1 El amante de la Domina. El cachorro bárbaro
En la Roma antigua, la bella y poderosa Diana Marcia Vespia descubrirá que su nuevo esclavo bárbaro es mucho más que un muchacho insolente. Pronto perderá el control de su vida y de su cuerpo, para sentir un placer desconocido.
CAPÍTULO 1
EL CACHORRO BÁRBARO
En algún lugar, debajo de una costra de barro, había una mata de pelo dorado. La mugre le cubría casi todo el rostro, dejando ver un par de ojos azules, brillantes e impertinentes. Sus ropas de piel y cuero mal labrado despedían un aroma salvaje que mezclaba el sudor de un animal joven y la profundidad de la tierra. A pesar de que casi era un niño, su estatura era impresionante y claramente deseaba aparentar más edad, asumiendo una postura altanera y hasta agresiva, aprendida de los guerreros de su pueblo.
- ¡Es un cachorro atrevido! – Comentó la Domina, lanzando una carcajada y dejando su copa de plata sobre la mesa de mármol – ¡Me mira como si quisiera cortarme la garganta!
Las esclavas sonrieron y una de ellas, portando el distintivo que la elevaba por sobre las demás, se acercó al oído de su ama.
- Es necesario asearlo, Domina. Permitidme enviarlo a los baños y que se hagan cargo de él – Susurró.
La señora contempló al muchacho a los ojos por unos instantes. Sus aretes de oro y esmeraldas tintinearon a cada lado de su cabeza, mientras analizaba la situación, sorbiendo un poco de vino español. Su altiva cabeza estaba cubierta de rizos negros y lustrosos, bajo una tiara dorada; y sus ojos eran negros, alargados y de un fulgor inquietante. Era muy hermosa.
- Sí. Llévenlo y preséntenlo ante mí cuando no parezca un animal del circo – Ordenó, poniéndose de pie y saliendo del salón.
Una estela de perfume siguió su paso y el vuelo vaporoso de su vestido.
El chico era germano. Había sido arrastrado a Roma luego de una batalla terrible al noreste del río Rhin y después de que su campamento fuera arrasado por una legión despiadada.
Creció odiando a los romanos y ansiaba el momento de volverse un guerrero para marchar por los bosques en compañía de sus hermanos y cortar los cuellos de esos soldados de rostro lampiño. Jugó en su infancia junto a los arroyos que murmuraban entre los bosques, chocando espadas de madera con sus amigos; y entrenó en serio, después de que los guerreros de su tribu trajeron la cabeza de su padre: lo único que pudieron rescatar del infierno del combate. Era el menor de varios hermanos y su madre debió abofetearlo cuando lo sorprendió escapando de noche, dispuesto a correr al campamento de los romanos para degollar al que había decapitado a su padre.
No pasó demasiado tiempo antes de que las legiones del Imperio llegaran a los bosques en donde acampaba su pueblo: una gran tribu de guerreros de pelo rubio y odio antiguo en los ojos claros. Nada pudieron hacer contra las oleadas metálicas que abrieron los vientres de los hombres y violaron a las mujeres, antes de hundirles las hojas de sus espadas.
Su madre sabía pelear, así que se caló el yelmo de su marido y tomó las armas.
- ¡Escóndete en el bosque, en la parte más lejana! – Le ordenó – ¡No salgas hasta que haya silencio!
- ¡Quiero pelear contigo y mis hermanos! – Gruñó el muchacho – ¡Sé hacerlo!
- ¡A nadie le sirves muerto! – Replicó su madre, aferrándole los hombros – ¡Vive y habrá tiempo para que pelees! ¡Ahora debes esconderte!
No obedeció. Mientras su madre lo creía a salvo en los confines de la floresta, el chico cogió el hacha de un muerto y corrió sin orden a enfrentar a los romanos profesionales en el arte de la matanza. Se topó con uno que tenía buen humor y se contentó con golpearle la cabeza con el mango de su espada y olvidarlo entre los cadáveres de los guerreros de verdad.
Cuando despertó, tenía una jaqueca insoportable. No había rastros de su familia, la mitad de su tribu yacía sobre el lodo, alimentando a los lobos y las aves de rapiña y él se alejaba de su aldea en una jaula para esclavos. Varios niños como él temblaban y lloraban, mientras se esfumaba el paisaje conocido, los muertos de su pueblo y el bosque en donde nacieron. La carreta los transportaba como ganado, mientras la pelusa fina de una nevada comenzaba a caer sobre el ejército romano y sus prisioneros.
- Casi empieza el puto invierno de los bárbaros. Me alegra largarme de esta tierra de mierda – Masculló un soldado que caminaba junto a la carreta, pero el muchacho no comprendía el latín vulgar.
- Al menos sacaremos alguna ganancia con estos mocosos inmundos. Pagarán por ellos en el mercado de esclavos – Trató de animarlo su compañero, envolviéndose en su capa de lana.
- Hay varios que pueden costar algunos buenos sextercios – Opinó el primero – Dicen que hay senadores que adoran penetrar muchachos. Ese de ahí tiene buen futuro, abriéndose las nalgas para algún noble de la ciudad.
Indicó al chico, lanzando una carcajada. El muchacho no entendió una palabra, pero sintió miedo y no dejó de sentirlo durante todo el viaje y mucho menos cuando le examinaron los dientes y lo exhibieron en una tarima de madera, rodeado de hombres que rugían como bestias, ofreciendo sacos de monedas por él.
La jefa de las esclavas caminó sigilosamente a través de los salones y el patio en donde una fuente cantarina lanzaba surtidores. Se oían risas femeninas cada vez más cerca. La mujer abrió lentamente una cortina de gasa y se asomó al salón principal en donde su ama recibía a sus visitas. De hecho, la Domina se reclinaba en un diván, acompañada por dos damas de cabello cubierto de polvo de oro y excesivo maquillaje. Las tres bebían y comían cerezas, compartiendo los últimos chismes del Palatino.
- Dinos algo divertido, Diana – Pidió una de ellas, jugando con la fruta entre sus dedos – Cuéntanos algún secreto... ¿Alguien se divorció últimamente? ¿Hay algún senador fornicando con sus esclavos?
- Queridas, no tengo el talento para la narración – Se disculpó la señora – Por eso las invito a mi casa, pues son ustedes el alma de las fiestas en Roma…
- Diana Marcia Vespia – Nombró la otra, con muy buen humor – Conocemos tus talentos para manejar la información de todo lo que ocurre en el Imperio. No en vano conseguiste que tu esposo fuera nombrado tribuno en Judea…
La Domina la observó directamente a los ojos.
- Marcio está en Judea por sus propios méritos – Discutió con suavidad – Yo solamente aporté algunos detalles que hicieron su ascenso más ágil.
Las tres rieron de buena gana. La jefa de las esclavas había permanecido en silencio, observando la escena a un lado de su dueña.
- ¿Qué pasa, Zenobia? – Preguntó la Domina, girando levemente su cabeza hacia ella.
- El muchacho bárbaro está listo, Domina – Anunció – Ha sido aseado y preparado…
- Perfecto, tráiganlo ante mí.
- Domina… Sucedió algo… – Agregó la jefa de las esclavas, inquieta
- ¡Dime, Zenobia!
La mujer miró a cada una de las presentes.
- Se resistió durante todo el baño. Fue necesario que dos esclavos lo sujetaran para mantenerlo bajo el agua – Señaló, haciendo leves gestos con las manos – Pero continuó retorciéndose y negándose. Nos escupió, nos insultó en su lengua y luego… Mordió a uno de los hombres que lo aferraba. Casi le arrancó uno de los dedos.
Las mujeres escucharon en silencio y luego lanzaron una carcajada.
- ¡Por los dioses, Diana! ¿Acaso compraste uno de los animales salvajes del circo? ¿Qué trajiste a Roma?
- Ah, es un mocoso germano. Lo vi en la subasta del mercado y ordené que lo compraran para mí – Explicó con desgano – Un capricho, supongo. Me intrigan los salvajes y este cachorro bárbaro es atrevido e impertinente.
- ¡Sin duda! ¡Casi le arrancó un dedo a uno de tus esclavos!
Dos sirvientes entraron en la habitación, llevando al muchacho con las manos en la espalda, sujetas por grilletes. Le habían puesto una túnica de esclavo y sandalias. Uno de los captores llevaba un vendaje en la mano. La Domina y sus amigas se incorporaron un poco en el diván, muy interesadas.
El chico era alto y tenía rasgos juveniles en un rostro agraciado, pero masculino. La nariz era algo respingada, proporcionada. Los labios, un poco carnosos y con el dibujo perfecto de las esculturas en los jardines imperiales. El cuello era largo, fuerte y con una incipiente manzana de Adán asomando bajo su garganta. Los hombros eran amplios y los brazos desnudos mostraban una musculatura discreta, aún en desarrollo. Las piernas eran largas y fuertes, bien plantadas, terminadas en un par de pies de considerable tamaño. Una melena de oro puro caía en mechones sobre sus hombros. En verdad era un muchacho muy apuesto.
Las mujeres lo contemplaron con fascinación. La Domina parpadeó unos instantes, aún impresionada por el aspecto del cachorro bárbaro.
- ¿Por qué aún lleva el cabello como un salvaje? – Preguntó cuando volvió de su ensoñación.
- No permitió que lo tocáramos, Domina. Mis excusas… – Se disculpó Zenobia, inclinándose servilmente.
La señora se incorporó de su diván. Dejó la copa a un lado y caminó lentamente hacia el muchacho.
- ¿Qué edad crees que tenga? – Preguntó una de las invitadas – ¿Diecisiete? ¿Dieciocho años?
La Domina lo observaba de cerca ahora. El joven bárbaro le clavó los ojos y no parpadeó ni un instante. Sus ojos eran tan azules como el mar que lamía las costas de Capri.
- No, es casi un niño – Opinó la Domina con suavidad – Es alto y se ve fuerte, pero no tiene más de dieciséis…
La señora olía bien y tenía una piel sedosa. El chico jamás había visto a una mujer así. Incontrolablemente, percibió leves cosquillas entre sus piernas. La dama, por su parte, sintió que sus pezones se endurecían ante la insolencia de la mirada del muchacho.
- Diana Marcia Vespia, sabes que hay formas de averiguar si es un niño aún – Argumentó una de sus amigas.
La señora volteó hacia ellas.
- ¡Es cierto, Diana! – Apoyó la otra – Deberías indagar… ¿Por qué no nos muestras?
- Quizás te encuentras con algo prometedor, querida. Ahora que tu marido está tan lejos – Insinuó la primera, maliciosamente.
La señora pareció divertida con la idea.
- Es cierto – Opinó, regresando alegremente a su diván – Me pidieron algo divertido y quizás es el momento. ¡Traigan a Illithia! Hay trabajo para ella…
Trajeron a otra esclava, una adolescente con mirada huidiza y grandes pechos cubiertos por la tela de su peplo de sirvienta.
- ¡Pedimos diversión y nos traes a una vaca lechera, Diana! – Se rió una de las damas.
Las tres lanzaron carcajadas.
- Es necesario para el experimento, queridas – Explicó la Domina – Illithia es una chica griega e inteligente que sabrá qué hacer. Pronto averiguaremos lo que te intriga, Marcela – Se volvió hacia Zenobia – Que Illithia haga lo necesario.
La jefa de las esclavas se acercó a la muchacha y le susurró algo al oído. La chica ahogó una risita bajo su mano.
- Ya sabes qué hacer – Murmuró Zenobia, dando un paso atrás. Luego se volvió a los esclavos que acompañaban al joven bárbaro – ¡Quítenle la túnica ahora!
El chico no entendió la orden, pero apenas comenzaron a jalar de sus ropas, comenzó a retorcerse. Uno de los hombres le dobló un brazo por la espalda y el dolor lo hizo desistir. El esclavo del dedo vendado le lanzó una mirada llena de rencor y procedió a cumplir con la orden de desvestirlo. En pocos segundos le habían arrancado la túnica y desplegaban la tela que le cubría los genitales. Debieron aferrarlo con fuerza de los antebrazos para mantenerlo en una posición rígida. El chico jadeaba de furia y ansiedad.
Las tres mujeres se incorporaron en sus sitiales. La Domina contuvo la respiración. El muchacho se alzaba ante ellas, completamente desnudo, vulnerable, pero orgulloso. El pecho estaba lampiño y se veía suave y liso, como el de una escultura. La línea del abdomen bajaba gloriosamente hasta el ombligo y más abajo de la planicie del bajo vientre, crecía un bosquecillo de vello dorado que rodeaba un falo de hermosas proporciones. El pene del muchacho era magnífico: grueso, de largo imponente, custodiado por un par de testículos de tamaño respetable y adorable masculinidad.
El chico temblaba de ira y vergüenza, mientras la Domina mordía suavemente su labio inferior.
- Si me lo preguntas, ya no es un niño – Opinó una de las mujeres, con tono lascivo.
A una señal de Zenobia, Illithia se acercó al muchacho. Los esclavos giraron levemente con su prisionero, para que las damas no perdieran detalle de la escena.
La esclava tomó el broche que sostenía su peplo por los hombros y lo bajó lentamente. Miraba al joven bárbaro a los ojos, mientras él respiraba rápidamente, intrigado y nervioso. El vestido cayó hasta la cintura, revelando un par de pechos descomunales, terminados en pezones oscuros y puntiagudos.
- Podría alimentar a Rómulo y Remo, hasta dejarlos obsesos – Interrumpió Marcela, seguida por las carcajadas de las otras damas.
La chica tomó ambos senos y los masajeó. Sus manos se veían pequeñas en la masa que subía y bajaba, endureciendo las puntas marrones hasta dejarlas como rocas. Los ojos del muchacho no perdían detalle de las manos que amasaban esas orbes de carne, voluptuosas y ardientes. Había visto muchas veces los pechos de su madre, cuando se aseaba en un rincón de la cabaña familiar en el bosque. Obviamente eran más discretos que los que Illithia le exhibía; y jamás le provocaron ese vacío que se alojaba en su bajo vientre y bajaba hasta sus genitales.
- ¡Miren! – Indicó la segunda dama, apuntando con fascinación hacia el chico bárbaro.
El sexo del muchacho había comenzado a levantarse. Se llenaba de sangre rápidamente, la que se desplazaba por cada arteria y convertía su falo en una espada de carne. Maravillosamente, el órgano se erguía con aplomo, apuntando levemente la cabeza hacia arriba. El joven bárbaro había comenzado a jadear y la Domina sintió que su vulva soltaba algo de líquido ambarino.
Illithia ahora se puso de rodillas y dio una mirada a su ama. Diana Marcia Vespia asintió levemente. Entonces la chica rodeó el pene con su mano y lo aferró con suavidad. Podía sentir cómo palpitaba entre sus dedos, como un animal inquieto. Las venas se marcaban como cuerdas y la sangre parecía hervir en cada vaso. La chica levantó los ojos y encontró la mirada ansiosa del muchacho, que respiraba con la boca abierta, asustado de sus propias reacciones.
Fue entonces cuando sin dejar de clavarle las pupilas, Illithia descorrió lentamente la piel del prepucio, revelando un glande perfectamente redondo, rojo, húmedo y sublime.
- Febo no tiene un falo mejor que ese – Murmuró Marcela, quien había comenzado a pellizcar sus propios pezones, excitada por la escena – Eres una perra afortunada, Diana.
Illithia movió rítmicamente sus dedos alrededor del bálano y comenzó a frotar con la destreza de una prostituta. Aumentaba el ritmo y luego lo relajaba, jugando con las sensaciones que hacían que el chico se estremeciera, pasando de un momento a otro de los jadeos a los gemidos.
Cuando parecía que la situación se hacía insostenible, Illithia abrió la boca y se introdujo el órgano completo, hasta sentir el glande contra la garganta. Su habilidad hacía que los labios llegaran hasta la raíz, tocando el nacimiento de los testículos. El chico inclinó levemente la cabeza, mirando a la Domina a los ojos.
- Te observa, Diana – Señaló una de las amigas – Es en ti en quien piensa, no en las ubres de tu esclava…
Pero la Domina no la oía. Sus propios pechos se habían endurecido, sintiendo el roce de su vestido acariciando las puntas y excitándola horriblemente. Movió las piernas y comprobó que los labios de su sexo estaban viscosos y que la pepita del clítoris se había hinchado. Hacía mucho que un hombre no le provocaba una reacción tan rápida y rotunda. El hecho de que fuera un mocoso salvaje le parecía tan absurdo como estimulante. Sentía unos deseos insoportables de hundir los dedos en su vulva o hacer que algún esclavo le lamiera el sexo hasta estallar. No podía creer que un simple bárbaro adolescente llegara a descontrolarla hasta ese punto.
Illithia devoraba ahora el sexo del joven bárbaro. Moviéndose adelante y atrás, estimulando la piel con sus labios y las venas con el roce delicado de los dientes, le proporcionaba al muchacho un placer que no conocía, ni siquiera cuando se masturbaba en solitario, mientras su familia dormía. Sin entender por qué, giró para ver a la mujer que lo había comprado, concentrándose en sus ojos oscuros, en la piel sedosa y en los pezones que se destacaban bajo la tela delgada de su vestido de romana. Supo que ella sufría el mismo suplicio exquisito. Sintió deseo y se despreció por eso, pues el apetito de su carne era más fuerte que el odio por el Imperio que lo había arrancado de su pueblo.
- ¡Cómetelo, perra! – Ordenó una de las damas.
- ¡Chupa con fuerza! ¡Haz que escupa el néctar de los dioses! – Rugió Marcela, quien se acariciaba impúdicamente los pechos descubiertos, sin importar que los esclavos la observaran.
Solo Diana Marcia Vespia observaba inmóvil, sintiendo que su sexo palpitaba rítmicamente y una embriaguez insoportable le paralizaba los miembros.
El chico no dejaba de observarla de forma insistente. Por supuesto, el salvaje ignoraba las reacciones que provocaba en la señora de la casa y gimió más alto, sintiendo la succión implacable que ahora le sorbía el glande, como si quisiera arrancarle la sangre por la abertura de la cabeza. Su mente comenzó a divagar e imaginó que esa boca despiadada que le tragaba el sexo era la de esa mujer deslumbrante que ahora lo observaba imperturbable y con los ojos fijos en los suyos. La sintió verdaderamente. Vio sus pupilas negras, su pelo brillante, el fulgor de sus joyas y su rostro altanero. Podía sentir el perfume que emanaba de su cuerpo y la presión que hacía con sus dientes sobre la piel de su verga. Sentía miedo, furia y un placer insoportable que se alojaba en lo profundo de su bajo vientre.
Una mano desconocida lo estremeció al aferrar sus testículos inflamados, palpándolos y sopesando.
- Está listo – Anunció uno de los esclavos – La descarga será potente.
Zenobia tomó una copa de vidrio tallado y se acercó, atenta e inconmovible. Illithia aumentó la velocidad de sus maniobras, si es que eso era posible. El bárbaro miró a la Domina con gesto suplicante, mientras ella se estremecía, segura de que un simple roce en su clítoris provocaría su propio orgasmo.
- ¡Ahora..! – Exclamó una de las damas.
Illithia se retiró justo a tiempo, arrancando el falo de su boca. El muchacho lanzó un rugido, echando la cabeza hacia atrás, mientras del bálano encarnado de su verga escapaban chorros de semen hirviendo. Zenobia intentó retenerlo con la copa, pero buena parte salpicó la cara de Illithia, así como sus enormes tetas. Aún así, había una considerable cantidad de esperma en el vaso.
- Magnífico – Opinó Marcela, cubriendo sus pechos – Definitivamente ya no es un niño…
- No, claramente no lo es – La secundó su amiga – ¿Tú qué opinas, Diana?
Pero la Domina apenas podía sostenerse. Se había reclinado en el diván, de lado y en el momento final apretó sus muslos, comprimiendo su clítoris erecto entre los labios hinchados de su vagina; lo que le provocó un orgasmo exquisito que la sumió en un sopor inesperado.
- ¿Acabaste con él, perra? – Preguntó Marcela – ¡Mira, Calpurnia! ¡La muy puta se excitó hasta el punto de acabar junto con el bárbaro!
Marcela se levantó, muy divertida y metió ágilmente los dedos entre los pliegues del vestido de la Domina. Ella volvió en sí, sobresaltada; pero su amiga ya levantaba la mano, separando el índice y el dedo medio. Un hilo viscoso apareció entre ambos dedos.
- Estás empapada, ramera… ¿Por qué no montas de una vez al salvaje y calmas ese volcán? – Preguntó, lamiendo sus dedos embadurnados.
Lánguida, la Domina giró hacia el muchacho. Él apenas se sostenía y aún respiraba con dificultad. Su pene, ahora en reposo, descansaba entre sus muslos. El chico volvió a mirarla con un gesto indescifrable.
- Aún no – Pronunció con algo más de firmeza – Todavía es un muchacho y no está listo para darle placer a una mujer.
- ¡Pero ya viste qué verga tiene! Ni el propio Marte posee un glande tan apetitoso… ¡Y jamás descargó tanto néctar en la vulva de Venus!
Marcela agitó la mano, llamando a Zenobia, quien le acercó la copa. Adentro se movía el líquido semitransparente y levemente espeso. La dama acercó el vaso a sus labios, como si probara un cargamento de vino de Salerno.
- Mmmh, delicioso… Fresco y suave en el paladar – Comentó, entregándole el vaso a Calpurnia.
- ¿Siempre es más delicado su sabor cuando son adolescentes? Ya no lo recuerdo…
Ambas rieron. Calpurnia estiró el brazo, ofreciéndole la copa a la Domina.
- Toma, Diana. Prueba a tu pequeño bárbaro…
Pero ella se había puesto de pie y observaba con intriga al muchacho. Él había recuperado su gesto insolente.
- Lo prepararán el tiempo que sea necesario. Quiero que adiestren su cuerpo para que se recupere del todo, que coma bien, descanse lo que haga falta y consuma infusión de hierbas egipcias, para que su pene se fortalezca. Cuando sea el momento, lo traerán ante mí – Ordenó la Domina.
Zenobia asintió y ordenó a Illithia que se cubriera los pechos. Salió de la habitación, seguida por los esclavos y el muchacho, que era arrastrado cuando le daba una última mirada a Diana Marcia Vespia.
- Eres una pésima anfitriona, Diana – Opinó Marcela, recostándose sobre el diván y descubriéndose nuevamente los pechos. Los pezones estaban teñidos de carmesí – Nos traes ese bocadito salvaje y luego ordenas que se lo lleven. ¡Lo quieres para ti sola! Deja, al menos, que me dé una lamida.
Levantó su vestido, separando los muslos y acariciando su vulva, que comenzaba a brillar por los jugos que escurrían. Calpurnia se levantó y se acercó a ella, hundiendo la cara entre sus piernas. Marcela lanzó una carcajada.
- Basta, querida. Hoy no – La rechazó, risueña – Sé que tu lengua es un ala de mariposa en los clítoris del imperio y en las vergas del senado, pero hoy necesito un hombre. La verga del muchacho germano de Diana me ha hecho desear que me penetre un gladiador…
- Tú te lo pierdes – Se burló Calpurnia, reclinándose con aburrimiento.
- No tengo gladiadores esta tarde, pero puedo llamar a Helios y Akeem para que se diviertan – Anunció la Domina.
- ¿El griego y el egipcio que estuvieron en la orgía del mes pasado? – Preguntó Calpurnia, incorporándose con interés – Pues quiero al griego. Hoy me apetece la carne blanca…
- Pues quédate con él – Replicó Marcela – Akeem es el mejor penetrando culos. Durante la orgía pasada hundió su verga hasta mis entrañas con tanta habilidad, que mi concha estalló en líquido. ¡Salpiqué hasta la cara de Marco Sempronio Glauco que fornicaba con la desabrida de Livia Publia a mi lado!
Se desternillaron de risa. En pocos minutos, ambas damas habían desaparecido en las habitaciones interiores, acompañadas por un esclavo trigueño y otro de piel morena.
La Domina pidió estar sola. Toda la servidumbre salió del salón. Anochecía y los grillos comenzaban a llenar la noche romana. Lentamente se acercó a la copa de vidrio que descansaba sobre una mesita de mármol. Aún había algo de esperma en el fondo. Sus lascivas amigas no lo habían bebido del todo. Lo acercó a sus labios, cerró los ojos y sorbió calmadamente. El líquido le acarició la lengua y el paladar con su sabor fresco. Era el semen joven de un muchacho delicioso, de la imagen de un pequeño Dios. Sintió que sus pezones volvían a contraerse.
Pero aún era pronto. Debía esperar pacientemente a que creciera un poco, que se hiciera hombre. No faltaba mucho. Su falo ya era el de un guerrero, pero aún seguía siendo prácticamente un niño. Su marido estaba a miles de leguas, en la lejana y aburrida Judea, esa tierra llena de revoltosos y de gente polvorienta. Ella era una mujer con necesidades, por cierto. A nadie le extrañaba que una Domina se divirtiera alguna vez con un esclavo guapo o con alguna esclava encantadora. ¿Y por qué no?
Sin embargo, algo la perturbaba seriamente. No la tocó ni ella a él. No hubo más que una simple mirada entre ellos, sin mayor contacto. Era un mocoso poco menor que su propio sobrino, el hijo de su único hermano; y sin embargo la había excitado a tal punto de que con solo apretar los muslos la había embriagado un orgasmo de bestia en celo. ¿Sería posible que llegara a tener tal poder sobre su cuerpo?
La Domina dejó la copa con el néctar del bárbaro sobre la mesa y llamó a sus esclavas, para que prepararan su baño.