16 de marzo i
Amarice recupera los cuerpos de sus amigas, podraayudarlas?
El 16 de marzo
Linda Crist
Los primeros y débiles rayos del sol de la mañana entraron por la ventana de la habitación de una posada cerca del pie del Monte Amaro. Amarice notó el calor cuando el sol salpicó su cara pálida y su espeso y llameante pelo rojo. Con los ojos aún cerrados, la alta muchacha estiró las largas piernas en la silla donde había estado dormitando y bostezó adormilada, girando la columna de un lado a otro para librarse de las contracturas. Con ese movimiento, la espada que tenía en el regazo cayó con estrépito al suelo. Abrió los ojos de golpe y entonces recordó dónde estaba. ¿Cómo podía haberse quedado dormida? Se levantó de un salto de la silla y de dos zancadas llegó a la cama donde yacían dos cuerpos inmóviles, tal y como los había dejado la noche antes.
Se arrodilló y besó la frente de la mujer más menuda que yacía en la cama. Mi reina, lo siento tanto. Luego contempló la cara de la mujer más alta, arreglando con cuidado un mechón suelto del largo pelo negro. Involuntariamente, una lágrima bajó despacio por la mejilla de Amarice, que se la secó con descuido. Tenía el corazón desolado por la pérdida de estas dos mujeres que la terca amazona había reconocido de mala gana y demasiado tarde como sus amigas. Había viajado con Xena y Gabrielle sólo unas pocas semanas, pero se sentía más parte de ellas que de la Nación Amazona que creía haber dejado atrás. Podría haber aprendido tanto, de las dos. Demasiado tarde. ¿O no?
Se dirigió a la puerta de la pequeña habitación, la abrió y miró fuera. Dos atentas centinelas amazonas, vestidas de cuero y con armadura completa y cargadas con varios tipos de armas entre las dos, hacían guardia a cada lado de la puerta. Dos amazonas más dormían en unos jergones en el suelo del pasillo, esperando a que les llegara el turno de relevar a las guardias actuales. Amarice sabía que había otra media docena de amazonas abajo en la sala principal de la posada. Creen que he perdido la cabeza , pensó. Tal vez sí. Las dos guardias la miraron en silencio, saludándola con una breve inclinación de cabeza.
Tras el asesinato de César ocurrido ayer, la incertidumbre sobre lo que iba a ocurrir con los gobiernos griego y romano y la cercanía de la fortaleza romana ahora abandonada al pie de la montaña, el posadero y casi todos los habitantes del pueblo habían corrido a esconderse en las colinas. En medio del caos, algunas amazonas habían organizado un puesto avanzado improvisado en la posada, pensando que sería una buena base desde donde operar mientras intentaban rescatar a la reina y a Amarice. Amarice suspiró. ¿Podrían haber cambiado algo, aunque hubieran llegado antes? Si Xena no pudo rescatarse a sí misma y a la reina, bueno, probablemente nadie podría haberlo hecho.
Sorprendentemente, dada la deserción en masa del ejército romano, nadie había asaltado la posada ni había saqueado siquiera el pueblo en busca de botín. Los pocos soldados que habían pasado por allí se movían deprisa, mirando de un lado a otro, con el miedo claramente dibujado en el rostro y todos los músculos en tensión. Se habían limitado a pedir pan y agua y luego se alejaron a toda prisa. Bueno , reflexionó Amarice, supongo que la perspectiva de casi una docena de amazonas vestidas de cuero y armadas disuadiría a cualquiera de la idea de hacer daño a la posada o a sus habitantes. Nadie salvo un puñado de amazonas sabía que la posada alojaba el cuerpo de una princesa guerrera a cuya cabeza César había puesto un precio de seis millones de dinares, viva o muerta, para lo que ahora pudiera valer esa oferta.
—¿Alguna noticia de Eli o Joxer? —preguntó a las guardias.
—Nos han notificado de los puestos avanzados más lejanos que Eli estaba a medio camino de Atenas cuando lo alcanzaron —contestó Rebina, la más alta de las dos guardias—. Se cree que está volviendo aquí. Nadie sabe nada de Joxer. La regente también está de camino.
—Avisadme en cuanto se sepa algo nuevo —dijo Amarice con impaciencia y volvió a meterse en la habitación. Maldición. Tiene que lograr llegar aquí. Es nuestra única esperanza. Sé que las demás creen que estoy loca, pero lo que vi... Efectivamente, lo que había visto.
Los tres días en la prisión romana improvisada habían sido una pesadilla. No tanto por el tratamiento recibido como por los interminables martillazos que se oían fuera. Las cruces. Ninguno de ellos se creía que fueran para una banda de piratas capturados que iban a traer. Cualquiera en su sano juicio sabía que esas cruces eran para ellos. Amarice había aparentado valor, pero por dentro se había sentido aterrorizada, apenas capaz de pensar o respirar.
Tragó y cerró los ojos, tratando de ahuyentar todas las imágenes y los sonidos que todavía retumbaban en su cabeza, pero no lo logró.
Gabrielle no había dejado de creer ni por un momento que Xena iba a presentarse para rescatarlos. Su fe en la guerrera era absoluta e inquebrantable. Amarice no había estado tan segura y en realidad echaba la culpa a Gabrielle, la "reina" amazona, de su difícil situación. Si no hubiéramos estado en medio de una panda de imbéciles desarmados amantes de la paz, si nuestra reinita hubiera estado armada, podríamos haber hecho algo contra esos soldados romanos. Mira de lo que les ha servido tanto hablar de amor. Eso era lo que Amarice había pensado en aquel momento.
Aunque probablemente Gabrielle le había salvado la vida después de que ella intentara eliminar a algunos de los soldados, Amarice seguía sintiendo muy poco respeto por la bardo como persona y mucho menos como dirigente de la Nación Amazona. La molesta rubita había tenido incluso el valor de encerrarla en una celda de la cárcel amazónica, por amor de Artemisa, y por comportarse como una auténtica guerrera amazona. Si la bardo de Potedaia no hubiera sido reina de las amazonas, Amarice la habría eliminado sin más y ahí habría acabado todo. Puede que sea la reina por derecho de casta, pero desde luego que no lo es por nacimiento o valor y no es en absoluto una guerrera amazona , había pensado Amarice. Poco se imaginaba que unas semanas más tarde la reina y ella acabarían juntas en una celda romana. No comprendía qué habían visto Ephiny y Solari en la pacífica mujer rubia.
La cara de Amarice se ensombreció. Ephiny y Solari. Cuántas amazonas muertas. Costaba pensar siquiera en todo ello, era demasiado triste y demasiado abrumador. Habían ocurrido tantas cosas. Bruto había matado a Ephiny, la anterior regente amazona, y Amarice había intentado acabar con él, pero Xena se lo impidió. Y Gabrielle. Por eso la había encerrado Gabrielle temporalmente. Si Amarice conseguía alguna vez echarle mano al cuello a Bruto, se lo rompería sin más, o mejor aún, le cortaría la cabeza de una estocada y la colgaría de la muralla de la aldea amazónica. Amarice no creería gran cosa en Gabrielle, pero a Ephiny prácticamente la había adorado. Ephiny era valiente, una gran guerrera y una gran dirigente en ausencia de Gabrielle. Era resistente como ella sola. ¡Por los dioses, si la mujer había parido a un maldito centauro!
En los labios de Amarice se dibujó una sonrisa triste. Xenan. Ephiny había puesto ese nombre a su hijo por la princesa guerrera, que ahora yacía inerte en la cama delante de ella. Xena había traído al mundo a Xenan durante la guerra de Tesalia que había arrebatado la vida al centauro Fantes, su padre. Y ahora la guerra de César había arrebatado la vida a su madre también. Xenan casi no había conseguido llegar a la aldea amazónica para presentar sus respetos ante la pira funeraria de Ephiny antes de desaparecer en las colinas con el resto de los centauros, intentando escapar de las tropas de César. Pobre Xenan. Ahora era huérfano. ¿Qué sería del joven centauro al saber que también había perdido a Xena y a Gabrielle? Las consideraba sus tías. Solan, el hijo muerto de Xena, había sido el compañero de juegos de Xenan.
Amarice volvió a arrodillarse junto a la cama, tocó la piel fría del brazo de Gabrielle y soltó un pequeño y tembloroso sollozo, recordando aquel día en la celda. ¿Había sido sólo ayer?
Amarice resopló con desprecio y puso los ojos en blanco cuando Eli y Gabrielle se sentaron cara a cara en la celda fría y húmeda, hablando de vaciarse para convertirse en perfectos recipientes del amor. Por Artemisa, que están a punto de crucificarnos. Estúpidos. El amor es una farsa. Sólo los fuertes sobreviven. Sois una panda de débiles idiotas.
Así y todo, lo que había visto hacer a Eli... O puestos a ello, lo que había visto hacer a Gabrielle...
Justo cuando Amarice había pensado que estaba condenada a morir en una cruz romana y no como una valiente guerrera amazona, la puerta de la pequeña prisión se abrió de golpe y la figura alta y oscura de Xena entró de un salto en la estancia, apartando a golpes a dos soldados y agarrando las llaves de la celda donde estaban encerrados. Amarice percibió el alivio silencioso en la cara de Gabrielle y notó algo más en la cara de la guerrera. Alivio mezclado con amor y miedo. Xena agarró a la reina, la abrazó con ferocidad y dijo: "Esa visión no se va a cumplir".
Oh, Xena, pensé que estabas loca cuando me contaste lo de la visión cuando nos dirigíamos a los muelles para coger el barco para Atenas. Qué pragmática soy. Lo que pueden cambiar las cosas en un día. Amarice suspiró.
Tras la breve reunión con Gabrielle, Xena descargó la espada contra los grilletes que sujetaban a Amarice y Eli y los sacó a todos de la celda. Estaban cruzando el patio hacia las puertas cuando los soldados cayeron sobre ellos por todas partes y de repente Xena se transformó en la oscura princesa guerrera e hizo lo que siempre hacía, haciendo volar la espada, elevando el cuerpo por encima de sus adversarios y pegando patadas a diestra y siniestra, enfrentándose a diez hombres a la vez.
Amarice se unió también a la batalla y por el rabillo del ojo vio a la molesta reina allí parada, mirando. Ella y su maldito camino de la paz van a conseguir que la maten algún día. Mientras Amarice pensaba esto, Gabrielle vio una vía abierta para llegar a la puerta.
—¡Salid, ahora! —gritó a Amarice y los demás. Con una estocada final, Amarice siguió a Eli y a sus discípulos fuera de la fortaleza y echaron a correr por el camino.
Había avanzado dos pasos cuando se dio cuenta de que Gabrielle no estaba con ellos. ¿Por qué no está con nosotros? Debe de estar esperando a que Xena acabe con todos ellos. Maldita sea. Si no vuelvo y recupero a la reina, las amazonas no me lo perdonarán jamás. De mala gana, Amarice dio media vuelta.
Todavía se oían los ruidos del combate allí dentro y trepó a lo alto de una colina cubierta de rocas que daba a un lado de la fortaleza para hacerse una idea de la situación. Agazapada detrás de un peñasco, contempló el sangriento combate que se estaba desarrollando debajo y observó hipnotizada la capacidad de lucha de Xena. Parecía que la guerrera tenía las cosas casi controladas, a juzgar por los diversos cuerpos que yacían inmóviles por el patio, y asestó con limpieza otra patada tremenda a un desgraciado soldado más.
Entonces, ante su horror, el chakram de Xena llegó volando sin saberse de dónde y golpeó a Xena en la espalda con tal fuerza que se rompió y cayó en dos pedazos al suelo cubierto de nieve. A la guerrera se le doblaron las piernas, dejó caer la espada y su cuerpo se desplomó en el suelo con un golpe sonoro, pero seguía con los ojos abiertos, parpadeando, llenos de desconcierto y miedo. Un soldado corrió hacia el cuerpo inmóvil de Xena, con la espada alzada por encima de la cabeza para acabar con ella, y de repente Amarice oyó un grito primitivo, a medias sollozo y a medias aullido, y una lanza voló por el patio y atravesó el pecho del soldado, abatiéndolo justo cuando llegaba a la guerrera. Amarice buscó el origen de la lanza y allí estaba Gabrielle, con los puños apretados, pero sólo durante medio segundo.
Con la cara llena de rabia, la reina amante de la paz recogió la espada de Xena del suelo y se puso a luchar y a acuchillar y a destripar a más de media docena de soldados, sin dejar de gritarle a Xena que se levantara. La guerrera no hacía más que alzar el cuerpo sobre los brazos, pero por algún motivo no se ponía en pie. Xena no dejaba de gritar "No, Gabrielle", mientras Gabrielle continuaba con la carnicería.
Un soldado consiguió por fin desarmar a Gabrielle, momento en el que la reina amazona agachó la cabeza y arremetió contra el soldado con todas sus fuerzas, estampándolo contra el suelo. Se sentó a horcajadas sobre él y lo golpeó varias veces en la cara con la cabeza y luego agarró un puñal que el soldado llevaba al cinto y lo acuchilló ciegamente una y otra vez. Entonces Gabrielle levantó el cuchillo, se quedó mirándolo largo rato y luego dejó caer el arma manchada de sangre como si la sujetara una mano que no era la suya. Llegaron los soldados y se llevaron a Xena y a Gabrielle de nuevo al interior de la prisión donde estaban las celdas.
Amarice se sentó detrás del peñasco, completamente oculta, e intentó asimilar lo que acababa de ver. ¿Ésa había sido Gabrielle? Ciertamente no era la misma cobarde de palabras melosas y amante de la paz que Amarice creía que era. ¿De dónde había salido eso? La reina amazona de repente se había ganado el mayor respeto de Amarice. Ésta reflexionó sobre toda la escena, sentada en la nieve con la espalda apoyada en la fría piedra, tratando de encontrarle el sentido.
La alta y estoica pelirroja no comprendía en absoluto a su reina, pero había visto el amor por Gabrielle en la cara de Xena. "Lo que Gabrielle quiere, lo consigue", había dicho Xena en los muelles pocos días antes. ¿Podía ser que Gabrielle quisiera igual a Xena? ¿Por qué si no iba a seguir una pacífica e introspectiva bardo de Potedaia a la princesa guerrera por Grecia, Britania, Chin, India y vuelta? Eran totalmente opuestas. ¿O no? ¿Por qué se quedó atrás en lugar de salvarse cuando tenía la oportunidad? Amarice había oído historias sobre las cosas por las que habían pasado las dos mujeres. Cosas oscuras y terribles, cosas maravillosas y misteriosas, y todavía seguían juntas. Se decía que ambas habían muerto y vuelto la una por la otra en más de una ocasión. Debe de ser amor , decidió por fin. Sea lo que sea el amor.
Bueno, amor o no, tenía que ver qué hacer. Y no había nadie que pudiera ayudarla. Y demasiados soldados para intentar enfrentarse sola a ellos. ¿Debía esperar y observar o debía correr en busca de ayuda? ¿Dónde iría? La aldea amazónica estaba a medio día de distancia y ella no conocía en absoluto esta parte de la región. Tal vez Xena volvería a estar a la altura y conseguiría salir de allí con Gabrielle.
Amarice decidió esperar a ver qué ocurría. Tenía la vaga sospecha de que de algún modo, Bruto volvería y dejaría libres a las dos prisioneras. Por mucho que lo odiara por matar a Ephiny, tenía que reconocer que parecía sentir debilidad por Gabrielle. Lo cierto era que había perdonado a Amarice cuando Gabrielle le recordó que ella misma se había apiadado de él en una ocasión. Tenía una deuda con Gabrielle. Y seguía a César, pero no parecía creer en César. Amarice olía su miedo.
Amarice apoyó la cabeza en los brazos, cruzados encima de las rodillas dobladas, e intentó descansar, al darse cuenta de lo agotada que estaba, y mantuvo un oído aguzado por si oía alguna actividad abajo en el patio.
Amarice volvió por un momento al presente, cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Eli? —se levantó de un salto y abrió la puerta de golpe.
—No —contestó la voz de Rebina—, te traigo algo de comer.
—No tengo hambre —musitó Amarice, dejándose caer de nuevo al suelo junto a la cama y apoyando la frente en el brazo, que a su vez tenía apoyado en la cama junto a Gabrielle.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —preguntó Rebina amablemente.
Amarice lo pensó un momento. ¿Cuándo fue la última vez que había comido? ¿Anoche? No. ¿Ayer a la hora de comer? No. De repente se dio cuenta de que lo último que había comido era un poco de pan, queso y fruta que Eli les había ofrecido a ella y a Gabrielle cuando estaban sentadas con él en el prado antes de ser capturados. Y eso no duró gran cosa , pensó irónicamente. Eli, ¿dónde estás?
—Gracias, Rebina —levantó la vista y trató de sonreír. Cogió un trozo de pan de la bandeja, lo mordisqueó e intentó tragárselo con un sorbo de sidra de una jarra alta de cerámica.
Rebina dejó la bandeja en una mesa baja junto a la cama.
—Amarice —dijo titubeando—, aunque Eli consiga llegar aquí, ¿qué puede hacer? ¿De verdad puede hacer lo que has dicho? Y aunque pueda, ¿qué puede hacer por dos personas que llevan muertas casi veinticuatro marcas?
—Basta, basta ya —dijo Amarice ásperamente—. Tengo que creer que puede ayudar. ¿Es que no lo entiendes? —se levantó y se puso a acariciar el corto pelo rubio de Gabrielle. Oh, mi reina, no me había dado cuenta de todo el valor que había dentro de ese corazón tuyo. ¿Podría haber cambiado algo si hubiera ido en busca de ayuda en lugar de quedarme sentada como una cobarde detrás de aquella roca?
El fuerte estampido de una puerta sobresaltó a Amarice cuando se había quedado adormilada. Volvió a atisbar desde detrás del peñasco y soltó una exclamación sofocada e involuntaria. Había dos cruces de madera en medio del patio. Gabrielle caminaba hacia ellas, rodeada de soldados, y dos soldados más arrastraban a Xena, que llevaba las piernas colgando detrás, sin vida. Gabrielle echó una rápida mirada a Xena y luego clavó la vista al frente, pero la guerrera no apartaba los ojos de Gabrielle ni por un momento. Xena debía de haberse quedado paralizada por el golpe del chakram. Por eso no se levantó , dedujo Amarice. Observó mientras ataban a Gabrielle y a Xena a las cruces, la una al lado de la otra, con el cuerpo magullado y amoratado. Seguro que les han dado una paliza , pensó furiosa.
Amarice no oía lo que se estaban diciendo la una a la otra, sólo veía que se miraban y que sus labios se movían, Xena con angustia y amor en la cara, mientras que Gabrielle sólo mostraba un amor firme y valor. A Amarice se le revolvieron las tripas al ver que uno de los soldados cogía un clavo largo y lo colocaba sobre la mano presa de Gabrielle, la mano más cercana a Xena. Cuando el soldado levantó el mazo para asestar el primer golpe, Gabrielle apartó la mirada de Xena y miró hacia arriba. Cuando el mazo entró en contacto con el clavo, Gabrielle sólo se estremeció, apretando la mandíbula, sin hacer el menor ruido. Fue Xena, que miraba impotente, quien se estremeció violentamente y emitió el grito de dolor más lastimero y angustiado que Amarice había oído jamás, mientras la guerrera veía cómo los soldados violaban las manos y los tobillos de Gabrielle con los clavos.
En ese momento, Amarice se cubrió de un sudor frío y apartó la mirada, mientras el soldado acababa con Gabrielle y se trasladaba hasta Xena. Oyó el ruido de la madera al golpear el metal, oyó los gritos de agonía de la guerrera, mezclados con gritos de "Gabrielle, Gabrielle". Amarice oyó los golpes cuando alzaron las cruces y luego las dejaron caer en dos agujeros cavados en el suelo. Luego los soldados se alejaron y Amarice volvió a mirar para ver a las dos mujeres, con los ojos cerrados y la cabeza caída, pero el pecho esforzándose aún en silencio por respirar.
Amarice no sabía cuántas marcas pasó allí sentada, viendo sufrir a sus dos nuevas amigas. Había oído que la crucifixión era una muerte lenta y dolorosa y que las víctimas en realidad morían ahogadas, incapaces de mantener la fuerza necesaria para levantar el pecho y coger aire. Notó que se le bloqueaba la mandíbula y se le acumulaba saliva debajo de la lengua, y se le revolvieron las tripas de nuevo cuando la acometió una oleada de náuseas. Se agachó detrás del peñasco pero de su pobre estómago vacío sólo salieron arcadas secas.
Mientras veía morir a sus amigas, intentó dilucidar cómo podría al menos rescatar sus cuerpos. Eso era algo que les debía. Gabrielle merecía una pira funeraria amazónica como era debido. Al final, la reina había demostrado ser una valiente guerrera. En cuanto a Xena, Amarice pensó que la llevaría con su familia. Anfípolis era su pueblo natal, si no recordaba mal.
Examinó el patio, buscando cualquier abertura, cualquier punto débil que pudiera permitirle introducirse en la fortaleza. Maldición. La puerta parecía ser la única forma de entrar o salir. A fin de cuentas, era una fortaleza romana armada. No iban a poner un millón de puertas y ventanas en el sitio. ¿Qué hacer?
El ruido de los cascos de un caballo que se acercaba a toda velocidad desvió su atención del patio. Un soldado romano venía al galope a lomos de un caballo negro cubierto de sudor y el vapor se alzaba del pelaje del esbelto animal en el gélido aire de nieve. El soldado gritó a la entrada y dos soldados más abrieron las grandes puertas desde dentro para dejarlo pasar. El hombre saltó del caballo y se golpeó el pecho con el puño y luego estiró el brazo hacia delante, con el puño cerrado, en el saludo del ejército romano. Los otros soldados le devolvieron el saludo.
—¡César ha sido asesinado! —dijo el jinete solitario, inclinándose y apoyando las manos en las rodillas, jadeante—. El gobierno es un caos y se dice que Bruto se va a hacer con el mando. Se rumorea que todos los soldados leales a César pueden ser ejecutados. Será mejor que volváis a Atenas, donde se encuentra Bruto, y empecéis a besarle el culo todo lo que podáis —terminó el soldado, que volvió a montarse en el caballo y salió al galope por la puerta rumbo a Atenas.
Mientras Amarice digería esta información, la fortaleza estalló en actividad: los soldados recogían a toda prisa sus pertenencias y se montaban en los caballos, saliendo disparados por el camino hacia Atenas. ¿César muerto? Un día demasiado tarde , pensó con amargura y volvió a mirar las dos figuras ahora inmóviles que, en medio del caos, habían sido abandonadas colgadas de las cruces. Supongo que la recompensa de seis millones de dinares por el cuerpo de Xena no significa nada para ellos si la persona que ha ofrecido la recompensa está muerta , pensó gravemente.
Al cabo de tal vez media marca, Amarice percibió que la fortaleza estaba vacía y se dio cuenta de que con las prisas, los soldados ni siquiera se habían molestado en cerrar las puertas tras ellos. Saltó de su atalaya, dobló la esquina del muro y simplemente entró en la fortaleza y llegó al pie de las dos cruces. Así, sin más.
No recordaba haber encontrado el hacha ni haber talado las cruces. No recordaba haber quitado con cuidado los cuerpos de las cruces. No recordaba haber encontrado el pequeño carro y el burro que habían sido abandonados por los soldados en fuga. No recordaba haber cargado los cuerpos en el carro, sin la menor idea de dónde los iba a llevar para ponerlos a buen recaudo. Estaba en pleno estado de lógica, sin permitirse sentir nada.
Entonces se acordó de Eli. ¿Era de verdad? Lo había visto curar a aquel hombre que no podía caminar. ¿Eso fue genuino o un truco para atraer más discípulos como seguidores? ¿Podría ayudar a Xena y Gabrielle? Con un gesto de asentimiento imperceptible, su cara adoptó una expresión de determinación. Llevaría los cuerpos a las amazonas para que los protegieran y encontraría a Eli. Tiró de la cuerda que había atado al plácido burro y emprendió el camino hacia el territorio de las amazonas. Apenas llevaba recorridos cien metros cuando se topó nada menos que con el torpe e idiota de Joxer.
Joxer la vio y se acercó corriendo.
—Amarice, ¿eres tú? Las amazonas vienen de camino para rescataros a ti y a Gabrielle. ¿Cómo has conseguido salir? ¿Dónde está Gabrielle? ¿Ha venido Xena? —las palabras le salían a borbotones.
Ella se limitó a mirar con tristeza al suelo y sin decir palabra lo llevó a la parte de atrás del carro, levantando la cubierta de arpillera manchada de sangre y señalando con un gesto los dos cuerpos inertes que había debajo. Joxer se quedó mirando boquiabierto los dos cuerpos durante un largo momento y luego cayó de rodillas en la nieve sucia y se echó a llorar en silencio. No era ningún secreto que había estado totalmente enamorado de Gabrielle, aunque ésta no le había correspondido con nada más que una amistad platónica. En cuanto a Xena, Joxer había emulado a la guerrera.
—Joxer, ¿te acuerdas de Eli? —le preguntó Amarice con amabilidad.
—Bueno, no lo conozco —Joxer levantó la mirada con los ojos húmedos y enrojecidos—, pero sé quién es. Gabrielle hablaba de él a menudo —Joxer sabía que la bardo había cambiado al volver de la India. Eli había dado un nuevo significado a su vida, un nuevo camino para su vida. El camino del amor.
—Joxer, necesito que tomes el camino de Atenas y que lo encuentres —dijo ella, agarrando por los hombros al hombre que seguía de rodillas—. Yo voy a buscar a las amazonas para ver si me pueden ayudar a guardar los cuerpos hasta que Eli consiga volver aquí.
—Las amazonas están estableciendo una base en una posada que hay pasada esa próxima colina —señaló Joxer—. ¿Pero por qué necesitas a Eli?
—Joxer, es difícil de explicar, pero creo que es todo lo que Gabrielle decía que era. Le he visto hacer... cosas... —se le apagó la voz con una mirada distraída en los ojos—. Joxer, curó a un hombre que no podía caminar. Si alguien puede hacer un milagro, es él —terminó.
Joxer la miró con desconcierto y luego con creciente comprensión.
—¿De verdad crees...? —titubeó.
—¡Sí! —dijo ella, interrumpiéndolo—. Ahora ve, todo lo deprisa que puedas, y dile que venga a la posada. Joxer, tú eres la única esperanza que me queda, la única esperanza que les queda a ellas.
Joxer por fin vio una manera de hacer algo por la guerrera y la bardo. Una forma auténtica de devolverles algo. Se inclinó sobre el carro, se besó los dedos, los apretó sobre los labios de Gabrielle y luego se dio la vuelta y salió corriendo, por una vez sin tropezar con sus propios pies.
Ya era tarde cuando Amarice y Joxer emprendieron caminos diferentes y el sol empezaba a ponerse, creando largas sombras de los árboles que bordeaban el camino, mientras Amarice se dirigía a la posada. Tenía frío y temblaba, deseando contar con un manto. La ropa tradicional de las amazonas no tapaba gran cosa. Se acercó un poco más al burro, con la esperanza de aprovechar el calor corporal del resistente animal. Por fin pasó la colina y bajó por la última parte del camino que llevaba a la posada. Hizo la señal de paz a la vigía amazona apostada en un árbol, alzando los dos brazos por encima de la cabeza y juntando los puños. De inmediato, el arrullo de una paloma se fue repitiendo de árbol en árbol hasta la posada, anunciando su inminente llegada. Gracias exclusivamente a su fuerza de voluntad, pues sus reservas físicas estaban totalmente agotadas, subió los escalones de la posada, emitiendo ella misma el arrullo de la paloma, que fue contestado, y la puerta de la posada se abrió. Cruzó el umbral tambaleándose y señaló el carro.
—Subidlas a una habitación y poned guardia en la puerta. Ya viene alguien para ayudar. Y por los dioses, lavadlas, quitadles esos andrajos de arpillera llenos de sangre y vestidlas con otra cosa. Y que alguien lleve a ese pobre burro al establo y le dé algo de heno para comer —se desplomó junto a una mesa dentro de la posada y sin decir nada cogió el odre de agua que le ofrecía Loisha, una joven amazona.
—Son Xena y la reina —exclamó llorosa Loisha, que se había acercado al carro—. ¡Están muertas! Amarice, ¿por qué las tenemos que poner en una habitación? ¿Qué clase de ayuda puede estar de camino?
—Cállate y haz lo que he dicho —espetó Amarice agotada.
Loisha la miró como si hubiera tomado beleño y llamó a Rebina para que la ayudara a subir los dos cuerpos sin vida hasta una habitación. Amarice intentó explicar lo de Eli, pero las pragmáticas amazonas no lo entendían. Temiendo que desobedecieran su decisión, estuvo toda la noche sentada junto a la cama, negándose a abandonar a sus amigas mientras todavía hubiera esperanza para ellas.
Amarice se apartó del lado de la cama donde estaba Gabrielle y se acercó al lado donde yacía Xena. Yo quería ser como tú. Quería aprender a luchar como tú. Creía que lo tuyo era sólo hacer la guerra, luchar, tramar y obtener la gloria. Pero a pesar de tu visión, viniste por nosotros. Por ella. Maldita seas, Xena, no tenías que morir aún. Te acababa de conocer. ¿Por qué no pudiste evitar que la visión se hiciera realidad? ¿Por qué? El cuerpo de Amarice se estremeció por los sollozos y al final se echó a llorar en voz alta, mientras todas las lágrimas que no había derramado le caían por la cara y su puño golpeaba el colchón. ¿Por qué no os salvé?
Volvieron a llamar a la puerta y Chilapa, la regente a cargo de las amazonas cuando Gabrielle estaba ausente de la aldea, entró en la habitación. Tras la muerte de Ephiny, Gabrielle había designado a Chilapa para que se encargara del funcionamiento diario de la aldea amazónica mientras ella continuaba sus viajes con la princesa guerrera.
—Amarice, he venido lo más deprisa que he podido —dijo la mujer de piel oscura. Amarice, que se había quedado dormida durante varias marcas, se levantó y la abrazó sin decir palabra, con el cuerpo estremecido por nuevos sollozos. Al cabo de un momento se serenó, se acercó a la ventana y miró fuera, temblando al ver el Monte Amaro a lo lejos.
La regente se acercó a la cama y contempló con tristeza a Gabrielle y Xena. Luego se volvió y se quedó mirando largo rato la espalda de Amarice, notando el porte decidido de la pelirroja.
—Me he enterado de lo que ha pasado —dijo suavemente—. Debe de haber sido algo horrible de ver.
—Más horrible de lo que puedas imaginarte jamás —replicó Amarice, sin dejar de mirar por la ventana, aunque sus ojos realmente no veían nada ahí fuera.
—Amarice, Gabrielle no te daría su derecho de casta a ti ni a nadie más, ¿verdad? —preguntó Chilapa delicadamente.
—No y no va a ser necesario —dijo Amarice tajantemente—. Eli las va a traer de vuelta.
—Amarice —la voz se volvió más delicada, Chilapa cruzó la habitación y le puso titubeando una mano en el hombro—, sé que estás desolada y que probablemente sientes que de alguna manera eres responsable, pero no lo eres. Desgraciadamente, Gabrielle se ha ido, Amarice, está muerta. Tenemos que empezar a organizar su pira funeraria y nombrar a una nueva reina como sucesora. No podemos dejar a la Nación Amazona sin dirigente durante mucho tiempo, especialmente con el caos que hay en estos momentos ahí fuera.
—¡No! —Amarice apartó bruscamente la mano de su hombro y se puso a dar vueltas por la habitación—. Tú no has visto lo que he visto yo —la mirada distante volvió a sus ojos—. Por favor, Chilapa, no te rindas hasta que él llegue y le demos al menos una oportunidad. Puede hacer milagros.
—Bueno —la regente se mordisqueó el labio inferior pensativa. ¿Qué mal puede hacer un día más? Eso era lo que tardarían en recoger y volver a la aldea amazónica. Además, las cosas ahí fuera todavía no eran seguras—. Vale, por ahora —se limitó a decir.
—Gracias —susurró Amarice.
Chilapa alargó la mano y apartó un mechón enredado de pelo rojo de los ojos de Amarice y volvió a estrecharla en un abrazo. Ambas mujeres lloraron en silencio a su reina perdida y a la valiente guerrera.
—Eran mis amigas —consiguió decir por fin Amarice, medio ahogada.
—Lo sé, lo sé, también eran las mías —dijo Chilapa, frotando suavemente la espalda de la muchacha más alta.
En ese momento, Rebina asomó la cabeza por la puerta y dijo con apremio:
—¡Viene Eli!