Mi hermana, su amigo y yo
A mi lado, estaba un joven descomunalmente grande, de raza negra. Rondaría los dos metros, incluso puede que los superara. Con la cabeza rapada, muy musculado. Y lo que ya era del todo alucinante es que estaba como Dios le trajo al mundo, completamente desnudo, con sus veinte centímetros de flácido instrumento colgado de ahí.
Sólo hacía tres días que mi mujer se había ido de casa, cuando ya mi madre me propuso que volviera a instalarme en la casa familiar. Así no estaría solo, tendría menos tiempo para comerme la cabeza y me ahorraría el dinero del alquiler. Tenía bastante razón. Al fin y al cabo vivíamos a apenas cuatro calles, hecho que había contribuido a que mi mujer siempre me echara en cara que en realidad yo nunca me había acabado de irme de casa de mis padres.
A pesar de que la oferta, como digo, era tentadora...