1 – Shantal, la curandera venenosa

De la colección 'Los 69 suspiros de Nubilius'

Shantal era una annajji que se dedicaba a cuidar ancianos y moribundos a quienes prometía curar de cualquier mal.

Sin embargo, lejos de curarlos, la pequeña ladrona les daba pócimas de lento veneno que hacía pasar por remedios.

Vestida de maga y con turbante, la mujercita de falsa sonrisa amable se encargaba de embriagar a sus pobres victimas, a las que enajenaba hasta sacarles la última moneda de oro.

Si el enfermo tenía familia, Shantal les aseguraba haber hecho todo cuanto estuvo en sus manos para salvarle; cuando la victima no tenía más que a su propia sombra, la cruel chiquilla les compraba un espacio de tierra y los enviaba a sepultar sin más.

Nadie se había percatado del fraude más que el hijo de un carnicero a quien Shantal dirigió hasta la muerte, cuando este no tenía más que un simple dolor de estomago al inicio de sus males.

Eghar había regresado días después de la guerra, y sabía que su fuerte padre no podía morir por un simple mal de vientre; preguntó a las vecinas las circunstancias de su muerte, y se lanzó a buscar a la supuesta maga que había intentado salvar su progenitor.

La encontró en un poblado cercano, cuando la pequeña defraudadora se hacía cargo de los cuidados de una pobre anciana.

Antes de encararla, Eghar decidió espiarla para conocer la franqueza de sus actos; asomado por la pequeña ventana de la vieja, el guerrero comprendió que Shantal no hacía más que sacarle dinero a la moribunda y sonreír maliciosamente a sus espaldas cada vez que la pobre aceptaba ilusamente sus pócimas.

Cuando la falsa maga informó entre sollozos que la viejecita había escapado de sus manos a la otra vida, Eghar se enfureció con la hipocresía que encerraban las palabras y lágrimas simuladas de aquella bruja.

Tuvo ganas de desenfundar su espada ahí mismo y partir en canal a la asesina; pero comprendió que entonces no tendría elementos para eludir la justicia del Rey, de modo que decidió esperar.

La chiquilla era joven, debía haber vivido no más de cuarenta y cinco ciclos del Sol, pero su mirada exponía ya la intensa coquetería – o inocencia, según le conviniera - con la que arrastraba a la muerte hasta el más sano de los hombres.

Eghar juró que vengaría la muerte de su padre, y de todos de quienes la bruja había engañado.

Siguió a Shantal hasta la gran Arstania, donde pagó por adelantado dos meses a un casero que le rentó una amplia habitación amueblada sencillamente.

Entonces, salió en busca de la falsa maga, y la encontró en el mercado de especias, eligiendo seguramente las esencias de sus venenos.

Antes de encararla, mordió el chile más picante que un humilde mercader le había recomendado.

El picante recorrió su garganta, abrió sus poros y enrojeció su rostro. Entonces se lanzó sobre la chica, ante la que cayó a sus pies, rogando.

  • Shantal, poderosa maga; te necesito.

La brujita hizo ademán de alejarse, pero Eghar hizo sonar la bolsa de oro en sus manos e insistió.

  • Necesito que me cures de este mal, y te pagaré bien con oro.

Sólo el dulce sonido del metal retuvo a la mañosa chiquilla, quien sonrió dulcemente y se agachó para tocarle la frente.

  • Ardes en fiebre – le dijo – Pero conozco la manera de aminorar ese mal y devolverte las fuerzas.

La mala mujer, incluso, tuvo la desfachatez de ayudar con su hombro a Eghar, mientras este arrastraba simuladamente su cuerpo hasta su cuarto.

Ahí, la chica lo tendió sobre la cama y se apuró a cerrar la puerta con seguro. Entonces comenzó a rebuscar entre su bolsa como un animal que saca las entrañas de su presa.

Debía estar buscando, extasiada, el veneno con el cual acallar para siempre las fuerzas de Eghar; y tanto era así, que ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar cuando el hombre le lanzó un golpe en la nuca que la hizo perder el conocimiento al instante.

Eghar tomó su afable cuerpo y encadenó sus pies y manos a la pesada cama de hierro. Miró a la pequeña asesina, con sus hermosos y bien rizados cabellos castaños, que parecía toda inocencia en la inconciencia.

Vestía una provocativa indumentaria de las regiones áridas, a pesar de su blanca piel, con las que remarcaba su identidad de falsa maga; las telas cubrían sus piernas, pero dejaban mordazmente su entrepierna al descubierto, sólo tapada con unas bragas típicas en las annajji.

Sus pechos pequeños pero firmes, eran apenas envueltos por una camisola de tela finísima que apenas y cubría la mitad de sus brazos, y que dejaba su vientre y cintura completamente a la vista.

Cuando la bruja abrió sus ojos grises, se espantó al mirar a Eghar y al comprender su condición de rapto.

  • Tú, bruja, mataste a mi padre.

La chica se estremeció al mirar detenidamente los ojos de su secuestrador.

  • Tu sobresalto te delata – señaló Eghar

  • Me juzgas erróneamente – fue lo único que se le ocurrió decir a la malvada mujer – El carnicero, lo sé, tienes sus ojos, pero te juro que yo no lo maté. El pobre, el pobre estaba muy…

Eghar se puso de pie, y sólo entonces Shantal pudo comprender que el hombretón se hallaba completamente desnudo y con su vara extasiada.

  • ¡Me estás culpando de algo que no hi..! – alcanzó a insistir la chica antes de que la pesada mano de Eghar cayera sobre una de sus mejillas

Mientras se recobraba del sorpresivo golpe, sintió cómo el cuerpo del guerrero se deslizaba sobre ella.

Sus delicadas prendas se hicieron añicos entre las pesadas garras del furioso hombre, quien la desnudó completamente.

Lo último que le despojó fue su turbante, lo que a Shantal la hizo sentirse más desnuda que nada.

  • Vistes como lo que no eres, y eres un fraude – decía Eghar, mientras su verga intentaba penetrar entre las piernas de Shantal, que apenas podía poner resistencia por las cadenas.

  • Te equivocas – insistió ella, sintiendo cómo su coño se humedecía obligadamente por los magreos furiosos del glande de aquel sujeto.

Había alcanzado a ver las dimensiones de aquella verga, y sabía de antemano que aquel sería el más grande falo que intentaba atravesarla.

  • ¡Te equivocas, te equivocas, te equivocas…! – rezaba, mientras sentía cómo el tronco de Eghar se habría paso entre las paredes de su cueva.

Pero era demasiado tarde. Sus ruegos no tardaron en convertirse en suspiros de placer, mientras la ríspida voz de su cruel amante le murmuraba.

  • Confiesa, confiesa maldita zorra.

La pequeña se resistió, pero al cabo de un tiempo, entre los firmes embates de Eghar y los besos a sus tiernos pezones, confesó.

  • ¡Lo admito! ¡He matado a él y a más! Ahora te pido perdón…

No pudo decir más, las furiosas embestidas la dejaron sin fuerza; no era una annajji mágica y era tan frágil como ligero su cuerpo.

Eghar sacó su falo, aun duro, del coño de la agotada Shantal. Le alzó más las piernas, de modo que su glande se deslizó hasta topar con el esfínter de la falsa maga.

Resultó bastante sencillo acomodar a la chiquilla a su gusto. Era una annajji sin poderes ni magia.

No todas las annajji tenían poderes; las que sí, podían llegar a dominar reinos si los hombres se lo permitían, pero la mayoría no podían más que sacar ventaja de su inteligencia.

Las más malvadas y mediocres, como Shantal, sólo resultaban engañosas y tan astutas como una zorra; había otras, más bondadosas, que podían convertirse en maestras de otras annajji e incluso gobernar sabiamente los mismos reinos de los hombres, como la gran Artyanise de Juestu.

Por eso Shantal nada pudo hacer cuando el tronco de Eghar le reventó el ano y se deslizó impune hasta atravesarle por completo el culo.

Sin más lubricante que sus propios jugos que empapaban aquella vara, y del tenue liquido que emanaba de la verga de Eghar, la pobre annajji tardó largos minutos en comenzar a sentir placer entre tanto dolor punzante.

  • ¿Por qué lo hiciste, maldita?

  • Por oro, ¿por qué más? – alcanzó a susurrar la chica.

La sincera respuesta enfureció más a Eghar y el ambiente se llenó de olor a sudor a mierda, y de los desesperados gritos de placer de la annajji.

  • Ya, por favor. ¡Ya por favor! ¡Te ruego!

Shantal despertó horas después, cuando Eghar hizo ruido al entrar a la puerta. Ella se incorporó lentamente, y vio al hombre sacar un pan de trigo del morral.

El soldado se lo lanzó y la chica comió con la desesperación de una hambrienta.

Pasaron horas sin hablarse, mientras Eghar remedaba su ropa, leía un viejo libro y afilaba su espada; Shantal yacía pensativa, hasta que se atrevió a hablar.

  • Mi señor, deseo proponerle algo.

El hombre escuchó, y la chica habló. Sin embargo, lo que le expuso le dio nauseas.

No obstante, Eghar guardó la compostura y de su mirada no permitió que escapara ningún atisbo de contrariedad.

Shantal le estaba proponiendo convertirse en su esclava y en su obediente sirvienta; le prometía acompañarlo en su cama y en volverse, si no su mujer, sí en su fiel concubina.

Le recordó que las annajji vivían menos que los hombres, por lo que estaba dispuesta a pasar el resto de sus días a su lado, para compensar sus pecados.

E incluso, afirmó tener indicios y estar en condiciones de aprender, los placeres que se practicaban en las tierras sureñas.

Eghar, que hubiese querido decapitarla en ese instante, simuló una mirada confianzuda y sólo se limitó a asentir.

  • Si es una trampa te lo haré pagar – le advirtió, comenzando a desnudarse.

  • Le juro, mi señor, que no se trata de ninguna estafa; haré lo que usted me pida y le entregaré todo mi oro también, si eso le complace. Es mucho oro, se lo juro.

  • Bueno – dijo el hombretón, mientras deslizaba sus bermejas al suelo – entonces primero lo primero.

Aflojó las cadenas de la mano de la chiquilla, de tal manera que esta pudiera arrodillarse sobre la colcha. Así lo hizo, e incluso vio como la pequeña humedecía sus labios, quién sabe si por el ansiedad de tener ante ella su endurecida verga o por la esperanza de quedar en libertad.

Eghar se subió a la cama, y su tronco duro chocó contra la frente de la brujita. La chica le soltó una sonrisa nerviosa, y él ordenó:

  • Chupa, puta.

Ella obedeció sin contrariarse por el sustantivo, abrió grande la boca y se impulsó hasta que el glande del guerrero chocó contra la pared de su garganta. Sólo entonces cerró la boca y rodeó el tronco de Eghar con sus labios.

Parecía haber hecho aquello antes, pues a juicio del guerrero la falsa maga movía su boca y su lengua igual o mejor que las mujeres placer que perseguían los campamentos de soldados.

Quizás lo único cierto de entre todas sus mentiras fuera lo de las tierras sureñas.

Los grises ojos de Shantal miraban hacía arriba, buscando encontrarse impávidos con los de Eghar que se excitaba tanto por la falsa inocencia de aquella bruja como por los movimientos de aquella fresca lengua.

Pero también estaba atento a cualquier intento de la bruja de morderle traicioneramente su verga.

En una de esas, la chica se dejó llevar por la pasión y alcanzó a rasgar ligeramente la piel del falo con sus dientes, a lo que Eghar respondió alejando su entrepierna de inmediato y estampando su mano contra el rostro de la pequeña bruja.

  • Perdóneme, mi señor – dijo Shantal, tras toser un par de veces.

  • Cada vez que cometas un error de estos lo pagarás igual – dijo Eghar, mientras la annajji miraba sumisamente sus testículos - ¿Me entendiste?

  • Sí mi señor – dijo ella, reaccionando.

Entonces dirigió de nuevo su mirada al hombre, pero este volvió a voltearle el rostro con otra bofetada, sólo por si quedaba alguna duda.

  • Lo haré mejor y más cuidadosamente – reiteró la bruja, y así lo hizo.

Cuando provocó que el justiciero estuviera al vilo del éxtasis, vio cómo este retiraba su verga y la colocaba a ella en cuatro, obligándola con sus gruesas manos a mantener su culo alzado.

El hombre rápidamente lanzó un gargajo sobre su ano, y ella no puso resistencia y trató incluso de dilatar su culo para comodidad de su señor.

De no haber sido por el inicial dolor agudo, todo hubiese sido puro placer al sentir aquel duro falo abriéndose paso entre su recto.

Unas cuantas embestidas fueron suficientes para que el glande del hombretón vomitara sus fluidos.

Shantal, con un gesto de autentico placer, sentía cómo la cálida leche llenaba su culo a borbotones.

Por un momento, incluso se preguntó a sí misma si no sería feliz disfrutando para siempre de aquel viril guerrero.

«No – se dijo a sí misma – lo mataré en la primera ocasión. Lo juro.»

Cuando Eghar sacó su falo, la pequeña asesina le complació ofreciéndole limpiar su pene con su dócil boca, mientras le dirigía una mirada de inocente seducción.

Una sonrisa satisfecha del hombretón le devolvió las esperanzas de ser libre, lo que la hizo atreverse a decir:

  • Seremos felices, mi señor.

El hombre la miró fríamente y le respondió:

  • Sólo si así lo decide el Rey.

Diez minutos después, la llevó desnuda, encadenada y a rastras hacia las puertas del castillo.

La gente miraba divertida o sorprendida la exuberante escena de aquel guerrero arrastrando el apenas núbil cuerpo de la hermosa annajji.

Aunque Eghar entró con la humildad propia de un plebeyo, la desnudez de la chica hizo que las aguas de gentes se abrieran hasta donde el Rey Yueeme impartía justicia y exhalaba sabiduría.

La gente murmuraba curiosa alrededor de aquel par, y los cuchicheos no tardaron en llamar la atención del Rey.

  • ¡Tú! – gritó Su Majestad y el guerrero alzó la vista sumisamente.

Se encontró entonces con los ojos del Rey Yueeme, quien le hizo ademán para que se acercara.

  • Traes ante mí a una triste y arruinada annajji, exijo saber las razones y tu nombre forastero – dijo el Rey, severo.

  • Mi señor – dijo el hombre arrodillándose de inmediato – No soy un forastero, soy un feliz habitante de su reino; mi nombre es Eghar y soy soldado y defensor de Su Alteza.

“Mi padre, carnicero, fue asesinado por esta bruja al igual que muchos habitantes de su reino, mi señor. La traigo aquí para que el mazo de su justicia la condene sabiamente”, explicó.

El Rey Yueeme estuvo a punto de decir algo pero Shantal, torpemente, interrumpió estúpidamente a su alteza.

  • ¡Ruego me ayudes, mi Rey! – gritó, cayendo de rodillas – Este hombre habla con la sinceridad de un hijo que llora a su padre, pero es el mismo dolor el que lo ciega ante mis verdaderas intenciones como dadora de salud y apoyo a los moribundos.

“No soy infalible, lo admito, pero no ha estado en mí la horrible intención de matar a un ser. Le aseguro, mi señor, que son muchos más los que he sanado que los que, al igual que el padre de este hombre, se me han escurrido de las manos para caer en los brazos cálidos de Lysos”, dijo.

  • ¡Y por Lysos le juro que esta bruja es una asesina! – insistió Eghar.

Ambos, para entonces, habían tenido la desfachatez de interrumpir a Su Alteza, pero este tuvo la paciencia para preguntar sus numerosas dudas.

Así, entre cuestión y cuestión, entre señalamientos y señalamientos, el Rey comprendió que era aquello un verdadero lio.

La annajji acusó al guerrero de fornicarla sin su consentimiento, y llenar su culo de leche cuyo calor aún la avergonzaba.

De hecho, por órdenes del Rey, la chica se puso en cuclillas y dilató su ano para mostrar el viscoso esperma que de su recto manaba.

Todo mundo murmuró en ese momento, mientras el liquido, ya frio, escurría entre sus piernas, y Shantal creyó estar ganando terreno cuando escuchó decir a un plebeyo: “Si la pobre chica dice la verdad, ese hombre no tenía ningún derecho de sodomizarla. El Rey le cortará la cabeza”.

Al final, el Rey no tuvo elementos para decidir quién de los dos decía la verdad; ordenó traer a tres de sus hombres, y dijo:

  • Irán a los poblados que estos dos han mencionado, preguntarán por los nombres que ellos dos han dicho y cuestionarán a sus aldeanos la veracidad y el honor de ambos.

“Si descubren que uno de los dos miente, o es reconocido por la falsedad de sus dichos, vendrán y me lo dirán”.

A Shantal y Eghar los encarcelaron durante días, en las celdas negras del castillo de Arstania. Nadie les decía nada de lo que pasaba afuera, ni del avance de su juicio.

Tras haber salido treinta y dos veces el Sol, uno de los hombres del Rey, acompañado de dos guardias reales, abrió las puertas de la celda de Eghar.

Shantal, que estaba al otro lado del pasillo, y alcanzaba a ver lo que sucedía, sonrió.

  • ¡Eghar! – anunció el hombre del Rey – Por la justicia del Rey, y ante los ojos de Lysos: eres hombre libre.

La sonrisa se borró al instante de la faz de la annajji. El mismo hombre del Rey, una vez que Eghar desapareció, se acercó a su celda y, sin mediar palabra, ordenó a los guardias sacarla.

Desde entonces, Shantal yace en la Plaza de los Culpables de Arstania, a merced de cualquier hombre libre que guste follarla; apresada de rodillas en una picota, la bruja desnuda sufre de frio y es alimentada a pan y agua.

Atractiva novedad al inicio, ahora la chica ruega por que alguien pague sus obligados servicios con un poco de estofado, o que al menos le  llenen la boca con algo de semen para aliviar un poco el dolor del hambre.

Y en el fondo, acurrucado en su corazón, vive el deseo de que su Eghar acuda a sodomizarla.