15 Un comentario desafortunado.

¿Como te enteraste de la infidelidad de tu pareja? Relatos basados en hechos reales que fueron contados por sus propios protagonistas y tienen un denominador común: cómo se enteraron que su pareja les estaba siendo infiel

Un comentario desafortunado

Miguel se arrebujó metiendo las manos en los bolsillos. Hacía frío en aquel callejón oscuro y húmedo.

Le hubiera gustado estar sentado en su taxi, seco y calentito, haciendo guardia en la parada para el primer servicio de la noche, pero no había otra. Es lo que tocaba, si quería averiguar la verdad.

Dirigió la mirada hacia su portal, no quería distraerse. Un momento de despiste y toda aquella espera no habría servido de nada. Algo le decía que esa era una de las ocasiones que su mujer iba a salir. Durante la cena se había interesado por el recorrido que iba a hacer esa noche. Casi nunca le preguntaba por esos detalles. Miguel le dijo que se iría a la estación de autobuses a coger a los primeros clientes. Le señaló a propósito, uno de los puntos más alejados de la ciudad y creyó entrever un breve gesto de satisfacción en su rostro. Tan Imperceptible, que dudaba si no había sido su imaginación… pero hubiera jurado que ella se alegraba al comprobar que su ruta pasaba por un punto tan lejano.

Así que decidió quedarse y montar guardia. Y ahí estaba, vigilando desde la penumbra en aquel callejón perpendicular a su casa, seguro de su invisibilidad para cualquiera que saliera del portal.

Todo había comenzado por un comentario de un vecino, tomando café en el bar, antes del inicio de un turno de noche. Las típicas bromas entre parroquianos habituales, referentes a lo de dejar a la mujer sola toda la noche. Allí se juntaban personal del ayuntamiento de limpieza, policía, taxistas y demás fauna nocturna.

  • Yo siempre llamo antes de volver a casa, así no me encuentro sorpresas desagradables, afirmó uno de los empleados de servicio de recogida de basura entre risas... El chiste ya era viejo y a Miguel no le hacía demasiada gracia. Especialmente cuando se dirigieron a él.

Algo así como: y los taxistas ¿Qué? Que vosotros también os pasáis todo el día fuera.

En aquel ambiente no había demasiadas sutilezas. Gente que trabajaba duro, que gastaba bromas bastante directas y desconsideradas. Eso no iba con el carácter de Miguel que, en un extremo de la barra, miraba con mala cara y sin participar hasta entonces en la conversación. No recuerda exactamente qué contestó, pero fue de forma un poco cortante y desabrida.

Eso provocó la reacción de uno de los policías locales, conocido y vecino del barrio.

Estaba cerca de él y los demás apenas pudieron escucharle, pero Miguel oyó claramente cómo le decía:

  • Pues tu mujer es de las que salen mucho a deshoras...

  • ¿Qué has querido decir con eso? preguntó.

- Nada hombre: solo era un comentario, una broma... reculó el otro rápidamente.

- Pues ni puta gracia...

  • Perdona Miguel, solo quería hacer un chiste fácil, hombre...

  • Estáis muy chistosos esta noche... Pues al que le haga gracia, que haga chistes de su mujer y nos respete a los demás.

  • Venga hombre, no te enfades que estamos de broma.

En ese momento no le dio demasiada importancia: demasiado conocía a esa pandilla, para echarles cuentas de todas las tonterías que decían.

Pero es lo que tiene el turno de noche en el taxi, que tienes muchas horas para pensar y para darle vueltas a la cabeza. Y Miguel no dejaba de rumiar el comentario. No tanto por el comentario en sí, sino por quién lo había pronunciado. Tenía al policía local por persona seria, de los que habitualmente van de frente y no hacen comentarios estúpidos o fuera de lugar.

Y el tono con que lo había dicho...más serio que con apariencia de broma, mascullándolo entre dientes, más dirigido casi a sí mismo que a los demás...y lo rápido que se había retractado, como consciente de haber metido la pata.

No, no le había gustado un pelo.

El caso es que comenzó desde ese día a observar a su mujer. Y para su sorpresa, sí que detectó algún comportamiento extraño.

Como por ejemplo que fuera a la peluquería entre semana.

Era algo que ella jamás hacía. Siempre se peinaba los viernes o los sábados. Otra cosa en que hasta entonces no había reparado, pero que bajo este nuevo prisma le había llamado poderosamente la atención, era que su mujer desapareciera algunas mañanas.

Cuando volvía del turno de noche y se acostaba, ella se levantaba. Decía que una vez despierta no podía volver a dormirse. Cuando él se levantaba al mediodía, normalmente se la encontraba viendo la televisión, haciendo tiempo para almorzar con él. Había tenido toda la mañana para recoger la casa, limpiar, hacer la compra y poner de comer. Sin embargo últimamente, había días que al despertar, se encontraba la casa sin recoger. Cuando entraba al cuarto de baño, se encontraba el montón de ropa esperando meterlo en la lavadora, el lavabo con gotas de agua y alguna toalla sucia pendiente de cambiar.

El salón aparecía desordenado para lo que era habitual, y su mujer, estaba en la cocina con la comida aún sin preparar.

Siempre tenía alguna excusa, incluso antes de que el preguntara.

“Me he encontrado con no sé quién y se me ha echado la mañana encima. Es que me he pasado a ver a mi madre”.

Miguel, nunca le había dado importancia, no era un hombre exigente y no le molestaba tener que esperar un poco para comer, o que la casa estuvieras sin recoger. Pero ahora, pensándolo bien, se le hacía extraño. En todos los años que llevaban juntos, se podían contar con los dedos de una mano, las veces que se había encontrado la casa así. Su mujer no tenía grandes aficiones, ni solía salir por la mañana con las amigas. Su rutina era dedicarse a las tareas de casa. Por las tardes, sí que había veces que podía salir, pero no era normal que pasara toda una mañana con alguna conocida, o en casa de algún familiar, como ella decía.

No cuadraba con sus costumbres ni con sus hábitos.

La confirmación de que algo raro pasaba, la tuvo una noche que nuevamente salía a trabajar. Tenía un servicio concertado. Le tocaba viajar a una ciudad cercana para llevar a unos clientes al aeropuerto.  Un convenio con una agencia de viajes. De vez en cuando le proporcionaban algún servicio de este tipo para llevar o traer a clientes, desde el hotel al aeropuerto, o a la estación de tren. Su mujer sabía que era un mínimo 4 horas.

Esa noche hacía frío. Llévate mejor el abrigo le dijo ella. Corre aire.

Él entró al dormitorio y al abrir el armario para coger la prenda, observó una falda de su mujer y un suéter, preparados encima de la silla que tenían junto a la ventana. Ella nunca dejaba la ropa allí, a menos que se la fuera a poner. Estuvo a punto de preguntarle si pensaba salir a algún sitio, pero se mordió la lengua.

Una hora después, mientras esperaba a los clientes, llamó a su casa. Normalmente nunca llamaba cuando trabajaba, a no ser que hubiera una emergencia. Y si era así, la llamaba al móvil o le mandaba algún mensaje, en vez de llamar al fijo. Sin embargo, esta vez, llamó directamente al teléfono de casa. Nadie descolgó.

Dejo pasar unos minutos y volvió a llamar. De nuevo sin respuesta.

Al día siguiente, mientras almorzaban, ella le hizo la pregunta de rutina: ¿Qué tal la noche?

- Bien, tranquila ¿y tú?

  • ¿Yo? pues aquí metida, viendo la tele hasta que me acosté ¡Qué quieres que te cuente si es siempre lo mismo...!

A partir de entonces, Miguel ya empezó a inquietarse en serio.

De repente, se abrió la puerta del portal y ella salió a la calle. Se detuvo un momento mirando a ambos lados, como si quisiera comprobar si se cruzaba con alguien conocido. Luego giró a la izquierda y caminó decidida calle abajo. Miguel esperó unos segundos hasta que la vio cruzar y torcer a la derecha. No necesitó ver más. Sabía a dónde se dirigía y también que tardaría unos 20 minutos en llegar. Se dio la vuelta y caminó hacia el coche, aparcado unos metros más atrás. Si se daba prisa, le sacaría al menos 10 minutos de ventaja.

Condujo todo lo rápido que pudo, evitando en la medida de lo posible llamar la atención y finalmente, llegó a una avenida varias calles más abajo. Dejó el taxi en una zona de carga y descarga que ya estaba fuera de hora. No le acababa de gustar el sitio: si su mujer seguía un trayecto recto, en teoría, no debía pasar por ahí, sino un poco más abajo de la calle. Aunque a distancia, no podía descartar que el taxi le llamara la atención y lo reconociera. Y lo último que él quería era ponerla sobre aviso. Pero no disponía de tiempo para buscar aparcamiento, así que decidió jugársela. Cerró el vehículo y se aproximó con paso rápido a un edificio de apartamentos, alto y destartalado. No parecía el típico edificio de comunidad, sino más bien, uno de esos que se dedican a alquiler, en el que la gente es de paso y donde los propietarios no se preocupan mucho de su aspecto. Se veía claramente que la mayoría de los inquilinos no Vivian allí en propiedad y que los dueños´´ trataban de sacar el máximo beneficio por la mínima inversión. Una buena prueba de ello es que, como Miguel sospechaba, empujó la puerta de entrada y está se abrió sin más. Igual que unos días antes, cuando estuvo por primera vez allí. La cerradura estaba rota y nadie se había molestado en arreglarla, lo cual a él le facilitaba el trabajo de colarse sin tener que mentir a través del portero automático.

El alumbrado de las escaleras no era mucho mejor, faltaban más o menos la mitad de las lámparas y las pocas que había, eran de baja intensidad y apenas arrojaban una luz amarillenta sobre las entreplantas, llenándolas de huecos sombríos.

Subió hasta el segundo piso y se fijó en la puerta.

Una puerta desgastada, donde no aparecía ningún nombre: solo la letra. Ascendió un primer tramo de escaleras y se quedó a medio camino entre la segunda y la tercera planta, en un hueco donde la oscuridad casi se lo tragaba todo. Se había fijado bien y desde el pasillo era prácticamente imposible saber si allí había alguien, siempre cuando permaneciera en silencio y pegado a la sombría pared. A esas horas no parecía haber mucho tráfico en la comunidad, así que las posibilidades de tener un encuentro con un vecino, no parecían muy elevadas. En cualquier caso, tampoco le importaba. Si alguien subía o bajaba por las escaleras, lo único que tenía que hacer era ascender él mismo, como si fuera a la tercera o la cuarta planta.

Bueno, ahora solo tocaba esperar. Si sus sospechas eran ciertas, en aproximadamente quince minutos, su mujer haría su aparición allí. Sería la prueba inequívoca e irrefutable. Nervioso, sacó un papel del bolsillo y comprobó de nuevo la dirección, aunque ya se la sabía de memoria. Esperaba que no hubiera ningún error.

Su amigo, el que trabajaba en tráfico, apenas había tardado un par de minutos en obtener la información, una vez que él le dio la matrícula del vehículo al que su mujer se había subido apenas tres días antes. Durante un par de mañanas, no había pegado ojo, esperando oírla irse. La había seguido sin ningún resultado, pero al tercer día, precisamente el que menos esperaba, sucedió algo imprevisto. Cuando la vio salir con el carrito de la compra, se vistió y fue tras ella. Al verla entrar en el supermercado, pensó que tampoco había nada que hacer. Estaba claro que iba a la compra. Sin embargo observó algo que le pareció extraño: en vez de entrar al supermercado, cogió el ascensor que bajaba al aparcamiento. Pudo verlo desde la acera de enfrente, asomado a la esquina. ¿Por qué bajaba al aparcamiento su mujer?

Cruzó la calle a la carrera y se arriesgó a bajar por las escaleras con mucha precaución, para no ser de visto por ella. Desde una esquina del hall, paseó la vista con impaciencia, preguntándose dónde estaría ella y consciente del riesgo, de que si volvía a entrar por esa puerta, lo pillaría con las manos en la masa. No había previsto ninguna excusa: si se la encontraba cara a cara tendría que decirle la verdad, que la estaba siguiendo. No es que a estas alturas le importara mucho, pero le haría perder posiblemente todas las oportunidades de saber realmente cuál era la verdad, así que procedió con toda la precaución que pudo. No la veía por ningún sitio.

Finalmente, oyó un portazo. Una puerta de coche cerrándose. Siguiendo con los ojos la dirección del ruido, localizó el vehículo tras una esquina. El aparcamiento era irregular y el coche estaba situado en el sitio más discreto. Vio que encendía las luces y que se dirigía a la rampa de salida. Tenían que pasar justo por donde él estaba, así que se volvió a meter en el hall de ascensores. Allí tendría una vista en diagonal del coche cuando pasara. Efectivamente, no pudo ver la cara de su mujer, pero en el asiento del acompañante pudo reconocer una silueta muy familiar. Solo por el pelo y el color del abrigo, supo que ella.  .

Entrenado en asuntos de tráfico y en fijarse en los vehículos que circulaban, no le costó apenas nada memorizar la matrícula. No obstante, la apuntó en el móvil. Apenas llego a casa, llamó a su amigo de tráfico y le pidió el favor. Este, le facilito un nombre y una dirección que era exactamente el sitio donde se encontraba ahora. Cuando su mujer salió esta noche y vio que rumbo tomaba, supo casi con seguridad a dónde se dirigía. Ahora solo tenía que esperar para confirmar, de una vez por todas, si sus sospechas eran ciertas.

Los minutos pasaron agónicos mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. El sitio era silencioso, casi podía oír los latidos de su corazón.

De repente, se encendió la luz. Oyó pisadas que subían las escaleras, pero se detuvieron en la primera planta. Unas llaves tintinearon al girar en una cerradura.

Falsa alarma.

Trató de serenarse. Era taxista y buena parte de su oficio consistía simplemente en esperar, así que se acomodó, sentándose en un escalón, y dejó pasar el tiempo deseando encontrarse efectivamente en la comodidad de su taxi, que era prácticamente su casa. Tranquilo, calentito y cómodo, escuchando la radio, a la espera de que algún cliente lo reclamara. Qué fácil era la vida entonces. Sin preocupaciones, simplemente limitándose a hacer su trabajo. Qué poco le pedía a la vida. Solo trabajo, comida caliente y alguien que no le engañara, que fuera sincera con él.

El taxi era duro y muchos de sus compañeros se habían separado. Demasiadas horas fuera de casa. Era muy complicado llevar una vida en común y además, era una profesión que se prestaba a los excesos. El alcohol, las drogas, el juego… eran un enemigo siempre presente para unos profesionales que manejaban mucho dinero en efectivo, y a los que buena parte de su jornada consumía el tedio y la otra media, el estrés de conducir en una gran ciudad.

Sin embargo, Miguel se había mantenido siempre fiel. Se consideraba a sí mismo un hombre formal y cumplidor. No acababa de entender que había hecho mal, para que su mujer le engañara de esa forma. Podría comprender que se hubiera enamorado de otro; que estuviera harta de estar sola; que hubiese dejado de quererle; incluso que le apeteciera tener sexo y vivir la vida loca, él mismo había pasado la crisis de los 40 y a punto había estado de cometer también alguna idiotez. Pero lo que no entendía de ninguna de las maneras, es que no se lo hubiera dicho. Pensaba que podría haberlo comprendido, si no aceptado.

Al menos lo habría entendido: ¿te quieres ir? pues vale, perfecto… le hubiera sentado seguramente como una patada en el culo, pero lo hubiera aceptado: si uno no quiere, dos no están juntos, pero algo así, a sus espaldas… ¡menuda falta de respeto!

Él no era un hombre de mundo, más bien era una persona introvertida y tímida, de los que buscan ante todo estabilidad. De los que ante los problemas, se repliegan dentro de sí mismos y sacan la coraza. Se consideraba alguien simple y de valores simples. Su mujer, a veces, se lo reprochaba:

- La vida es más, tú no entiendes nada… le decía

¿Que había que entender? Si tú le pedías a la vida cosas simples era todo mucho más sencillo ¿por qué había que complicar las cosas?

Así pues, él no entendía en absoluto, como un marido formal y trabajador, que traía el pan a su casa y que nunca había tratado mal a su mujer, ni la había engañado, se merecía que le pasara algo así. Efectivamente, quizás es que fuera muy simple, pero por más vueltas que le daba, no podía entender.

De nuevo, oyó la puerta de la calle abrirse y pasos subiendo las escaleras. Esta vez no se detuvieron en la primera planta, sino que llegaron hasta la segunda. En el hueco de escalera, una mano conocida se apoyó en el pasamanos.

Reconoció a su mujer, que caminaba dándole la espalda sin sospechar en absoluto que había alguien observándola. Se detuvo frente a la puerta y llamó con los nudillos. la puerta se abrió y juraría que ella sonreía mientras entraba.

Bien y ahora ¿Qué? pensó Miguel ¿Que debía hacer? ¿Llamar y enfrentarse a ellos? Igual que cuando le tocaba algún cliente pesado o irrespetuoso, decidió contar hasta diez. Sin duda, el tipo no le dejaría entrar y negaría de su mujer estuviese allí. Tendría que ponerse violento para conseguirlo. Sentía que la mala leche lo invadía, estaba furioso y no le pareció buena idea enfrentarse a la situación en ese estado. La cosa se le podía ir de las manos, no tenía ni idea de cómo era el hombre que había allí y a poco que se le enfrentara, alguien podría acabar en el hospital o peor aún, en la cárcel.

Además, él no tenía nada que hablar con aquel tipo. Allí solo había una culpable ¿Acaso la había forzado a hacer algo? ¿Acaso la había molestado o la obligaba? No, ella iba por su propia voluntad a buscarlo. ¿Qué podía reprocharle si era su mujer la que se deja follar, la que lo buscaba, la que iba corriendo a su propia casa a entregarse, aprovechando que su marido trabajaba?

Daba igual de quién hubiera partido la iniciativa. El asunto estaba claro: Miguel sabía que su mujer era la que había dado el paso, era la que consentía y era la que tenía que darle a él explicaciones.

Pero no en aquel estado. Si ahora mismo si la tuviera delante, no sabía que era lo que era capaz de hacer. De manera que bajó las escaleras y salió a la calle. Recibió el aire fresco como si fuera una bocanada de oxígeno. Cruzó la avenida sin mirar atrás, se subió en su vehículo y se fue de allí. Estuvo toda la noche conduciendo sin coger a ningún cliente, solo para mantenerse ocupado haciendo algo. Se negaba a volver a su casa. Todavía no estaba preparado. Solo quería estar tranquilo en su coche, circulando de noche por la ciudad, que ahora se mostraba vacía y tranquila, exactamente igual que él.  Había conseguido despejar de su cabeza y de su corazón, cualquier pensamiento y cualquier sentimiento. Solo se limitaba a conducir, ignorando las señales de un par de clientes que le reclamaron desde la acera. No estaba de humor para cruzar ninguna palabra con nadie, ni siquiera para soportar la presencia de alguien a su lado.

El alba le sorprendió tomando un café, en el mismo bar donde había escuchado aquel comentario que inició todo. No tenía sueño, más bien era por echarse algo caliente al cuerpo.

Cuando salió del local se dirigió a su casa. Iba extrañamente tranquilo, casi aliviado. Después de tantos días de incertidumbre, por fin sabía lo que había y también sabía, lo que tenía que hacer. El tener una dirección, un camino que seguir, lo tranquilizaba. No soportaba el descontrol ni la incertidumbre. Era una persona ordenada y sabía que solo había una forma de poner orden en su vida.

Entró en su casa, se quitó la chaqueta y se dirigió al dormitorio. A pesar de que había amanecido, la habitación estaba oscura. Su mujer tenía echada la persiana. Miguel encendió la luz y se quedó mirándola, a los pies de la cama. Le parecía una persona diferente, distinta. Ella se frotó los ojos y se incorporó:

- ¿Qué haces? le preguntó: apaga la luz, hombre.

  • Levántate, tenemos que hablar.

  • ¿Qué?

  • Que vengas al salón.

Apareció con la bata puesta, quitándose las lagañas de los ojos:

- Vamos a ver qué pasa, vaya forma de sacarme de la cama…

  • Luisa, sé dónde estuviste anoche.

Su mujer se espabiló de golpe, parpadeando un par de veces y tratando de entender si lo que su marido parecía querer decirle, era lo que ella sospechaba.

- Manuel Perea, avenida Arcentales número 83 2º b. Te vi entrar a su casa.

Ella abrió la boca como para decir algo, pero luego se mantuvo callada. Lo que hizo fue apoyar una mano en la mesa y sentarse. O más bien derrumbarse en la silla, como si las piernas no la sostuvieran. Evitó mirarlo a la cara, aún no había dicho palabra y así estuvieron un par de minutos.

- Miguel, yo... Y ahí se quedó sin saber que decir...

- ¿Puedo preguntarte por qué?  ¿Estabas descontenta? ¿Acaso me he portado yo mal contigo? ¿Es porque querías a alguien que te diera mandanga?

  • Lo siento, fue lo único que fue capaz de murmurar.

- ¿Lo sientes? ¡Más lo siento yo que soy el cornudo! ¡Yo nunca te hubiera hecho algo así! Si no estabas a gusto, haberlo dicho antes y luego, ya te hubieras podido ir acostarte con quién te hubiera dado la gana.

  • Tú no lo entiendes...

De todas las frases que pudo haberle dicho su mujer, aquella fue la más desafortunada: Miguel no lo entiende, Miguel es tonto, Miguel no se entera, ¿qué coño le estaba diciendo? ¿Que la culpa era suya? ¿Que le negaba la explicación que le debía porque era demasiado simple para entenderla?

Miguel apretó los puños y por primera vez sintió ganas de golpear a su mujer, pero se contuvo. No, no iba con su carácter hacer algo así, de forma que fue la mesa la que se llevó el puñetazo.

- Coge todo lo que quieras llevarte y lárgate de aquí . Masculló entre dientes. Por primera vez, su mujer lo miró asustada.

Miguel se alegró de provocar en ella algún sentimiento por fin, aunque fuera miedo. Estaba harto de tanta condescendencia. Ella se levantó y se dirigió hacia el dormitorio. A medio camino se paró y se giró hacia él, parecía querer decirle algo, pero finalmente guardó silencio y continuó hasta su habitación.

Miguel se levantó, abrió el mueble bar y se sirvió un coñac. Apenas bebía y casi nunca lo hacía en casa. Pero ahora lo necesitaba. Se llenó un vaso hasta la mitad y se sentó en la cocina.

Durante un buen rato la oyó moverse de un sitio a otro de la casa. Él permaneció todo el tiempo en la cocina, hasta que la oyó abrir la puerta de la calle. Hubo unos segundos de vacilación, como si se estuviera pensando despedirse o esperara que Miguel saliera a decir algo.

Luego se escuchó el golpe seco de la hoja al cerrarse. Solo entonces, se levantó y comenzó a vagar por la casa. Los cajones aparecían abiertos y revueltos y faltaban dos maletas. Las dos más grandes que tenían. No se preocupó de mirar más. Realmente no le importaba lo que se hubiera llevado, solo esperaba que no se hubiese dejado nada atrás, porque no le apetecía volver a verla. Así estaba mejor, sin explicaciones, sin discusiones, simplemente coges la puerta y te vas. Todo lo demás, lo único que supondría sería más dolor y enfado para él. Conocía a su mujer y seguro que al final, iba a resultar que la culpa de todo iba a recaer sobre sí mismo, de una forma u otra. Así que prefirió no darle opción a disculparse, pero tampoco a discutir.

Un mes después, Miguel, tomaba café en el bar de siempre.

Decidió no alterar por nada su conducta. Si tenía que aguantar alguna broma, la aguantaría, pero no iba a esconderse ni a dejar de hacer lo de siempre. Lo cierto, es que todo el mundo parecía estar enterado de lo sucedido, pero nadie se dirigió a él en esta ocasión, ni observó miradas burlonas cómo temía. Una vez todo había sido de conocimiento público, la gente parecía respetarle y empatizar con él. Quizás se debiera también a su carácter introvertido y poco dado a las bromas. No solía meterse en absoluto con los demás, ni participar en cotilleos, así que de alguna forma, los parroquianos entendieron que le debían el mismo tratamiento.

Solo el camarero que tenía mucha confianza con él se atrevió hoy a preguntarle, con un neutro “cómo lo llevas”, que aunque podía significar cualquier cosa, ambos sobreentendían a qué se refería.

- Bien, pensé que lo iba a llevar peor, pero no me importa vivir solo, la verdad.

  • ¿Habéis vuelto a hablar?

- Un par de veces.  Me llamó porque necesitaba cosas de la casa. La salida fue tan precipitada...

  • Ya.

- Como todavía tiene llaves y yo aún no has he cambiado, le dije que se pasara y cogiera lo que quisiera cuando yo no estuviera.

  • Pero ¿no habéis hablado del asunto?

  • No hay nada que hablar.

  • Pero Miguel ¿no te ha dado ninguna explicación?

- No, no hemos vuelto a hablar desde que se fue, más que para ese tema.

  • Y ella ¿dónde está ahora?

  • No sé nada de ella Paco y la verdad, tampoco me importa lo que haga y con quien esté.

  • Ya, volvió a repetir el camarero en lo que parecía ser su latiguillo habitual.

- Bueno pues mira, ya encontrarás a otra mujer como Dios manda. Hay mucha madura soltera por ahí, que estaría dispuesta a formar pareja con alguien formal y trabajador…

  • Paco, lo último que ahora estoy pensando es en volverme a juntar con alguien...

  • Ya...

Miguel se terminó el café y se despidió: comenzaba su turno de noche. Aún hacía algo de fresco, pero le vino bien caminar hasta el taxi para despejarse. Dentro de un rato, estaría en su coche, conduciendo por la ciudad. Decidió que ese era el mejor momento del día. Cuando espantaba de la cabeza los malos pensamientos y recuerdos, las preguntas acerca de su futuro y los problemas del día a día.