16 de marzo vii

Xena no cree la suerte que tiene al ser recompensada con el amor de gabrielle, y solo espera que ella nunca la deje.

El 16 de marzo

Linda Crist

Pero sí que tengo un propósito, que es matar bacantes. Seguiré haciéndolo hasta que muera o encuentre a mi hermana, lo que ocurra primero.

Gabrielle dio unas palmaditas en la mano de Kallerine, que seguía apoyada en su pierna.

—Eres una de las personas más valientes que he conocido jamás. Encontrarás el amor algún día, Kallerine, no tengo la menor duda.

Kallerine se sonrojó por el cumplido de su reina y no supo qué decir, salvo:

—Gracias.

Dentro, Xena iba de una estancia a otra, sin encontrar gran cosa. Por fin llegó a la parte de atrás del edificio y se topó con la pequeña celda que Gabrielle y ella habían compartido antes de la crucifixión. La puerta de la celda estaba abierta y la guerrera entró, estremeciéndose por los recuerdos. En el suelo vio un palo manchado de sangre seca. Ése es el palo con que le dieron la paliza. La furia subió por el pecho de Xena y ésta se agachó, cogió el palo y lo rompió contra la rodilla levantada, tirando salvajemente los trozos al otro lado de la celda con un grito de rabia. Miró a las dos sorprendidas amazonas y respiró hondo varias veces para bajarse la presión sanguínea.

—Lo siento, ha sido una reacción por unos malos recuerdos —se disculpó.

—No pasa nada —dijo Rebina en voz baja.

Xena se limitó a asentir y salió de la celda a la estancia de fuera. Miró a su alrededor y vio un lío de metal y cuero, mezclado con una tela amarilla, tirado en un rincón. Se le animaron los ojos e hizo un gesto a las dos amazonas silenciosas para que la siguieran. Se acercó, se agachó en el rincón e investigó el montón.

Era su túnica de cuero y su armadura, que se encontraban en un estado sorprendentemente bueno. Lo único que iban a necesitar era un poco de jabón para cuero y limpieza. Hasta sus botas estaban allí. Descubrió encantada que debajo del cuero estaba la pequeña daga de pecho que había comprado Gabrielle tanto tiempo atrás. Se la metió en el escote con una sonrisa y luego cogió los jirones destrozados de tela amarilla, reconociendo en ellos lo que quedaba del atuendo que la bardo había llevado desde que estuvieron en la India. Inconscientemente, se llevó la tela a la cara, aspirando el olor que era Gabrielle. Me parece que vamos a tener que comprarte ropa nueva, amor , pensó gravemente. Hizo un rollo con los jirones y se los metió en un bolsillo del manto. Recogiendo su túnica de cuero, se levantó y miró a su alrededor.

Seguro que se han llevado mi espada , pensó, pero el chakram, ¿se lo habrían llevado? Roto, habría sido inútil para ellos. Y seguro que se habrían cortado la cabeza a sí mismos de no ser así , se rió por dentro, casi deseando poder verlo.

—Amarice, ¿recuerdas haber visto a alguien hacer algo con mi chakram?

La alta pelirroja se quedó pensando un momento.

—No. Pero no estuve mirando cada segundo — Parte del tiempo me lo pasé vomitando detrás de una de esas rocas , añadió en silencio.

—Bueno, sigamos buscando —dijo la guerrera, dándose cuenta de que no quedaba ninguna habitación que no hubieran registrado—. Amarice, Rebina y tú volved a registrar todas estas habitaciones una vez más. Yo voy a volver fuera para ver si encuentro algo ahí —la prisión no tenía puerta trasera, de modo que se dirigió a la parte de delante, aprovechando esto como excusa para ver cómo estaba su amante antes de ir a la parte de atrás del edificio.

Salió de nuevo a la luz del sol y guiñó los ojos. Vio a Kallerine y a la bardo, conversando seriamente en el banco donde las había dejado, y se acercó y se sentó al lado de Gabrielle.

—Gabrielle, he encontrado nuestra ropa.

—Oh, Xena, qué bien —los ojos de su compañera se iluminaron.

—No te emociones —sacó los restos hechos jirones del bolsillo de su manto.

—Oh —la bardo se mordisqueó el labio inferior un momento—. Xena, vamos a tener que ir de compras.

Xena se echó a reír al tiempo que su amante se animaba visiblemente.

—Gabrielle, cuando acabemos con esto, iremos de compras donde tú quieras durante todo el tiempo que quieras. Yo... —el sol no dejaba de provocar destellos en algo metálico que había debajo del abrevadero, deslumbrando a la guerrera. Molesta, tenía que cambiar de postura todo el rato, sin que sirviera de nada. Volvió a moverse, buscó el origen del deslumbramiento y se le puso el corazón en un puño.

—Ahora mismo vuelvo —y la guerrera se levantó, prácticamente corrió hasta el abrevadero y miró debajo. No. No puede ser. Se arrodilló y se puso a hurgar frenéticamente en un montón de tierra debajo del abrevadero, del cual sobresalía el borde de... su chakram. Arrancó los dos pedazos del arma rota y los levantó, dándose la vuelta para que los viera la bardo.

—Oh, por los dioses —exclamó Gabrielle, que corrió hasta su compañera—. Oh, Xena —la bardo tocó los bordes irregulares de la fractura del chakram. Se rompió cuando chocó con su espalda , pensó la bardo estremeciéndose, subiendo inconscientemente la mano por detrás de su compañera y masajeando suavemente la parte inferior de su espalda.

Xena encajó los extremos rotos del arma y pegó un salto.

—Xena, ¿qué pasa? —preguntó Gabrielle algo preocupada.

—No lo sé. Al juntar los extremos, he sentido algo, casi como si me atravesara una descarga. Como cuando caminas sobre una alfombra en invierno y salen esas chispitas volando cuando arrastras los pies —la guerrera volvió a juntar el chakram roto y lo sintió de nuevo—. Qué raro.

—Tal vez no deberías hacer eso —advirtió la bardo.

—Tal vez no —respondió Xena distraída. El regalo de Ares. Tengo que hacer varias preguntas a cierto dios de la guerra la próxima vez que lo vea. Envolvió con cuidado los trozos del chakram en los restos de la ropa de Gabrielle y se metió el paquete en el bolsillo interior del manto.

Se volvieron hacia el edificio justo cuando una triunfal pareja de amazonas salía por la puerta.

—Xena, hemos encontrado tu espada —dijo Rebina toda sonriente y Amarice depositó el largo instrumento en las manos de la atónita guerrera.

—¿Dónde estaba? —preguntó Xena.

—Había un estante alto y estrecho detrás de la puerta de esa habitación del fondo donde encontramos tu armadura. Estaba allí. La primera vez no la vimos porque no miramos detrás de la puerta.

—Gracias —dijo la guerrera simplemente y sacó la familiar arma de su funda, observando con aprobación el buen estado en que se encontraba. La última vez que la había visto, Gabrielle... había matado a siete u ocho soldados con ella, se recordó a sí misma. Alguien debía de haberla limpiado, pensando que se iba a quedar con ella. Bien. Me alegro de que no tenga que recordar eso también.

Justo entonces, la bardo, con mucha solemnidad, alargó la mano y deslizó un pequeño dedo tembloroso por la parte plana de la hoja. Gabrielle se calmó y miró a su compañera, consiguiendo sonreír ligeramente.

—El camino de la amistad, Xena —dijo en voz baja.

Sin decir palabra, Xena levantó el dedo de la bardo y lo apretó contra sus labios en un beso.

—Bueno, nuestra misión ha sido un éxito. Vamos a buscar un lugar para acampar esta noche y mañana regresaremos a la aldea amazónica —la guerrera miró a su alrededor, pensando que en otras circunstancias la fortaleza abandonada habría sido un lugar ideal para dormir, pero sabía que ninguna de ellas tenía el menor deseo de pasar un minuto más en aquel sitio—. Gabrielle y yo tenemos que reorganizarnos y conseguir suministros y luego probablemente iremos al Monte Olimpo.

Pocas marcas después Xena localizó una pequeña cueva que recordaba de sus días de guerrera. Estaba a poca distancia pasando por un bosquecillo y la boca estaba situada debajo de un afloramiento bajo de rocas.

—Voy a comprobarlo. A asegurarme de que no hay osos ni nada ahí dentro. Vosotras esperad aquí en la entrada —ordenó la guerrera. Sacó la espada y entró despacio en la cueva oscura, con los oídos alerta a cualquier ruido. Cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz avanzó con creciente confianza. Y entonces lo olió. Sangre. Se acercó a un recodo y se detuvo, apretando el cuerpo contra la pared. Al atisbar por el borde de roca fría y húmeda vio dos figuras femeninas acurrucadas y profundamente dormidas, tumbadas en un repecho situado en la pared del fondo que formaba uno de los lados de la gran estancia interior de la cueva. Un soldado romano muerto yacía en el suelo en el centro de la cueva. Maldición. En silencio, regresó a la entrada de la cueva e hizo un gesto a las demás para que la siguieran.

Cuando se habían alejado varios metros de la cueva, las detuvo.

—Tendremos que seguir adelante. No podemos quedarnos aquí —dijo con pesar. El sol estaba bajando por el cielo y el viento era cada vez más frío. No le apetecía la idea de dormir sin algún tipo de refugio. Y la cueva les habría permitido hacer una gran hoguera, ya que ocultaría el humo a posibles enemigos.

—Xena, ¿por qué no podemos quedarnos aquí? ¿Qué hay ahí dentro? —Gabrielle miró a su compañera con curiosidad.

—Bacantes —dijo la guerrera escuetamente—, y un soldado muerto.

—Puuaaaj —Gabrielle hizo una mueca, recordando su último encuentro con bacantes.

Kallerine dio un paso al frente y se sacó una estaca de madera del cinturón.

—¿Bacantes? No hay problema.

Xena se la quedó mirando un momento. La cazabacantes.

—Kallerine, hay dos.

—Lo dicho, no hay problema —repitió la joven amazona, con un ligero brillo en sus grandes ojos marrones—. Voy a entrar.

—Kallerine, voy contigo —dijo Xena, poniéndole a la chica la mano en el hombro.

—Vale, pero sólo si me sigues. Y no intervienes.

Xena reprimió una oleada de ira. No había mucha gente que le dijera a la princesa guerrera que no interviniera. Vale, Xena, cálmate. Es evidente que sabe lo que hace. Y no te conoce muy bien. No ha querido faltarte al respeto. Tomó aire con fuerza y miró a los ojos de Kallerine con una sonrisa firme.

—Claro. Adelante, cazadora.

Gabrielle se rió en silencio, al ver a su alta compañera morena sometiéndose a la jovencita amazona. Era un momento único. Xena percibió el ligero movimiento causado por la risa reprimida de su amante y se volvió un momento para mirar a la bardo, poniendo en blanco los ojos azules. La bardo se estremeció aún más.

—¿Qué pasa? —preguntó Xena, tratando de poner cara severa, sin mucho éxito.

—Oh, nada —la bardo consiguió no reírse en voz alta—. Xena, Kallerine, tened cuidado —añadió en tono serio.

—No tardaremos —afirmó Kallerine. Y se dirigió a la cueva con paso decidido, seguida de una guerrera llena de curiosidad.

Avanzaron sigilosamente por el estrecho pasillo. Los ojos de Kallerine se habían adaptado a la oscuridad inmediatamente, cosa que siempre había podido hacer. Notó la fuerza que ascendía desde su interior y se chupó los labios con expectación ante el inminente combate. Miró a Xena por encima del hombro.

—¿Dónde están?

—Ahí delante, justo al doblar esa próxima esquina.

—Toma —la amazona entregó a Xena una estaca de madera—. Por si acaso.

—¿Para qué es esto? —preguntó la guerrera confusa.

—Tú espera y observa —replicó Kallerine.

Xena se encogió de hombros y aceptó el áspero objeto.

Llegaron al recodo y Kallerine miró al otro lado, localizando a las dos bacantes dormidas. Se le pusieron de punta los pelos de la nuca y sus dedos apretaron la estaca. Más vale hacerlo de una vez. Se va a poner el sol y estas dos se van a despertar , pensó. Puso la palma de la mano contra el pecho de Xena, obligándola a quedarse donde estaba. La guerrera observó asombrada mientras la amazona se acercaba en silencio a las bacantes y se arrodillaba a su lado. Las miró atentamente y se volvió para sonreír a Xena.

—Ninguna de ellas es mi hermana —susurró—. Vamos a divertirnos.

Kallerine echó un pie hacia atrás y de una rápida patada mandó volando a la bacante más cercana a Xena contra la pared del fondo donde chocó con fuerza.

—¡Despierta, zorra! —gruñó la amazona. La bacante se levantó y mostró sus largos colmillos y sus uñas negras afiladas como dagas, bufando y farfullando. Rodeó a Kallerine, que atacó a la criatura con varios puñetazos rápidos al estómago y la cara. Luego retrocedió e hizo girar el cuerpo, lanzando una buena patada a la cabeza de la bacante. La criatura chilló y cayó al suelo. La amazona se agachó sobre la bacante caída y alzó la estaca por encima de la cabeza, clavándola con fuerza en el centro del pecho de la criatura.

Mientras Xena observaba fascinada, la bacante se convirtió en un puñado de polvo y desapareció. Había estado tan embelesada mirando a la cazadora que se había distraído, olvidándose de la otra bacante, que se había despertado en silencio. Súbitamente, saltó por el aire, tirando al suelo a la sorprendida guerrera. Xena sintió unas uñas afiladas que le apretaban el cuello y levantó la mirada para ver unos feos colmillos amarillos a pocos centímetros de su cara y oyó vagamente la voz de Kallerine.

—Xena, usa la estaca. ¡Clávasela en el corazón!

La guerrera palpó la estaca que tenía en la mano y la incrustó rápidamente en el pecho de la criatura que, como la otra bacante, desapareció en una nube de polvo. Genial. Xena se levantó y se sacudió el polvo, muy satisfecha de su nueva habilidad.

—Kallerine, qué increíble. Vamos a viajar juntas varios días más. Me vas a tener que contar todo lo que sepas sobre cómo matar bacantes.

—Claro —dijo la joven amazona, orgullosa de haber conseguido hacer algo para impresionar a la princesa guerrera—. Iré a recoger leña y a decirles a las otras que ya pueden entrar.

—Estupendo, gracias —sonrió Xena y luego arrugó la nariz—. Y yo voy a sacar a ese soldado de aquí.

Kallerine recogió las dos estacas y volvió a meterlas en las presillas de cuero del cinturón. Echó a la guerrera una mirada pensativa y regresó por el pasillo a la entrada de la caverna. Xena se agachó y levantó al soldado, colocándoselo sobre los hombros. Con un ligero gruñido, se levantó y sacó la pesada carga de la cueva. Pasó ante los ojos atentos de Gabrielle y las amazonas. A varios metros de distancia, dejó caer el cuerpo al suelo y como no tenía una pala para cavar una tumba, recogió piedras y lo cubrió.

—Así está bien por ahora —se volvió y miró al pequeño grupo—. Antes de irnos mañana quemaremos el cuerpo. Para cuando el humo llame la atención de alguien, ya nos habremos ido. Bueno, ahora que ya nos hemos ocupado de eso, vamos a entrar y acampar aprovechando que todavía tenemos luz.

Pocas marcas después una agradable hoguera ardía en el centro de la estancia interior y la bardo estaba acuclillada al lado removiendo una olla de guiso de conejo colgada entre dos palos. Mientras Kallerine recogía leña y preparaba la fogata, Xena había ido de caza y había encontrado el pequeño animal. Eso, junto con unas cuantas verduras que llevaban y unas hierbas que Gabrielle había cogido de la posada, constituía la cena. Rebina estaba sentada cerca del fuego silenciosa y pensativa y Amarice estaba a unos metros de distancia sentada en una piedra, afilando su espada. Kallerine estaba reorganizando sus zurrones y comprobando las existencias de agua, mientras que mucho más apartada, sentada contra la pared del fondo de la estancia, Xena estaba ocupada limpiando su armadura, después de haber enjabonado su túnica de cuero, dejándola a un lado.

La guerrera aguzó el oído, al detectar un ruido no identificado fuera de la cueva. Cuando el ruido se hizo más fuerte, lo reconoció como los cascos de un caballo. Cerró los ojos y se concentró. Un caballo, que se acercaba a ellas a paso seguro y firme.

—Viene alguien. Amarice, tú ya tienes la espada lista. Sígueme. Las demás, quedaos aquí —Xena se levantó y desenvainó su propia espada y con pasos lentos y firmes se encaminó a la entrada de la cueva, sin dejar de escuchar al caballo que se acercaba. De repente, se oyó un relincho familiar—. ¡¿Argo?! —la cara de la guerrera se iluminó con una gran sonrisa, dejó caer la espada al suelo con un golpe metálico y cubrió corriendo lo que quedaba de pasillo, llegando a la entrada con una serie de saltos mortales hacia atrás de pura alegría.

Argo, muy cansada, se encontró con ella, golpeando el estómago de la guerrera con el suave morro. Xena hundió la cara en la crin del caballo y estuvo a punto de echarse a llorar, recordando los tiempos en que la yegua dorada era su única amiga y compañera de viajes.

—Eh, chica, lo has conseguido. Sabía que lo harías. Oh, Argo, cuánto me alegro de que no te hayan cogido —siguió haciendo mimos al caballo hasta que oyó un carraspeo detrás de ella. Se giró en redondo y se encontró con unos ojos verdes llenos de diversión que la miraban centelleantes.

—Yo, eeeh... estaba dando la bienvenida a Argo. Mira, está aquí, está... —la guerrera, que se sentía muy cohibida, intentaba quedar bien. Me ha pillado. Haciéndole cariñitos a un caballo. Maldición.

—Xena, qué cosa más mona —rió Gabrielle.

—¡Mona! —exclamó la guerrera indignada.

—Sí, mona —y la bardo se puso detrás de Xena y le rodeó la cintura con los brazos—. Pero tu secreto está a salvo conmigo. No querríamos que todo el mundo pensase que estás perdiendo facultades, ¿verdad? —le tomó el pelo.

—Gabrielle, yo no... estoy... perdiendo facultades... ¡uumf! —y los labios suaves de su compañera la obligaron a callarse.

Una chispa salió disparada de los labios de la guerrera hasta sus pies y estuvo a punto de perder el equilibrio por el repentino contacto. Y luego se fundió en él durante un largo momento, interrumpiéndolo para tomar aire cuando Argo la empujó por detrás, tirándola casi encima de su amante. Lo cual no habría sido necesariamente algo malo.

Las dos mujeres se echaron a reír.

—Xena, ¿por qué no te ocupas de Argo y luego vuelves dentro? El guiso está casi listo —Gabrielle dio unas palmaditas a la guerrera en el estómago.

—Vale —Xena revolvió el corto pelo rubio y luego alzó la cabeza y olisqueó el aroma de la cena con placer—. Huele bien, amor. Nos vemos dentro de media marca.

Cuando la bardo volvió al interior de la cueva, Xena se acercó a las alforjas que las amazonas habían tenido el detalle de acordarse de enviar con el caballo, sacó una almohaza y se puso a trabajar, dando un breve cepillado al suave pelaje de la yegua. Luego cambió la almohaza por un peine plano de dientes largos, se puso a desenredar los nudos de la crin y la cola blancas y terminó limpiando la tierra de los cascos del animal y frotando la dura cutícula externa de cada pezuña con un poco de aceite de oliva. Volvió a guardar los instrumentos en las alforjas y sacó una bolsa de cebada, colgándola de una rama baja. Argo relinchó contenta y se puso a comer los aromáticos granos. Xena se puso al hombro las alforjas y dio unas palmaditas a la yegua en la grupa.

—Que duermas bien, Argo. Me alegro de que hayas vuelto.

Argo hizo una pausa y contestó con un ligero resoplido y luego siguió devorando la cebada. La guerrera se rió y se dispuso a entrar en la cueva. Por el rabillo del ojo captó un destello, levantó la mirada y vio una estrella fugaz que cruzaba disparada el cielo. Se detuvo, cerró los ojos y pidió un deseo, cosa que hacía desde que era niña.

Era algo a lo que jugaba con sus hermanos, Lyceus y Toris. De niños, se sentaban fuera por las noches después de cenar e intentaban ser el primero en divisar el vuelo de la primera estrella. El ganador pedía un deseo. Creían que una estrella fugaz aseguraba que el deseo se haría realidad.

De adulta, Xena sabía lógicamente que eso no era así, pero la niña que todavía llevaba dentro no podía evitar tener la esperanza de que una estrella fugaz le trajera algún tipo de magia especial. Con los años sus deseos habían cambiado como había cambiado ella. Un caballito. Una tarta de manzana. Un par de botas nuevas. Ganar a sus hermanos y a los otros niños del pueblo en las carreras que organizaban. Los deseos de una niña. Poco a poco se transformaron en los deseos de una joven. Que los chicos del pueblo la consideraran bonita. Enamorarse. Encontrar algo más en la vida que lo que ofrecía una aldea apartada como Anfípolis.

También había tenido los deseos desoladores. Despertarse por la mañana y que Lyceus siguiera vivo. Que el padre al que apenas recordaba volviera a casa. Que encajara con los demás jóvenes del pueblo, cuando era evidente que era tan distinta. Había empezado a hacerse alta a una edad muy temprana y durante mucho tiempo se sintió torpe, toda brazos y piernas desgarbados. Poco a poco había ido sintiéndose más segura de sí misma y había conseguido acostumbrarse a su propio tamaño.

Siempre había sido fuerte y atlética, pero fue de adolescente cuando empezó a darse cuenta de que sus habilidades y capacidades se salían de lo corriente, cosa que intentaba ocultar. Así y todo, cuando se burlaban de ella por su estatura o se enfadaba por algo, su fuerza asombrosa se ponía de manifiesto, a menudo con resultados desastrosos. En realidad no tenía amigos y a veces ése era su deseo, tener un solo amigo de verdad en el mundo.

Bueno, supongo que ahora ya tengo eso , sonrió, pensando en la bardo antes de volver a sus recuerdos.

Después de que Lyceus muriera y ella abandonara Anfípolis, después de que su corazón se endureciera y ella hubiera empezado a formar su ejército, durante mucho tiempo simplemente se olvidó de soñar o de mirar siquiera las estrellas. Vivía en un lugar oscuro donde el único deseo de su corazón era matar, conquistar y destruir. Dominar Grecia y obligar a sus súbditos a someterse a ella por el miedo y la manipulación. Y casi lo logró. Entonces su ejército se volvió contra ella y conoció a Hércules y así llegó a ver una forma distinta de vivir. Y juró pasar el resto de su vida expiando las atrocidades que había cometido.

Hércules y ella se separaron y ella vagó sola por las colinas con Argo durante varias semanas, manteniéndose apartada de la gente y pensando en qué iba a hacer a continuación. Al principio pensó que la única manera de seguir adelante era dejando la espada y renunciando a cualquier tipo de lucha. Enterró sus armas y su armadura cerca de Potedaia y estaba a punto de ir a casa para pedir perdón a su madre cuando se encontró con un grupo de tratantes de esclavos que acosaban a un grupo de aldeanas de Potedaia.

Mientras observaba, una joven aldeana de largo pelo rubio rojizo se adelantó y plantó cara con valor a aquellos hombretones, rogándoles que se la llevasen a ella y dejasen marchar a las demás. Fue la primera vez que vio a Gabrielle. En ese momento, la guerrera avanzó para intervenir y se quedó sobresaltada por los intensos ojos verdes de la chica, que la miraba. Xena hizo acopio de todas sus habilidades en el combate y las usó para ahuyentar a los esclavistas y, como le gustó la sensación que eso le había dado, decidió seguir luchando, pero enfrentándose al mal en lugar de apoyarlo.

Después de que Gabrielle la siguiera hasta Anfípolis y después de que la bardo la convenciera para que la dejara quedarse con ella y todavía mucho después, cuando ya estaban cómodas la una con la otra, Gabrielle y ella empezaron a mirar las estrellas juntas por las noches. Se echaban en sus petates y hablaban, hacían planes y soñaban. Y la guerrera empezó a pedir deseos de nuevo.

—Xena, ¿vas a entrar? Llevas aquí fuera casi una marca —Gabrielle interrumpió las ensoñaciones de la guerrera—. Está empezando a hacer mucho frío, amor. Las amazonas ya han comido y se están preparando para dormir —Gabrielle se acercó y le puso el manto a la guerrera sobre los hombros desnudos.

La guerrera siguió mirando el cielo un momento, volviendo a pedir su deseo en forma de plegaria silenciosa a la negra oscuridad y luego se dio la vuelta.

—Lo siento, es que he visto una estrella fugaz y...

—Te has parado a pedir un deseo —dijo la bardo con una sonrisa dulce, recordando todas aquellas charlas junto al fuego.

—Sí. Gracias por traerme el manto.

—De nada —la bardo le dio una palmada en el hombro—. Bueno, no te quedes mucho aquí fuera o me voy a tener que acabar yo todo el guiso —y Gabrielle regresó al interior de la cueva, pero no sin antes volverse para echar una mirada a su compañera, que se había dado la vuelta y estaba una vez más contemplando soñadoramente el cielo nocturno.

La guerrera susurró su deseo una última vez antes de entrar:

—Por favor, por favor, que se quede conmigo. Siempre.

Regresó por el pasillo, dejó las alforjas en la boca de la estancia interior y se acercó hasta un sitio vacío al lado de la bardo. Gabrielle cogió un tazón de guiso que estaba cerca del fuego y se lo pasó a su compañera. La guerrera lo aceptó agradecida, notando que le rugía el estómago.

—Gracias, Gabrielle.

Terminó el tazón muy deprisa y se alegró de ver que quedaba suficiente para repetir.

Se comió el segundo tazón más despacio, repasando mentalmente los acontecimientos del día. Argo ha vuelto. Hemos encontrado un sitio seguro para dormir. He aprendido a matar a una bacante. He encontrado mi armadura. Y mi espada. Y mi chakram. Hemos despedido a las amazonas sanas y salvas.

Xena hizo una pausa y tomó otro bocado de guiso. No todo era bueno. Mi chakram está roto. Recordó la angustia de su compañera en la fortaleza. Y el entrenamiento de combate a espada cuerpo a cuerpo por primera vez con la pacífica bardo. Pero eso no es lo único que hemos hecho hoy cuerpo a cuerpo.

Acabó el tazón y en sus labios se dibujó una ligera sonrisa, al recordar la piel suave y las caricias tímidas de la bardo, que habían ido cobrando cada vez más seguridad a medida que se exploraban físicamente por primera vez. Recordó la expresión de los ojos de su amante justo antes de cerrarlos, en el momento en que fue evidente que la guerrera la estaba transportando a un lugar donde nunca había estado antes. Un escalofrío de deleite recorrió la piel de Xena al pensar en su propia respuesta a las atenciones de su compañera. Nadie le había hecho sentir nunca las cosas que sentía con Gabrielle. Jamás. Ha sido como si pudiéramos leernos la mente la una a la otra, como si pudiéramos captar los sentimientos de la otra. Me he sentido totalmente amada. Y la amo totalmente. Almas gemelas. La guerrera se volvió para mirar al objeto de sus pensamientos y descubrió que su compañera la estaba mirando a su vez.

—Xena, ¿has comido suficiente? Tenemos tortas de pan. ¿Sigues con hambre? —preguntó la bardo. Había visto cómo la guerrera prácticamente inhalaba el primer tazón de guiso y pasaba a atacar un segundo antes de bajar el ritmo y dar la impresión de que desaparecía de al lado del fuego, sumida de nuevo en sus sueños.

La guerrera miró a su alrededor un momento. Las amazonas ya estaban acurrucadas en sus petates al otro lado de la estancia. Se oía la suave respiración del sueño, pues el agotamiento del día se había apoderado rápidamente de ellas. Satisfecha de que tenían cierto grado de intimidad, Xena sonrió salvajemente y se acercó.

—Gabrielle —ronroneó—, me temo que mi hambre tendrá que esperar unas cuantas noches más.

—Pero Xena, tenemos comida —dijo la bardo, confusa, hurgando en uno de sus zurrones y sacando unas raciones de marcha—. Si no quieres pan, tenemos otras cosas. ¿Ves...?

—Gabrielle —una voz ronca arrastró el nombre—, las raciones de marcha no son lo que me hace falta.

Gabrielle levantó la mirada y vio unos encendidos ojos violetas que la recorrían con aprecio desde la cabeza hasta los pies y vuelta, deteniéndose en su cara. Xena se chupó los labios inconscientemente y sonrió.

—Oh —dijo Gabrielle comprendiendo súbitamente y sintiendo un rubor que le iba subiendo del pecho al cuello.

—Gabrielle, ¿tienes demasiado calor? —le tomó el pelo la guerrera, advirtiendo el color de la cara de su compañera—. A lo mejor estás demasiado cerca del fuego.

—A lo mejor no estoy lo bastante cerca —replicó la bardo en un susurro bajo y sensual, para no despertar a las amazonas—. Por si no lo habías notado, princesa guerrera, está muy claro que nuestros petates no se encuentran en esta estancia. Mientras tú estabas cazando la cena, yo he explorado un poco —la bardo se levantó y ofreció ambas manos a su silenciosa compañera.

Xena enarcó una ceja y puso sus manos en las de su amante, dejando que la levantara. Gabrielle la condujo a la entrada de la estancia y por el pasillo, torciendo a la izquierda por otro pasillo corto y a través de una entrada baja que llevaba a una pequeña antecámara. Una hoguera chisporroteante ardía con poca llama en medio de la acogedora estancia y había unas cuantas velas diseminadas que proyectaban sombras danzarinas en las paredes. Sus pieles para dormir estaban extendidas junto al fuego y un cubo de agua colgaba de una gruesa estaca de madera clavada en la pared para que el cubo estuviera sobre las llamas, lo bastante cerca como para calentar el agua. Un ligero vapor emanaba de él y en el aire se percibía el aroma a lavanda.

Gabrielle se acercó y sacó un odre de vino de debajo de las pieles, donde lo había dejado para que se calentara. Lo destapó e hizo un gesto a Xena para que se reuniera con ella. La atónita guerrera fue al lado de su compañera y la bardo llevó el odre a los labios de su amante. Xena tomó un trago. Vino especiado , saboreó la guerrera con placer. Le quitó el odre a su amante y le devolvió el favor.

—Gabrielle, ¿cómo... por qué...? —Xena se calló, al no encontrar palabras.

—Xena... esta mañana fue... maravilloso. Inesperado. Más de lo que jamás había esperado que fuera. Sabía que hoy iba a ser un día difícil para las dos. Creo que el aspecto físico de nuestra relación ya ha contribuido mucho a... mmm... curarnos. Sé que para mí ha sido así —miró a su compañera con una sonrisa—. Decidí que si tenía la más mínima oportunidad, quería hacer algo muy especial por ti esta noche. No sabía dónde íbamos a acabar durmiendo, pero por si acaso, me traje unas cuantas cosas de más. Ven aquí.

Llevó a su amante junto al agua humeante y se dispuso a desabrochar las correas que sujetaban la armadura amazónica prestada. Cayó al suelo. A continuación desató los cordones de la ropa de cuero y la fue quitando con cuidado del largo y musculoso cuerpo de la guerrera y luego le quitó las botas, dejando a Xena bien desnuda y algo temblorosa. Gabrielle sonrió y se agachó para coger una esponja de mar y una pastilla de jabón, que también olía a lavanda. Mojó la esponja en el agua, la enjabonó, la levantó y se puso a frotar en círculos la espalda y los hombros de la guerrera, bajando por la parte de atrás de las piernas. Levantó el cubo y echó suficiente agua para aclararla.

—Ahora por delante —y dio la vuelta a su amante. Se puso a trabajar de nuevo con la esponja y Xena cerró los ojos, sintiendo que la tensión del día iba desapareciendo de sus músculos poco a poco. Otro aclarado rápido y luego Gabrielle secó a su bienoliente compañera con una toalla y terminó enrollando la toalla alrededor de la alta figura que tenía delante, metiendo los extremos por dentro para que no se cayera.

Durante el baño habían estado intercambiando sorbos de vino y entre la bebida, el fuego y las caricias de su compañera, la guerrera estaba ahora muy acalorada.

—Gracias, amor. Ven, te toca a ti —Xena se arrodilló y desabrochó las botas de la bardo, levantando un pie tras otro para quitárselas. Se puso en pie, le quitó a su compañera la larga camisa que se había puesto antes y empezó a bañar a Gabrielle, tomándose su tiempo y disfrutando de la tranquila expresión de adoración que se veía en la cara de su amante.

Xena cogió otra toalla y se puso a secar a la bardo, moviéndose hacia abajo hasta que de nuevo quedó arrodillada a los pies de su compañera para secar su firmes y musculosas pantorrillas, que no pudo evitar besar. Empezó a subir por las piernas bronceadas besándolas, notando unos dedos ágiles que se enredaban en su pelo. Saboreó algunos otros puntos sensibles y oyó una súbita inhalación de aire.

—¿Cómo dices? Gabrielle, no te he entendido —le tomó el pelo la guerrera, sin dejar de disfrutar de la dulzura de su amante.

Xena notó unas uñas cortas que se le clavaban en los hombros y oyó unos gemidos incoherentes que se escapaban de la garganta de la bardo. Sonriendo, subió mordisqueando el estómago duro como una tabla de Gabrielle y por fin llegó a los labios que la esperaban. Y notó que la toalla que la rodeaba se soltaba cuando unas manos insaciables se apoderaron de ella y sus cuerpos entraron en contacto.

Cuando los besos se hicieron más insistentes, Gabrielle consiguió apartarse y, con una sonrisa seductora, preguntó:

—¿Todavía tienes hambre?

—Oh, sí —gruñó la guerrera, levantando en brazos a la bardo y transportándola hasta su petate, donde la depositó con cuidado. Xena se colocó encima de su amante, apoyando el peso en los antebrazos, y tuvo un último pensamiento coherente. Hora del postre. Y bajó para atiborrarse.

Pocas marcas después, Xena estaba tumbada de lado bajo las cálidas pieles, profundamente dormida. El cuerpo de Gabrielle descansaba contra la espalda de la guerrera y los brazos de la bardo rodeaban con firmeza la cintura de su compañera. A pesar de estar cansada, la joven todavía no había conseguido dormirse, pues tenía la mente sobrecargada por todo lo que había ocurrido ese día y todas las nuevas sensaciones que la habían bombardeado al mismo tiempo. Besó con ternura el hombro desnudo que tenía delante y la guerrera dormida alargó la mano inconscientemente y rodeó una de las muñecas de la bardo, apretando más a su amante contra su espalda. Gabrielle sonrió y se concentró en quién era exactamente la persona que tenía entre sus brazos. La Elegida de Ares. La Destructora de Naciones.

La bardo sacó con cuidado el brazo de debajo de la guerrera y se apoyó en él para mirar la cara de su nueva amante. Al dormir, todos los rasgos de la expresión intensa que solía tener la guerrera cuando estaba despierta desaparecían, sustituidos por una paz absoluta. Una paz que no podía corresponder a nadie que llevara el asesinato y el odio en el corazón. Éste era el sueño de los justos. Gabrielle apartó algunos pelos oscuros y desordenados de los ojos de Xena y se inclinó para besar un pómulo elevado. La guerrera suspiró al sentir el contacto y farfulló en sueños:

—Te... quiero... Gabrielle.

—Yo también te quiero —susurró la bardo suavemente y volvió a echarse en la gruesa piel, apretando la cara contra la nuca de Xena y aspirando el aroma a lavanda que todavía le quedaba allí.

Una marca antes Xena, conocida para el mundo como la princesa guerrera, le había demostrado su amor con una dulzura y una entrega que ningún señor de la guerra habría sido capaz de demostrar nunca. A Gabrielle le había costado muchísimo lograr que la guerrera la soltase y permitiese a la bardo tomar el mando, colmando a su compañera del mismo afecto cálido que había recibido. Gabrielle sabía que Xena había pasado tanto tiempo viviendo con la culpa de su pasado que en el fondo de su alma estaba convencida de que no merecía ser amada.

La bardo había recordado a la guerrera su afirmación previa de que no había acabado aún con ella y tras una breve pelea de cosquillas y un poco de jaleo, Xena cedió por fin y dejó que Gabrielle la empujara juguetonamente hasta tumbarla boca arriba, tras lo cual la bardo acabó sentada a horcajadas encima de su compañera, sujetándole los brazos con las manos. Era algo a lo que habían jugado cientos de veces, una pelea de cosquillas seguida de un combate de lucha libre, en el que a veces, sólo a veces, Xena dejaba que su amiga más menuda fingiera que había ganado. Las dos sabían que no era así. Pero esta vez era diferente. Nunca habían jugado a esto desnudas.

—¡Ja! ¡Ya te tengo! —la animada bardo miró a la guerrera con una sonrisa en la cara y un fulgor en los ojos.

Sí, amor. Ya lo creo que me tienes.

—¿Y ahora qué? —rió Xena.

Los ojos de Gabrielle se suavizaron y se echó encima de la guerrera, acomodándose despacio, haciendo que sus cuerpos entraran en contacto por completo. Notó que a Xena se le entrecortaba la respiración y vio el tenue punto del pulso que se aceleraba en la garganta de su compañera. La bardo se inclinó y mordisqueó dicho punto y luego se alzó para mirar a los ojos azules medio cerrados.

—Ahora... —bajó con un dedo desde la oreja de la guerrera, por el cuello, el pecho y acabó dejando la mano a un lado de la cintura de su compañera—. Ahora, voy a hacerte el amor, Xena.

Y así lo hizo, empezando con una dulce y provocativa exploración de los labios de Xena y bajando poco a poco por el cuerpo de la guerrera, memorizando cada marca y cada curva. Al besar la piel tierna del interior de un muslo, la bardo oyó un suave gemido y notó que Xena le agarraba con firmeza el brazo, que rodeaba el muslo en cuestión. Satisfecha con la respuesta, se estremeció de expectación y fue bajando con besos hasta establecer un contacto más íntimo con la guerrera y se perdió en eso durante un tiempo. Y mucho más tarde, al percibir la necesidad de su amante de un ancla, volvió a subir por el cuerpo de Xena, miró a la guerrera a la cara y vio los claros ojos azules rebosantes de lágrimas.

—Xena, ¿qué ocurre? —Gabrielle besó una lágrima que resbalaba por la cara de su compañera.

—Yo... tú... Gabrielle, yo...

—Tranquila, amor, tómate tu tiempo —dijo la bardo suavemente, poniendo la mano en la cara de Xena y acariciando con el pulgar la piel suave de la mejilla de la guerrera.

Xena tragó varias veces y rodeó a su compañera con los brazos.

—Gabrielle, te quiero tanto.

—Y yo te quiero a ti —declaró la bardo con sencillez.

—Gabrielle... por favor...

—Lo que sea, amor.

—Por favor, no me dejes nunca.

Los ojos verdes de Gabrielle se pusieron como platos. Como si eso fuera a ocurrir.

—Xena, escúchame. Lo que dije hoy lo decía en serio. No hay la más mínima posibilidad de que te deje. Jamás. Punto.

—Te necesito —Xena miró a la bardo a los ojos con una expresión dolorosamente dulce.

—Y yo te necesito a ti. Estoy aquí, Xena, y no voy a ir a ninguna parte sin ti. Ahora duerme, amor. Ha sido un día muy largo.

Gabrielle se apartó despacio de su compañera, la empujó a un lado y se acurrucó contra la fuerte espalda. Rodeó la cintura de la guerrera con los dos brazos y notó una mano cálida en la pierna.

—No puedo creer que la chica más preciosa del mundo me quiera a mí —murmuró Xena.

—No sabía que tenías otras amantes aparte de mí —contestó la bardo con una risita de broma.

—Gabrielle, me refería a ti —exasperación fingida.

—Xena, eso es muy bonito. Créetelo. Te quiero con todo mi corazón. Ahora duérmete.

—Gabrielle.

—¿Mmmm?

—¿Te acuerdas de aquella vez que te enseñé las canciones que me cantaba mi madre al acostarme?

—Sí, amor —y Gabrielle cantó las dulces nanas de la infancia de Xena a su oído, acariciando el pelo negro hasta que la respiración de la guerrera se fue haciendo más profunda al quedarse dormida.

Recordaré esta noche durante el resto de mi vida , pensó Gabrielle. ¿Destructora de Naciones? Para nada. Ya no. Y se unió a su amante en un sueño satisfecho.