16 de marzo viii

Xena y gabrielle junto con las amazonas se encuentran con los romanos, y uno de ellos fue el responsable de crucificar a gabrielle, xena deja salir la fiera y le hace pagar lo que le hizo a su amante

El 16 de marzo

Linda Crist

Xena abrió los ojos y vio que todas las velas se habían consumido y que el fuego era ya un montón de carbones al rojo. Parpadeó un momento intentando averiguar qué era lo que la había despertado. Eso. Un relincho agitado de Argo. Una breve pausa y luego otro, esta vez más agudo.

La guerrera se movió ligeramente, apartándose de su compañera, notando que los brazos dormidos se iban separando de su cintura. Se permitió sonreír un poco y luego se puso en pie. Maldición. No tengo tiempo para ponerme la armadura y estoy desnuda. Palpó a su alrededor y encontró la gran camisa que Gabrielle llevaba puesta antes. Mmmm. Se la puso y aunque le estaba algo pequeña, no era insoportable. Se puso rápidamente las botas y cogió la espada, que como siempre, estaba a su lado. Sigilosamente, para no despertar a su compañera, salió a hurtadillas de la pequeña estancia.

Con pasos silenciosos producto de años de práctica, se deslizó por el pasillo estrecho y húmedo hacia la entrada de la caverna y se detuvo al llegar al borde, escuchando. Argo resopló varias veces y Xena oyó al caballo moviéndose en círculos temerosos.

De un salto salió de la cueva con la espada lista y corrió al lado de Argo. Miró a su alrededor apuntando con la espada hacia fuera.

—¿Quién anda ahí? Sal y muéstrate —ordenó.

Oyó unos crujidos en la maleza que tenía detrás y se giró en redondo, pero no vio nada. Sintió... una presencia y como respuesta se le pusieron de punta los pelos de los brazos y el corazón se le aceleró con una súbita descarga de adrenalina. Y entonces todo quedó en silencio y la oleada de miedo cedió. Argo le mordisqueó el cuello de la camisa y la guerrera acarició distraída el hocico suave como terciopelo, forzando los ojos para ver en la oscuridad.

—¿Qué ha sido eso, eh, chica? Gracias por avisar. Ten cuidado aquí fuera, ¿vale? —se quedó mirando la pequeña entrada de la cueva, sabiendo que no había forma de que la yegua dorada cupiera por allí.

Recorrió el perímetro de la zona de la caverna y, convencida de que lo que había agitado al caballo se había ido, volvió a entrar en la cueva y en la pequeña estancia donde Gabrielle seguía durmiendo. Xena se sentó en las pieles justo por encima de la cabeza de su compañera y se apoyó en la pared, estirando las largas piernas hacia delante. Al poner la espada en el suelo a su lado, la bardo se dio la vuelta y abrió los ojos.

—Xena, ¿qué haces levantada?

—He oído algo. Tenía que comprobarlo.

—¿Qué era?

—No lo sé.

—¿Vas a volver a dormir?

—No.

—Oh.

La soñolienta bardo se arrimó, puso la cabeza en la pierna de la guerrera y se movió hasta quedar echada de lado con una mano en la rodilla de su compañera.

—Eres una buena almohada.

—Me alegro de servir para algo.

En la oscuridad, Xena notó un beso suave en la pierna. Alargó la mano y tiró de las pieles para echarlas por el hombro de su amante y luego colocó encima un brazo protector. Mientras Gabrielle volvía a quedarse dormida, la guerrera se quedó allí sentada.

Vigilando.

Con los primeros tonos grises del amanecer, Xena levantó delicadamente la cabeza de su amante de su pierna y la depositó en las pieles, inclinándose para besar el suave pelo rubio. Agarró la espada y salió de la estancia y de la cueva.

—Hola, Argo.

Un relincho como respuesta.

La guerrera dio vueltas buscando pistas sobre lo que las había inquietado durante la noche. Examinando cada centímetro de suelo, llegó al árbol donde colgaba la bolsa de cebada y se le pusieron los ojos redondos del pasmo. Se arrodilló y estudió otro par de grandes huellas de pezuñas hendidas. ¿Pero qué Tártaro? ¿Qué clase de animal... o cosa... deja unas huellas así y no consigo verlo? Lo había oído. Lo había sentido. Pero no había visto nada.

Xena se levantó y siguió atentamente las huellas durante un trecho, perdiéndolas por fin en la espesa maleza agostada por el invierno. Miró a su alrededor y olisqueó el aire pensativa, detectando el olor a... desayuno. Más conejo, un poco de pan tostado y té de hierbas. Echando otro vistazo a su alrededor, se llevó la mano inconscientemente a la cadera donde normalmente llevaba el chakram y entonces frunció el ceño. Maldición. Tengo que perder ese reflejo, al menos por ahora. La guerrera se daba cuenta de que esa fracción de segundo podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte y que alcanzar un arma que no estaba ahí podría tener resultados fatales.

La guerrera meneó en silencio la cabeza y siguió los olores a comida hasta el interior de la cueva, con el estómago rugiendo apreciativamente. Avanzó por el largo pasillo y oyó los ruidos de las amazonas que se movían en la gran estancia principal. Al llegar a la entrada miró dentro y vio que Gabrielle no estaba allí. Dado lo que come esa chica, no me puedo creer que el olor a comida no la haya atraído hasta aquí. Xena se rió por dentro.

—Kallerine, ¿se ha levantado ya Gab... la reina?

—No, no la hemos visto todavía esta mañana —la joven amazona se volvió del fuego donde estaba echando agua caliente en unas tazas para hacer té.

—Pensábamos que tú sabrías mejor que nosotras dónde está la reina —añadió Rebina. La noche antes había visto a la bardo llevándose misteriosamente de la estancia sus pieles de dormir y las de Xena. La alta amazona sonrió con cierta burla.

—¿A qué viene esa cara? —preguntó Xena.

Amarice se acercó y la miró de arriba abajo.

—¿No es ésa la camisa que llevaba nuestra reina anoche durante la cena?

Xena bajó la mirada y sintió un rubor que le subía por la cara. Uy, creo que me he puesto su ropa. Y no puede venir aquí sin ella. Al menos si no quiere sufrir un montón de burlas.

—Da igual, iré a despertarla —la guerrera se dio la vuelta, recogió su armadura y la armadura que había llevado la bardo el día anterior y salió a toda prisa de la estancia acompañada de un coro de risitas sofocadas.

Amazonas.

Xena torció por el pasillo corto que llevaba a la estancia donde habían dormido la bardo y ella y se agachó para cruzar la baja entrada. Se quedó parada un momento. Gabrielle seguía dormida, tumbada de lado, con un brazo debajo de la cabeza y el otro doblado debajo de la barbilla. En sus labios había una pequeña sonrisa y un hombro desnudo asomaba por debajo de las pieles.

Todavía no me puedo creer que esta criatura tan preciosa me quiera , pensó la guerrera, recordando las considerables atenciones de Gabrielle la noche antes. Para tener tan poca experiencia, la bardo había sabido muy bien qué hacer exactamente. Había poseído a la guerrera por completo y la conexión emocional entre las dos había sido tan intensa que casi resultaba dolorosa. Un dolor agridulce nacido de los años que llevaban juntas y de la convicción de que en muchos sentidos eran quienes eran sólo gracias la una a la otra.

Xena recordó una pregunta que le hizo su compañera justo antes de que Dahak entrara en sus vidas y lo cambiara todo para siempre... "Eres Gabrielle. La pregunta es, ¿quién sería yo sin ti?" ¿Quién sería yo sin ella? Prefiero ni pensarlo.

La guerrera cruzó la estancia y se arrodilló junto a su amante dormida. Se inclinó y besó el hombro desnudo. La bardo se movió y sus ojos verdes se abrieron despacio y la miraron.

—Buenos días, preciosidad —sonrió Xena.

La bardo se puso de un bonito color rosa, cogió la mano de Xena, se la llevó a los labios y la besó.

—Buenos días a ti también.

—Toma, te he traído tu armadura. Eeeh... nos han pillado. Las amazonas me han visto con tu camisa puesta.

—Oh —Gabrielle soltó una risita y se sentó—. Supongo que tengo que empezar a construirme esa reputación de la que hablábamos.

Xena se limitó a sonreír y se quitó la camisa, cambiándola por su propia armadura, recreándose en la familiar sensación del cuero y el metal, que le estaban como una segunda piel. Cogió la camisa y la enrolló, captando el ligero olor a lavanda mezclado con bardo.

—Xena —Gabrielle estaba peleándose con los cierres de su armadura prestada—, ¿me puedes ayudar con esto? No llego bien.

—Claro —la guerrera juntó las incómodas piezas e impulsivamente estrechó a su compañera en un fuerte abrazo.

—Uuuf. Xena, no te lo tomes mal. Me encantan tus abrazos pero me estás estrujando.

—Perdona —la guerrera aflojó el abrazo pero no la soltó y acarició suavemente la espalda de Gabrielle con una mano. Besó varias veces la cabeza rubia y luego se la apoyó en el hombro y la sostuvo allí.

Gabrielle oyó el corazón de Xena latiendo y notó unos suspiros algo temblorosos.

—Xena, ¿qué ocurre?

—Gabrielle, esta mañana he salido a comprobar lo que hizo ese ruido anoche. He encontrado más huellas de pezuñas hendidas. No sé a qué nos enfrentamos, pero alguien o algo parece estar siguiéndonos. Gabrielle, si alguien vuelve a intentar hacerte daño, te juro que...

—Xena, tranquilízate, amor. Todo va a salir bien. Lo vamos a descubrir todo, ¿vale? Juntas —la bardo alisó el flequillo de la guerrera y la miró a los atormentados ojos azules—. Venga, vamos a desayunar. Te sentirás mejor. Te lo prometo —cogió a su amante de la mano y la llevó a la estancia principal.

Una marca después ya tenían todo recogido y estaban listas para dirigirse a la aldea amazónica. Xena apretó las cinchas que sujetaban las alforjas de Argo, agarró el pomo de la silla y con un ágil movimiento saltó y aterrizó en ella, notando el cuero y el calor familiar del caballo debajo de ella. Sonrió y se inclinó, ofreciéndole un brazo a Gabrielle para que subiera.

—¿Quieres ir aquí arriba conmigo?

La bardo le sonrió a su vez y se agarró del brazo, tras lo cual salió disparada del suelo y volando por el aire, para acabar sentada detrás de Xena. Recordó aquel momento, cuatro años antes, en que convenció a la guerrera de que le permitiera viajar con ella y la primera vez que le ofreció un brazo para subir a Argo. Cuánto miedo le daba montar a caballo. Hemos progresado mucho, ¿verdad, chica? le dijo en silencio a la yegua dorada. Se abrazó a la cintura de Xena y emprendieron la marcha, con las amazonas caminando a su lado.

—Xena, ¿qué planes tienes ahora? —preguntó Amarice.

—Primero os voy a llevar a vosotras tres a la aldea amazónica. Luego Gabrielle y yo tenemos que ocuparnos de unos asuntos en el Monte Olimpo.

—¿En el Monte Olimpo? ¿Qué tenéis que hacer allí? —preguntó la alta pelirroja.

—Tenemos que descubrir qué está pasando. Averiguar cómo consiguió Callisto volver a la tierra.

—Ah —Amarice reflexionó un momento. Sabía que la guerrera tenía una relación especial con el dios de la guerra. Una relación complicada—. ¿Necesitaréis compañía?

—Tal vez —dijo la guerrera sin comprometerse—. Ya veremos.

Gabrielle oyó algo y se volvió.

—Xena, ¿recuerdas esos cuatro caballos y soldados que decías que habían acampado donde esa hoguera que investigamos ayer?

—Sí.

—El caballo de la cola negra es el que llevaba al soldado pesado.

—¡Gabrielle! —respondió la guerrera exasperada—. ¿Cómo puedes saber eso?

—Porque tenemos a los cuatro soldados detrás.

Xena se giró bruscamente y vio a los cuatro soldados en cuestión por el camino a lo lejos, cubriendo rápidamente la distancia que los separaba.

—Vale, atención todo el mundo. Tranquilas y protegeos las espaldas.

La guerrera detuvo a Argo y saltó al suelo, al tiempo que Gabrielle se deslizaba detrás de ella. Xena se plantó en medio del camino, se cruzó de brazos y esperó. Cuando los soldados las alcanzaron, vio las miradas atónitas que le dirigían.

—Hola, chicos —dijo Xena con una sonrisa salvaje—. ¿Qué pasa? ¿Habéis visto un fantasma?

Desenvainó la espada y las amazonas hicieron lo propio, al tiempo que Gabrielle sujetaba con firmeza su vara. La guerrera examinó deprisa al grupo de soldados y reconoció una cara. Su propio rostro se transformó en una mueca feroz. Tú clavaste las manos de mi amante. Sintió una oleada de furia, saboreándola en la garganta. Dejó que su lado oscuro tomara el control, dándole rienda suelta, y soltó un fuerte grito.

—¡¡¡Ailililililili!!!

Echando a correr, saltó por el aire y dio una voltereta, tirando al soldado de su caballo de un golpe con la parte plana de la espada.

En ese momento los demás soldados atacaron. La espada de Kallerine se encontró con la que llevaba el soldado pesado y el fuerte choque metálico resonó por el aire. Ella desvió su estocada hacia abajo y él pasó ante ella, haciendo girar al caballo y regresando para atacar de nuevo. Esta vez la joven amazona estaba preparada. Cuando él atacó, ella desvió el golpe de nuevo y se volvió para agarrarlo de la pierna al pasar a su lado, tirándolo del caballo. Se enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo hasta que la amazona consiguió por fin arrinconarlo contra un árbol, poniéndole un pequeño puñal en el cuello. Él se rindió dejando caer la espada y ella sacó una cuerda de cuero y le ató las manos a la espalda.

Convencida de que el soldado estaba bien atado, se volvió para ayudar a Amarice, que estaba ocupada en un combate a espada con otro soldado. Tenía la cara cubierta de sudor y el ceño fruncido en un gesto de concentración. La alta pelirroja ganaba en estatura al soldado, que era más bajo y a quien iba empujando poco a poco hacia el borde del camino. Por fin, el soldado dio un paso y se cayó de espaldas al tropezar con un tronco. Amarice le puso la punta de la espada en el cuello mientras Rebina le quitaba las armas y Kallerine lo ataba.

Mientras, Gabrielle levantó la mirada y vio a un soldado rubio montado en un bonito caballo pinto que cargaba contra ella. Sujetó la vara de Ephiny cerca de un extremo y vaciló un momento, al darse cuenta de que llevaba un tiempo sin manejar una vara, y apenas logró agacharse cuando el soldado se estiró y estuvo a punto de cortarle la cabeza con la espada. Ella dio un salto hacia atrás. Gabrielle, idiota. A ver si estás a lo que tienes que estar. Se volvió para hacerle frente de nuevo, agarrando su nueva vara con seguridad y una reconfortante sensación de familiaridad. Cuando el soldado se acercó, ella pasó al ataque, avanzando unos pasos y blandiendo la vara por el aire, tirando al soldado del caballo de un golpe en diagonal y logrando que su espada se le escapara de la mano. Al dar en el suelo, rodó y se encontró el estómago sujeto por el extremo de la vara de la bardo.

—Kallerine, aquí tienes a otro al que atar —Gabrielle se volvió para ver si Xena necesitaba ayuda.

Cuando la espada de Xena golpeó al soldado en la espalda, éste se quedó sin aire y salió volando del caballo, aterrizando con un buen golpe en el camino de tierra. Se recuperó y se levantó. Al darse la vuelta, se encontró con una guerrera alta y morena que cargaba sobre él, atravesándolo con los ojos azules, con una mueca de furia en la cara. Él levantó la espada y paró varios golpes muy duros. Xena empleó un ataque combinado, lanzando un puñetazo aquí y una patada allá, sin quitarle los ojos de encima. Impulsada por la ira pura que tanta parte formaba de su lado oscuro, su espada chocaba con la de él golpe por golpe y pasó al ataque, rodeando al soldado, al tiempo que en su cara se dibujaba una sonrisa malévola.

El soldado lo vio. Un odio absoluto. Y Xena estaba disfrutando de cada momento. Se le revolvió el estómago de miedo y supo que iba a perder. La guerrera que tenía delante estaba poseída. Con una dura estocada de lado Xena mandó su espada por los aires y se giró, pegándole una patada en redondo en la entrepierna y tirándolo al suelo. Él gimió, doblado de dolor. Ella cayó sobre él, sujetándolo al suelo con la espada y sus fuertes piernas. La mirada de odio se transformó en una mirada asesina.

—Por favor —suplicó el soldado, al ver que los furiosos ojos azules se oscurecían hasta ponerse morados y que lo atravesaban con la mirada.

Xena soltó una carcajada malévola y le sujetó un brazo con un pie. Sacando la daga de pecho de dentro de la armadura, la levantó por encima de la cabeza y la hundió en la mano del soldado con un espantoso crujido de metal sobre hueso, atravesándole la mano con la pequeña arma, clavándosela al suelo y luego sacándola. El soldado chilló de dolor al tiempo que la sangre salía disparada de la herida y se agarró la mano herida con la otra.

La guerrera se levantó y se quedó sobre él mientras el hombre se hacía un ovillo, gimoteando.

—¿Cómo te sientes, hijo de bacante? ¿Pedazo de excremento de cerdo? Dime —su voz se alzó hasta adquirir un tono salvaje—. ¡Dímelo, maldita sea! —le temblaba la voz y se puso a dar patadas al soldado, que no paraba de gemir. Levantó la espada, pensando en acabar de una vez, y luego la dejó caer a un lado. Lo empujó con un pie, obligándolo a estirarse y quedar tumbado boca arriba.

—Pensándolo mejor —gruñó en tono grave—, todavía no te voy a matar. No te vas a librar tan fácilmente. Te voy a hacer sufrir, como tú le hiciste sufrir a ella —empleando la punta de la espada, hizo un pequeñísimo corte en la pierna del soldado. Y luego otro en el brazo y cada corte provocó otro grito.

La cara se le deformó con una pequeña sonrisa cargada de odio y aplicó la punta de la espada, arrastrándola juguetonamente desde una oreja del soldado hasta la otra, pero sin hacerle sangre. Vio sus violentos temblores y sus ojos llenos de lágrimas y el brillo malicioso de sus ojos aumentó.

—P-p-ppr... por favor —balbuceó él débilmente—. Ten piedad de mí.

—¡Piedad! ¿Te atreves a suplicar piedad? Te voy a desollar vivo. ¿Crees que no recuerdo lo que me hiciste? ¡¿Y a ella?! —y Xena le dio varias patadas más.

Con los ojos llenos de espanto, Gabrielle corrió hasta colocarse a poco más de la longitud de una espada de distancia de su peligrosísima compañera.

—Xena. Por los dioses. ¡Basta!

Más patadas.

—¡Basta! ¡Ahora!

Xena levantó la espada por encima de la cabeza con ambas manos y miró a su amante.

—Gabrielle. Es él. Es el que tenía el mazo de madera... no merece vivir... —la ira alcanzó su punto extremo y empezó a temblar.

—Xena. Lo sé. Sólo cumplía órdenes. Xena, escúchame. Baja la espada. Éste no es el camino. Xena, si dejas que el odio gane, dejarás que gane la fuerza que nos quería muertas. Piénsalo un momento. No has matado a sangre fría desde hace mucho tiempo. Has llegado muy lejos. No eches todo eso a perder. Por favor, amor, bájala.

Dentro de la guerrera se estaba librando una batalla. Sería tan fácil. Sabría tan bien. A fin de cuentas, él nos mató. Pero Gabrielle no quiere esto. Te está rogando que no lo hagas. La ira y el amor chocaron dentro de su pecho, que en ese momento sentía muy oprimido. Sus dedos se agitaron en la empuñadura de la espada cuando sus ojos se encontraron con dos ojos verdes suplicantes. Xena sofocó un grito y bajó despacio la espada temblorosa hasta que quedó a su costado y cayó al suelo. El soldado inconsciente yacía inmóvil.

Por favor, amor. Tres palabras. Para traerla de vuelta a la tierra. Para sujetarla y hacerle darse cuenta de lo que ahora representaba y por quién vivía. Y de mala gana volvió a empujar a la Destructora de Naciones a las profundidades del lugar donde había estado adormecida todo este tiempo. ¿Es así como volvería a ser de no ser por ella? Así es como empezó todo, ¿no? ¿Por mi deseo de vengar la muerte de Lyceus? Lo cual se convirtió en años de matanzas y odio. Seguidos de años de culpa y remordimiento.

Pensó en las palabras de su compañera. Sólo cumplía órdenes. Yo ordenaba a los soldados de mi ejército que crucificaran a la gente.

—¡Oh, dioses! —exclamó Xena—. Gabrielle —la guerrera, cabizbaja, cayó despacio en los brazos de la única que la conocía por completo. Y que por alguna razón seguía queriéndola—. Perdona. Es que... te hizo daño. Vi cómo te hacía daño y no pude hacer nada.

La bardo sujetó el cuerpo tembloroso entre sus brazos.

—Shhh. Lo sé, amor. También te hizo daño a ti —acarició el largo pelo negro e hizo ruiditos tranquilizadores hasta que notó que Xena se calmaba—. Xena, no pasa nada. Ahora estamos bien, ¿verdad?

—Gabrielle, lo siento —la guerrera se irguió por fin y miró a su amante a los ojos, encontrando en ellos la comprensión y el perdón. Y una vez más se vio redimida por una pequeña bardo, que había tenido el valor de seguir a la Destructora de Naciones y había acabado cambiando su vida para siempre. Y que ahora sujetaba su corazón firme pero delicadamente con fuerza inquebrantable.

Xena miró a su alrededor y vio a las tres amazonas que la miraban con los ojos desorbitados. Bajo su mirada, todas encontraron otras cosas en las que fijarse. La guerrera suspiró y luego se arrodilló para examinar al soldado al que había estado a punto de matar.

—Vivirá. Atadlo.

Kallerine se apresuró a cumplir la orden.

—Gabrielle —titubeó Xena—, ¿te parecerá mal si sigo usando los puntos de presión cuando lo necesite?

La bardo se mordisqueó un momento el labio inferior.

—Xena, nunca me han gustado, pero al menos no matas a la gente con ellos y supongo que cumplen una función.

—Bien —la guerrera se acercó al soldado grande que Kallerine había atado primero y le incrustó dos dedos a cada lado del cuello. Él jadeó sin aire y empezó a ponerse rojo—. He cortado el flujo de sangre a tu cerebro. Morirás dentro de treinta segundos si no te libero. ¿Comprendes?

El soldado asintió, con los ojos desorbitados de miedo.

—Ahora dime, ¿quién os ha enviado?

—Bruto —logró escupir el hombre.

—¿Para qué?

Otro jadeo.

—Nos ha enviado a la fortaleza para recuperar tu cuerpo.

—¿Dónde ibais ahora mismo?

—Cuando descubrimos que no estabais, supusimos que las amazonas os habían cogido, por lo de su reina. Nos dirigíamos a la aldea amazónica cuando nos hemos encontrado con vosotras.

Xena volvió a golpear el cuello del hombre y éste se desplomó en el suelo, aspirando grandes bocanadas de aire.

—Vaya, qué coincidencia. Nosotras también vamos a la aldea amazónica. Parece que habéis conseguido escolta. Amarice, escucha, Rebina, Kallerine y tú os llevaréis a estos cuatro a la aldea y los encerraréis hasta que Gabrielle y yo lleguemos allí. No les hagáis daño —echó una ojeada al que estaba inconsciente—. Sólo necesitamos quedarnos con ellos por un tiempo. No puedo permitir que vuelvan para decirle a Bruto que estoy viva hasta que resolvamos todo. Gab... la reina y yo iremos derechas al Monte Olimpo. Quiero llegar allí antes de que echen de menos a estos cuatro y aparezcan más soldados.

Xena se acercó a Argo y sacó su equipo de sanadora de una alforja. Regresó al soldado que había colaborado en su crucifixión y se puso a limpiarle y vendarle la herida de la mano y luego cosió los cortes que le había hecho en el brazo y la pierna. Luego lo levantó y lo colocó boca abajo sobre el lomo de su caballo.

Volviéndose a los otros tres soldados, fue cortándoles uno a uno las cuerdas que les sujetaban las muñecas.

—Esto es sólo para que podáis subiros a los caballos, porque no me apetece pasarme todo el día recogiéndoos. Un solo movimiento que no sea para subiros al caballo y os corto la cabeza, ¿entendido?

Tres cabezas cubiertas con cascos dorados asintieron solemnemente.

—Kallerine, cuando cada uno de ellos esté en el caballo, átale las manos alrededor del pomo de la silla para que pueda sujetarse y echa las riendas por encima de la cabeza del caballo. Cada una de vosotras puede llevar a un caballo. Kallerine, tú lleva dos. Puedes con ello.

—Claro, no hay problema —dijo la joven amazona con cierto orgullo en la voz.

Cuando el soldado rubio que Gabrielle había vencido se estaba subiendo al caballo pinto, Xena miró al caballo con admiración y luego frunció el ceño.

—Espera un momento. ¿De dónde has sacado ese caballo? —había notado que la silla y las bridas eran distintas de las de los otros tres, no propias del ejército romano.

Recordando los puntos de presión empleados con su camarada, el soldado rubio decidió que se imponía decir la verdad.

—Llegamos a una aldea entre Atenas y la fortaleza. Estaba casi toda saqueada. No había supervivientes.

—¿No la saqueasteis vosotros? —la guerrera le clavó la mirada, estudiándole los ojos.

—No —la verdad—. Encontré este caballo en el bosque cerca de la aldea. Debió de escaparse durante el saqueo. Compré la silla y las bridas en la siguiente aldea. Quería montarlo un poco y probarlo. Las guarniciones romanas no eran adecuadas para este caballo.

—Mmmm —dijo Xena pensativa. Se acercó e hizo unos ruidos tranquilizadores al caballo, notando la bondadosa mirada de los brillantes ojos negros del animal. Le abrió la boca—. Vamos a ver, unos cinco años de edad —pasó de una pezuña a otra, examinando la parte de abajo. Notó el brillo del pelaje del animal y los músculos firmes que se movían bajo la piel. Por último se agachó al costado del animal cerca de la cola y miró debajo—. Yegua. Bien. Será más tranquila que un semental. Gabrielle, parece que has conseguido un caballo —sonrió y se volvió hacia su compañera, que estaba boquiabierta.

—Oh, Xena, ¿estás segura? —la bardo tenía los ojos redondos como una niña en la noche de solsticio. Era un animal precioso, de pelaje gris moteado, salvo por la grupa, que era blanca con grandes manchas negras, y la parte inferior de las patas, que eran blancas, también con manchas negras más pequeñas. La crin era negra y la cola blanca en la parte superior y se iba poniendo negra hacia el final. La bardo observó la silla de cuero tostado, muy bien trabajada, que tenía pequeñas hebillas de plata ornamentadas y una suave manta de lana de oveja debajo—. Xena, no podemos quedarnos con la manta y las guarniciones. Este soldado ha pagado por ellas. Puede que el caballo sea para cualquiera pero las guarniciones no.

La guerrera se dio cuenta de que su compañera tenía razón. Regresó a las alforjas y hurgó un momento, sacando una pequeña bolsa de cuero. Metió dentro los dedos provocando un ruido metálico y por fin sacó la mano. Se acercó al soldado y como éste tenía las manos atadas, le metió algo en una bolsita que colgaba del cinturón de su armadura.

—Aquí tienes cien dinares. Por el caballo y las guarniciones. De todas formas, Bruto no va a dejar que te quedes con una yegua tan buena como ésta. Es demasiado bonita. Tú sabes tan bien como yo que si te presentas en Atenas con ese animal, acabará en el establo personal de Bruto, ¿verdad?

—Verdad —dijo el soldado en voz baja.

—Kallerine —dijo la guerrera—, parece que sólo tendrás que guiar a un caballo. Este muchacho irá caminando hasta la aldea amazónica. Menos mal que está sólo a un día de viaje desde aquí.

—Sí —asintió Kallerine—, no tendremos que acampar antes de llegar allí. No tendremos que preocuparnos de vigilar a estos soldados por la noche —la joven amazona se puso más solemne—. Xena, ¿cuándo regresaréis la reina Gabrielle y tú a nuestra aldea?

—Son dos días de viaje al Monte Olimpo desde aquí. Luego otros tres días de allí a la aldea. Cuando terminemos nuestros asuntos en el Monte Olimpo, es probable que la reina y yo tengamos que ir a ver a nuestras familias. Estoy segura de que se han enterado de que estamos... eeeh... muertas y creo que tendríamos que hacerles saber que estamos bien. Así que probablemente nos detendremos en Anfípolis y tal vez en Potedaia antes de volver a la aldea amazónica —miró a su compañera, sabiendo que a Gabrielle no le apetecía gran cosa visitar a su familia—. Puede que pase una luna antes de que regresemos a la aldea.

—Bueno, pues cuidaos —Kallerine parecía un poco triste—. No olvides que todavía tengo que contarte unas historias sobre la caza de bacantes.

—No lo olvidaré —la guerrera sonrió a su joven admiradora—. Me apetece mucho oírlas todas.

—Xena —Amarice se acercó a ella—. ¿Estás segura de que no necesitas compañía en el viaje? ¿Otro par de ojos y oídos?

—No, Amarice, necesito hacer esto sola. Bueno, casi sola. Gabrielle será mi otro par de ojos y oídos. El Monte Olimpo puede ser un lugar peligroso, con tanto ego deificado flotando por todas partes. Gabrielle y yo ya nos hemos tratado con los dioses. Necesito que vuelvas a la aldea amazónica y ayudes a vigilar a estos soldados y a proteger la aldea. Las cosas siguen estando inestables ahí fuera.

—Bueno, vale —dijo la pelirroja despacio—. Supongo que la reina está en buenas manos.

—Amarice —unos cálidos ojos azules miraron a la amazona.

—Sí.

—Gracias. Por todo.

—No hay de qué. Mi reina —Amarice se volvió y se llevó la mano al pecho saludando a Gabrielle. Rebina y Kallerine hicieron lo mismo.

La bardo devolvió el saludo con calma.

—Que Artemisa os acompañe. Saludad a Chilapa de mi parte.

Las amazonas se alejaron, guiando a los caballos que llevaban a los soldados, y Xena se volvió a su compañera.

—Vamos a ajustar los estribos de esa silla para que te queden bien —llevó a su aturdida compañera junto al caballo pinto.

—Hola —Gabrielle acarició la piel suave que rodeaba los orificios nasales del caballo—. Oh, Xena, mira.

En el morro había un delgado rayo blanco que acababa en la frente con una gran mancha difuminada. Parecía... una estrella fugaz.

—Qué bonito —dijo la guerrera suavemente, recordando su deseo de la noche antes.

—La voy a llamar Estrella —declaró Gabrielle.

Xena besó a su compañera un momento y luego la ayudó a subir a la silla, ajustando los estribos y dando unas palmaditas en la firme pantorrilla de la bardo antes de apartarse y montar en Argo.

—¿Estás cómoda ahí arriba?

—Sí. Esto es estupendo —la bardo parecía loca de alegría—. Gracias, Xena. Nunca pensé que tendría mi propio caballo.

Bueno, no sabía muy bien si lo querrías. Recuerdo que cuando nos conocimos los caballos te daban un poco de miedo —la guerrera sonrió—. Pero al verte la cara hace un momento, me he dado cuenta de que ya lo has superado.

—Mmm... sí. O sea, ya estoy acostumbrada a Argo y la he montado sola. Y este caballo es un poco más pequeño que Argo. Estrella es más adecuada para mí.

—Bien. Pues vamos —y la guerrera arreó a Argo.

Gabrielle y Estrella se pusieron detrás, con la bardo totalmente encantada con su nueva amiga.

Viajaron todo el día, mientras la bardo ensayaba nuevas historias con su compañera y las dos jugaban a las adivinanzas como solían hacer para pasar el rato cuando estaban en el camino. Hacia el atardecer ya estaban cerca de las laderas de las montañas y el aire era notablemente más fresco. Gabrielle se envolvió mejor la cara con el manto, sujetándolo con una mano y las riendas de su caballo con la otra. Estrella y ella se entendían a las mil maravillas y decidió que tras cuatro años de caminar, montar era un buen cambio. Se detuvieron al borde de un bosque que terminaba en la llanura que iba subiendo hacia el Monte Olimpo.

—Vamos a parar aquí —dijo Xena—. El resto del camino es a campo abierto y prefiero acampar en la protección del bosque.

Gabrielle contemplaba la enorme montaña que se cernía a lo lejos.

—Parece tan cerca.

—Sí. Cuesta creer que todavía falte un día de viaje para llegar allí —asintió la guerrera. Colocó a Argo al lado de Estrella y admiró la montaña junto a la bardo. Xena le cogió la mano a Gabrielle y la bardo le sonrió con timidez. Se quedaron en silencio, acompañadas sólo del ruido de las hojas secas al moverse y el remolino de los vientos procedentes de las montañas. Y el latido de dos corazones.

—Tenemos que acampar —Xena interrumpió la tranquilidad de mala gana.

—Sí, eso creo.

La guerrera dio la vuelta a Argo y retrocedieron un poco. Xena desvió al caballo del sendero y cruzaron un trecho por entre los árboles hasta que llegaron a un claro protegido a dos lados por unas rocas grandes. La guerrera olisqueó el aire. Agua. Bien. Detuvo a Argo y desmontó de un salto, aterrizando con un bote. Cogió los odres de agua que colgaban de la silla y se acercó a ayudar a desmontar a su compañera. La bardo se deslizó hacia abajo, aterrizando en dos fuertes brazos.

—Gabrielle, si recoges un poco de leña, yo iré a rellenar los odres. Creo que hay un arroyo por detrás de esas rocas.

—Vale —asintió la bardo, caminando en círculos para desentumecer las piernas, que no estaban acostumbradas a cabalgar a solas todo el día. Normalmente se agarraba a Xena para mantener el equilibrio cuando las dos montaban en Argo. Montar sola era diferente. Tenía que agarrarse con las piernas para mantener el equilibrio y los músculos de sus muslos estaban protestando bastante.

Xena observó la leve cojera de la bardo y tomó nota mental de ocuparse de los músculos doloridos de su compañera. Luego. Sonrió y desapareció detrás de las rocas, silbando.

La guerrera encontró el arroyo fácilmente, primero siguiendo su nariz y luego sus orejas, cuando el ruido del agua al correr alcanzó su afinado oído. Advirtió con placer que había un remanso tranquilo a un lado. Arrodillándose en la orilla, destapó los odres y los sumergió en el agua fría hasta que se llenaron.

Se levantó y dejó los odres en una roca y luego se quitó la armadura y la túnica de cuero. Respirando hondo, se lanzó al arroyo frío como el hielo y vadeó hasta el remanso, que le llegaba a la cintura. Se sumergió una vez, quitándose de la piel el polvo del día. Emergiendo, se sacudió el agua de la cabeza y luego se quedó inmóvil. Observó a pocos metros por debajo del agua, escuchando. Ahhh. Metió rápidamente la mano en el agua helada y sacó un gran siluro de agua dulce. Pescado para cenar. Xena miró melancólica las zarzas que había en la orilla, ahora sin fruto y secas por el frío de finales de invierno. A Gabrielle le encantaban las moras.

Xena recogió los odres, se puso al hombro la túnica de cuero y la armadura y regresó al campamento. Al salir de detrás de las rocas, su compañera levantó la mirada y soltó una ligera exclamación.

—Xena, estás mojada y desnuda. Te vas a morir de la enfermedad de la tos —la bardo sacó una toalla de una alforja y corrió a la guerrera, secándola—. No es que no me guste verte mojada y desnuda —dijo Gabrielle en tono provocativo.

—Ah, ¿conque sí, eh? —Xena se inclinó y le mordisqueó un lóbulo—. Toma —le presentó el pescado para que lo examinara.

—Ooohhh. Bien. ¿Lo limpias tú?

—Claro —rió la guerrera. Volvió a ponerse la túnica de cuero, dejando la armadura, pues iba a dormir pronto. Tal vez , pensó, recorriendo con ojos apreciativos la esbelta figura de su amante. Sacó un cuchillo de una alforja y se dispuso a limpiar el pescado mientras su compañera sacaba una sartén, la llenaba con un poco de agua y la ponía encima del fuego para que se calentara.

Media marca después, Gabrielle había cocinado el siluro, haciendo una ligera salsa con migas de pan, hierbas y agua. Salteó el resto de las verduras que se habían llevado de la posada y miró pensativa las alforjas, que estaban apoyadas en una de las rocas. Se acercó y sacó el odre de vino de la noche antes, al que todavía le quedaba un cuarto. Lo suficiente para entrar un poco en calor , sonrió.

—Xena, la cena está lista.

La guerrera dejó de cepillar a Argo y Estrella y guardó el equipo de limpieza en las alforjas. Colgó dos bolsas de cebada para los caballos, sacó dos platos y dos tenedores de latón de las alforjas y fue a sentarse en el tronco detrás de Gabrielle, que seguía ocupándose del pescado. La bardo se volvió, sirvió dos porciones en los platos y se levantó.

—Ven aquí —Xena palmeó el sitio que había en el tronco a su lado. Gabrielle se sentó y cogió el plato que le ofrecía la guerrera. Cogió un pedazo de pescado con el tenedor y se lo ofreció a Xena para que lo probara. La boca de la guerrera se cerró a su alrededor y masticó un momento—. Qué bueno, amor.

—Gracias —Gabrielle sonrió y luego levantó el odre de vino, tomando un trago antes de ofrecérselo a su compañera.

Intercambiaron bocados y sorbos de vino hasta que dejaron limpios los platos. Xena se levantó para echar más leña al fuego mientras la bardo se lavaba la cara y las manos y luego lavaba los platos. Gabrielle fue a las alforjas y se arrodilló para sacar una camisa de dormir, haciendo una mueca por el dolor que tenía en las piernas al levantarse.

—Ay.

—Gabrielle. No estás acostumbrada a montar sola, ¿eh?

—No. Es mucho más fácil cuando te tengo a ti para sujetarme —la bardo miró pensativa a su nuevo caballo—. Pero Xena, me encanta Estrella. Es perfecta. Y tan bonita.

—Sí, muy bonita —repitió la guerrera suavemente, mirando a su compañera en vez de al caballo—. Parece que os habéis hecho buenas amigas.

—Sí —dijo Gabrielle, sin percatarse de la mirada de su compañera.

La guerrera se acercó a la bardo.

—Vamos, deja que te eche una mano con esto —y la ayudó a quitarse la armadura, metiendo la camisa de dormir por la cabeza de la muchacha más baja—. Gabrielle, échate en las pieles y deja que me ocupe de esos músculos.

La bardo obedeció, tumbándose en las pieles boca abajo y notando unas manos fuertes y cálidas que le masajeaban la parte de atrás de los muslos y las pantorrillas. Sintió que los nudos iban desapareciendo de sus cansadas piernas y luego notó que las manos subían para masajearle la espalda y los hombros. Regodeándose en el calor, suspiró llena de contento. Al cabo de un rato las manos de la guerrera fueron sustituidas por pequeños besos, que Xena iba depositando en los hombros de su compañera y la piel expuesta de su cuello.

Temblando, Gabrielle se volvió boca arriba y encontró los ardientes ojos azules de su compañera a pocos centímetros de su cara. Xena cubrió la distancia que las separaba y la besó ferozmente en los labios y la bardo hundió los dedos en el largo pelo negro, acercándo aún más a su amante. Se separaron y Gabrielle empezó a desatar los cordones de la túnica de cuero de la guerrera.

—Gabrielle —dijo Xena pesarosa—. No es buena idea. Aquí estamos muy expuestas. Tengo que estar preparada para defendernos al instante —la guerrera ladeó la cabeza un momento, con una sonrisita provocativa en los labios—. Sin embargo, puedo divertirme contigo.

La bardo se quedó sin aliento cuando unos dedos expertos se metieron por debajo de su camisa de dormir, provocando una oleada de sensación que amenazó con arrebatarla.

—Xe...

Otro beso la hizo callar y la guerrera se inclinó, jugando con un lóbulo con la punta de la lengua y susurrando:

—Gabrielle, déjate llevar. Me toca.

La bardo sintió que su camisa de dormir desaparecía por encima de su cabeza y cerró los ojos cuando un cuerpo pesado y cálido se colocó encima de ella, notando la extraña sensualidad de la túnica de cuero de la guerrera pegada a su piel desnuda. Abrió los ojos y vio algo nuevo en la cara de su amante. Afán posesivo, hambre y... el lado oscuro, revelado por un brillo conocido en los ojos azules de Xena. Gabrielle sofocó una exclamación y arqueó la espalda cuando la guerrera continuó su acalorada exploración, al tiempo que las manos de la bardo trataban involuntariamente de tocar toda la piel de Xena que podía alcanzar. El ritmo cardíaco de Gabrielle se aceleró y oyó vagamente unos gemidos que salían de su propia garganta.

—Eres tan bella —murmuró la guerrera—. Reaccionas con tanto entusiasmo —bajó con la lengua desde la garganta de la bardo hasta su ombligo y luego mordisqueó juguetonamente la parte inferior del abdomen de su compañera, satisfecha con la reacción de los fuertes músculos ante su caricia—. Gabrielle, ¿confías en mí?

—Sólo con mi vida, mi corazón y mi alma —susurró la bardo temblorosamente.

La sonrisa fiera se hizo más amplia.

—Mía —gruñó Xena.

—Toda tuya, amor —dijo Gabrielle en voz baja, rodeando el largo cuerpo de su compañera con los brazos y las piernas y rindiéndose a la intensidad de las atenciones de su amante.

Algún tiempo después, Gabrielle estaba de lado. La guerrera estaba acurrucada detrás de ella rodeando a la bardo con un brazo que le había pasado por debajo. Gabrielle se sujetaba al brazo de la guerrera con las dos manos, agarrándose mientras la guerrera la iba besando despacio desde el hombro hasta la nuca y la otra mano de Xena se movía libremente por el cuerpo de la bardo.

—Qué bien sabes —ronroneó Xena, continuando con los besos—. Déjate ir, Gabrielle. Eso es, amor. Yo te tengo —la bardo se estremeció, disfrutando de una súbita oleada de placer antes de volver despacio a la tierra.

Al parecer la energía de la guerrera provocada por el lado oscuro había quedado sin resolver tras su encuentro de la mañana con los soldados. Una energía que la guerrera había liberado con su compañera de una forma muy creativa y positiva. Así que esto es lo que se siente al ser objeto de la lujuria de combate. Creo que me va a seguir sorprendiendo en este terreno. Gabrielle sonrió y se acomodó contra su amante, volviendo la cabeza para responder a uno de los besos con otro suyo, saboreando el vino especiado en los labios de Xena. Se separaron y la bardo volvió a ponerse de lado, sin soltar el brazo de su amante, tocando suavemente los fuertes músculos del antebrazo.

Gabrielle por fin notó que el cuerpo que tenía detrás se relajaba y se apoyó en su compañera, percibiendo el sutil movimiento de los músculos del estómago de Xena bajo el cuero y bañándose en el calor que emanaba del cuerpo de su amante. Las fuertes manos que la sujetaban se aflojaron y la guerrera se puso a acariciar el claro pelo rubio. Xena se estremeció, recordando la sensación del lado oscuro. Tomando aliento con fuerza, la guerrera obligó a la energía a desaparecer.

—Gabrielle, ¿estás bien? —preguntó por fin Xena con cierta vacilación—. Creo que me he puesto un poco... mmm... agresiva. No te he hecho daño, ¿verdad? Ni te he asustado — Dioses. No me había puesto así desde Borias , pensó la guerrera, recordando cierta piel de oso y unos divertidos revolcones con el padre de Solan. Revolcones que siempre eran más intensos después de sobrevivir al fragor de una batalla. Una época en que el lado oscuro siempre estaba presente, en el primer plano absoluto de su ser.

La bardo se puso boca arriba y alargó una mano para tocar la cara de su compañera.

—No, Xena, no me has hecho daño y a estas alturas ya no es posible que te tenga miedo. Ha sido... eres... increíble, amor. Pero... me preocupas. No te tengo miedo, pero sí que me asustaste cuando estabas torturando a ese soldado. Eso es distinto. Sé que nunca harías nada para hacerme daño pero a veces tengo miedo de que hagas algo que pueda hacerte daño a ti misma. Tu lado oscuro podría destruir mucho de lo que has conseguido con tanto esfuerzo. Xena, se te ha dado, no, se nos ha dado una segunda oportunidad y parte de eso parece estar relacionado con la luz que nos damos la una a la otra.

—Gabrielle, no creo que yo tenga mucha luz que ofrecer.

La bardo abrió los ojos de par en par y colocó la cabeza morena en su hombro, entrelazando los dedos con el pelo largo de la guerrera.

—Xena, la tienes, amor. Cada día, bueno, casi cada día, desde que viajamos juntas, has sido buena conmigo, al principio con pequeños detalles y más adelante al demostrarme lo mucho que me quieres. Y no sólo soy yo. Xena, ¿es que no te das cuenta de cuánta gente tiene una vida mejor gracias a ti? ¿Es que no lo ves? Por dondequiera que vayas, las cosas cambian a mejor. Sé que a mí me has cambiado a mejor. Ésa es la luz. Llevas una luz grande y brillante dentro del corazón —la bardo colocó una mano delicada encima de dicho corazón.

La guerrera la rodeó con su propia mano.

—Supongo que nunca lo he visto así. En cuanto a ti, amor mío, tú eres la luz que ahuyenta a la oscuridad de mi alma. Creo que por eso ahora que somos... eeeh... bueno, ya sabes, parece que no me sacio de ti. Es como si quisiera meterte dentro de mí para poder tener esa luz todo el tiempo.

—Xena, me tienes todo el tiempo. Y vamos a estar juntas. Para siempre, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Y Xena —dijo la bardo con una sonrisa maliciosa—, siempre que necesites soltar esa energía oscura, dímelo. Me ha gustado.

—¿En serio?

—En serio.

—Gabrielle.

—¿Síííí?

—Creo que ese lado oscuro está apareciendo de nuevo.

—¿Sí?

—Sí.

—Ven aquí, princesa guerrera —y Gabrielle volvió a colocar a su compañera encima de ella, notando que un brazo fuerte le rodeaba una pierna por detrás justo por encima de la rodilla, levantándole la pierna. Unos besos lentos y llenos de propósito iban bajando por su esternón y su estómago. Un gruñido grave y salvaje surgió de la garganta de la guerrera y la bardo se agarró a los tirantes de la túnica de cuero de su compañera y se preparó para lo que se le venía encima.