16 de marzo x

Xena y gabrielle llegan a un pequeño pueblo cerca del monte olimpo y alli se enfrentan a un grupo de soldados romanos que hieren a xena

El 16 de marzo

Linda Crist

Durante todo el descenso por la montaña, Gabrielle se mantuvo agarrada con la mano al brazo de su amante. De vez en cuando miraba a la guerrera, intentando leerle los pensamientos en la cara. No habían hablado desde que se marcharon de la cueva y la bardo se dio cuenta de que Xena estaba al borde de un colapso. Un colapso que Gabrielle estaba decidida a ayudar a su compañera a superar lo mejor posible. La bardo decidió guardar silencio, a la espera de que la guerrera estuviera dispuesta a hablar. Cuando llegaron a los caballos, el sol se estaba poniendo, pintando el horizonte de vivos tonos rojos, rosas y morados, cuya luz y belleza contrastaban crudamente con las emociones que se agitaban dentro de la cabeza de Xena.

—Gabrielle, la verdad es que no quiero acampar aquí. Al pie del Olimpo no. Hay demasiados dioses por aquí a quienes les gustaría hacerme pasar un mal rato. Hay una pequeña aldea al otro lado de la montaña. Podemos llegar por la mañana si cabalgamos toda la noche. ¿Te importaría mucho? Sé que seguramente estás cansada.

—No, Xena, no me importa. A mí tampoco me apetece mucho quedarme aquí —la bardo se acercó a Estrella, preparándose para subir al estribo.

—Eh. Ven aquí —la detuvo la guerrera.

Gabrielle echó a su compañera una mirada interrogativa y luego se encogió de hombros, acercándose a Argo.

—Monta conmigo. ¿Por favor? Me vendría bien la compañía.

La bardo sonrió.

—Claro. Estrella puede seguirnos detrás.

Xena colocó a Estrella detrás de Argo, atando las riendas del pinto a una presilla que había en la parte posterior de la silla del caballo dorado, con un nudo flojo. Luego saltó a lomos de Argo y con un gesto familiar, ofreció el brazo a su compañera para subirla. Gabrielle se agarró al fuerte brazo y subió, aterrizando cómodamente detrás de la guerrera. Rodeó con los brazos la cintura de su amante y apoyó la mejilla en el manto de Xena, con cuidado de evitar la armadura de metal que había debajo.

Xena suspiró satisfecha y puso una mano encima de las de Gabrielle, entrelazando sus dedos. Cogió las riendas de Argo con la otra mano y arreó a la yegua, que echó a andar por el camino con pasos seguros en la creciente oscuridad. Estrella siguió detrás, lanzando algún que otro relincho al caballo dorado. Cuando el sol se hundió por el horizonte, aparecieron las primeras estrellas parpadeantes, pero la guerrera estaba demasiado ensimismada para pedir su deseo de costumbre. La bardo, sin embargo, pidió un deseo especial por su compañera. Por favor. Por favor, que salga bien de esto. Que su lado oscuro no vuelva a apoderarse de ella.

Hacia medianoche, Xena notó que su compañera se estaba quedando dormida apoyada en su espalda. Detuvo al caballo.

—Vamos —echó una pierna por encima de Argo, quedándose de pie en el estribo—. Gabrielle, échate hacia delante para montar delante de mí.

—Pero Xena, nunca monto delante.

—Tú hazlo. Ya verás por qué —la guerrera movió una ceja y sonrió de lado a la bardo.

Gabrielle sofocó un bostezo y se deslizó hacia delante. Xena volvió a montarse en la silla detrás de ella, rodeándole la cintura con un brazo y recogiendo las riendas con la mano libre.

—Ahora, apóyate en mí.

La bardo obedeció, acomodándose contra el pecho de su amante, apoyando la cabeza en un ancho hombro y disfrutando del calor.

Xena las arropó a las dos con su manto.

—Duérmete, amor. Yo te sujeto.

Gabrielle suspiró y cerró los ojos. Xena notó que el cuerpo de su compañera se relajaba contra ella y oyó que la respiración de la bardo se hacía más profunda. Sujetó un poco mejor a su amante, apoyando la cara en la cabeza rubia.

—Ésta es mi chica —susurró la guerrera suavemente y emprendió de nuevo la marcha, contenta de tener cerca a su compañera después de la oscuridad de la cueva.

Xena siempre había considerado la noche como una amiga. Además de los juegos con las estrellas a los que jugaba con sus hermanos de niña, con frecuencia deambulaba por el campo cerca de Anfípolis, escabulléndose de la posada, atraída por el frescor de la noche y los ruidos que hacían los animales nocturnos. A veces iba a nadar a la luz de la luna o se quedaba sentada debajo de un árbol y escuchaba el ulular de los búhos y el canto de los grillos. De vez en cuando, ya de adolescente, buscaba los campamentos de los viajeros y se sentaba al borde del círculo para escuchar las historias que contaban sobre los lugares donde habían estado y las cosas que habían visto, soñando con el día en que ella también pudiera ver mundo. Cuando era señora de la guerra, la noche le había dado protección para moverse sin ser detectada. Aprovechaba la oscuridad para observar los campamentos enemigos e idear una estrategia basada en esas observaciones.

Después de conocer a Gabrielle deseaba que llegara la noche y la compañía que compartían junto al fuego. Era el momento de relajarse y descansar de la lucha, el viaje y la actividad constante que llenaban sus días. La bardo siempre conseguía entretenerla contándole una historia o jugando a las charadas o inventándose pequeños juegos. Después de cenar y jugar, Xena se ocupaba de sus armas mientras Gabrielle escribía en sus pergaminos y después de eso siempre conversaban tranquilamente tumbadas en sus petates a la espera de quedarse dormidas, contando estrellas e imaginando formas en ellas. Era el momento en que hacían planes para el día siguiente o simplemente se dedicaban a soñar en voz alta. Incluso antes de hacerse amantes, habían compartido un fuerte vínculo y siempre dormían la una al lado de la otra, a veces incluso cogidas de la mano toda la noche.

Esta noche, sin embargo, no parecía su amiga, mientras la guerrera reflexionaba sobre la revelación de que Ares, el dios de la guerra, el ser de cuya influencia tanto se había esforzado por librarse, era en realidad su padre. ¿Cómo podía limpiar su sangre de la seducción y el lado oscuro de Ares cuando formaban la mitad de su sangre? Una parte de ella quería aferrarse desesperadamente a las palabras de M'Lila, que podía luchar mejor contra el mal porque conocía el mal. Pero ahora, en el fondo de su alma, la guerrera sentía que no sólo conocía el mal, sino que una parte de ella, la parte de ella que era de Ares, más que conocer el mal, era el mal.

¿Soy malvada? Gabrielle ciertamente no lo cree. Dice que traigo luz a su vida. Xena medio sonrió ante la ironía de las palabras de la bardo. La idea de que la Destructora de Naciones trajera luz a algo o a alguien resultaba casi ridícula. Xena recordó que en los Campos Elíseos, M'Lila le había dicho que aunque usar el camino del guerrero para hacer el bien era un primer paso hacia la expiación de todas las atrocidades que había cometido, el amor que compartía con Gabrielle era su salvación definitiva.

—Bueno, Gabrielle, si amarte va a salvar mi alma, a lo mejor la redención no va a ser tan difícil después de todo —le dijo en voz baja a la bardo dormida y besó el fino flequillo rubio. Sintiendo los hombros ligeramente liberados de la tensión, la guerrera siguió cabalgando, reflexionando sobre cómo podía separarse de su padre. Tal vez tenga que seguir las indicaciones de mi compañera durante un tiempo y aprender a amarla mejor. Tal vez si me concentro en ella lo suficiente, el lado oscuro quedará enterrado. Sí, eso es.

Justo antes del amanecer llegaron a lo alto de una colina y la pequeña aldea apareció debajo de ellas. Era un pueblecito muy pobre y Xena advirtió que había sido saqueado en más de una ocasión por merodeadores. Azuzó a Argo, notando el cansancio en los huesos por la falta de sueño. Al doblar por la calle principal del pueblo, vio la posada al final, formando un lado de la plaza del pueblo. Se detuvo delante y despertó delicadamente a su compañera con un ligero meneo.

—¿Qué? Xe... Oh, ¿ya hemos llegado?

—Sí. ¿Qué tal si entras y ves si el posadero está levantado? Consíguenos una habitación y algo de desayunar mientras yo meto a los caballos en el establo.

Se bajaron de Argo y la bardo se estiró y bostezó. Dando una palmada a Estrella en la grupa, se volvió y entró en la posada mientras Xena se dirigía al establo bajo que había detrás. Cuando Gabrielle entró por la puerta, un brazo la agarró y notó un cuchillo en el cuello. La bardo se quedó tan sorprendida que soltó la vara, que cayó al suelo con gran estrépito.

—Bueno, ¿tú quién eres y q'aces en mi posada? —preguntó amenazadoramente una bronca voz femenina.

—Soy Gabrielle, bardo de Potedaia y reina de las amazonas. Viajo con mi compañera y sólo queremos una habitación, una comida y un baño caliente. Ahora por favor, te conviene quitarme ese cuchillo del cuello antes de que llegue mi compañera. No le sentaría bien y créeme, más te vale no enfadarla. Es muy alta y muy fuerte y hasta cuando tiene el día bueno, la gente no quiere líos con ella. Te aseguro que no te conviene que hoy acabe teniendo un mal día, créeme.

El cuchillo bajó despacio y la bardo se apartó rápidamente de la persona que la sujetaba, agachándose y cogiendo su vara con firmeza. Se echó hacia atrás para contemplar a quien la había apresado brevemente. Era una anciana, corpulenta y alta, de pelo blanco recogido en un moño y pálidos ojos grises. Sus facciones estaban surcadas de profundas arrugas, más debidas al exceso de penalidades que al exceso de risa.

—Oye, pos anda que no eres pequeñaja. Siento lo del cuchillo. Pasan soldaos por aquí últimamente. Se llevan to' lo que no tenemos clavao. S'an llevao mi caballo y mis provisiones. No tengo mucho que darte salvo un cacho pan y queso.

—Eso está bien —replicó Gabrielle, sintiendo lástima de la anciana—. ¿Estás aquí sola?

—Sí. Mi marío murió hace seis lunas. Ahora tengo que llevar to' esto sola. M'ija vive en el pueblo pero tie' su tienda y un marío q'atender. M'ijo también vive cerca. M'ayuda to' lo que pue', pero tie' familia de la q'ocuparse. Tie' una mujer y dos pequeños. Quieren mucho a su yaya, vaya si la quieren —dijo la anciana con cierto orgullo.

Decidiendo que la mujer le caía bien, la bardo sonrió y alargó el brazo.

—No sé cómo te llamas.

—Manolie, moza.

Una forma alta y oscura entró en la posada, más alta que las dos, y Manolie volvió a alzar el cuchillo.

—Manolie, no pasa nada. Ésta es mi compañera, Xena.

La mano de la guerrera se había posado inconscientemente en su chakram y pasó la mirada interrogante de Gabrielle al cuchillo que tenía Manolie en la mano.

—¿Sena? ¿La Sena? Oh, cómo m'alegro de verte aquí, Sena. Naide se mete con la Sena. Ya me paice q'estoy más segura. Podéis quedaros aquí to' lo que queráis. Os haré precio especial, os rebajaré unos dinares de lo que cobro —la anciana sonrió y dio unas palmaditas en el brazal de Xena.

La guerrera enarcó las cejas mirando a su compañera.

—Me alegro de estar aquí —dijo Xena con cautela—. ¿Nos enseñas nuestra habitación?

—Sí, podéis coger la que queráis d'arriba. No hay naide más. Un momento, q'os traigo comía —Manolie se metió en la cocina y rebuscó. Al cabo de un momento, regresó con una bandeja de pan y queso y una jarra de sidra. Se la entregó a Gabrielle.

—Gracias —la bardo sonrió, mientras la guerrera, como un zombi, se dirigía a la parte de atrás de la posada, subía las escaleras y avanzaba por un pasillo seguida de Gabrielle, que llevaba su desayuno. Xena giró el picaporte de la primera puerta y entró, dejando caer las alforjas con cansancio en un rincón. Se sentó mientras su compañera colocaba la bandeja en una mesa. Sabía que debía comer, de modo que se apresuró a masticar y tragarse un buen pedazo de pan con una loncha de queso. Luego se levantó y empezó a quitarse la armadura, notando unos dedos ágiles que la ayudaban.

—Venga, Xena, deja que me ocupe yo. Tienes que estar agotada después de cabalgar toda la noche.

—Pues... sí.

La bardo quitó la armadura y luego desabrochó la túnica de cuero de debajo, quitándola y dejándola en el respaldo de una silla. Sacó una camisa de dormir de las alforjas, ayudando a su compañera a metérsela por la cabeza.

—Siéntate en la cama —Xena lo hizo y Gabrielle le quitó las botas a la guerrera, notando que su compañera le pasaba distraída los dedos por el pelo corto mientras estaba de rodillas—. Ahora, Xena, a dormir.

—¿Vienes conmigo?

—Dentro de un ratito. Yo he dormido, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo —la guerrera sonrió y se tumbó en la cama, quedándose dormida casi nada más poner la cabeza en la almohada.

Gabrielle vio cómo su amante se quedaba dormida y tapó a la mujer alta con las mantas. Luego regresó a las alforjas y sacó una pluma y un trozo de pergamino. Se quitó su propia armadura y las botas y se puso una camisa de dormir muy gastada. Se dirigió a la mesa y se sentó, comiendo un poco de queso y pan mientras contemplaba la salida del sol, y se puso a escribir.

Negro es el color del cabello de mi amor,

Sus labios son como rosas bellas,

Tiene la sonrisa más dulce y las manos más delicadas,

Y adoro el suelo que pisa.

Amo a mi amor y ella bien lo sabe,

Adoro el suelo por el que camina,

Cómo deseo que llegue el día,

En que ella y yo podamos vivir unidas.

Y negro es el color del cabello de mi amor,

Sus labios son como rosas bellas,

Tiene la sonrisa más dulce y las manos más delicadas,

Y adoro el suelo que pisa.*

La bardo sopló sobre el pergamino para secar la tinta y luego lo dejó en la mesa. Se levantó, echó un poco de agua de una jarra en una palangana y se lavó la cara, secándosela con una suave toalla blanca. Se peinó y luego fue a la cama y se metió bajo las mantas al lado de su compañera. Se apretó contra la guerrera, pegada a la espalda de Xena y rodeando a su amante con los brazos.

—Eh, ¿ya tienes sueño? —preguntó una voz perezosa.

—Un poco —replicó Gabrielle—. Creía que estabas dormida.

—Lo estaba. Supongo que una parte de mí estaba esperando a que vinieras.

—Ah.

—¿Me abrazas mientras duermo?

—Siempre, amor —la bardo se acercó más a su compañera y frotó la nariz en la nuca de la guerrera, absorbiendo el leve olor a cuero y jabón para cuero que quedaba allí. A pesar de haber dormido por el camino, no tardó en adormecerse, uniéndose a su amante en el sueño.

Xena montaba un caballo negro a través de un bosque espeso y antiguo. Una densa niebla cubría el suelo y los árboles eran tan altos que prácticamente tapaban la luz del sol que intentaba abrirse paso a través del denso follaje verde. La guerrera miró hacia abajo y descubrió que llevaba una de las armaduras más ostentosas que se ponía durante la época en que dirigía su ejército. El cuero marrón oscuro estaba adornado con trocitos de oro y llevaba una reluciente capa dorada echada por los hombros. Bajó la mano y tocó el borde dorado que se mezclaba con el borde de cuero de su falda. Qué raro. Hacía tiempo que no veía todo esto. No recuerdo habérmelo llevado. Bueno, siempre fue impresionante, aunque poco práctico a veces. ¿Cuándo me lo he puesto?

Siguió cabalgando, consciente de que estaba sola. ¿Y de dónde ha salido este caballo? ¿Dónde está Argo? ¿Y dónde está Gabrielle? ¿Qué Tártaro está pasando aquí? A lo mejor esa posadera me ha drogado o algo. No recuerdo haber dejado la posada. ¿Dónde estoy? Xena se detuvo un momento, respirando hondo e intentando orientarse. Al no conseguirlo, suspiró y continuó por el camino mal señalado en el que estaba.

Al cabo de un rato llegó a un claro y descubrió que estaba en lo alto de una especie de acantilado, que daba a un valle y a dos pequeñas aldeas. Al mirar con más atención, se dio cuenta de que las aldeas eran Potedaia y Anfípolis. Qué cosa más rara. No recuerdo que Potedaia y Anfípolis estén en el mismo valle. O que estén tan cerca la una de la otra. Dio vueltas a lo que veía y de repente tuvo una familiar sensación de hormigueo que le empezó en la cabeza y fue bajándole por la espalda.

Ares.

La seducción era abrumadora. Sintió que se le calentaba la piel, que el corazón le latía más rápido y cerró los ojos cuando la sensación de poder oscuro la inundó como una ola. Oh, sí. Cómo lo he echado de menos. Se lamió los labios y abrió los ojos. El dios de la guerra estaba ante ella. Xena lo saludó con una sonrisa maliciosa.

—Xena. Cómo me alegro de verte. Ya sabía yo que cuando supieras quién soy por fin comprenderías que éste es tu destino. Yo soy tu legado. La guerra es tu legado. No fuiste creada para hacer el amor. Fuiste creada para odiar y matar. Es lo que se te da bien.

La guerrera se rió en voz alta y desmontó de un salto del caballo desconocido. Avanzó y abrazó a Ares.

—Papá. Por fin estoy en casa —echó la cabeza hacia atrás y volvió a reír y de repente se vio rodeada por una niebla aún más espesa que la que había en el bosque. Le impedía ver cualquier cosa. Un viento fuerte y arremolinado aclaró la niebla y Ares seguía allí. Con Gabrielle.

—Venga, princesa. Demuestra tu amor por tu padre. Para conservar tu oscuridad, debes deshacerte de la fuerza que te ha apartado constantemente de mí. Ya sabes lo que tienes que hacer, Xena. Mátala. Su luz te impide realizar tu destino —Ares le ofreció una gran daga reluciente. La guerrera la aceptó y la miró como hipnotizada.

Flotó hacia delante, agarró a la silenciosa bardo y se acercó al borde del acantilado. Eso es. Le cortaré el cuello y luego tiraré su cuerpo por el acantilado. Luego iré a saquear Potedaia y me llevaré todo el botín a Anfípolis. Xena y Gabrielle estaban al borde mismo y la guerrera llevó despacio el puñal al cuello de la bardo.

Ares estaba detrás de ella, sonriendo regocijado.

—Hazlo, princesa. Mátala. Mánchate las manos con su sangre. Mata, Xena. Es lo único que conoces.

La guerrera se detuvo y sofocó un grito. Dejó caer el puñal y cayó de rodillas, abrazando a la bardo. Xena estalló en lágrimas ardientes y luego gritó:

—Noooooo. No, Ares, no es lo único que conozco. Ya no. Este amor. Esto es lo que conozco ahora.

Los rasgos del dios de la guerra reflejaron una ira profunda y rugió:

—Bien. No podrás desafiarme siempre, Xena. Soy tu padre y al final me seguirás —y desapareció con una humareda.

La guerrera se agitó y estremeció en sueños, farfullando palabras ininteligibles. Gabrielle se despertó, al notar la inquietud del cuerpo que abrazaba, y se incorporó, apoyándose en un codo e inclinándose sobre su compañera. La guerrera tenía los labios tirantes y el rostro contraído. Por el rabillo del ojo se le escapaban unas lágrimas. La bardo alargó la mano y la puso con cuidado en el hombro de Xena, sacudiéndola ligerísimamente.

—Eh.

—¿Qué...? —la guerrera se incorporó de un salto y miró a su alrededor un momento, aturdida. Tragó varias veces y luego alargó los brazos y agarró a su compañera, estrechándola con fuerza. Xena temblaba.

—Xena, amor, no pasa nada, estabas teniendo una pesadilla —la bardo acarició ligeramente la espalda de la guerrera y le alisó el largo pelo negro.

—Gabrielle, no dejes que me atrape.

—¿Quién, amor?

—Ares. No dejes que me atrape otra vez.

—Shhh. No le dejaré. No le dejaremos. Eso no va a ocurrir. Ni siquiera es posible.

—¿No?

—No.

—Me... me cuesta creer que no vaya a ganar.

—Fíjate en lo que te dijo, Xena, yo sí lo creo. No... va... a ganar. ¿Por qué no me dejas que por ahora lo crea yo por las dos, eh? Hasta que tú misma lo puedas creer.

—¿Harías eso por mí?

—Por supuesto. ¿No te das cuenta de que eso es lo que he estado haciendo siempre?

—¿Y si no lo creo nunca?

—Lo creerás. Pero por la remota posibilidad de que no sea así, supongo que tendré que quedarme contigo para siempre y seguir creyéndolo por las dos, ¿vale?

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. Ahora vuélvete a dormir. Estás muy cansada.

La guerrera se echó de mala gana, tirando de su compañera hasta que la bardo quedó prácticamente echada encima de ella. Xena rodeó estrechamente a Gabrielle con los brazos y las dos se quedaron dormidas de nuevo.

Varias marcas después el sol estaba en lo alto, pero oculto por un cielo nublado. Durante la mañana habían llegado nubes bajas que flotaban a lo lejos, amenazando con anegar la tierra de lluvia. El aire se había templado considerablemente, como si cumpliera una cita exacta con el equinoccio. Xena se despertó y suspiró. El sueño había relajado su cuerpo, pero no su confusión interna. Sabía que no iba a poder dormir más, de modo que soltó con cuidado a su compañera, colocándola delicadamente en la cama. Se incorporó, echó las piernas por el lado de la cama, se levantó y se acercó en silencio a la ventana.

Abriendo los postigos, se asomó al alféizar, apoyada en los antebrazos. En el aire había un leve olor a lluvia. Mmmm. Puede que al final no vayamos a poder viajar hoy. Xena pensó en ello y se dio cuenta de que necesitaban conseguir algunas cosas en el pueblo, si es que quedaba algo que comprar. Gabrielle necesitaba ropa que le quedara bien, Argo necesitaba herraduras nuevas y se estaban quedando sin provisiones. No es que ella no pudiera conseguirles comida en el camino, pero era agradable contar con algunas cosas básicas con las que funcionar.

La guerrera miró a la bardo dormida y decidió que ya que estaba podía ocuparse de algunos de los recados mientras su compañera descansaba. A ver... tengo que escribirle una nota... Xena miró la mesa que estaba contra la ventana y vio la pluma y el pergamino. No era propio de su compañera dejarse sus escritos al alcance de cualquiera. La bardo solía ser muy privada con sus pergaminos. Vencida por la curiosidad, Xena cogió el papel y lo miró, leyendo el poema que había escrito Gabrielle. La guerrera notó que los ojos se le llenaban de cálidas lágrimas. No puedo creer que me quiera tanto. Con cuidado, cogió un trozo de pergamino en blanco y la pluma. Mojándola en el tintero, escribió:

Gabrielle, voy a echar un vistazo por el pueblo y a hacer unos recados. Ah, y tu poema. No se me dan bien las palabras, pero lo mismo digo, sólo que mi amor tiene el pelo dorado con brillos rojizos. Y sus ojos son del color del mar antes de una tormenta. En cuanto a vivir unidas, yo también lo quiero, amor. Cuando tengamos todo esto organizado, vamos a hacerlo. Te lo prometo. Quiero más tiempo contigo, Gabrielle. Xena.

Tras firmar la nota, fue a la palangana y se echó agua en la cara. Luego se puso la túnica de cuero y la armadura, se pasó los dedos por el pelo para acicalárselo y luego se puso una cinta. Se sentó en el hogar de la chimenea y se puso las botas y luego envainó la espada y se colgó el chakram reparado al cinto. En silencio, para no despertar a la bardo, cruzó la habitación de puntillas, abrió la puerta y bajó a la sala principal de la posada.

Manolie estaba muy ajetreada, sirviendo a unos pocos aldeanos que estaban almorzando. Vio a la guerrera y dejó una bandeja, se secó las manos en el delantal y se encaminó hacia Xena, saludándola con una sincera sonrisa.

—¿Te pongo sopa y pan? No tengo mucho, pero pue's tomar to' lo que quieras.

—Sí. Eso estaría muy bien —la guerrera se sentó a una mesa, apoyando la espalda en la pared desde donde podía observar a los aldeanos. Los estudió disimuladamente y decidió que probablemente eran todos del pueblo, muy poco refinados y no parecían saber quién era ella. Claro que con lo cerca que estaban del Monte Olimpo, éste no era un pueblo en el que Xena hubiera estado desde hacía mucho tiempo. Por lo general evitaba la montaña. Demasiado cerca del hogar de Ares. Con todo, no pudo evitar notar las miradas temerosas que recibía. Suspiró. Supongo que me tienen miedo sólo por mi aspecto, aunque no sepan quién soy.

Manolie volvió a la mesa con un tazón de sopa y una gruesa rebanada de pan. Colocó furtivamente un plato pequeño junto al pan.

—Lo último de mi mantequilla pa' ti y... —la posadera depositó una gran jarra—, sidra de las manzanas de mi huerto. No queda mucha.

—Gracias. ¿Manolie?

La posadera había empezado a volverse pero se detuvo.

—¿Hay un herrero en el pueblo y tal vez un sitio donde comprar ropa?

—Sí. El herrero está en la otra punta d'esta calle. Los soldaos no s'an metío mucho con él. Es un hombretón. M'ija tie' una mercería al lao del herrero. L'astao protegiendo.

—Gracias —la guerrera sonrió con aprecio.

—De na' —los ojos de Manolie destellearon y las arrugas de los ojos se hicieron más profundas de lo que ya eran. Se volvió para atender a los otros clientes.

Xena se bebió la sopa, que no era muy espesa pero sí sabrosa, con algunas verduras que flotaban en un aromático caldo. El pan estaba recién salido del horno y la mantequilla se derretía en la corteza blanda y almendrada. Lo comió con placer, cayendo en la cuenta del hambre que tenía después de viajar toda la noche y de comer tan sólo un poco de queso y pan horas antes. La sidra era fuerte y especiada. Cuando terminó de comer, se levantó y salió de la posada.

Se encaminó muy decidida al establo y se dirigió a la casilla de Argo, deteniéndose para acariciar el morro de Estrella.

—Venga, Argo, vamos a ponerte herraduras nuevas —ató una cuerda corta al ronzal de la yegua y la sacó de la casilla. Estrella relinchó protestando. Xena se echó a reír y se volvió—. No te preocupes, que te traigo a tu amiga de vuelta dentro de nada —Estrella sacudió la cabeza y resopló por la nariz, golpeando el suelo con la pata delantera. Argo respondió con su propio resoplido, mordisqueando la túnica de cuero de la guerrera—. ¡Eh! Parece que os gusta separaros tanto como a vuestras madres. Chico. Pero qué patéticas somos —sacó a la yegua del establo y bajaron por la calle hacia la herrería. La guerrera miró en la parte de delante y al no encontrar allí a nadie, dio la vuelta hasta el taller.

Al acercarse, un hombretón, de por lo menos dos metros de estatura y probablemente ciento ochenta kilos de peso, se levantó. Tenía la cara alegre y una espesa barba negra que enmarcaba una gran boca sonriente.

—Hola. ¿En qué puedo ayudarte?

—Mi caballo necesita herraduras nuevas. ¿Cuánto cuesta?

El herrero examinó a Argo.

—Buen caballo.

—Gracias —Xena observó al hombre y comprendió por qué los soldados que merodeaban por allí lo dejaban en paz. Con lo alta que era ella, tenía que echar el cuello hacia atrás para mirarlo.

—Serán cinco dinares.

—Bien. ¿Cuánto tardarás?

—Como una marca —el herrero alargó el brazo—. Me llamo Braden ¿y tú quién eres?

—Me llamo Xena —dijo la guerrera apaciblemente.

—¿Xena? ¿La princesa guerrera? —los ojos de Braden se estrecharon un poco.

—Soy la única Xena que conozco.

—Tengo contigo una deuda de gratitud. Hace varias lunas salvaste a mi mujer de una banda de maleantes. Estaba viajando para visitar a su hermana cuando asaltaron a su grupo. De no haber sido por ti, dijo que los habrían matado a todos. Dijo que apareciste de la nada con una compañera tuya y que las dos les disteis una soberana paliza a los bandidos hasta que por fin salieron huyendo. Gracias por salvar a mi mujer y dale las gracias a tu amiga si la ves. Para ti, las herraduras y el trabajo son gratis.

—Ah. Bueno. De nada y se lo diré a mi amiga. Y gracias por la oferta de trabajo gratis, pero de verdad, puedo pagarte —Xena nunca sabía muy bien qué decir cuando alguien le expresaba su gratitud. Sonrió casi con timidez y se dio la vuelta para ir a la mercería—. Volveré dentro de un rato —se volvió a Argo—. Se buena —le entregó la cuerda a Braden.

El hombretón la cogió y llevó a la yegua a una casilla abierta. No, Xena, tu salvaste a mi mujer. Y está embarazada de mi hijo. Cuando la salvaste, salvaste dos vidas. No me parece que debas pagar , pensó el hombretón en silencio.

Xena regresó a la parte de delante de la herrería y miró la mercería que había al lado. En el escaparate había varias túnicas de alegres colores. Una campanilla colgada en la puerta tintineó suavemente cuando giró el picaporte. Entró y captó el fuerte olor químico de los tintes y el olor acre del cuero recién curtido. Miró un momento a su alrededor hasta que una mujer alta y esbelta salió de una habitación trasera, una versión mucho más joven y delgada de Manolie.

—¿Deseas algo?

—Sí. Me alojo en la posada de tu madre. Me envía ella. Estoy buscando unas botas y una buena túnica.

—Bueno, pues echa un vistazo. Tenemos una selección bastante buena.

—Gracias —Xena se acercó a unos estantes hondos en los que había varios pares de botas y sandalias. Los contempló y por fin cogió un par de botas cortas de cuero de color caoba, de suela plana y cordones de cuero negro. Las midió con las manos. Perfectas. Las dejó en el mostrador y luego pasó a un estante de ropa.

Repasó varias túnicas, la mayoría de las cuales le parecían bonitas de color pero bastante sosas de diseño. A Gabrielle le gustan las cosas vistosas , sonrió, pensando en cómo se pavoneaba la bardo siempre que llevaba el atuendo completo y las plumas de una amazona. Vio una falda de cuero rojo oscuro, con una orla en el borde y un cinturón de cuero trenzado de color caoba. La hebilla del cinturón era de plata trabajada con pequeños pergaminos grabados en el metal. Sabía que la falda colgaría justo por encima de las caderas de Gabrielle y le llegaría un poco por encima de las rodillas. Al lado de la falda había un suave corpiño recortado con mangas de tres cuartos, teñido de rojo a juego con la falda y tejido con un interesante diseño en espirales. Xena se rió por lo bajo, sabiendo lo mucho que a la bardo le gustaba llevar ropa que le dejara el estómago al aire. No es que la guerrera se quejara. Sacó el atuendo del estante y lo llevó al mostrador.

La tendera miró lo que había elegido con una mirada dubitativa.

—Sin ánimo de ofender, pero no creo que esto te vaya a estar.

—No es para mí. Es para una... mm... amiga.

—Ah. Pues muy bien. Te lo voy a envolver. Son diez dinares.

La guerrera fue a sacar el dinero de la bolsita que llevaba al cinto y en ese momento algo soltó un destello en una caja de cristal que había al lado del mostrador, llamándole la atención. Se inclinó y vio una delicada pulsera de plata con un colgante pequeño de granate. El granate estaba tallado en forma de corazón e iba a juego con el rojo de la falda y el corpiño.

—¿Cuánto por la pulsera?

—Cinco dinares.

—Me lo quedo.

—¿Para tu amiga?

—Mm... sí —Xena notó el rubor que le encendía la cara.

—Pues menuda amiga tiene que ser —murmuró la tendera.

—Sí, lo es.

—Tiene suerte —la tendera le entregó los paquetes a Xena con una sonrisa.

Cuando la guerrera se iba a marchar, se volvió y la miró.

—No, la que tiene suerte soy yo —y salió de la tienda. Sí, tengo una suerte enorme. Regresó a la posada y consiguió escabullirse arriba sin que la detuviera Manolie, que parecía ser una nueva admiradora, pensó la guerrera sonriendo. Entró en silencio en su habitación, donde su compañera seguía profundamente dormida. Xena dejó los paquetes más grandes en la mesa y escribió deprisa otra nota. Se quedó con el paquete más pequeño en la mano un momento y luego lo metió en una de las alforjas, en un bolsillo interno en el que estaba bastante segura de que la bardo no iba a hurgar en algún momento. La guerrera salió de la habitación y de la posada y decidió recuperar a Argo para ir a montar.

Gabrielle se despertó y vio que su compañera no estaba. Adormilada, se incorporó y vio dos paquetes en la mesa. Su curiosidad venció a su cuerpo saciado de sueño, salió de la cama y se acercó a la mesa, con una mueca de dolor por la rigidez de sus piernas doloridas de montar. Encontró la primera nota de Xena y sonrió. Ojos del color del mar antes de una tormenta. Y a mí me llaman bardo. Siguió leyendo y sintió un leve hormigueo en el estómago. Quiero más tiempo contigo, Gabrielle. Oh, y yo también quiero más tiempo contigo, Xena. Vaya si lo quiero. Luego miró los paquetes y encontró otra nota encima de ellos:

Hola, amor. He ido de compras y he pensado que estarías muy mona con esto. Espero que te guste. Xena.

La bardo arrancó los envoltorios y chilló de alegría al ver la falda, el corpiño y las botas. A toda prisa, se quitó la camisa de dormir, tirándola al otro lado de la habitación, y se lo probó todo. Le estaba perfecto. Tocó la hebilla de plata del cinturón y giró un poco para hacer volar la orla de la falda. Se peinó y luego fue abajo, empujada por su exigente estómago, que se sentía vacío. Al llegar al pie de la escalera, Xena entraba por la puerta principal de la posada con una ristra de peces y varios conejos desollados y limpiados y el pelo todavía mojado por un baño que se había convertido en una expedición de pesca.

—Toma, Manolie, a lo mejor esto te ayuda con la cena esta noche —la guerrera entregó su botín a la pasmada posadera.

—Oh, gracias, Sena. No sabes cómo te lo agradezco. Ya no me quedaba na' en la despensa. Ahora puedo abrir pa' la cena.

Gabrielle se mordisqueó el labio inferior un momento y luego bajó el último escalón y cruzó la sala, deslizando el brazo por dentro del de Xena y apretándolo.

—Manolie, yo soy bardo. Podría contar unas historias esta noche si quieres.

—Oh, gracias, moza. Voy a decírselo a to'l mundo. ¡Esta noche hay banquete y diversión en mi posada! —la posadera abrazó a la bardo y luego salió casi corriendo por la puerta.

Gabrielle se volvió y miró a su compañera.

—Xena, gracias por la ropa y las botas. Me encantan —le echó a la guerrera los brazos al cuello y la abrazó.

Xena la abrazó a su vez y luego se echó hacia atrás, mirando a su amante con placer. Luego hizo cosquillas en el ombligo desnudo de la bardo.

—Ya echaba de menos lo de verte la tripa —sonrió con picardía.

—¡Ay! —Gabrielle dio un respingo por las cosquillas—. Ya te pillaré, princesa guerrera.

—¿Lo prometes? —Xena meneó una ceja.

—Oh, cuenta con ello —sonrió la bardo—. Supongo que nos quedamos aquí esta noche, ¿eh?

—Sí, va a llover. Además, Anfípolis está a poco más de un día de distancia, así que podemos salir por la mañana bien descansadas. Estaría bien darnos un baño caliente y no tener que acampar bajo la lluvia.

—A mí no me importaría contar unas cuantas historias sobre la princesa guerrera —sonrió Gabrielle, viendo cómo su compañera se sonrojaba ligeramente.

—¿Por qué no cuentas una sobre Hércules o Iolaus o una de las historias que aprendiste en la Academia?

—Porque estoy segura de que Manolie quiere oír algo sobre ti, por eso. Además, no quiero hablar de Hércules, quiero hablar de ti. Ahora, ¿qué tal si te sientas conmigo mientras me tomo un almuerzo tardío?

—Gabrielle, unas cuantas marcas más y será la hora de cenar.

—¿Y con eso qué quieres decir?

Xena se echó a reír, sabiendo que su esbelta compañera podía tragar más comida que la mayoría de los guerreros con los que ella se trataba en otros tiempos. Dónde se lo metía la bardo, era todo un misterio.

Después de un almuerzo rápido pero satisfactorio para Gabrielle, guerrera y bardo decidieron ir al establo para ocuparse de Argo y Estrella. El cielo seguía encapotado y las nubes bajas que había a lo lejos iban en aumento. En la brisa se percibía ya un claro olor a lluvia, pero el aire seguía algo templado. Gabrielle se encaminó con paso ligero a la puerta del establo, con un cierto contoneo al caminar. Xena se quedó a unos pasos detrás de ella, pues le gustaba el movimiento de su compañera y la falda de cuero rojo acentuaba estupendamente su cintura delgada y la curva de sus caderas.

Entraron en el establo, que era de poca altura, y la bardo se acercó a Estrella, pegándose a la yegua y acariciándola, rascándole debajo del flequillo. Estrella acarició el estómago desnudo de Gabrielle, haciéndola reír.

—Qué bonita eres. Vamos a ser grandes amigas —siguió haciendo mimos y carantoñas al caballo. La bardo cogió una almohaza de un banco y se puso a cepillar a su nueva amiga, despacio y con pases largos y cuidadosos.

La guerrera se sentó frente a la casilla, apoyada en una bala de heno fresca y limpia y con las piernas estiradas por delante. Sonrió, contenta de que la bardo estuviera tan encantada con su nuevo caballo. Al cabo de un rato, Gabrielle se volvió y miró a su compañera.

—Eh, ¿estás bien?

—Sí. Perfectamente.

La bardo ladeó la cabeza y luego se acercó y se quedó al lado de la guerrera, mirándola con cierta preocupación y con los brazos en jarras.

—¿Estás segura?

—Totalmente.

—Es que tienes una expresión un poco rara.

—¿Sí?

—Sí. ¿En qué estás pensando?

—Oh. Pues en lo rica que eres y en lo bien que te queda esa falda... y... —la guerrera alargó las manos y las puso en las caderas de su compañera, tirando de ella hasta que la bardo se sentó entre sus piernas y apoyada en ella—. En lo mucho que deseo besarte ahora mismo —Xena inclinó la cabeza y su boca se encontró con la de su compañera, en la que captó un leve rastro de la sidra de Manolie. El suave contacto siguió durante un rato, mientras dos pares de manos exploraban un poco, pero sin que nadie perdiera la ropa.

Gabrielle se apartó un momento.

—Xena, ¿estamos de magreo?

—Eso creo —replicó la guerrera, tratando de recuperar el aliento.

—Pues está muy bien.

—Sí, así es —dos ojos azules destellearon justo antes de cerrarse y sus labios se volvieron a encontrar.

Media marca más tarde, Xena estaba de nuevo apoyada en la bala de heno con la bardo apoyada en ella, con la espalda cómodamente pegada al pecho de la guerrera. Xena rodeaba de nuevo a su compañera con los brazos, como cuando estaban bajo el sauce en los Campos Elíseos. Gabrielle repasaba varias ideas para sus historias con su compañera para contarlas durante la cena de esa noche. La guerrera tenía los ojos cerrados y escuchaba a medias, comentando en los lugares apropiados, pero por otra parte simplemente se regodeaba en lo cercana que se sentía a su amante en ese momento, sintiendo retumbar las palabras de la bardo contra ella en los puntos donde sus cuerpos estaban en contacto. Como había dicho Gabrielle en la cueva pocas noches antes, el contacto físico tenía... poder curativo.

La cháchara de Gabrielle quedó interrumpida cuando se abrió la puerta del establo. Entró Manolie y se detuvo un momento sin saber qué hacer, al ver cómo estaban sentadas la guerrera y la bardo.

—Sena, he pensao que t'encontraría aquí. Perdón por interrumpir, pero hay unos soldaos en la plaza q'están dando problemas. He pensao que tú nos podrías ayudar. ¿Quieres hacerlo?

La guerrera se levantó y envainó la espada, que había estado a su lado. Gabrielle cogió su vara.

—¿Cuántos son? —preguntó Xena.

—Seis.

—No hay problema. Gabrielle, ¿quieres ayudar o prefieres mirar?

—¿Seis? Miraré. Va a ser divertido.

Pasaron al lado de Manolie, que se dio la vuelta y fue tras ellas.

La guerrera se encaminó a la plaza del pueblo con paso enérgico. Los soldados estaban cargando comida en sus caballos, incluidas las ristras de peces y conejos que Xena había cazado antes. Había algunos hombres del pueblo alrededor, cuyos moratones y pequeños cortes daban fe del tratamiento sufrido a manos de los soldados al intentar interferir.

—Eh, cabronazos —gruñó Xena al llegar donde los soldados—. Robar no está bien. Ni pegar a civiles. Me ha costado mucho coger esos conejos y peces. Creo que deberíais cazar vuestra propia cena. Devolved la comida y salid de aquí y nadie resultará herido.

Uno de los soldados se volvió.

—Tú. Creía que estabas muerta.

—He vuee-elto —canturreó la guerrera.

El soldado desenvainó la espada y Xena hizo lo mismo, soltando su grito de guerra y saltando por el aire. Dio una voltereta y aterrizó en medio de los seis soldados, sonriendo salvajemente cuando empezó el ataque. Desvió varios golpes con una mano, al tiempo que manejaba la espada con la otra. Mientras, fue asestando una serie de patadas en redondo por el círculo, haciendo volar a cada uno de los soldados.

Cuando los soldados salían volando, la bardo corría hasta cada uno de ellos y les ponía la vara en la garganta mientras los desarmaba. A los pocos minutos, Gabrielle montaba guardia sobre cinco espadas mientras Xena luchaba con el último soldado que quedaba. A medida que se iba imponiendo, él iba retrocediendo hasta que por fin ella lo tiró al suelo con la parte plana de la espada. Se colocó encima de él para desarmarlo. Al agacharse, él sacó rápidamente un pequeño puñal del cinturón y se lo clavó a la guerrera en la pierna izquierda y luego lo sacó.

Xena gritó de dolor, pero no se cayó. En cambio, le puso la espada en el cuello.

—Debería acabar contigo ahora mismo —gruñó, notando la sangre caliente que le caía por la pierna palpitante—. Pero te voy a decir lo que voy a hacer —pinchó al soldado en un lado del cuello, ligerísimamente, y vio su mueca de dolor y el miedo que crecía en sus ojos—. Me voy a apartar y tus amigos y tú os vais a montar en los caballos y os vais a ir de aquí. Sin vuestras armas. Y como huela siquiera vuestros cuerpos apestosos cerca de aquí, voy a terminar de cortaros el cuello. ¿Me entiendes?

El soldado asintió en silencio y se apartó rodando de la guerrera.

—No puedes mandarnos al bosque desarmados.

—Ah, ¿no puedo?

—Pero estaremos indefensos.

—Haberlo pensado antes de venir aquí y pegar y robar a gente inocente. Vamos. Fuera de aquí. Y dejad el botín antes de iros. ¡AHORA! —ladró Xena, girándose y clavando sus gélidos ojos azules en cada soldado con una mirada que los dejó helados hasta los huesos.

Se levantaron y corrieron a los caballos. Tiraron al suelo la comida robada antes de montar, azuzar a los animales y huir a galope tendido. La guerrera los miró hasta que se perdieron de vista, notando que la energía iba disipándose poco a poco. Notó unas manos delicadas que le tocaban el corte de la pierna y bajó la mirada.

—Xena. Vamos dentro. Vas a necesitar puntos, amor.

—Jo, Gabrielle, no es tan grave... oh —la guerrera dio un paso con la pierna herida y sintió que casi le fallaba—. Pensándolo bien, a lo mejor sí que me hacen falta unos puntos.

Mientras se encaminaban despacio a la posada, varios aldeanos las siguieron, expresando su gratitud a la guerrera. Manolie recogió las ristras de peces y conejos y les sacudió el polvo. Sonrió con orgullo cuando la nueva heroína del pueblo se metió en su posada.

La bardo condujo a su compañera de vuelta a su habitación y sacó el equipo de sanar de sus alforjas. Xena se sentó en el hogar, estirando la pierna para que su compañera pudiera tratarle la herida. No era muy ancha, pero sí que era bastante profunda.

Gabrielle limpió la herida y luego fue metiendo y sacando con cuidado el hilo y la aguja, cerrándola despacio.

—¿Todavía tengo manazas de marinero? —sonrió, tocando una cicatriz de la pierna de Xena que no estaba muy lejos de la herida que ahora estaba tratando.

La guerrera sonrió, recordando otro corte y otra serie de puntos y una noche tormentosa en una cueva cerca de la India. Gabrielle había intentado coserle el corte y Xena la había apartado y se lo había cosido ella misma, diciéndole a su compañera que tenía manazas de marinero. A decir verdad, el suave contacto de la bardo la había estado volviendo loca y tenía miedo de hacer algo o empeñarse en algo para lo que en ese momento no estaban preparadas.

—Gabrielle, lo decía en broma. Además, los marineros tienen fama de ser unos amantes fabulosos.

—¿Sí?

—Sí, marinero.

La bardo se sonrojó y tuvo que controlar las manos un momento antes de continuar. Dio el último punto y lo ató, agachando la cabeza y besando la pierna de su compañera al lado del corte.

—Oye, ¿qué tal si preparo un baño y nos arreglamos para la cena?

—Me parece un buen plan —Xena revolvió el corto pelo rubio y se levantó con cuidado. Gabrielle salió de la habitación y se dirigió por el pasillo a la sala de baños. En el centro de la sala había una gran bañera y en las cuatro paredes había varias chimeneas, cada una con grandes cubos de agua. Manolie se enorgullecía de tener siempre agua caliente en abundancia para que sus huéspedes se bañaran.

La bardo llenó la bañera y luego regresó a la habitación. La guerrera estaba tirada en la cama, con las manos detrás de la cabeza y los ojos cerrados, a todas luces muy cómoda. Gabrielle sacó el aceite de baño de lavanda de sus alforjas, así como el jabón de lavanda. Se acercó de puntillas a la cama y se subió, sentándose a horcajadas encima de su compañera, con cuidado de no tocar la pierna herida.

—Arriba, princesa guerrera, tu baño te espera.

Xena se quejó y se puso un brazo encima de los ojos.

—Gabrieeeellle.

—Venga, Xena, llevas casi toda la tarde cazando, pescando y luchando. No es por ofender, amor, pero si no te das un baño puede que esta noche nos obliguen a cenar en una habitación aparte.

—Mmmm. Cena a solas contigo. No es una gran amenaza, bardo mía.

—Vale, ¿y qué te parece ésta? Si no te bañas, es posible que cenes sola. Totalmente sola.

—Bueeenooo. Eso ya es más un incentivo, pero al final tendrás que volver aquí conmigo. Sólo hemos pagado por una habitación.

—Eso es cierto, pero si te levantas y te bañas, es posible que esta noche me porte bien contigo con mis historias.

Los ojos azules se abrieron de golpe y Xena se bajó de la cama, cogiendo a su compañera de paso. La guerrera se echó al hombro a la mujer menuda y salió por la puerta de la habitación, avanzando con la sorprendida bardo por el pasillo hasta la sala de baños.

—¡Xena, bájame!

—A su debido tiempo —sonrió la guerrera. Consiguió quitarle a la bardo la ropa nueva y luego tiró a la muchacha más joven a la bañera. Se quitó deprisa su propia túnica de cuero y luego se unió a su compañera, que estaba escupiendo y quitándose el agua de la cara.

—Trae, dame eso a mí —Xena le quitó a su amante la ampolla de aceite de lavanda y echó unos cuantos tapones en el agua humeante, moviéndola con las manos. Miró a la bardo por debajo de sus largas pestañas negras—. ¿Estás enfadada conmigo?

—No —sonrió Gabrielle—. Ven aquí, que te lavo el pelo.

La guerrera sonrió y se dio la vuelta, arrimándose a su compañera y suspirando mientras la bardo le lavaba el pelo con el jabón de lavanda. Se bañaron la una a la otra y sólo salieron de la bañera cuando el agua empezó a enfriarse y ya tenían muy arrugada la piel de los dedos de las manos y los pies.