientras yo recojo leña y relleno los odres de agua?

—Vale —la bardo desmontó y caminó un poco para aliviar el dolor que tenía en las piernas y el trasero. Vio que su compañera desaparecía entre los árboles. Gabrielle canturreó por lo bajo mientras emprendía la familiar organización del campamento. Extendió los petates cerca de un círculo para el fuego que ya estaba allí. Luego sacó venado seco y panecillos, además de los ingredientes para los buñuelos de manzana. Al poco ya tenía hechos cuatro jugosos buñuelos y sólo necesitaba hervir agua para cocerlos. Levantó la mirada y sonrió cuando regresó Xena, que traía tres odres llenos de agua colgados de los hombros y una gran brazada de leña.

—Te has dado un baño, ¿verdad? —comentó Gabrielle al ver las gotas de agua que quedaban en los anchos hombros y el cuello de la guerrera.

—Sí. Ha sido meterme en el agua y salir. Estaba muy fría, pero me ha sentado bien —Xena dejó la leña en el suelo y se arrodilló para hacer una hoguera—. Vaya, dos buñuelos para cada una, ¿eh? —los ojos de la guerrera se iluminaron al ver las golosinas que la aguardaban.

—Tal vez.

—¿Tal vez?

—Sí. Tal vez son tres para mí y uno solo para ti.

—Con ese apetito que tienes, no me extrañaría, bardo mía —sonrió Xena.

—¡Xena!

La guerrera terminó con la hoguera y se levantó, colocándose detrás de su amante. Le rodeó la cintura con los brazos, se inclinó y mordisqueó la oreja de la bardo.

—Ya sabes que lo hago para provocarte.

—Mm. Sí —dijo Gabrielle con la respiración entrecortada—. En más de un sentido. Así es difícil concentrarse para cocinar.

—Oh. Lo siento —la guerrera besó a su compañera en la mejilla y se apartó. Fue a ocuparse de los caballos mientras la bardo terminaba de hacer la cena.

Dos marcas después, Xena cumplía su promesa de un masaje de verdad. Gabrielle estaba tumbada boca abajo en sus pieles de dormir y la guerrera masajeaba en profundidad las piernas y el trasero de la bardo, apretando con los pulgares y las palmas de las manos. Xena fue encontrando todos y cada uno de los nudos y los masajeó pacientemente hasta que todos se aflojaron al menos, si no habían desaparecido del todo. Cambió de postura y empezó a quitarle a su compañera la camisa de dormir por encima de la cabeza.